I.1. Con la ayuda del Señor me he propuesto demostrar qué utilidad nos reportan a nosotros, esto es, a la paz católica, los ataques que, escudados en la autoridad del bienaventurado Cipriano, nos lanzan los donatistas, y a la vez cuán nocivos son esos ataques para los mismos que los provocan.
Quizá la necesidad de la réplica me fuerce a citar de nuevo, aunque lo haga con la brevedad posible, las cuestiones ya expuestas en otros libros: no deben verlo como enojoso los que ya las han leído y conocen. Por una parte es conveniente sugerir una y otra vez a los más tardos las materias necesarias para la instrucción, y por otra, con su repetición y variada insistencia, ayudan también a los mejor dotados en la adquisición de conocimientos y riqueza dialéctica. Además, sé también cómo se molesta el lector cuando el libro que tiene en sus manos, al topar con alguna dificultad, la remite para solucionar la cuestión a otro libro, que a lo mejor no está a su alcance. Por lo tanto, si los temas presentes me fuerzan a repetir brevemente cuanto he dicho ya en otros libros, tengan la bondad de disculparme los sabios, y no se den por ofendidos los ignorantes: es preferible ofrecer algo a quien ya lo tiene a no presentárselo al que carece de ello.
2. ¿Qué es lo que afirman los donatistas cuando se ven acorralados por la fuerza de la verdad, en la que no quieren consentir? Replican: "Cipriano, cuyos excelentes méritos y doctrina conocemos, con la aprobación de muchos coepíscopos suyos, determinó en un concilio que no tenían el bautismo los herejes y cismáticos, esto es, todos los que están fuera de la comunión de la única Iglesia; y, por esto, todo el que hubiera sido bautizado por ellos, al venir a la Iglesia deberá ser bautizado".
No me espanta la autoridad de Cipriano, porque me anima su humildad. Cierto que reconocemos la excelencia del mérito del obispo y mártir Cipriano; pero ¿es acaso más grande que la del apóstol y mártir Pedro? Pues de éste habla así el mismo Cipriano en la carta a Quinto: "Ni el mismo Pedro, a quien eligió primero el Señor y sobre quien edificó su Iglesia, en el debate que suscitó después Pablo sobre la circuncisión se arrogó algo con insolencia o se lo apropió con arrogancia, diciendo que él tenía el primado y era preciso que los primeros y los siguientes le obedecieran; tenía el primado y era preciso que los primeros y los siguientes le obedecieran; tampoco menospreció a Pablo por haber sido primeramente perseguidor de la Iglesia; antes, aceptó el consejo de la verdad, dando fácilmente su consentimiento al argumento legítimo que defendía Pablo. Con ello nos suministró un testimonio de concordia y de paciencia, a fin de que no nos amarremos con pertinacia a nuestras opiniones, sino que sólo aceptemos como nuestras cuando sean verdaderas y legítimas, las que a veces nos sugieran nuestros hermanos y colegas para nuestro mayor bien".
Vemos cómo recuerda aquí Cipriano lo que leemos también nosotros en las santas Escrituras: la anécdota del apóstol Pedro en quien destaca la excelente prerrogativa del primado de los apóstoles: acostumbrado a tratar sobre la circuncisión separándose de lo que exigía la verdad, fue corregido por el apóstol Pablo, posterior a él. Pudo Pedro fallar en algún punto de la verdad evangélica, forzando a judaizar a los gentiles; y lo recuerda Pablo en aquella carta en que testificó delante de Dios que no mentía: En esto que os escribo -dice- Dios me es testigo de que no miento 1. Y tras citar a Dios como testigo de forma tan santa y pavorosa, nos relata aquel pasaje: Cuando vi que no andaba a derechas con la verdad del Evangelio, le dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío, estás viviendo como un pagano y en nada como un judío, ¿cómo intentas forzar a los paganos a las prácticas judías? 2 Pudo, pues, Pedro, contra la norma de la verdad que luego mantuvo la Iglesia, forzar a los gentiles a las prácticas judías; ¿por qué no pudo Cipriano, contra la norma de la verdad que luego mantuvo la Iglesia, obligar a los herejes o cismáticos a bautizar de nuevo?
No pienso causar afrenta alguna al obispo Cipriano al compararlo, por lo que atañe a la corona del martirio, con el apóstol Pedro. Más bien debiera temer afrentar al apóstol Pedro. ¿Quién ignora, en efecto, que su primacía del apostolado debe anteponerse a cualquier otro episcopado? Claro que aunque tan distante la categoría de las cátedras, una sola es la gloria de los mártires; y si en algo se aventajan unos a otros los corazones de los que confiesan y mueren por la verdadera fe en la unidad de la caridad, sólo puede penetrarlo el Señor, por cuya gracia, administrada maravillosa y ocultamente, el ladrón se confiesa pendiente en la cruz y es llevado el mismo día al paraíso; en cambio Pedro, acompañante de Cristo, le niega tres veces y ve alejado el día de su corona: supone una temeridad por nuestra parte intentar juzgar en esta materia.
Cierto que si alguien al presente obligara a uno a circuncidarse según el rito judaico para bautizarlo después, el género humano reprobaría esto con mayor repulsión que si se forzara a uno a rebautizarse. Por consiguiente, si al practicar Pedro aquello y ser corregido por el novel Pablo, es mantenido por el vínculo de la paz y de la unidad y es promovido al martirio, ¿con cuánta mayor facilidad y fortaleza se deben preferir las determinaciones establecidas por la Iglesia universal a la autoridad de un solo obispo o al concilio de una sola provincia? El mismo Cipriano manifestó bien claramente querer estar en la unidad de la paz, aun con aquellos que sobre esto tenían diversa opinión. Así lo demuestra su primer discurso en la apertura del citado concilio, discurso que alegan estos mismos. Dice así:
II. 3. "Reunidos en Cartago el día 1 de septiembre numerosos obispos de la provincia de África, Numidia y Mauritania, con los presbíteros y los diáconos, y en presencia también de una inmensa multitud del pueblo, se leyó la carta de Jubayano a Cipriano, así como la contestación de éste a Jubayano sobre la reiteración del bautismo, así como la nueva contestación de Jubayano a Cipriano.
Entonces dijo Cipriano: Habéis oído, carísimos colegas, lo que me escribió nuestro coepíscopo Jubayano consultando mi poca valía sobre el bautismo ilícito y profano de los herejes, y lo que yo le he contestado, es decir, mi opinión que una y muchas veces hemos mantenido: que es preciso santificar con el bautismo de la Iglesia a los herejes que vienen a ella. También se os leyó otra carta de Jubayano, en la que, contestando a la mía con sincera y religiosa devoción, no sólo se mostraba de acuerdo, sino que daba las gracias por haber sido instruido. No resta sino que cada uno exprese lo que siente sobre esta materia: sin juzgar a nadie ni separarlo del derecho de la comunión por tener opinión diferente. Nadie, en efecto, de nosotros se ha constituido en obispo de obispos, ni puede obligar con tiránico imperio a sus colegas a la necesidad de obedecer, ya que en virtud de su libertad y su potestad tiene cada obispo su propio criterio, y no puede ser juzgado él por otro, como tampoco puede él juzgar a otro; al contrario, todos nosotros hemos de esperar el juicio de nuestro Señor Jesucristo, que es el único que tiene el poder de ponernos al frente en el gobierno de su Iglesia, y de juzgar sobre nuestra actuación".
III. 4. Que se levanten ahora, si se atreven, esas orgullosas y engreídas cervices de los herejes contra la santa humildad de este discurso. ¿Qué decís ante esto, ¡oh insensatos donatistas!, cuya vuelta a la paz y unidad de la santa Iglesia y cuya curación tan ardientemente deseamos? Vosotros acostumbráis a objetarnos la carta de Cipriano, la opinión de Cipriano, el concilio de Cipriano: ¿por qué os agarráis a la autoridad de Cipriano en pro de vuestro cisma y rechazáis su ejemplo en pro de la paz de la Iglesia? Pero ¿quién ignora que la santa Escritura canónica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, está contenida en sus propios límites, y que debe ser antepuesta a todas las cartas posteriores de los obispos, de modo que a nadie le es permitido dudar o discutir sobre la verdad o rectitud de lo que consta está escrito en ella? En cambio, las cartas de los obispos, de ahora o de hace tiempo, pero cerrado ya el canon de la Escritura, pueden ser corregidas por la palabra quizá más sabia de alguien más perito en la materia, por una autoridad de más peso o la prudencia más avisada de otros obispos, o por un concilio, si en ellas se encuentra alguna desviación de la verdad. Incluso los mismos concilios celebrados en una región o provincia deben ceder sin vacilaciones a la autoridad de los concilios plenarios reunidos de todo el orbe cristiano. Y estos concilios plenarios a veces son corregidos por otros concilios posteriores, cuando mediante algún descubrimiento se pone de manifiesto lo que estaba oculto o se llega al conocimiento de lo que estaba oscuro.
¿Quién ignora que todo esto tiene lugar sin hinchazón alguna de sacrílega soberbia, sin arrogancia de cerviz altanera, sin emulación de lívida envidia, con santa humildad, con paz católica, con caridad cristiana?
IV. 5. Por eso Cipriano, tanto más excelso cuanto más humilde, amaba el ejemplo de Pedro hasta decir: "Nos ha dado una lección de concordia y de paciencia, de suerte que no nos apeguemos con pertinacia a nuestra opinión, sino que aceptemos como nuestras las que tal vez nos sugieran útil y saludablemente nuestros hermanos y colegas, si son verdaderas y legítimas". Nos manifestó que corregiría con suma facilidad su opinión si alguien le demostraba que el bautismo de Cristo podía ser dado por los que se habían salido, lo mismo que no podían perderlo al irse fuera. De esto ya hemos hablado mucho.
Nosotros mismos no osaríamos afirmar algo semejante si no nos viéramos confirmados por la autoridad tan concorde de la Iglesia universal; a la cual, sin duda, él también cedería, si ya en aquel tiempo hubiera estado clarificada y establecida por un concilio plenario la verdad de esta cuestión. Si, en efecto, alaba y proclama a Pedro de haber aceptado con paciencia y concordia la corrección de un solo colega inferior, ¿cuánto más pronto no se hubiera sometido él, con el concilio de su provincia, a la autoridad de todo el orbe, tan pronto como hubiera sido descubierta la verdad? Sin duda un espíritu tan santo y sereno como él podría ceder con toda facilidad a uno solo que dijera y demostrara la verdad. Y quizá ocurrió así, y no lo sabemos, ya que no pudieron quedar en la memoria o consignarse por escrito todas las actuaciones de los obispos en aquel tiempo, o quizá no conocemos cuanto se consignó. ¿Cómo realmente pudo una cuestión, envuelta en tan oscuros debates, ser llevada a un esclarecimiento lúcido y a la confirmación de un concilio plenario, si no constaba que antes había sido discutida por mucho tiempo a través de las diversas regiones de la tierra en muchas discusiones y reuniones de obispos de una y otra parte? Esto es lo que consigue una paz auténticamente sana: la permanencia del vínculo de la unidad, sin que quede la herida del error en la parte separada, cuando durante mucho tiempo se trata de dilucidar algunas cuestiones oscuras y, debido a la dificultad de encontrar solución, se originan opiniones diversas en la discusión fraterna, hasta que se llega a la luz de la verdad.
V. 6. De ahí que muchas veces no llegan a descubrir alguna verdad los más sabios: para que se compruebe su caridad paciente y humilde, en la cual hay más fruto, o se ponga de manifiesto cómo mantienen la unidad cuando hay diversas opiniones en cuestiones oscuras, o cómo aceptan la verdad cuando llegan al conocimiento de alguna declaración contra lo que ellos opinaban. En el bienaventurado Cipriano tenemos bien demostrado uno de estos dos extremos, es decir, cómo mantuvo la unidad con aquellos de quienes disentía. Dice en efecto: "Sin juzgar a nadie ni declararlo separado de la comunión por tener opinión diferente".
Sobre la otra cuestión, es decir, cómo pudo aceptar la verdad clarificada contra su pensamiento, callan, es verdad, los escritos, pero claman los hechos: si no lo expresa el concilio de los obispos, lo manifiesta el coro de los ángeles. No es pequeño testimonio de un alma tan serena el haber merecido el martirio en la misma unidad de la que no quiso separarse aunque tenía otra opinión.
Como hombres que somos, estamos expuestos a la tentación de pensar sin ajustarnos a la realidad. Lo que supone presunción diabólica sería amar con exceso la propia opinión o envidiar a los mejores, llegando al sacrilegio de desgarrar la comunión y originar un cisma o una herejía. En cambio, no disentir en nada de la realidad es propio de la perfección angélica. Y, puesto que somos hombres, aunque en esperanza somos ángeles, con quienes nos igualaremos en la resurrección, no nos dejemos contagiar de la presunción diabólica. Así nos dice el Apóstol: No os sorprenda tentación que no sea humana 3. Es, pues, humana la divergencia de opiniones. Por eso dice en otro lugar: Cuantos somos perfectos, esto mismo sintamos; y si en algo sentimos de otra manera, Dios os lo hará ver 4. ¿Y a quién se le revelará cuando le plazca, ya en esta vida, ya después de ella, sino a los que andan en el camino de la paz y no se encaminan a una separación?
No son tales los donatistas, que no han conocido el camino de la paz 5 y no tuvieron otro motivo para romper el vínculo de la unidad. Por eso, al decir el Apóstol: Si en algo sentimos de otra manera, Dios os lo hará ver 6, para que no pensaran que, fuera del camino de la paz, les podía ser revelada la falsedad de sus opiniones, añadió a renglón seguido: Cualquiera que sea el punto a que hayamos llegado, sigamos adelante en la misma línea 7. En ésta siguió Cipriano, y llegó a través del martirio a la luz angélica por su tolerancia tan perseverante, no por haber derramado su sangre, sino por haberla derramado en la unidad, porque si entregara su cuerpo a las llamas y no tuviera caridad, de nada le aprovecharía. Conocería por revelación, si no en vida, al menos en la mansión angélica, ya que a pesar de su divergencia, no antepuso la diversidad de su opinión al vínculo de la unidad.
VI. 7. ¿Qué decís, donatistas, a esto? Si nuestra opinión sobre el bautismo es verdadera, todos los que la tenían diferente en los tiempos de Cipriano, no se separaron de la unidad de la Iglesia, hasta que Dios les revelara aquello en que disentían. ¿Por qué vosotros habéis roto con vuestra separación sacrílega el vínculo de la paz? Cipriano, y los restantes con quienes proclamáis vosotros que celebró tal concilio, permaneció en la unidad con los que tenían diversa opinión; ¿por qué vosotros habéis roto el vínculo de la paz?
¿Qué tenéis que responder? Cualquier respuesta que deis, os forzará a condenar vuestra separación. Responded: ¿Por qué os separasteis?; ¿por qué levantasteis un altar enfrentado a todo el orbe?; ¿por qué no estáis en comunión con las Iglesias que sabéis fueron destinatarias de las cartas apostólicas que vosotros leéis y según las cuales decís que vivís? Responded: ¿Por qué os separasteis? A buen seguro, diréis, que para no perecer en la comunión de los malos. ¿Y cómo no perecieron Cipriano y tantos colegas suyos? En efecto, creyendo ellos que los herejes y cismáticos no tienen el bautismo, prefirieron antes que separarse de la unidad dar el bautismo
a los que habían sido recibidos sin él, ya que, en su convicción pesaban sobre ellos pecados tan grandes y sacrílegos; y por eso decía Cipriano: "No juzguemos a nadie ni lo separemos del derecho de la comunión por tener opinión diferente".
8. Si por tal comunión con los malos perecen los buenos, entonces la Iglesia habría perecido ya en tiempo de Cipriano. Luego ¿de dónde procede Donato, dónde fue catequizado, dónde fue bautizado, dónde ordenado, cuando había desaparecido ya la Iglesia por el contagio de la comunión? Pero si la Iglesia existía, en nada pudieron perjudicar los malos a los buenos en una misma comunión. ¿Por qué, pues, os separasteis? Veo en la unidad a Cipriano y a otros colegas suyos que, terminado el concilio, pensaron que todos los que habían sido bautizados fuera de la comunión de la Iglesia no tenían el bautismo, y por eso había que dárselo cuando venían. Pero a la vez veo en la misma unidad a algunos que tienen distinta opinión, y no se atreven a bautizar de nuevo, por reconocer el bautismo de Cristo en los que vienen de los herejes o cismáticos. La unidad católica alberga en su seno materno a todos los que se ayudan mutuamente a llevar sus propias cargas y se afanan por conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz, hasta que el Señor revele a una de las dos partes que no se encuentra en la verdad. Si éstos estaban en la verdad, ¿eran o no contaminados por aquéllos? Si eran aquéllos los que la poseían, ¿eran contaminados o no por éstos? Elegid lo que os parezca. Si eran contaminados, ya no había entonces Iglesia; responded, pues, ¿de dónde habéis salido al venir aquí? Pero si seguía existiendo la Iglesia, en modo alguno podían ser contaminados los buenos por los malos en tal comunión. Contestad: ¿por qué rompisteis el vínculo que os unía?
9. ¿Acaso los cismáticos recibidos sin el bautismo no contaminan, y sí contaminan, en cambio, los que entregaron los Libros sagrados? Que los que entregaron estos Libros pertenecían a vuestra secta, nos lo atestigua el desarrollo bien claro de los hechos. Si hubierais hablado con verdad al argüir entonces aquéllos, habríais demostrado la legitimidad de vuestra causa ante el orbe entero, de suerte que vosotros habríais quedado dentro mientras se les excluía a ellos. Si intentasteis hacerlo y no lo conseguisteis, se halla sin culpa el orbe entero al fiarse de los jueces eclesiásticos más que de litigantes vencidos; pero si no quisisteis defender vuestra causa, es inocente también el orbe entero, que no pudo condenar a los que no había oído. Entonces, ¿por qué os separasteis vosotros de los inocentes? No podéis defender el sacrilegio de vuestro cisma.
Pero pasemos esto por alto. Ved lo que os digo: si podían contaminaros los "traditores" -que no fueron convictos por vosotros, sino que ellos os vencieron- con mucho mayor motivo podían contaminar a Cipriano los sacrilegios de los cismáticos y herejes, cometidos, según decís vosotros, sin haber recibido el bautismo. No obstante, no quiso separarse de la Iglesia. Permaneció en ella y es manifiesto que no quedó contaminado. ¿Por qué, pues, vosotros os separasteis, no digo de los inocentes, sino de los mismos supuestos "traditores"? ¿Acaso, como ya indiqué, son más graves los crímenes de los "traditores" que los de los cismáticos? No usemos balanzas falsas, donde coloquemos lo que nos plazca y como nos plazca, afirmando a nuestro arbitrio: "esto es pesado, esto es ligero". Usemos más bien de la balanza divina tomada de las Escrituras santas como de un depósito divino, y pesemos en ellas lo que es grave, o mejor, no lo pesemos, sino reconozcamos lo que ha pesado el Señor.
Reconozcámoslo en aquellos tiempos en que enseñó el Señor a evitar los delitos anteriores con el ejemplo reciente de las penas: cuando fue fabricado y adorado el ídolo, cuando se quemó el libro profético por la ira de un rey altanero, cuando se maquinó el cisma, entonces fue castigada la idolatría con la espada, la destrucción del libro por las llamas sufrió el castigo de una matanza en la guerra y de una cautividad en tierra extraña, y el cisma, al abrirse la tierra y sepultar vivos a los autores y consumir a los demás con fuego bajado del cielo. ¿Quién puede poner en duda haber sido crimen más perverso el que sufrió más grave castigo? Si los que procedían de tales sacrilegios sin el bautismo, como decís, no contaminaban a Cipriano, ¿cómo podían contaminaros a vosotros esos "traditores", no reales, sino más bien considerados como tales? En verdad que si ellos no hubieran entregado los libros para ser quemados, sino que los hubieran quemado con sus propios manos, su crimen habría sido menor que si hubieran promovido un cisma; aquello, en efecto, fue castigado con menos rigor que esto, y no según el arbitrio humano, sino según el juicio divino.
VII.10. ¿Por qué, pues, os habéis separado? Si recapacitáis un poco, veréis que no podéis encontrar respuesta. "No estamos, dicen, tan faltos de recursos que no podamos responder; nuestra respuesta es: ¿Quién eres tú para poner falta al criado de otro? Que siga en pie o se caiga, es asunto de su señor" 8. Claro, no se dan cuenta de que esto se dijo a quienes querían juzgar no sobre los hechos, sino sobre las intenciones de los otros. ¿Por qué, si no, habla el Apóstol tanto de los perversos cismáticos y herejes? O ¿por qué, si no, se canta en el salmo: Si dais sentencias justas, juzgad rectamente, ¡oh hijos de los hombres!? 9 ¿Por qué dice también el Señor: No juzguéis según apariencias, juzgad según justicia 10, si no es lícito juzgar de nada?
Finalmente, al juzgar ellos falsamente sobre los mismos "traditores", ¿por qué juzgaron de siervos totalmente ajenos? Para acabar, ¿por qué sobre los que llaman recientes maximianistas "del concilio plenario" no tuvieron el menor reparo el juzgarles "con palabra verídica", tan temerariamente que llegaron a compararlos con los primeros cismáticos que se tragó la tierra vivos? Y, sin embargo, lo que no pueden negar, a algunos de ellos los condenaron siendo inocentes, y a otros los admitieron de nuevo siendo culpables. Pero cuando se dice la verdad, a la que no pueden responder, mascullan aquellas ásperas palabras: "Nuestra respuesta es: ¿Quién eres tú para poner falta al criado de otro? Que siga en pie o se caiga, es asunto de su señor" 11. Cuando encuentran una débil oveja en soledad, donde parece está ausente el pastor que la reclame, se les afilan los dientes, sofocando a la indefensa: "Serías buena persona si no fueses 'traditor'. Mira por la salud de tu alma; sé cristiano". ¡O rabia malvada! Cuando se le dice a un cristiano: "Sé cristiano", ¿qué otra cosa se quiere indicar si no que niegue que es cristiano? ¿Era otra cosa lo que pretendían enseñar los perseguidores de los cristianos? Ofrecerles resistencia fue lo que los hizo mártires. ¿O se tiene por más leve la amenaza de la lengua insidiosa que la de la espada?
11. Responded a esto, lobos rapaces, que deseando vestiros con piel de oveja, os imagináis que los escritos de Cipriano están de vuestra parte. ¿Contaminaba a Cipriano el sacrilegio de los cismáticos o no lo contaminaba? Si lo contaminaba, ya entonces la Iglesia estaba perdida, no quedaba fundamento para propagaros. Y si no lo contaminaba, ¿qué crimen ajeno puede contaminar en la unidad a los inocentes, a quienes no pudo contaminar el sacrilegio del cisma? ¿Por qué, pues, os separasteis?; ¿por qué evitáis las faltas más ligeras que os inventáis vosotros, y habéis cometido el sacrilegio del cisma, que es más grave que todos los demás?
¿Os parece mejor confesar que no fueron cismáticos o herejes aquellos que habían sido bautizados fuera de la comunión de la Iglesia en algún cisma o herejía, porque, al pasar a la Iglesia y anatematizar sus pasados errores, habían dejado de ser lo que eran? Entonces, ¿cómo sin el bautismo habían desaparecido de ellos sus pecados? ¿Acaso aquel bautismo era de Cristo, pero no podía aprovecharles fuera de la comunión de la Iglesia, y, en cambio, cuando vinieron a ella, condenando su error anterior, fueron recibidos mediante la imposición de las manos en la paz de la Iglesia, radicados ya entonces y establecidos en la caridad, sin la cual es infructuoso todo lo demás, comenzó el bautismo a serles provechoso para la remisión de los pecados y santificación de la vida lo que fuera llevaban sin fruto?
12. No nos pongáis, pues, como argumento para la repetición del bautismo la autoridad de Cipriano; antes bien, mantened con nosotros el ejemplo de Cipriano en la conservación de la unidad. Cierto que no estaba aún suficientemente esclarecida la cuestión del bautismo; sin embargo, la Iglesia mantenía la saludable costumbre de corregir lo que en los cismáticos y herejes era condenable y no repetir lo que ya se había conferido; sanar lo que estaba herido y no curar lo que estaba sano.
Esta costumbre, creo, procedía de la tradición apostólica; al igual que muchas otras cosas que no se encuentran en las cartas de los apóstoles ni en los concilios de sus sucesores, y, sin embargo, como se conservan a través de la Iglesia universal, se cree fueron enseñadas y recomendadas por ellos. Pues esta misma costumbre tan saludable dice San Cipriano que comenzó a corregirse por su predecesor Agripino. Bien que, según una más diligente investigación de la verdad, llevada a cabo tras grandes fluctuaciones hasta la confirmación del concilio plenario, se tiene por más auténtico que fue por medio de Agripino por quien comenzó a corromperse, no a corregirse.
Luego surgió aquella cuestión de tanta trascendencia: la de la remisión de los pecados y la regeneración espiritual del hombre: ¿Podían tener lugar entre los herejes y cismáticos? Se adelantó Agripino con su autoridad, y algunos que habían flaqueado en este punto y estaban de acuerdo con él. Todos ellos habían preferido alguna novedad a la tradición, cuya defensa no comprendían, y por eso saltaron a la vista razones aparentes que cerraron el camino a la investigación de la verdad.
VIII. 13. No pienso sea otro el motivo de que el bienaventurado Cipriano manifestase lo que sentía en contra de la costumbre y fuera el primero en proclamarlo, es decir, que aceptaría con toda su alma a cualquier otro a quien se le hubiera revelado mejor la verdad, y que propondría para su imitación, no sólo su esmero en enseñar, sino también su modestia en aprender. En cambio, si no existía nadie que pudiera ofrecer un tal testimonio, que anulara todos aquellos motivos aparentes que le movían, permanecería en la misma opinión, bien consciente en realidad tanto de no ocultar lo que tenía por verdad como de mantener la unidad tan querida. Así entendía lo que dice el Apóstol: De los profetas, que hablen dos o tres, y los demás juzguen. Pero en caso de que otro, mientras está sentado, reciba una revelación, que se calle el anterior 12. "En estas palabras -dice- nos enseñó y demostró que a cada uno se le revelan muchas cosas a cual mejor, y que debe cada uno no combatir con tenacidad por lo que una vez había asimilado y mantenía, sino recibir de buen grado lo que se presente mejor y más útil".
Con estas palabras no sólo aconsejó que estuvieran de acuerdo con él los que no veían algo más saludable, sino que también exhortó a ofrecer, si era posible, algo para consolidar, observar más bien la costumbre antigua; para que si había algo que no pudiera rebatirse, quedara claro también con qué veracidad había dicho él "que no debía nadie sostener con pertinacia la doctrina que había asimilado y mantenía, sino abrazar de buen grado la que se encontrara más aceptable y útil". Pero como entonces sólo se presentaba una costumbre opuesta, y las razones que se aducían en su defensa no tenían fuerza para convencer, no quiso un varón tan ponderado que sus razones, no verdaderas ciertamente (cosa que a él se le ocultaba), pero tampoco anuladas, cedieran ante una costumbre acertada, es verdad, pero todavía no confirmada.
En cuanto a esta costumbre, si antes Agripino y algunos coepíscopos suyos del África no hubieran intentado abandonarla, incluso por declaración del concilio, no habría osado él oponerse a ella; antes, turbado en cuestión tan oscura, y viendo en todas partes una costumbre tan universal y sólida, se habría vuelto con su oración de espíritu elevado a Dios, a fin de ver con claridad y enseñar la verdad que le pareció bien luego al concilio plenario. Pero al sorprenderle, ya fatigado, la autoridad del concilio precedente llevado a cabo por Agripino, prefirió defender lo que habían propuesto sus predecesores y no inmiscuirse en nuevos trabajos de búsqueda. Así lo demuestra al final de la carta a Quinto: da la impresión como de descansar fatigado en el lecho de la autoridad del concilio.
IX. 14. He aquí sus palabras: "Esto es lo que estableció el grave varón Agripino, de tan feliz memoria, junto con sus compañeros de episcopado, que por entonces en la provincia de África y Numidia gobernaban la Iglesia, y es lo mismo que confirió luego el concilio común tras un ponderado examen; y ésta es también la doctrina religiosa y legítima, saludable para la fe y coincidente con la Iglesia católica, que nosotros hemos seguido también".
Este testimonio suyo es demostración suficiente de que habría sido mucho más explícito si se hubiera celebrado un concilio transmarino y universal sobre esta cuestión. Claro que no se había celebrado aún, porque el orbe entero se mantenía firme con la fuerza de la costumbre, y era ella suficiente para oponerse a los que pretendían introducir la novedad sin poder percibir todavía la verdad.
En cambio, más tarde, en las discusiones e investigaciones de una y otra parte entre tantos, no sólo se descubrió la verdad, sino que se llegó a la confirmación autorizada del concilio plenario; hecho que tuvo lugar ciertamente después del martirio de Cipriano, pero antes de nacer nosotros.
Con relación a que ésta fue la costumbre de la Iglesia, que después de muchas discusiones y rodeos fue confirmada con claridad meridiana por el concilio plenario, queda perfectamente demostrado con las palabras del bienaventurado Cipriano en la misma carta a Jubayano, que se recuerda fue leída en el concilio. Dice así: "Pero dirá alguien: ¿Qué se ha de hacer con los que anteriormente se pasaron de una herejía a la Iglesia y fueron admitidos sin el bautismo?" Ahí muestra bien claramente qué es lo que solía hacerse, aunque no le gustara que se hiciera; y por el hecho mismo de citar el concilio de Agripino, indica abiertamente que era otra la costumbre de la Iglesia. No había necesidad de establecer esto en el concilio, ya lo sustentaba la costumbre; y aun en el mismo concilio se levantan voces terminantes de que habían establecido contra la costumbre de la Iglesia esa resolución que pensaron establecer.
Por lo tanto, consideren los donatistas lo que está patente a todos: si debe seguirse la autoridad de Cipriano, más debe seguirse en conservar la unidad que en cambiar la costumbre de la Iglesia. Si debe prestarse atención a su concilio, a éste deberá anteponerse un concilio posterior de la Iglesia universal, de la cual se consideraba miembro fiel, y amonestaba frecuentemente a que todos le imitaran a él en la conservación de la unidad de todo el cuerpo. Así, la posteridad ha preferido los concilios siguientes antes que los anteriores y el todo con legítimo derecho debe prevalecer sobre las partes.
X. 15. Ahora bien, ¿qué hacen éstos cuando se dice del santo Cipriano que, si no admitió a los bautizados en la herejía o el cisma, sin embargo, se mantuvo en comunión con los que los admitían? Bien claramente lo manifestó al decir: "No juzgamos a nadie ni lo separamos del derecho a la comunión por tener una opinión diferente". Si se vio manchado por la comunión con aquéllos, ¿por qué siguen su autoridad cuando se trata del bautismo? Y si no se manchó con una tal comunión, ¿por qué no imitan su ejemplo en la conservación de la unidad? Sólo les queda por decir: "Así lo queremos". ¿Qué otra cosa sino "esto quiero, esto se me antoja" responden a la palabra de la verdad y de la justicia todos los criminales y facinerosos, lujuriosos, borrachos, adúlteros, y toda suerte de impúdicos, ladrones, raptores, homicidas, bandidos, hechiceros, idólatras, qué otra cosa responden cuando les corrige la verdad? Cierto que si éstos se sienten un tanto cristianos pueden decir: ¿Quién eres tú para poner falta al criado de otro? 13 Pues bien, hasta éstos se muestran más prudentes, ya que no se tienen por mártires cuando la ley divina o humana les impone una pena por sus perdidas costumbres o acciones.
En cambio, estos donatistas pretenden tener a la vez la vida de los sacrílegos y la fama de los inocentes, evitar toda pena en sus acciones criminales y conseguir la gloria de los mártires en sus justas penas. Como si no fuera para ellos tanto más grande la misericordia y la paciencia de Dios, cuando al corregirlos una y otra vez les ofrece la oportunidad de la penitencia, cesa de multiplicar los castigos en esta vida, a fin de que al darse cuenta de lo que padecen, lleguen al fin a arrepentirse. Y por eso mismo los que en la unidad de Donato recibieron el bautismo de los maximianistas, pueden volver a la raíz, reconciliarse con la unidad, ver que nada les queda ya por replicar y sí por hacer, a fin de ofrecer por sus hechos pasados un sacrificio de caridad al Dios de la misericordia, cuya unidad rasgaron con su nefasto crimen, y a cuyos sacramentos causaron tan prolongadas injurias. Es el Señor misericordioso y compasivo, tardo a la ira, muy benevolente y amigo de la verdad. Acójanse en la vida presente al misericordioso y magnánimo, y teman al amigo de la verdad en la vida futura. No quiere él la muerte del impío, sino que se convierta y viva; él cambia la sentencia contra las injurias que le han hecho. Esto es lo que les exhortamos.
XI. 16. El motivo de tenerlos por enemigos es decirles la verdad, porque tememos estar callados, porque nos asusta cesar en nuestras ardientes instancias, porque obedecemos al Apóstol cuando dice: Proclama el mensaje, insiste a tiempo y a destiempo, usando la prueba, el reproche y la exhortación 14. Pero, como dice el Evangelio, aman más la gloria de los hombres que la de Dios, y mientras temen la reprensión en el tiempo, no temen el castigo eterno. Ven el mal que hacen ellos mismos, ven que no tienen nada que responder; pero ofuscan con su oscuridad a los ignorantes, mientras ellos son tragados vivos, es decir, sabiéndolo y reconociéndolo caminan a la muerte.
Vieron que se horrorizaban las gentes y abominaban con toda energía de que ellos se habían dividido en muchos cismas, y de manera especial en la capital de África, la famosa ciudad de Cartago. Intentaron ellos reparar el desdoro de sus andrajos. Pensando poder suprimir a los maximianistas, insistieron con gran tenacidad y esfuerzo por medio de Optato Gildoniano, les causaron grandes males y persecuciones crueles y recibieron a algunos de ellos, pensando que podrían convertirlos a todos con ese terror. A los que recibieron, no quisieron someterles a la injuria de bautizarlos de nuevo habiendo sido bautizados por aquéllos en el cisma, o mejor, de hacerlos bautizar dentro por los que los habían bautizado fuera; y de este modo dejaron de atenerse a su nefasta costumbre. Así caen en la cuenta del gran crimen que cometen al aceptar el bautismo de los maximianistas y rechazar el bautismo del mundo entero. Pero, claro, temen que sus rebautizados no les perdonen a ellos si ellos no perdonan a los demás; tienen miedo de que les pidan cuentas de sus propias almas, si dejan ellos de asesinar las almas de los demás.
XII. 17. No encuentran respuesta sobre la admisión de los maximianistas. Si dijeran: "Hemos recibido a inocentes", se les contesta: "Luego habíais condenado a los que eran inocentes". Si, en cambio, dijeran: "No lo sabíamos", se les puede responder: "Luego tan temerarios fuisteis al proferir sentencia contra los 'traditores' y habéis dicho falsamente: 'Sabed que habéis sido condenados por la boca veraz del concilio plenario'". No pudieron condenar con veracidad a los inocentes. Si dijeran: "No los hemos condenado", se les recita el concilio, se les leen los nombres de los obispos y de las ciudades. Si, en cambio, dijeran: "Ese concilio no es nuestro", se leen las actas proconsulares, en que apelaron al concilio más de una vez para excluir de las basílicas a los mismos maximianistas y arrojarlos con el griterío de sus denuestos y la violencia de sus refuerzos. Si dicen que Feliciano de Musti y Pretextato de Asuras, a quienes recibieron después, no estuvieron con Maximiano, se les recitan las actas en que solicitaron de los poderes públicos que fueran expulsados de sus basílicas en virtud del concilio que habían celebrado contra los maximianistas. Si dicen: "Fueron recibidos en bien de la paz", se les contesta: "¿Por qué entonces no reconocéis la paz verdadera y cabal? ¿Quién os ha impulsado, quién os ha forzado a recibir a un condenado cismático en bien de la paz de Donato, y a condenar a alguien sin oírle contra la paz del orbe de Cristo?"
Por todas partes les apremia la verdad; ven que no tienen qué responder, y piensan que no les queda nada que hacer: no encuentran qué decir y no se les deja estar callados; prefieren resistir a la verdad con voces perversas antes que volver a la paz con la confesión de sus errores.
XIII. 18. Así, pues, ¿quién no entiende lo que pueden decir en su corazón? "¿Qué haremos -dicen- con los que hemos rebautizado?" Se les contesta: "Tornad con ellos a la Iglesia, a los que habéis herido presentadles la medicina de la paz para que se curen; a los que habéis matado, presentadles a la vida de la caridad para que resuciten".
Gran poder tiene para hacernos propicios a Dios la concordia fraterna. Si aquí en la tierra -dice el Señor- dos de vosotros se ponen de acuerdo, cualquier asunto por el que pidan se les concederá 15. Si esto ocurre con dos hombres, ¿cuánto más ocurrirá con dos pueblos? Postrémonos juntos ante el Señor, participad con nosotros en la unidad, participemos con vosotros en el dolor, y cubra la caridad la multitud de los pecados. Buscad consejo en el bienaventurado Cipriano, prestad atención a cuánto esperaba él del don de la unidad, que no desgajó separándose de los que tenían otra opinión; y aun pensando que los bautizados fuera de la Iglesia carecían de bautismo, creyó, sin embargo, que admitidos simplemente en el seno de la Iglesia, por el vínculo de la misma unidad, podían llegar al perdón.
De este modo resolvió la cuestión que se había planteado al escribir a Jubayano en los siguientes términos: "Pero dirá alguno: ¿Qué será de los que, viniendo en el pasado de la herejía a la Iglesia, fueron admitidos sin el bautismo? Poderoso es el Señor para otorgar por su misericordia el perdón y para no separar de las gracias de su Iglesia a los que, admitidos simplemente en la Iglesia, descansaron en paz en ella".
XIV. 19. Difícil será juzgar qué será más pernicioso: no bautizar en absoluto o bautizar por segunda vez. Bien claro veo lo que detestan los hombres y aborrecen más. Pero debo recurrir a la balanza divina, en la que no se pesan las cosas según el sentido humano, sino según la autoridad divina, y encuentro allí sobre ambas cuestiones la autoridad del Señor. El mismo que dijo a Pedro: Uno que se ha bañado no necesita lavarse más 16; dijo también a Nicodemo: En verdad te digo que quien no renazca del agua y del espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos 17. Cuál es el juicio secreto del Señor, quizá sea difícil conocerlo, dada nuestra cortedad; en cambio, por lo que se refiere a las mismas palabras, a cualquiera le queda bien patente qué diferencia hay entre no necesita lavarse más y no puede entrar en el reino de los cielos 18.
La Iglesia misma, finalmente, ha mantenido la tradición de no admitir en absoluto al altar a quien no ha recibido el bautismo; pero al admitir al rebautizado a condición de que haga penitencia, ¿qué otra cosa se manifiesta si no que ese individuo no carece del bautismo? Por lo tanto, si, según el parecer de Cipriano, los que suponía sin el bautismo podían llegar al perdón por el vínculo de la unidad, poderoso es el Señor para aplacarse también por el mismo vínculo de la unidad y de la paz con los rebautizados y para ablandarse por la misma condición de la paz con los que les han rebautizado, y para condonar todos los delitos que en su error habían cometido, por el ofrecimiento que hicieron del sacrificio de la caridad, que cubre la multitud de los pecados; de tal suerte que prestará menos atención a los muchos que fueron heridos con su separación que a los muchos más que fueron liberados con su retorno.
En el vínculo de la paz creyó Cipriano que podían, por la misericordia de Dios, no quedar separados de las gracias de la Iglesia los que juzgaba admitidos en la Iglesia sin el bautismo; en ese mismo vínculo de la paz creemos que pueden, mediante la misma misericordia, merecer el perdón del Señor los rebautizados.
XV 20. La Iglesia católica, tanto en tiempos del bienaventurado Cipriano como en los anteriores a él, contenía en el seno de la unidad a los rebautizados y a los que no tenían el bautismo: claro está que unos u otros no habían conseguido la salud, sino mediante el mérito de la misma unidad. En efecto, si carecían del bautismo los que venían de la herejía, como afirma Cipriano, no eran admitidos legítimamente; y, sin embargo, no desesperó él mismo de que la misericordia del Señor les otorgara el perdón por la unidad de la Iglesia. Pero si tenían el bautismo, no era legítimo bautizarlos. ¿Qué era sino la misma caridad de la unidad lo que les aprovechaba para conseguir que, lo que estaba oculto a la flaqueza humana en la administración del sacramento, no lo tuviera en cuenta la divina misericordia en los que amaban la paz? ¿Por qué, pues, cuando teméis a vuestros rebautizados, les rehusáis a ellos y a vosotros el acceso a la salvación?
Hubo en algún tiempo cierta duda sobre el bautismo: los que tenían opiniones diversas permanecieron en la unidad. Con el correr del tiempo desapareció esa duda por el esclarecimiento de la verdad; si la cuestión que aún no estaba bien delimitada fue razón suficiente para que Cipriano se apartase, al estar ya zanjada, os invita a vosotros a que volváis. Venid a la Católica ya concorde, que Cipriano no abandonó cuando aún fluctuaba. Quizá os plazca el ejemplo de Cipriano, que se mantuvo en comunión con aquellos que eran recibidos con el bautismo de los herejes, diciendo claramente: "No juzgamos a nadie ni lo separamos del derecho de la comunión por tener una opinión diferente"; si os desagrada este ejemplo, ¿adónde vais, desgraciados, qué hacéis? Huid de vosotros mismos, puesto que venís de donde él permaneció. Y si precisamente por la abundancia de la caridad y el amor fraternal y el vínculo de la paz, ni sus propios pecados ni los ajenos pudieron perjudicarle, volved aquí, donde mucho menos pueden perjudicar ni a vosotros ni a nosotros los pecados inventados por vuestros correligionarios.