Prefacio: Finalidad de la obra
Los obispos católicos y los de la secta de Donato, por orden del emperador, entablaron una discusión con entrevistas llevadas a cabo en presencia del tribuno y notario Marcelino, como Juez de paz. De todo ello se escribió una relación muy prolija, que bien pudo hacerse con más brevedad. Pero quienes sabían que no defendían una causa digna, pusieron el máximo empeño, primero, en que no se llevase a cabo tal debate ni se tratara siquiera la cuestión. No pudiendo conseguir esto, lo describieron con tal farragosidad, que su lectura resultaba muy difícil. Por eso me ha parecido bien abarcarlo todo en este resumen, a fin de que con la misma numeración en este resumen y en las actas originales pueda cada uno encontrar fácilmente lo que desee.
Lectura del rescripto del emperador
I. Reunidas ambas partes, se leyó en primer lugar el rescripto del emperador, en que ordenaba la celebración del debate entre los citados obispos, a fin de que el error quedara claramente refutado con argumentos.
Edicto del Juez de paz
II. A continuación se leyó el edicto del mismo Juez de paz, que envió por toda la provincia con el encargo de que acudieran los obispos de ambas partes y se reunieran en Cartago el día de las calendas de junio, para tener una entrevista.
En ese edicto devolvió sin mandato del emperador las basílicas a los donatistas, a fin de que prometieran asistir. Con esta gracia los invitaba a conferenciar. Les ofreció, asimismo, en este edicto que eligiesen al Juez que quisieran con él; y juró que él juzgaría según las razones de la verdad. Prometió además cumplir los requisitos restantes que en relación con la exhortación de su reunión se contienen en el susodicho edicto.
Nuevo edicto del Juez de paz
III. En tercer lugar se leyó otro edicto del Juez de paz, que propuso a los obispos de una y otra parte, ya presentes en Cartago, sobre el lugar y el modo en que había de tenerse el debate, en el día ya citado y establecido. También exhortó a ambas partes a que le comunicaran por escrito si les parecía bien lo contenido en el edicto.
Informe y exigencias de los obispos donatistas
IV. En cuarto lugar, los obispos del partido de Donato exigían que sus adversarios les expusieran por qué motivo se habían reunido. El Juez de paz difirió este asunto, para que se leyeran primero por su orden las actas de lo que había tenido lugar anteriormente al día del debate.
Se leyó un informe de los donatistas en que dijeron no les parecía bien la determinación del edicto sobre acudir al lugar de la Conferencia sólo los obispos que hubiesen elegido los demás para tratar esta cuestión, cuyo número se reducía a treinta y seis, dieciocho por cada una de las partes, esto es: siete para intervenir en el debate, otros siete que aportaran su colaboración, si fuera preciso, y otros cuatro por cada parte que llevaran la dirección de la redacción y conservación de las actas. Por ello pedían que asistieran todos los suyos que habían venido, a fin de que quedara bien manifiesto su número, aduciendo que sus adversarios habían mentido acerca de su reducido número; y así dijeron que habían venido hasta los más ancianos, que sólo faltaban los impedidos por enfermedad corporal. En la memoria consta el resto de sus palabras.
Respuesta de los católicos al edicto del Juez
V. En quinto lugar se dio lectura a la respuesta dada por los católicos, que escribieron al Juez de paz a tenor de lo que había amonestado en el edicto, manifestando que estaban de acuerdo con las disposiciones consignadas en el mismo.
En este escrito se obligaron y prometieron no buscar allí el honor episcopal, sino que por el bien del mundo cristiano no tendrían inconveniente en seguir el ideal donatista, si se demostraba que estaba en ellos la verdadera Iglesia; si, por el contrario, se probaba que la verdadera Iglesia estaba en su propia comunión no les negarían a ellos los honores episcopales. En lo cual perseguían el bien de la paz, a fin de que se dieran cuenta quienes recibieran esta gracia de que los católicos no detestaban en ellos la consagración cristiana, sino el error humano. Y si el pueblo no podía soportar a dos obispos en una sola Iglesia, deberían quitarse ambos de en medio y ser nombrado un solo obispo y consagrado por los obispos que se hallaran al frente de sus fieles respectivos.
En ese mismo escrito se hacía también mención de los maximianistas, a quienes los donatistas habían condenado, pero a algunos de los cuales, por la paz del partido donatista, los habían recibido con todos sus honores, sin haber anulado el bautismo conferido por ellos en el sacrílego cisma, y el resto del contenido de dicho documento.
Lectura del edicto con el informe de católicos y donatistas
VI. En sexto lugar se leyó también el edicto del mismo Juez de paz, que había presentado con el citado informe de los donatistas y el escrito de los católicos, manifestando al pueblo lo que una y otra parte le habían escrito a él.
Los católicos contestan al informe de los donatistas. Aclaraciones
VII. En séptimo lugar se leyó la carta de los católicos entregada al Juez de paz, contestación al informe de los donatistas, otorgándoles lo que habían pedido, es decir, la presencia en el lugar del futuro debate de todos los que habían venido. De esta manera, como de los obispos católicos sólo iban a asistir los que en su edicto había determinado el Juez de paz, si se originaba algún tumulto -como mucho se temían los católicos-, no se imputaría a ellos, que eran tan pocos, sino más bien a los de la parte donatista, que habían querido estuviera presente aquella multitud suya.
En la misma carta de los católicos se hallaba incluida toda la causa, a fin de que quedara claro que la Iglesia católica no era el partido de Donato, antes bien, la que se extendía y crecía por todo el mundo, comenzando por Jerusalén, según la Escritura; también se demostraba que en nada le perjudicaban los malos que en ella hubiera, separados al fin en el último juicio, y que no pudieron los antepasados de los donatistas probar nada contra el mismo Ceciliano, encontrado y declarado inocente en los juicios eclesiásticos, y de manera especial en el del emperador, ante quien aquéllos le habían acusado.
Como suelen mostrar recelo sobre las órdenes del emperador dadas en pro de la Iglesia católica, se recordó también cómo en la Sagrada Escritura los reyes establecieron en su reino penas gravísimas contra los que blasfemaban de Dios.
Se hizo mención también de la causa de los maximianistas, a los que ellos persiguieron en procesos públicos, y a algunos de los cuales, después de condenarlos, los recibieron con íntegros honores, sin anular el bautismo administrado por ellos en el cisma, dando como explicación que no habían sido contagiados por Maximiano aquellos a quienes, estando en comunión con él, se les había concedido una moratoria.
Se leyó también el resto del contenido de esa carta.
Hemos citado todas estas particularidades por si los donatistas, al pensar y ver cómo estaba perdida la causa del partido de Donato, hubieran rehusado entrar en la sala del debate todos los que habían venido, precisamente para que se llevara a cabo la paz y la unidad.
Tratan los donatistas de obstruir el debate
VIII. En octavo lugar preguntó el Juez de paz si, como veía ya en los católicos, también la parte de Donato había elegido a quienes habían de mantener la causa iniciada. Contestaron los donatistas que la causa la habían resuelto ya los católicos incluso antes de ser designada la persona de los litigantes; y esto lo referían a la carta de los católicos con el breve resumen de la causa. Luego comenzaron a insistir en que se tratara primero del tiempo, del mandato, de la persona, de la causa, y se llegara así al núcleo de la cuestión.
Al intervenir el Juez de paz y establecer que no se había quitado nada de la causa, y al preguntar de nuevo si se había dado cumplimiento a su mandato sobre la determinación del número de los que habían de tomar parte, ya que era preciso que fueran éstos los que trataran cuanto había que tratar, comenzaron los donatistas a suscitar cuestiones sobre el tiempo: que no podía tratarse la cuestión, ya que había pasado el día hábil para ello. Decían que el día 19 de mayo se habían cumplido los cuatro meses desde la fecha del edicto del Juez de paz que había enviado a la provincia, como contestó la oficina de información consultada al efecto. Y como el emperador había ordenado que la causa se ventilase dentro de los cuatro meses, decían que era pasada ya la fecha, y pedían que se dictase sentencia contra los católicos por contumaces; como si los católicos estuviesen ausentes, o los donatistas hubieran comenzado a tratar la causa en ausencia suya, o los católicos no hubieran hecho caso del aviso y citación. Aducían estas calumnias y tergiversaciones, a las que no se hubiera concedido valor jurídico ni aun en el foro civil, como pretexto para que no se procediese a entrar en materia.
Pero el Juez de paz respondió a esto que, como ambas partes habían convenido en el 1 de junio, aunque alguna de ellas no hubiera acudido hasta entonces, se podía disponer aún de otros dos meses, que en tres edictos añadió el emperador como hábiles.
Nueva dilación de los donatistas
IX. En noveno lugar, al decir el Juez de paz que la prescripción del tiempo para tratar la cuestión no era una objeción episcopal, sino más bien jurídica, vio la parte de Donato una oportunidad para decir que no se debía tratar con ellos una cuestión según el derecho público, sino según las divinas Escrituras. Entonces preguntó el Juez qué le parecía a cada una de las partes. Respondieron los católicos que ordenara se leyese el mandato del concilio católico en que se imponía a los contendientes elegidos el modo de proceder; que allí podía verse más claramente que debía procederse no con subterfugios forenses, sino ateniéndose más bien a los testimonios divinos. Se produjo un conflicto prolongado, insistiendo los católicos en que se leyera el mandato y recusándolo los otros. Al fin, rechazadas todas las discusiones dilatorias, el Juez de paz ordenó leer el mandato.
Se lee el mandato del concilio católico. Resumen de toda la causa
X. En décimo lugar se leyó el mandato del concilio católico, en que se les impone a los obispos elegidos para la discusión la defensa de la Iglesia católica frente a las acusaciones de los donatistas. De nuevo en este mandato, como en las cartas anteriores, se compendió en un breve resumen toda la causa: en primer lugar, para que la causa de la Iglesia, difundida, como estaba prometido, por toda la tierra, se distinguiera de la causa de Ceciliano fuera cual fuera; de tal modo que quedara de manifiesto que los malos en la Iglesia, tolerados por los buenos, sea por ignorancia, sea por la unidad de la paz, no pueden perjudicarlos haciéndolos consentir en el mal, avalando esta tesis con analogías del Evangelio y ejemplos de los profetas, del mismo Señor Jesucristo y de los apóstoles, y aun con el criterio de los mismos donatistas en la causa de los maximianistas; en segundo lugar, para que quedara demostrado con documentos ciertos que no había sido mala la causa de Ceciliano, ya que en ellos quedaba demostrada la inocencia del mismo y la de Félix de Aptonga que le había ordenado, a quien acusaron con mayor agresividad en su concilio.
También se contienen allí las demás cuestiones sobre el bautismo, o sobre la persecución, que suele achacar a los católicos la parte de Donato. En efecto, se citó allí de nuevo, como en las cartas susodichas, la causa de los maximianistas, por la cual quedan convencidos, según su propio criterio, los donatistas de quitarle la fuerza a todas las acusaciones que suelen achacar a los católicos sobre el bautismo, sobre la persecución, sobre el contagio por la comunión.
Se ordenaba también que si al presente quisieran reprochar a los obispos católicos acusaciones con el fin de imponer algún retraso, habían de diferirse para escucharlas y discutirlas después, a fin de concluir la causa que urgía en primer lugar. Esta medida, es decir, la de abarcar toda la causa en la carta anterior en este mandato, la tomaron los católicos con el fin de que los donatistas, según se sospechaba, no intentasen aducir argucias dilatorias, e incluso, si esto no se les permitía, se retirasen del debate. Así, aunque fuera en resumen, la causa de la Iglesia católica quedase para ser leída en la relación del proceso verbal. Era ella la que, al parecer, temían los donatistas, y por eso no querían comenzar el debate.
Los donatistas exigen la comprobación de las firmas
XI. En undécimo lugar intervino el Juez de paz diciendo que en el mandato de los católicos se habían expuesto más bien testimonios divinos que recursos jurídicos, y ordenó se leyesen los nombres de todos los firmantes. Surgió un conflicto un tanto prolongado al exigir los donatistas la presencia de los que habían suscrito el mandato, objetando que podían los católicos haber presentado algunos que no eran obispos, engañando al Juez de paz, en cuya presencia se decía haber firmado, y que habían añadido otros obispos a las cátedras antiguas para aumentar el número. Los católicos, en cambio, se resistían a que compareciesen los suyos, por temor de que los donatistas preparasen un alboroto que diera al traste con el debate mismo, que, según todas las apariencias, en modo alguno querían los donatistas se celebrase, como lo habían demostrado al pretextar la prescripción del tiempo, como si la causa hubiera pasado ya y no pudiera celebrarse.
Y se pensaba que si los donatistas aún no habían promovido un tal tumulto, era precisamente porque, si se diera, estaba claro que no se podía atribuir a los católicos, ya que estaban presentes bien pocos, sino más bien a ellos, mucho más numerosos. Pero al ceder los católicos a su deseo de que entrasen todos los que habían firmado, quedó claro luego que la razón de quererlo los donatistas era por pensar que no habían venido a Cartago con la solemne pompa que ellos, y por esa razón sospechaban que eran tan pocos los que habían venido.
Se comprueban las firmas. El caso de Feliciano de Musti
XII En duodécimo lugar, una vez que entraron los obispos católicos, cuya presencia se exigía, se leyó el nombre de cada uno, y saliendo al medio, fueron reconocidos por los donatistas, vecinos suyos o del mismo lugar. Si se leía algún obispo católico de los lugares en que no había donatistas, bien sabían ellos que no tenían allí colegas o que no existía allí comunidad suya, y, en cambio, había católicos a los que conocían o de los cuales habían oído en la proximidad de su región. De esta suerte, no se leyó la firma de ningún católico de cuya presencia pudieran albergar duda alguna.
Cierto, cuando se citó el nombre del obispo católico Victoriano de Musti, y saliendo al medio respondió que tenía dos contrarios, Feliciano en la ciudad de Musti, y Donato en el lugar de Turris, exigieron los católicos que constara en las actas que Feliciano estaba en comunión con Primiano; en efecto, los donatistas le habían condenado a él, entre otros, con Maximiano, como condenador de Primiano y ordenante del mismo Maximiano, a quien después habían recibido con íntegro honor y sin haber anulado el bautismo de los que Feliciano había bautizado en el cisma de Maximiano. Pero no quisieron responder a la pregunta de los católicos, diciendo que no se les debía exigir esto a ellos. Y al reclamárselo con mayor insistencia, dijeron que esto era ya propio de la causa. Intervino en su apoyo el Juez de paz, a fin de que se tratase lo que se había comenzado y se dejara esa cuestión para investigación posterior si fuera preciso. Respecto a la Iglesia de Musti, apareció que habían añadido ellos otro obispo a una antigua cátedra, lo cual precisamente habían echado en cara a los católicos con mala voluntad; después quedó bien claro que habían hecho también lo mismo en otros lugares.
Rehúsan sentarse los donatistas
XIII. En decimotercer lugar, revisados y reconocidos como presentes los católicos que habían firmado, el Juez de paz rogó tuvieran la bondad de tratar la causa sentados en vez de hacerlo de pie. Rehusaron los donatistas, aunque sí dieron gracias por haberles ofrecido el asiento a los ancianos, y manteniéndose en negativa hablaron mucho en su propia alabanza y en alabanza del mismo Juez de paz. Puede leerlo quien quisiere en la redacción de los hechos. No deja de ser interesante cómo alabando al Juez, hasta llamarle "honorífico, justo, respetuoso, benigno", no querían se tratara ante él la causa por cuyo proceso judicial tantos se habían reunido.
Lectura del mandato de los donatistas. Comprobación de las firmas
XIV. En decimocuarto lugar se presentó también y se leyó el mandato de los donatistas, brevemente redactado, en que encargaban a sus delegados que trataran con sus interlocutores como contra traidores y perseguidores suyos. Se leyeron también sus nombres, a petición de los católicos, para que constase si habían firmado estando presentes en Cartago; lo cierto es que pusieron ellos aún mayor empeño en arrancar al Juez de paz se hiciese esto, a fin de que apareciese el gran número de los suyos; y esto demostraban quererlo con gran ahínco.
Resultó, por cierto, de esa lectura que, en ausencia de algunos, habían firmado otros por ellos. Así como se encontró uno que, al no responder cuando citaron su nombre, dijeron que había muerto en el camino. Y al solicitar los católicos cómo pudo firmar en Cartago quien había muerto en el camino, fluctuaron largo rato sin saber qué responder. En efecto, primero dijeron que no se habían referido a ese mismo, sino a otro. Pero como los católicos pensaron que hablaban de otro, es decir, de un clérigo que pudo firmar por el muerto, se preguntó si el clérigo había firmado en su nombre o fue otro quien firmó en lugar del difunto. Mas luego respondieron que había suscrito él estando presente cuando se daba el mandato en el día octavo de las calendas de junio; pero como había firmado enfermo, había muerto en el camino al volver a su casa. Oyendo esto los católicos, pidieron que se leyeran sus declaraciones anteriores, para que se viera claramente cómo cambiaban. Hecho esto y apareciendo la contradicción, preguntó el Juez de paz si al menos podían confirmar bajo juramento que él se encontraba en Cartago cuando los obispos allí presentes mandaron firmar a sus colegas presentes. Entonces ellos, muy turbados, respondieron: "¿Qué importa si uno ha sido sustituido por otro?"
Dejando al juicio de Dios esta falsedad descubierta, ordenó que se leyeran los otros nombres. Leídos los cuales, preguntó por el número de obispos de una y otra parte. Respondió el portavoz que los nombres de los obispos donatistas eran doscientos setenta y nueve, incluidos aquellos ausentes por los cuales habían firmado otros y computado también el difunto.
El número de católicos presentes era doscientos ochenta y seis; no habían firmado veinte, que, no obstante, aparecieron y salieron al medio, a excepción de aquellos que estaban retenidos por su enfermedad en Cartago, y manifestaron con su presencia que daban sus poderes y estaban de acuerdo con lo que se estaba tratando. En el lugar del debate, esto es, en las termas de Gargilio, lugar que al fin fue aceptado, de los católicos que habían firmado el mandato o se habían adherido con su presencia a lo que se trataba, sólo faltaron los que se veían retenidos en Cartago por falta de salud. En cambio, de la lista que contenía los nombres de los donatistas no sólo faltaban los que decían estar enfermos en Cartago, sino también aquellos que habían firmado por los ausentes de Cartago.
Así, al jactarse los donatistas de su número, aparte de que quedó claro que habían venido a Cartago mayor número de católicos, dijeron éstos que había otros ciento veinte obispos que no habían venido, unos por su ancianidad, otros por su enfermedad, y otros impedidos por diversas necesidades. Al oír esto los donatistas, contestaron que tampoco muchos más de los suyos habían venido a Cartago y que tenían muchas de sus iglesias huérfanas de obispo; cuando en realidad, en la memoria que habían entregado al Juez de paz, dijeron bien claramente que hasta tal punto habían venido todos a Cartago, que ni la edad ni el trabajo pudo impedir siquiera a los más ancianos, y que sólo se habían quedado sin venir los que se veían presa de precaria salud en sus sedes o en el camino.
También acerca de las sedes que dijeron huérfanas, respondieron los católicos que entre ellos había también sesenta para las que no habían sido nombrados obispos sucesores. Por ello en estas firmas de ambas partes quedó constancia de que se habían descubierto falsedades en los donatistas, y que era menor el número de sus obispos; en efecto, sólo habían dejado de venir a Cartago los enfermos, por los cuales, al enfermar en el camino, habían firmado otros, y la relación de todos los nombres, incluidos también aquellos por quienes habían firmado otros, sumaba el número de doscientos setenta y nueve; y no es creíble que muchos más de ciento veinte, esto es, la tercera parte de todos ellos, hayan podido estar enfermos en sus sedes y por eso no hubieran venido a Cartago.
Se aplaza el debate para dos días después
XV. En decimoquinto lugar, salidos todos los que nada tenían que hacer allí, y quedando los que unos y otros habían elegido como necesarios, como el día parecía ya terminado, con el consentimiento de todos se aplazó el debate para dos días después.
Los donatistas rehúsan sentarse con los católicos
I. En primer lugar, al reunirse dos días después en el lugar citado, como se había convenido y determinado, de nuevo hizo el Juez de paz el ofrecimiento y el ruego de que se sentaran. Se sentaron los obispos católicos, pero rehusaron los donatistas. Para tal negativa adujeron, entre otras cosas, que se les mandaba en la Escritura no sentarse con gente de esa clase. A lo cual no respondieron de momento los católicos para no ocasionar demora, dejándolo para lugar más oportuno en el debate del tercer día. Entonces respondió el mismo Juez de paz que también cumpliría su misión en pie.
Piden los donatistas se les muestre el mandato de los católicos
II. En segundo lugar se leyó la demanda que habían entregado el día antes, pidiendo se les mostrase el mandato de los católicos, con cuyo examen cuidadoso pudieran asistir instruidos el día señalado, ya que los escribanos no podían presentarse con la redacción de los hechos. Respondió el Juez de paz a la misma reclamación mandando se hiciera lo que pedían.
Dificultades donatistas sobre las firmas. Debate prolongado
III. En tercer lugar preguntó el Juez de paz qué respondían sobre las firmas, esto es, si les parecía bien lo que había propuesto en el edicto sobre que cada uno firmase sus propias intervenciones. Respondieron los católicos que a esto ya habían dado su consentimiento por escrito; los donatistas, en cambio, dijeron que se sentían muy contrariados, ya que no era ésta la costumbre. Y al preguntarles el Juez de paz si les eran suficientes los responsables que se habían dado de una y otra parte para redactar las actas, comenzaron a pedir demora a fin de que se les mostrasen las actas redactadas, y que entonces responderían. Se originó un largo debate con ellos, leyéndoseles una y otra vez, según los registros, el consentimiento que habían dado para que se tratase aquel día la cuestión. Alegando que desconocían la escritura tomada, pidieron se les diera antes una copia de las actas. El Juez, porque no se tornaran ahora contra lo que habían acordado, mandó se trajeran los códices que se guardaban bajo sello y se les leyera lo que habían escrito sus propios secretarios.
Como no cesaban de quejarse de la publicación de las actas, por no haber llegado los secretarios a redactar todo el proceso, se les respondió que en su demanda habían solicitado una copia del mandato de los católicos precisamente para acudir ya instruidos este día, puesto que los secretarios no habían podido acabar de redactar las actas. Y no teniendo nada que contestar, trataron de suscitar de nuevo que había prescrito ya el día, a lo cual ya antes se les había dado cumplida respuesta y se había zanjado la cuestión el primer día.
Entonces también los católicos les respondieron a esto, que no sólo en el edicto del Juez se leía el día uno de junio como día señalado, sino también ellos mismos habían redactado su demanda el veinticinco de mayo, habiendo ya pasado el día en que decían debía haberse celebrado la causa, el día diecinueve de mayo. Se les añadió también que el mismo Primiano había prometido acudir el día uno de junio.
Todo esto fue alegado por los católicos, porque habían oído que los donatistas comentaron malintencionadamente entre los de su pueblo esta cuestión; y, no obstante, en todos estos debates perseveraron ellos tenazmente solicitando la dilación. Viendo los católicos que se entretenían para recargar las actas de palabrería, solicitaron del Juez que les concediese la dilación que pedían. Se les concedió una dilación de seis días, a tenor de la respuesta de los secretarios sobre la publicación de las actas y habiendo prometido ellos que, cuando se publicaran las actas, firmarían sus intervenciones.
Comprobación por ambas partes de haber recibido las actas
I. 1. El tercer día del debate, esto es, el día ocho de junio, habiendo entrado las partes, en primer lugar inquirió el Juez si se les habían comunicado las actas. Respondió la secretaría que las había comunicado un día antes de lo que había prometido, lo cual se probaba por los recibos de las dos partes. Se leyeron los recibos, en los que constaba que los católicos habían recibido las actas el día seis de junio a la hora quinta, y los donatistas el mismo día a la hora tercia.
Nuevas obstrucciones de los donatistas
II. 2. En segundo lugar ordenó el Juez que se propusiera ya la cuestión principal. Dijeron los católicos que ya tiempo ha querían ellos se tratase esta cuestión principal, que era precisamente la demostración, si era posible, por parte de los donatistas de las acusaciones que suelen lanzar contra la Iglesia esparcida por todo el orbe. Respondieron los donatistas que se averiguara primero qué clase de personas eran las que discutían, a fin de prolongar el tiempo con la discusión de las personas. Se debatió esto por largo tiempo: los católicos lo rehuían e insistían con vehemencia en que, dejando a un lado los subterfugios y las superfluas dilaciones, se viniera al meollo de la cuestión; los donatistas, por el contrario, se esforzaban con todo empeño porque se discutiese sobre las personas, y solicitaban se diera a conocer quiénes habían pedido al emperador la celebración de la Conferencia.
Trataban, en efecto, de que constase que los católicos eran los demandantes, para poder, según el procedimiento jurídico, discutir sobre las personas de los mismos. Y, sin embargo, ya en la primera sesión se había leído la petición de los católicos en la cual se demostraba que no eran ellos los actores, sino defensores frente a las acusaciones que suelen hacer los donatistas contra su comunión. Los mismos donatistas habían reclamado que el proceso de la Iglesia no se llevara a cabo con fórmulas jurídicas, sino con los testimonios de las divinas Escrituras, y habían reconocido, una vez leído el mandato de los católicos, que éstos habían querido confirmar la causa de la Iglesia con las santas Escrituras, y habían prometido que ellos, a su vez, habían de proceder según la autoridad de la ley divina.
Pero entonces, como olvidados de lo que habían reclamado y lo que habían prometido, al proponer los católicos que era preciso se tratara de la acusación contra la Iglesia y de su justificación, comenzaron a cuestionar sobre las personas de los demandantes, para poder discutirlas desde el punto de vista jurídico. Por el contrario, los católicos se resistían, y para cortar las dilaciones que habían oído tenían preparadas y que veían ya tratando de intercalar, insistían con tenacidad en que se tratara más bien de la causa de la Iglesia. En el debate se llegó a que se leyera el edicto del emperador, en que había ordenado la celebración de la Conferencia, a fin de que así constara la persona de los actores. En efecto, para no dar la impresión de que se negaba algo del derecho forense a los donatistas, como si pidieran una cosa justa, le pareció al Juez que debían quedar claras las personas de los actores.
De esta suerte, leído el edicto imperial, se declaró que los católicos habían solicitado el debate y que había sido concedido. Entonces los donatistas comenzaron a pedir también la súplica con la que habían solicitado el debate. Al responderles el mismo Juez que en un rescripto pragmático no solía insertarse la súplica, acudieron a otro recurso: que les manifestasen y declarasen el mandato de los católicos en que habían solicitado del emperador el debate, y los legados que habían enviado para conseguir esto; afirmaban que debían discutir entre sí cuál era el texto del mandato y cómo podían encontrar en él lo que de ellos habían dicho los católicos al emperador.
Los católicos vieron claro que esta investigación no tenía otro objeto que encontrar ocasiones de introducir dilación y retrasos considerables de tiempo; y así afirmaban que lo que solicitaban no pertenecía en modo alguno a la causa, ya que el mismo emperador había reconocido bien claramente su petición del debate, al asignarle un Juez, a fin de que sus pretensiones quedaran bien refutadas por la evidencia de la razón. Así apremiaban con urgencia a que, desechada toda interposición de dilaciones y la solicitud de interponer otras, se tratara más bien de lo que había mandado el emperador tratar en esta reunión, que constaba se le había solicitado a él y la había concedido.
Discusiones sobre la pertenencia del nombre católico
III. 3. Durante estos debates también se intercambiaron por una y otra parte palabras y objeciones acerca del nombre de católico, sobre quién lo poseía con más derecho; pero se dio la orden de que se ciñeran más bien al tema principal. Repetidos varias veces esos conceptos, al hacerse mención del nombre de católico y afirmar los donatistas que la Católica estaba más bien entre ellos, intervino el Juez diciendo que, sin prejuzgar a nadie, él no podía de momento llamar católicos sino a los que así llamaba el emperador, que le había hecho Juez; y, por lo tanto, los donatistas, cuanto más persistían en la afirmación de que ellos eran los católicos, tanto más debían dejar a un lado la interposición de dilación alguna y tratar la cuestión en que podían demostrar que les competía más bien a ellos ese nombre.
Después de dilaciones tan prolongadas y de tantas intervenciones del Juez contra ellos, exigiendo que se viniera al fondo de la cuestión y atestiguando que, sobre las personas de los legados o sobre el encargo que se les había confiado, ni tenía que ver nada con la causa ni se le había encargado investigación alguna a este respecto; después de todo esto, los donatistas dijeron que, si los católicos no querían obedecer a lo establecido en lo referente a la identificación de los legados o del mandato a ellos dado, que al menos declarasen si asumían la posición de demandantes. Los católicos se quedaron sorprendidos ante la afirmación de los donatistas de que no obedecían en la presentación del mandato de los delegados, cuando era contra ellos precisamente contra quienes se había pronunciado el Juez en muchas intervenciones. Así, preguntaron los católicos a qué determinación no habían obedecido. Al no responder los donatistas, intervino el Juez ordenando que los católicos respondieran a la pregunta de los donatistas sobre su posición como demandantes. Contestaron los católicos que ellos proponían que se demuestren o se anulen las acusaciones que los donatistas suelen objetar contra su comunión; y así se podrá justificar o enmendar la separación de los donatistas.
Exigió entonces el Juez una respuesta de los donatistas, cuya contestación fue la siguiente: los africanos que se llaman católicos quieren defender una causa ajena, esto es, la Iglesia del mundo entero, sobre la cual no se debe prejuzgar nada, ya que esta cuestión se ventila entre los africanos, y se debe dejar en suspenso de momento a la Iglesia transmarina, dado que los que salgan vencedores serán los que pertenecen a ella y los que lleven el nombre da católicos. Pero al fin de su alegato pidieron de nuevo que se les contestase sobre la persona del demandante. Contestaron brevemente los católicos a ambas cuestiones: sobre la cuestión de la persona ya se resolvió en el juicio primero y segundo; y que ellos, no los donatistas, son los que se hallan en comunicación con la Iglesia extendida por todo el orbe, de la que da testimonio la divina Escritura, y por eso justamente son y se llaman católicos.
Replicaron los donatistas que el nombre de católicos no proviene precisamente de la universalidad de los pueblos, sino de la plenitud de los sacramentos; y solicitaron que demostraran los católicos hallarse en comunión con todos los pueblos. Aceptaron esto los católicos con inmensa satisfacción, y solicitaron se les permitiera demostrarlo. Pero ellos empezaron de nuevo a dar vueltas a la cuestión sobre el mandato dado a los legados, que ellos habían pedido se les mostrara, y a desviarse otra vez de la causa de la Iglesia, que al fin se había propuesto a discusión: unas veces reclamaban el mandato ya citado, otras insistían en que constara su reclamación sobre la persona del demandante, otras exigían que el Juez juzgara sobre todas sus peticiones, sobre las que ya había intervenido tantas veces, proclamando el Juez que pedían eso en vano.
Nuevos intentos de aplazar el debate
IV. 4. El Juez, aunque parecía claro no ver justa la petición de mostrárseles el mandato dado a los legados, porque constaba lo que se necesitaba para la causa, es decir, la petición y concesión del debate, sin embargo, no pensaba era injusto lo que pedían sobre la persona del demandante. Cierto, los católicos veían, como ya se les había anunciado antes y lo comprendían bien por la intención de los donatistas, que la solicitud sobre las personas de los demandantes no era sino buscar con la discusión de las personas la forma de intercalar larguísimas tardanzas dilatorias; veían también que en modo alguno querían llegar al tema, en que sabían con toda seguridad que no tenían nada que alegar, como lo demostró luego, aunque tarde, el desarrollo de la cuestión. Y así, no quisieron aceptar el papel de demandantes, afirmando que no eran ellos los que vertían acusaciones, sino que se defendían de las que se les achacaban; y defendiendo éstas y demostrando que eran falsas, aparecía quiénes eran ellos y cuál era la iniquidad cometida al separarse de la unidad.
Aseguraban los donatistas que, de cualquier manera que obligaran los católicos a responder a sus adversarios sobre las mismas acusaciones que querían desvirtuar, no hacían sino tomar sobre sí el papel de actores de la causa. Respondían los católicos que ellos habían pedido el debate no para presentar acusaciones que deshacer, sino para refutar las presentadas, ya que no sólo se había dado el mandato de los donatistas contra los traidores y perseguidores, sino que aun las palabras de Primiano, al invitarle primeramente los católicos al debate, atestiguaban que les achacaba una acusación al decir: "es indigno que se reúnan en una misma asamblea los hijos de los mártires y los descendientes de los traditores". Y aunque entonces no quiso reunirse, luego había dicho que quería ser oído y discutir ante el tribunal de los prefectos. Al tener los católicos este consentimiento de los donatistas sobre el debate, habían pedido al emperador llevarlo a cabo.
Dificultades de los donatistas a la lectura de las actas de la prefectura
5. Mandó el Juez en este momento que probaran los donatistas las acusaciones que habían presentado y que se dejase a un lado la cuestión del demandante del debate solicitado, si se probaba que ambas partes lo habían pedido. Comenzaron entonces los donatistas a pedir insistentemente que se pronunciase sobre la persona, sobre la cual se pronunció el Juez diciendo que, si una y otra parte habían pedido el debate, se consideraba demandante quien había lanzado las acusaciones. Ante lo cual exigieron los donatistas demostrasen los católicos que ambos habían solicitado el debate. Al decir entonces el Juez: "los católicos deben demostrar esto", se originó de nuevo una discusión dilatoria sobre el nombre de católicos y el de donatistas y cecilianistas.
A continuación ofrecieron los católicos las actas de lo realizado ante el tribunal de la prefectura, para demostrar que también los donatistas habían solicitado el debate. Al ordenar el Juez que se leyeran, volvieron éstos a lo pasado, y comenzaron a pedir con instancia que se pronunciara el Juez sobre las cuestiones sobre las que repetidamente se había pronunciado: sobre la persona y el mandato de los delegados, que tantas veces habían pedido inútilmente se les fuera demostrado. Obraban así, a lo que se entendía, por temor de que se leyesen las actas de la prefectura, en que habían perjudicado su causa con ciertas respuestas inconsideradas y temerarias. Así, suscitaron un prolongado debate sobre todo con el Juez: pedían ellos que se les manifestase el mandato dado a los legados o que manifestase que ellos habían pedido esto inútilmente; el Juez, en cambio, decía que él ya lo había declarado y declaraba que esto no tenía nada que ver con el juicio presente, donde se declaraba mediante rescripto imperial lo que se había pedido y lo que se había concedido.
Al fin, por orden suya, comenzaron a leerse las actas de la prefectura. Pero nada más terminar de leer la fecha y los cónsules, de pronto interrumpieron otra vez los donatistas y comenzaron a renovar sus peticiones pasadas. Al intervenir el Juez y ordenar que se leyeran las actas, a fin de que quedara constancia sobre la persona del demandante, comenzaron otra vez desde el principio a decir que había actas anteriores cuya lectura tenía preferencia. Los católicos replicaron que el oponerse a la lectura de las actas de la prefectura era porque temían en ellas su propias declaraciones.
Conflictos en la lectura de las actas
V. 6. Al fin presentaron los donatistas las actas proconsulares y las de la vicaría de la prefectura, en que los católicos habían pedido se invitara a los donatistas en actas municipales a reunirse, a fin de que se quitara de en medio el error con la celebración de una conferencia, y esto mucho antes de haber pedido este debate al emperador. Con estas actas querían demostrar que los católicos asistían como demandantes, ya que allí habían dicho que los donatistas eran "herejes y cometían muchos crímenes contra las leyes divinas y humanas". Frente a esto, decían los católicos que habían solicitado aquella conferencia para responder en nombre de la Iglesia contra sus acusaciones. Así, pidieron una y otra vez que, si se habían de leer las actas que constaba eran anteriores, debían leerse más aquellas en que los donatistas enviaron primeramente con una acusación la causa de Ceciliano al emperador Constantino por medio del procónsul Anulino; así que por la lectura de las cartas que presentaban ellos, no se leyeron las de la prefectura que habían comenzado a leerse.
Otro nuevo conflicto: si las actas que habían presentado los donatistas eran preferidas a las de los católicos, porque se las consideró anteriores, y por eso debían leerse primero, al menos tras esa lectura debían leerse también aquellas otras mucho anteriores, donde aparecía que ellos en la causa que se trataba se habían presentado antes al emperador como acusadores por mediación del procónsul. Los donatistas se oponían tenazmente a su lectura, resistiendo con toda clase de argumentos, como ya se habían opuesto e impedido a la fuerza que se leyeran las de la prefectura.
En esta lucha repetían una y otra vez el argumento, tan gastado y rechazado en tantas intervenciones del Juez, acerca de la presentación que debía hacérseles a ellos de una copia del mandato de los legados. También repetían la cuestión, que igualmente se había dejado: de si preferían los católicos proceder por los testimonios de la Ley o por las actas públicas. Si elegían los testimonios de la Ley divina, decían ellos que den de mano a todas las leyes y actas públicas; y si prefieren apoyarse más bien en las leyes y actas públicas, que dejen los documentos divinos. Sin embargo, si los católicos procedían más bien a tenor de los documentos de las actas públicas, decían los donatistas que no tolerarían se leyeran las actas presentadas por los católicos, ya que tenían un poderoso argumento de prescripción del tiempo; precisamente aquel sobre el cual les habían respondido bien cumplidamente tanto los católicos como el Juez, aunque ellos seguían afirmando que la causa había ya dejado de existir y no podía celebrarse, por haber pasado el día en que se cumplían los cuatro meses.
En efecto, era evidente el gran temor de que se leyeran las actas en que se informaba de que Ceciliano había sido acusado antes por sus antepasados ante el emperador y luego absuelto y justificado por los juicios eclesiásticos e imperiales; es decir, temían que se tratase la causa exacta por la cual se habían reunido, y en que sentían evidentemente que podían sufrir un descalabro estrepitoso. Era tal su negativa y su temor, que se veían forzados a reconocerlo al decir que insensiblemente, poco a poco, se veían introducidos en la causa y llevados al fondo de la misma. Cierto que esto deberían desearlo, si no pusieran su confianza en prescripciones inútiles y dilatorias, sino en la verdad de la misma causa.
Insisten los católicos y entorpecen los donatistas la llegada a la causa
VI. 7. Por el contrario, los católicos ponían todo su empeño en llegar a la causa, adonde veían que los donatistas en modo alguno querían llegar y les respondían una y otra vez a las mismas cuestiones que, aunque ya estuvieran zanjadas, tantas veces repetían. Eran dos las cuestiones que salían a relucir: una, sobre la exhibición del mandato que se había dado a los legados; otra, si los católicos preferían los testimonios divinos o las actas públicas para dilucidar la causa. Sobre la exhibición de aquel mandato, respondieron los católicos que no les pertenecía a ellos ni a la causa en litigio. El mismo Juez manifestó de nuevo lo que tantas veces había manifestado: que no podía discutir de ninguna manera la persona de los legados ni el mandato que recibieron, y que no debía apartarse de lo que se le había encargado, ya que aparecía bien claro en los documentos imperiales -que le habían constituido Juez de esta causa- que el debate había sido concedido por el emperador.
Sobre la otra cuestión, en que preguntaban si los católicos elegían los testimonios divinos o las actas públicas, una y otra vez respondieron los católicos: si los donatistas no lanzaran acusaciones contra las personas -que acostumbraban a lanzar como contra traidores- sino que se tratase solamente de cuál era o dónde estaba la Iglesia, entonces ellos no acudirían a las actas públicas, sino solamente a los testimonios de las divinas Escrituras; pero si persistían en aquella acusación y ataque a las personas, puesto que no podían demostrar esto sino con tales actas, los católicos, sin duda alguna, defenderían esas acusaciones con las mismas actas, ya que no había otro recurso para mantenerlas o refutarlas.
Todo esto se lo repitieron y recalcaron muchas veces los católicos y el mismo Juez, sin dejar ellos de tornar con variada insistencia a los mismos entorpecimientos y a repetir las mismas reclamaciones para que no se tratara la cuestión y no se leyeran las actas que veían estaban ya en las manos a punto de leerse. Pero al fin se impuso el Juez a tan prolongada obstinación y ordenó se leyeran los escritos presentados por los católicos; comenzó así a tratarse la cuestión objeto de la reunión de tantos obispos de una y otra parte. Bien sorprendente fue que, cuando los donatistas a toda costa insistían en la búsqueda de la persona del demandante con el fin de que no se llegara al meollo de la cuestión, esa búsqueda del autor de la demanda hizo de pronto que la causa entrara en pleno debate.
El concepto de padre en las Escrituras
VII. 8. Así, pues, sucedió en tercer lugar lo siguiente. Se leyó la relación del procónsul Anulino al emperador Constantino; y al preguntar los donatistas de dónde había salido esa relación, contestaron los católicos que, si albergaban alguna duda, debían examinar el archivo del procónsul. En esa relación se ve con toda claridad que fueron los donatistas quienes enviaron primero al emperador Constantino, mediante el procónsul citado, las acusaciones que lanzaban contra Ceciliano.
Tras la lectura de esa relación, comenzaron los donatistas a preguntar a quién llamaban padre suyo los católicos. Respondieron éstos según el Evangelio, en aquel pasaje: No llaméis padre a nadie sobre la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, Dios 1. Oyendo esto, comenzaron, no obstante, a preguntarles si tenían a Ceciliano como padre o como madre. Los católicos ya habían dicho que ni le tenían por padre ni por madre, sino por hermano, buen hermano si era bueno, y mal hermano si era malo, ya que incluso el mal hermano es hermano por los sacramentos comunes. De ahí se originó una larga discusión, insistiendo los donatistas en preguntas, y dando los católicos las mismas respuestas.
Oponían los donatistas una objeción con las palabras del Apóstol: Aunque tengáis muchos pedagogos en Cristo, pero no tenéis muchos padres, que quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo 2. Respondieron los católicos que se trataba de un título honorífico a causa del ministerio evangélico de que era dispensador el Apóstol. Que en realidad, con vistas a la fe y salvación eterna, es Dios el único padre que hay. Y que no era posible que el Apóstol fuera contrario a Cristo, de suerte que, al decir Cristo: No llaméis padre a nadie sobre la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, Dios 3, se opusiera el Apóstol a las palabras de Cristo llamándose padre de aquellos a quienes había anunciado el Evangelio. Que se debe distinguir entre lo que decía con relación a la divina gracia y lo referente al honor entre los hombres.
Preguntas sobre el consagrante de Agustín
9. Preguntaron también los donatistas quién había ordenado a Agustín, tramando, al parecer, no sé qué calumnias. Les contestó sin titubeos que había sido ordenado por Megalio, que era por aquel entonces el primero de los obispos de la Iglesia católica en Numidia; y al urgirles con insistencia que manifestasen ya sus maquinaciones, a fin de convencerlos de ser unos calumniadores, cambiaron el curso de la conversación, volviendo a la persona de Ceciliano, de quien afirmaban los católicos que no podía perjudicar a la Iglesia católica, aunque se demostrase que eran verdaderas las acusaciones contra él, cosa que, por otra parte, nadie podía demostrar.
Carta de los donatistas que no contesta a los católicos. Testimonios de las Escrituras
VIII. l0. Los donatistas entonces presentaron la carta que decían haber recibido de su concilio general, para responder al mandato de los católicos, que había sido presentado el primer día de la causa, y que al otro día, antes de venir a la segunda sesión el tercer día, los donatistas habían solicitado en una demanda que les fuera comunicado, para poder acudir bien informados a la reunión. Y quizá fue con motivo de redactar diligentemente esta carta por lo que pidieron en la segunda sesión aquella dilación de seis días, que se les concedió. En cuarto lugar se dio lectura a la citada carta de los donatistas, en que trataban de responder al mandato de los católicos, que se insertó en las actas de la primera sesión. No pudieron responder a ese mandato: puede cerciorarse de ello quien desee leer con atención ambos documentos.
Primeramente, no quisieron tratar los donatistas detenidamente ni siquiera abordar los testimonios tomados de la Ley y los Profetas, de los salmos, de las lecturas apostólicas y evangélicas, en que se demuestra que la Iglesia católica se ha esparcido por todo el mundo comenzando por Jerusalén, desde donde, extendiéndose a los lugares próximos y remotos, llegó hasta África y otros lugares y ciudades por donde se dilató desde los comienzos, y en los cuales se fundaron, mediante el esfuerzo apostólico, muchas Iglesias pertenecientes a la única Iglesia católica, con las cuales sabido es que no están en comunión los donatistas. No se atrevieron ellos en su carta tan prolija a presentar testimonio alguno tomado de las santas Escrituras, para asegurar que la Iglesia del partido de Donato había sido predicha y anunciada, mientras que los católicos citaron tantos en pro de la Iglesia en cuya comunión se hallan, y que comenzando por Jerusalén se extiende por el mundo entero.
No aludieron los donatistas a esta abundancia de testimonios, sino que los pasaron por alto, como si no se hubieran citado en el mandato de los católicos al que parece respondían; en cambio, trataron de mostrar con muchos pasajes de las divinas Escrituras que la Iglesia de Dios anunciada sería una Iglesia sin mezcla de hombres malvados. Claro que, al llegar después a la parábola evangélica, citada por los católicos de las redes echadas al agua, en las que dijo el Señor se reunían toda clase de peces, y que la separación de buenos y malos se hacía en la orilla, es decir, al final de los siglos, entonces ellos también reconocieron que en la Iglesia había malos mezclados, al menos ocultos. En cambio, de la cizaña afirmaron que no estaba mezclada en la Iglesia, sino en el mundo, ya que dice el Señor: El campo es el mundo 4.
Sobre la era, en la cual dijeron los católicos que se hallaba mezclada la paja hasta el tiempo de la bielda, ni siquiera intentaron exponer esta semejanza, como si no hubiera nada en el Evangelio sobre ella; al contrario, como si fuera una invención de los católicos, no hicieron más que reprenderla sirviéndose del testimonio del profeta Jeremías, que dice: ¿Qué tiene que ver la paja con el grano? 5Y no prestaron atención a la intención del profeta, que no hablaba de la Iglesia, sino de las visiones divinas de los profetas y de los sueños humanos, que no admiten parangón.
Tampoco quisieron tocar la parábola de las ovejas y los cabritos, que se apacientan juntos y serán separados al fin de los siglos, la cual habían citado entre otras los católicos tomándola del Evangelio. Claro, en ella no podían decir siquiera que los pastores ignoraban que los cabritos estaban en los pastos comunes, como habían dicho que dentro de las redes en el mar los pescadores no veían los peces malos.
Los donatistas, sin réplica ante los casos del obispo Cipriano y de los maximianistas
11. Igualmente, queriendo los católicos, en su mandato, demostrar que los malos son tolerados por los buenos en la Iglesia sin ser manchados por el contagio de los malos, citaron los ejemplos de los profetas y del mismo Señor Cristo y de los apóstoles, y tras ellos también los de los obispos buenos, junto con el juicio de los mismos donatistas, que no admitieron que algunos de los suyos, tras pertenecer al cisma de Maximiano, quedaran manchados por el contacto de éste. Los donatistas al intentar responder en su carta a todo esto, hablaron algo sobre los profetas, sobre Cristo el Señor y sobre los apóstoles; en cambio, no hablaron de los obispos ni de los maximianistas.
En efecto, entre los obispos se veían agobiados por la autoridad de Cipriano, cuyas palabras propusieron los católicos tomándolas de su propia carta; en ellas se manifestaba con claridad palmaria su mandato de tolerar a los malos en la Iglesia por la unidad y de no abandonar la Iglesia por causa de ellos, y cómo llegó incluso a tolerar en la Iglesia a algunos colegas suyos, de cuyas costumbres tan lejos estaba y sobre cuyos hechos no se callaba. Así, agobiados los donatistas por la autoridad de Cipriano, habiendo hablado algo sobre los profetas, sobre Cristo el Señor y los apóstoles, en relación con la no tolerancia de los malos mezclados en la Iglesia, no quisieron decir ni una palabra sobre los obispos. Y sin embargo, aun con respecto al traidor Judas y a los que anuncian a Cristo con torcida intención, y que toleró Pablo, el mismo Cipriano tenía y expresó el mismo concepto que habían expuesto los católicos en su mandato, es decir: que el Señor soportó a Judas como ejemplo de tolerancia de los malos en la Iglesia, y que Pablo conservó, no fuera, sino dentro de la Iglesia, a aquellos de quienes dijo tales cosas.
En cambio, sobre los maximianistas, ¿qué podían responder si aún vivían las personas cuya presencia era suficiente para confundirlos con tanta facilidad y notoriedad? Así, a la acusación del mandato de los católicos de haber expulsado los donatistas de las basílicas a los maximianistas mediante los poderes públicos, trataron de responder de algún modo diciendo que no los habían acusado de crimen alguno ni habían forzado a nadie a su comunión, "sino que habían reclamado sus bienes o los de los suyos"; se olvidaban sin duda de lo que Primiano mandó decir en las actas: "Ellos se llevan lo ajeno, y nosotros abandonamos lo que nos quitan".
Sin embargo, sobre los otros extremos que acerca de los maximianistas se dicen en el mandato de los católicos, es decir, que habían aceptado con todos sus honores a los que habían condenado; que habían negado que los partidarios de Maximiano fuesen contagiados por él; que prefirieron aprobar, en lugar de anular o reiterar el bautismo dado por ellos en el cisma, de todo esto, ni intentaron siquiera la más ligera réplica, antes pasaron por todo ello con un extraño silencio, como si no se hubiera citado.
Los católicos reconocen la verdad y los sacramentos allí donde se encuentren
12. También hablaron los católicos acerca del bautismo, diciendo que el sentido de las palabras del Apóstol: Aprisionan la verdad con la injusticia 6, era demostrar la posibilidad de mantener indestructible la verdad con la destrucción de la iniquidad. Esto, o no lo entendieron, o trataron de oscurecer lo que habían entendido, a fin de que no fuera entendido por otros, afirmando que el Apóstol había dicho esto en relación con el error de los gentiles; como si perteneciera a la sustancia de qué error hablaba, cuando en realidad manifiesta que puede ser retenida la verdad en la iniquidad, de suerte que, si se hallaban estos dos extremos en un hombre, quede aprobada la verdad y corregida la iniquidad. Al fin, así lo cumple la práctica de la Iglesia católica, al reconocer en los donatistas la verdad del sacramento, y detestar y corregir en ellos la iniquidad herética.
La otra cuestión propuesta por los católicos en el mandato, a saber, que no se debe anular el bautismo de Cristo porque lo den los herejes, como no debe negarse a Cristo porque lo confiesen hasta los demonios, tampoco llegaron a comprenderla o trataron de oscurecerla, diciendo que los católicos habían hablado contra los mártires, sin expresar a qué mártires se refieren. Dicen también que los católicos están en comunión con los demonios; como si fuera comunicar con los herejes anatematizar su iniquidad a la vez que se reconoce el bautismo que se encuentra en su rito bautismal; lo mismo que se anatematiza la iniquidad de los demonios, aunque no se niegue el nombre del Señor que se escucha en su confesión.
Injustas quejas donatistas sobre las persecuciones
13. Mucho expusieron también en su carta sobre las persecuciones, de que se quejan ser víctimas; y sin embargo, no se atrevieron a responder a lo que se dijo en el mandato de los católicos, es decir, que fueron los primeros en acusar a Ceciliano ante el emperador Constantino, ellos que se quejan de las leyes del emperador, tratando de achacar a la envidia de los católicos tanto los muertos que sus circunceliones se causan a sí mismos como las calamidades que de parte de las leyes y reglamentos del estado soportan, no precisamente por la comunión de Donato, sino por los crímenes en que furiosamente se debaten y detestablemente viven. También tuvieron la osadía de recordar lo de la ciudad de Bagái, donde es pública la enormidad de los males que cometieron y la insignificancia de las penas que por ellos sufrieron.
No se prueba la culpabilidad de Ceciliano y Félix
14. Hay otro punto en el mandato de los católicos: lo que se dijo de la justificación y absolución de Ceciliano y Félix de Aptonga, sobre cuyos crímenes solían concitar ante los ignorantes gran odio contra los católicos. A pesar de concentrarse en eso el meollo de la causa por la que habían venido, no quisieron, sin embargo, responder nada en su tan voluminosa carta. En efecto, en lo mismo que decían y pretendían apoyar con testimonios divinos, es decir, que no debían tolerarse los malos en la Iglesia, sino apartarse de ellos para evitar contagio de los pecados, en eso mismo demostraban expresarse como si confesaran que nadie podía mancharse con los pecados ajenos que se desconocían. Esto ni más ni menos es lo que habían dicho de los peces malos: como los pescadores no los ven cuando aún están ocultos entre las olas, aunque estén ya dentro de las redes, así los sacerdotes no conocen a los malos ocultos en la Iglesia, y por eso no son en modo alguno manchados por ellos.
Y sin embargo, en carta tan interminable y redactada tras una dilación tan grande no intentaron aducir una prueba, por débil o superficial que fuera, sobre el punto más importante del mandato de los católicos: demostrar que no sólo eran verdaderos los crímenes de Ceciliano, lo cual sería poco, sino que pudieron ser demostrados y conocidos de la Iglesia que se extiende por todos los pueblos hasta los confines del orbe, de suerte que, en consecuencia, al menos según su lógica, pudiera manchar por el contagio de los pecados conocidos.
Controversia sobre el término "mundo"
IX. 15. Terminó la lectura de la carta de los donatistas, y quiso el Juez que se leyeran también los escritos que habían presentado los católicos. Pero los donatistas comenzaron a pedir que se contestara a lo que habían escrito ellos. Lo cual también fue del agrado de los católicos, a fin de que no quedara aquella carta como si no pudiera ser contestada. Pero al comenzar la respuesta de los católicos, se pusieron a interrumpir y alborotar los donatistas, a fin de que no discurriera serena la palabra del que respondía, como había discurrido la lectura de su carta sin la menor interrupción.
Querían los católicos demostrar cómo debían entenderse los divinos testimonios citados tanto por ellos como por los donatistas, para no aparecer en contradicción, siendo todos divinos y debiendo estar concordes; y comenzaron a hablar de la parábola de la era. Interrumpieron los donatistas diciendo que no se hallaba nada escrito en el Evangelio sobre la era. Y al citar los católicos el lugar del Evangelio, interrumpieron de nuevo y dijeron que los malos ocultos eran la paja que se sometería luego a la bielda. A continuación, entre los alborotos y las interrupciones que producían, comenzó una disensión sobre la cizaña y el trigo a causa del nombre de mundo, que los donatistas no querían se aplicara a la Iglesia, ya que está escrito: El campo es el mundo 7. Citaron a continuación muchos otros testimonios, en los que la santa Escritura identificaba el mundo con los malos, como, por ejemplo: Si alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre 8, y otros por el estilo; como queriendo demostrar con ello que no pudo de ninguna manera ser designada la Iglesia por el nombre de "mundo".
Los católicos presentaban otros pasajes en que la palabra "mundo" quedaba claro que tenía un sentido bueno, como, por ejemplo: Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo 9, y otros por el estilo, en que se hace referencia a la Iglesia, que está reconciliada por Cristo con Dios. Así seguía la discusión, esforzándose los católicos en continuar sin interrupción su exposición y promoviendo alborotos los donatistas para estorbarle, no poniendo freno a sus respuestas, como habían hecho los católicos mientras se leía la carta de ellos, sino intercalando continuas contradicciones, para impedir se desarrollase tranquilamente la exposición de los católicos.
La Iglesia temporal y la Iglesia eterna
16. Así, pidiendo con insistencia los católicos que tuvieran paciencia y consiguiéndolo a duras penas con las muchas intervenciones del Juez, lograron responder a su carta, y demostraron con muchos pasajes y ejemplos de las santas Escrituras que los malos al presente están tan mezclados en la Iglesia, que aunque la disciplina eclesiástica debe vigilar a fin de corregirlos no sólo con palabras, sino también con excomuniones y degradaciones, sin embargo, se les desconoce por estar ocultos en ella e incluso la mayor parte de las veces, aunque sean conocidos, deben ser tolerados en atención a la paz y la unidad. Demostraban la concordia de los testimonios divinos en el sentido de que aquellos pasajes en que se presenta a la Iglesia con mezcla de los malos, se refieren al estado actual, y los otros en que se nos presenta sin mezcla de malos significan cómo estará ella para siempre en el futuro. Como al presente es mortal -consta de hombres mortales- entonces será inmortal, cuando no muera ya nadie en ella; al igual que el mismo Cristo fue por ella en este mundo un hombre mortal, y no muere ya después de su resurrección ni estará sometido al dominio de la muerte; esto se lo concederá también a su Iglesia al fin de los siglos.
Estas dos situaciones de la Iglesia, la presente y la futura, quedaron simbolizadas en las dos pescas: la una, que tuvo lugar antes de la resurrección de Cristo, cuando mandó echar las redes sin hacer mención de la parte izquierda ni derecha, para enseñarnos que dentro de las redes de sus sacramentos no estarán solos los buenos ni los malos solos, sino que estarán mezclados los malos con los buenos; la otra, después de la resurrección, cuando ordenó echar las redes a la derecha, para darnos a entender que, después de nuestra resurrección, estarán sólo los buenos en la Iglesia, donde no habrá ya más herejías y cismas que desgarran al presente las redes. En efecto, no pasó por alto el Evangelio en la primera pesca la rotura de las redes, y, en cambio, en la segunda pesca se dijo: Y con ser tantos (los peces) no se rompió la red 10.
De esta tal Iglesia -seguían explicando los católicos- es de la que se dijo que no pasarían por ella ni el incircunciso ni el inmundo; y a los inmundos pertenecen las separaciones cismáticas, que no habrá entonces, ya que no se rasgaron las redes. También quedó esto significado por la salida del cuervo, ave inmunda, del arca, a la que no volvió. Y sin embargo, aquella arca, con la salida del cuervo, no quedó libre de todos los animales inmundos, sino que siguieron en ella los puros y los inmundos durante todo el diluvio, como en la Iglesia estarán los buenos y los malos hasta el fin del mundo. Pero así como Noé ofreció un sacrificio de animales puros, no de los impuros, de la misma manera no son los malos que hay en la Iglesia, sino los buenos, los que llegan al reino de Dios.
Testimonios de los profetas sobre la mezcla de buenos y malos
17. Sobre los profetas dijeron los donatistas que no habían comunicado con aquellos contra quienes lanzaron tamañas acusaciones. Respondieron los católicos que hubo sólo un templo del cual se servían todos, y que ninguno de los profetas que acusaron a los malos de tantos crímenes, se fabricó para sí otro templo, otros sacrificios, otros sacerdotes.
Los donatistas habían citado en su carta testimonios de las Escrituras para demostrar que los hijos participan también en los pecados de sus padres, cuando en realidad esto nunca se entendió justamente sino de los hijos que imitaban las iniquidades de sus padres. Esta fue la respuesta de los católicos: a pesar de tan grandes y duros reproches de las divinas letras contra aquel pueblo -que mencionan los donatistas también en su carta-, hasta el punto de parecer que no había quedado ni uno solo bueno, no sólo vivieron allí esos mismos santos profetas, sino que de allí surgieron también los que el mismo Señor encontró dignos de alabanza en la venida de su carne mortal, como fueron Zacarías e Isabel, su hijo Juan, el viejo Simeón y la viuda Ana.
De todo ello parece claro con qué impiedad y cuán calumniosamente echaban en cara los crímenes de Ceciliano a los católicos esparcidos por todo el mundo, cuando no se podía echar en cara a Simeón, Ana y a los demás parecidos a ellos los crímenes del pueblo en que habían nacido y cuyos sacramentos los habían santificado, crímenes que había reprochado a ese mismo pueblo no la opinión humana, sino la palabra divina.
Se mencionó también el testimonio profético sobre la señal con que se marcó, para que no perecieran con los malos, a los que lloraban las maldades que se cometían en medio de ellos; y, sin embargo, no fueron separados corporalmente.
Separación espiritual, no corporal
18. Entonces se hizo mención de la separación que deben practicar los buenos con relación a los impíos y pecadores para no comunicar en los pecados ajenos, es decir: debe ser una separación del corazón, una diferencia de vida y costumbres. Y así debía entenderse lo que está escrito: Retiraos, retiraos, salid de ahí, no toquéis nada inmundo 11, o sea, separaos viviendo de otra manera y no consintáis en su inmundicia.
También se dio entonces respuesta muy oportuna a los donatistas cuando les pedía el Juez que se sentaran, y contestaron que estaba escrito que no debían sentarse con esa gente. Hicieron notar los católicos, al responder a su carta, que la separación actual de los malos no debía ser interpretada como habían entendido ellos, al no sentarse con los católicos como impíos, en cumplimiento de lo que está escrito: No me senté en el concilio de los impíos 12. En efecto, si los tenían por impíos, no debieron hacer tampoco lo que se prohíbe a continuación del mismo salmo: Ni entraré con los que obran la maldad 13. Por lo tanto, si ellos se decidieron a entrar con los que tenían por impíos, ¿por qué no se sentaron también, a fin de dar la impresión de evitar ambas cosas no corporal, sino espiritualmente?
Otro asunto que se mencionó fue la causa de los maximianistas, que tantas veces se les había reprochado; en esta causa dijeron que ni ellos ni los que estuvieron en el cisma de Maximiano, a quienes habían concedido una moratoria y cómplices asimismo en la condenación de Primiano, habían contraído mancha alguna con su contagio. Y, sin embargo, pretendían que el orbe cristiano, hasta los confines de la tierra, había perecido por el contagio de los crímenes de Ceciliano.
El mundo como preludio de la Iglesia definitiva
X. 19. No podían los donatistas dar adecuada respuesta a todo esto, demostrado con tan convincentes pasajes de las Escrituras y con su propio ejemplo en el caso de los maximianistas; entonces volvieron a la cuestión que había quedado ya concluida, alegando que el mundo no podía significar cabalmente la Iglesia, en la cual hubieran de crecer juntos el trigo y la cizaña, aunque los católicos habían mencionado tantos testimonios divinos donde aparecía el mundo con un significado positivo, en el cual no podía entenderse sino la Iglesia; y en cualquier sentido que se tomara el mundo, mientras crecían en el mismo ambas semillas, no se debía abandonar el trigo de todo el mundo a causa de la cizaña.
Dichas ya todas estas cosas y terminada al parecer la misma cuestión, de nuevo tornaron a ella, destituidos de todo recurso, replicando siempre con idénticas objeciones y preguntando cómo había podido sembrar el diablo la cizaña en la Iglesia. Luego acusaron falsamente a los católicos de haber establecido dos Iglesias: una, la que tiene al presente malos mezclados en su seno; otra, la que no los tendrá después de la resurrección; como si los santos que han de reinar con Cristo no fueran los mismos que al presente viven santamente y toleran por su nombre a los malos.
No hay otra Iglesia que la mortal y la inmortal
20. Contestaron los católicos que ya habían declarado ellos también la existencia de malos ocultos en la Iglesia, y preguntaron a su vez cómo los había sembrado el diablo en la misma, cosa que les parecía a los contrarios imposible, y así planteaban la cuestión de la cizaña. Repitieron también los católicos el testimonio de Cipriano, que no entendió esta parábola evangélica sino afirmando que en la Iglesia había cizaña, y no oculta, por cierto, sino manifiesta. Nada se atrevieron a responder los donatistas a este testimonio, ya que tienen en tanta estima la autoridad de Cipriano, que a ella acuden para defender sus errores teóricos y prácticos sobre la reiteración del bautismo.
También refutaron los católicos la calumnia sobre las dos Iglesias, poniendo una y otra vez de relieve lo que ya habían dicho, a saber: que ésta era su afirmación: que la Iglesia que alberga mezclados los malos no es ajena al reino de Dios, donde no habrá ya mezcla de malos, sino que esa misma y única santa Iglesia se encuentra al presente en un estado diferente del que tendrá entonces; a la manera en que ahora es mortal por estar formada de hombres mortales, y entonces será inmortal, porque no habrá ya ninguno que muera en cuanto al cuerpo; como no hubo dos Cristos, porque murió primero el que después no había de morir.
Se habló también del hombre interior y exterior, que aun siendo diversos, no se puede decir que sean dos hombres; ¿cuánto menos se puede hablar de dos Iglesias, si los mismos buenos que toleran ahora la mezcla de los malos y mueren para resucitar, entonces no tendrán que soportar la mezcla de los malos ni habrán de morir jamás?
Sobre la cuestión del número de Iglesias, los donatistas pusieron de relieve, con el testimonio de las Escrituras, que no había más que una Iglesia frente a las dos que -no cesaban de afirmar- habían establecido los católicos. Respondieron éstos que incluso si las Escrituras citan muchas Iglesias, y el mismo apóstol Juan escribe a siete, naturalmente debían tomarse como miembros de la única Iglesia. Y que con mucha menos razón se les podía atribuir a ellos la idea de dos Iglesias, ya que han afirmado que hay una sola y que no es ahora como ha de ser en la resurrección; así como tampoco se reprocha a las cartas de los apóstoles hablar de muchas, que en verdad forman una sola.
A todo esto seguían las réplicas de los donatistas, añadiendo además y repitiendo la acusación de que los católicos habían hablado de una Iglesia mortal; y, en cambio, ellos niegan que sea mortal, ya que la Trinidad, por cuya gracia está consagrada la Iglesia, es inmortal, y asimismo porque murió Cristo por ella para hacerla inmortal. Como si los católicos hubieran dicho que ella no se hacía inmortal por la gracia de Dios y por la sangre que el Salvador derramó por ella; lo que en realidad dijeron los católicos era que había que distinguir, dos tiempos: el presente, en que mueren todos los santos, como murió el mismo Cristo, y el futuro, en que resucitarán, y en que, sin morir ya nadie, vivirán con aquel que ya resucitó.
Los donatistas se remiten al juicio de Cristo
XI. 21. Así continuaban las discusiones, aunque los argumentos claros y contundentes de los católicos se rechazaban como superfluos por la obstinación de los donatistas. Entonces prometió el Juez que daría la última sentencia sobre lo que tan ampliamente había oído, y ordenó se tratase la cuestión que había originado la discordia.
Comenzaron los donatistas a apremiarle para que diera primero su dictamen sobre lo que había oído. Estuvieron también de acuerdo en urgirlo los católicos, pero siguió él ordenando que se tratase más bien el motivo que inició la discordia. Entonces solicitaron los católicos se leyeran los documentos que presentaban los donatistas. Así lo ordenó el Juez, pero ellos comenzaron a resistirse tenazmente y a forzarle a emitir su juicio sobre las cuestiones ya vistas, tornando a repetir los argumentos antes tratados, y añadiendo que él no debía juzgar en modo alguno sobre aquella cuestión, que quería se discutiese con la lectura de los documentos presentados por los católicos. Añadían que el juez de esta causa debía ser Cristo, y echaban en cara a los católicos haber solicitado como juez a un hombre, sin omitir además las acusaciones acostumbradas sobre las persecuciones que -según ellos- estaban sufriendo.
A estas acusaciones respondieron los católicos que no tenían derecho a lanzar esa acusación sobre la postulación de un hombre como juez, precisamente ellos, los donatistas, que juzgaron sobre la causa de los maximianistas y no la reservaron para el juicio de Cristo, como también fueron los primeros en presentar la causa de Ceciliano ante un hombre, el emperador Constantino. Ni menos podían hablar de sufrir persecuciones, como si los católicos solicitaran en este sentido la intervención de los emperadores en favor de la Iglesia, cuando sus circunceliones, bajo la dirección de los clérigos, estaban cometiendo tan horrendas tropelías. Fue inútil su respuesta de que nada tenía que ver esto con los sacerdotes, pues era bien seguro que habían cometido tales desmanes bajo la dirección de clérigos.
Crímenes y cinismo de los donatistas
22. Se habló también de que llegaron en esa persecución hasta martirizar con cal y vinagre los ojos humanos en cuya perversidad superaron la crueldad del diablo, que no llevó a cabo semejante extremo en la carne del santo Job, aunque se le había dado el poder de atormentarla. Preguntaron entonces los donatistas quiénes eran los hijos del diablo, si los que hacían esas cosas o los que las soportaban, como si los católicos no se refirieran a las espantosas torturas causadas por sus clérigos y circunceliones. No desaprovecharon los católicos la ocasión que se les brindaba de enfrentarlos a los maximianistas: según esa misma teoría -les dijeron- quedaban los donatistas por debajo de los mismos maximianistas, ya que los habían acusado ante tres o más procónsules: si ellos sufrieron, fueron los donatistas sus verdugos.
Les apremiaban también los católicos y exigían respuesta sobre si entre los que condenaron y persiguieron no recibieron a Feliciano, y si no lo cuentan entre los suyos. Callaron, como siempre, ante esta objeción, pasando a otra cosa y achacando a los católicos haber defendido al diablo, porque les habían dicho que no había herido al santo Job en los ojos, en lo que ellos le habían arrebatado la palma de la crueldad. Y empezaron a acusar al diablo, como defendido por los católicos, afirmando que se había mostrado más cruel al perdonar los ojos en la carne de Job, de suerte que pudiera contemplar las heridas que le había causado en todo el cuerpo. Es enormemente sorprendente que puedan considerar esto como una gran alabanza; a no ser que pretendan haber obrado con mucha piedad al atormentar a los hombres en los ojos por ahorrarles el tormento de ver las heridas causadas que les cubrían todo el cuerpo.
Mutuas acusaciones que corta el Juez
23. Insistieron todavía los donatistas exagerando las persecuciones que sufren, y mencionaban a este respecto ciertas muertes de algunos suyos en la población de Bagái, a lo cual replicaron los católicos que esos sufrimientos fueron debidos a la resistencia que se les opuso a su propia violencia, que intentaron hacer incluso al mismo Juez. En efecto, recordaron los católicos que en esa población habían cometido horrendos crímenes, hasta incendiar la misma basílica y lanzar al fuego los santos códices. Y que sus muertes habían tenido lugar más bien por la costumbre que tienen de arrojarse ellos mismos para su propia perdición. Replicaban a esto los donatistas y exageraban una y otra vez las supuestas persecuciones que soportaban, como si por sus frutos acusaran a sus adversarios de ser árbol malo, y pidiendo también que se diese una sentencia sobre el campo y la cizaña, sobre la Iglesia una e inmortal. Los católicos, en cambio, mencionaban como fruto de los donatistas los cismas, la repetición del bautismo y que sus antepasados habían sido los primeros en presentar acusaciones ante el emperador. Prolongábase ya mucho el debate en estas mutuas acusaciones, que prefirió el Juez acabar de una vez, y prometió sobre ello su dictamen en una sentencia posterior. Mandó en seguida se leyera el documento de los católicos ya comenzado, y cuya lectura había sido interrumpida.
De esta suerte se llevó a cabo el debate sobre la Iglesia, que los católicos habían tenido buen cuidado de separar de la causa de Ceciliano, ya que aquélla no podía estar expuesta a un prejuicio como cualesquiera crímenes, puesto que tiene a su favor tantos testimonios divinos, frente a todas las acusaciones de los hombres. Después de esto comenzó también a debatirse la causa de Ceciliano.
Lectura de documentos y actas concernientes a Ceciliano
XII. 24. Siguieron en quinto lugar las siguientes actuaciones. Se leyeron los dos informes del procónsul Anulino al emperador Constantino: el uno ya había sido leído antes, y en él manifiesta que los antepasados de los donatistas, de la facción de Mayorino, le habían enviado unos escritos sobre los crímenes de Ceciliano, pidiendo se los enviase a Constantino, y que él los había enviado al citado emperador; en el otro manifestó que de orden del mismo emperador había convocado a que cada una de las partes enviase dos representantes para tratar la cuestión, y que ellos habían prometido lo harían.
A continuación se dio lectura también a la carta que el citado emperador envió a los obispos, en la que les encargó dilucidaran la causa de Ceciliano. Se continuó luego por orden con la lectura del documento redactado por el obispo de Roma Milciades, y por los demás obispos de la Galia y de Italia, redactado también en Roma.
Se leyó la primera carta del documento, es decir, los hechos que tuvieron lugar el primer día, en que los enviados como acusadores de Ceciliano afirmaron no tener ninguna acusación contra él, y en que también Donato de Casas Negras fue convicto, estando presente, de haber originado un cisma en Cartago, siendo todavía diácono de Ceciliano, pues fue del cisma de Cartago de donde nació la facción de Donato contra la Iglesia católica. También se decía en el documento cómo los mismos adversarios de Ceciliano prometieron presentar al día siguiente los testimonios necesarios a la causa que se les imputaba de haber sustraído; en lo cual mintieron, ya que rehusaron presentarse al juicio.
Leída, pues, esta parte del proceso, se comenzaron a leer las actas del día anterior; interrumpieron la lectura los donatistas, y comenzaron a pedir con toda insistencia que se leyeran primero los documentos que ellos presentaban, poniendo como pretexto que era contrario al orden leer primero la absolución de Ceciliano, a quien todavía no habían acusado. Se siguió un largo altercado: decían los católicos que no debía interrumpirse la lectura ya comenzada, sino terminar las actas del proceso, mientras afirmaban los donatistas que no debían haberse empezado a leer, ya que no era legítimo defender a un hombre antes de haberle acusado. A lo cual replicaban los católicos que, al preguntar el Juez por la causa del cisma, ellos habían pedido se diera lectura a los documentos que se habían presentado para ser leídos, ya que era la persona del demandante quien intervenía. Y que eran dos los motivos de querer que se hiciera esa lectura: el primero, poner bien de manifiesto que los donatistas fueron los primeros que solicitaron en esta causa un hombre como juez, aunque estaban achacando a los católicos que fuera un hombre el que presidía como juez esta conferencia; el segundo, para que quedara constancia de la persona del demandante. Y como ya había comenzado la lectura, no debía interrumpirse, sino continuar hasta el fin.
Mientras tanto el Juez, aunque al principio había estado de acuerdo con la solicitud de los católicos de que se llevara hasta el fin la lectura comenzada, luego se dejó arrancar por los donatistas la suspensión de la misma y la licencia para leer los documentos que ellos presentaban.
Acusación donatista sobre la entrega de los Libros Sagrados
XIII. 25. Entonces los donatistas, en un breve preámbulo, expusieron que Mensurio, obispo que había sido de la Iglesia de Cartago antes de Ceciliano, había entregado en tiempo de la persecución las santas Escrituras a los perseguidores. Para probar esto, leyeron una carta de Mensurio a Segundo de Tigisi, que a la sazón tenía la primacía entre los obispos de Numidia. En esa carta daba la impresión de que Mensurio se confesaba de ese crimen; sin embargo, no decía que él había entregado los santos códices, sino más bien que los había llevado y conservado para que no cayeran en manos de los perseguidores, y que había dejado en la basílica de Novas toda clase de escritos reprobables de los herejes, que habían encontrado y se habían llevado los perseguidores, sin pedirle a él ya nada más; pero que luego algunos hombres de categoría de Cartago habían manifestado al procónsul que habían sido burlados los que fueron a apoderarse y quemar las Escrituras de los cristianos, ya que no habían encontrado sino algunos escritos que no eran de ellos, y que, en cambio, las Escrituras se guardaban en casa del obispo, de donde había que sacarlas y prenderles fuego; en lo cual no quiso ya consentir el procónsul.
También se leía en esta carta que no le pareció bien a Mensurio la conducta de quienes sin previa detención se habían presentado a los perseguidores diciendo espontáneamente que ellos tenían las Escrituras, que no entregarían, y por las cuales nadie les había preguntado; y Mensurio prohibió a los cristianos que honraran a tales sujetos. En esa carta se reprobaba también a ciertos malhechores y deudores del fisco, que con motivo de la persecución buscaban liberarse de una vida cargada de muchas deudas, o juzgaban justificarse y cómo purificarse de sus fechorías, o al menos conseguir dinero y disfrutar de vida regalada en la cárcel con los donativos de los cristianos.
Los donatistas, sin embargo, sólo acusaban a Mensurio del delito de haber entregado los libros, y por lo que ellos decían, mentía al negar que fueran aquéllos los códices santos, y aun había querido encubrir su pecado; no obstante, también le recriminaban esa misma ficción.
Leyeron además la respuesta que en tono pacífico envió Segundo de Tigisi al mismo Mensurio, en la que le contaba las tropelías de los perseguidores en Numidia, y cómo los que habían sido detenidos y no querían entregar las santas Escrituras, habían soportado muchas calamidades, atormentados con terribles suplicios, e incluso habían sido asesinados; le contaba también cómo él recomendó se les tributaran los honores del martirio, alabándolos por no haber entregado las Escrituras, aduciendo el ejemplo de aquella mujer que no quiso poner en manos de los perseguidores a los dos exploradores de Jericó, en los cuales se simbolizaban los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo. Ejemplo que, de ser entendido bajo esta figura, favorecía más bien a Mensurio. En efecto, Mensurio, en su carta, reprendía a los que confesaban tener las santas Escrituras, aunque no las entregaran; no hizo esto aquella famosa mujer, ya que no confesó, sino que negó que estuvieran en su casa los exploradores buscados.
Decía más Segundo en su carta: que también habían sido enviados a él de parte del procurador y del consejo un centurión y un ayudante a pedir los divinos códices para echarlos al fuego, y que él les había respondido: "Soy cristiano y obispo, no traidor". Y como solicitaran de él recibir algún desecho o cualquier cosa, ni aun a eso había accedido, a ejemplo de Eleázaro el macabeo, que no aceptó el fingimiento de comer carne porcina, para no proporcionar un ejemplo de prevaricación a los demás.
Los católicos escucharon con paciencia hasta el fin la lectura de estas cartas de Mensurio y Segundo, aunque declararon que les eran conocidas y no tenían relación con la causa de la Iglesia.
El concilio de Cartago contra Ceciliano. Respuesta de los católicos
XIV. 26. El Juez, pues, amonestó a los donatistas que, a su vez, tuvieran paciencia, y ordenó se terminara la lectura de los documentos presentados por los católicos y que en parte habían sido ya leídos. Pidieron entonces los donatistas que se leyesen antes también los documentos que presentaban sobre la causa de Ceciliano. Aceptaron esto los católicos sin dificultad alguna, y recomendaron que correspondieran aquéllos con la misma paciencia que ellos practicaban. El Juez mandó leer los documentos presentados.
Leyeron entonces los donatistas una relación del concilio de casi setenta obispos celebrado en Cartago, contra Ceciliano en el cual le condenaron en su ausencia, por no querer presentarse ante ellos acusado de haber sido ordenado por los traditores y de haber prohibido, según se decía, siendo diácono, que se llevaran alimentos a los mártires encerrados en prisión. Asimismo se citaron algunos colegas de Ceciliano, que eran inculpados en las actas públicas de traditores, aunque no se leían esas actas. Entre ellos se acusaba con singular dureza a Félix de Aptonga, hasta el punto de llamarlo "fuente de todos los males". A continuación, cada cual daba su opinión, comenzando por Segundo de Tigisi, que era el jefe de todos, y siguiendo los demás; todos manifestaron que no estaban en comunión con Ceciliano y sus colegas.
Tras la lectura de las actas de este concilio, respondieron los católicos que las cartas entre Mensurio y Segundo demostraban estar en buenas relaciones, y que luego no se había acusado ni juzgado ningún crimen de Mensurio; y en relación con el concilio celebrado contra Ceciliano, cuyas actas habían leído, ni llevaba el nombre del cónsul ni fecha alguna, aunque no querían hacer cuestión de esto, ya que pudo haber alguna negligencia más bien que fraude.
El concilio de Cirta, presentado por los católicos
XV. 27. Pero los católicos presentaron otro concilio, que tuvo lugar bajo el mismo Segundo de Tigisi en la ciudad de Cirta, y al leer el cónsul y el día, dijeron los donatistas que esos decretos no acostumbraban llevar el cónsul ni la fecha. Replicaron los católicos que quizá fuera esa su costumbre, de ellos, que querían garantizar sus concilios contra toda falsedad, pero que los concilios de los católicos siempre habían citado los cónsules y las fechas.
Comenzaron luego a leerse las actas del concilio que habían presentado los católicos, donde Segundo interrogaba de uno en uno a cuantos sabía que habían entregado los libros, y excluía de la asamblea a cuantos hallaba convictos. Este era el orden de la lectura: cuando se leía, según el concilio de Cirta, la confesión de los traditores, se leía también, tomado del concilio de Cartago, su nombre como el de un acusador condenando a otros traditores en el proceso de Ceciliano.
Se llegó así a la acusación criminal del mismo Segundo de Tigisi presentada por Purpurio de Liniata. A este Purpurio le había acusado el mismo Segundo de haber asesinado a los hijos de su hermana en la cárcel de Milei. El otro le acusó a su vez del crimen de traditor, afirmando que había sido detenido por el procurador y el consejo para que entregara las Escrituras, y que no habría podido quedar libre si no hubiera entregado algo. Esta acusación de Purpurio de haber sido detenido por el procurador y el consejo para que entregara las Escrituras casi la confesó el mismo Segundo en la carta que había escrito a Mensurio, en la que dice que el procurador y el consejo le enviaron un centurión y un ayudante, y que le habían pedido las Escrituras o cualquier otra cosa. Cierto no dice que las entregara, pero menciona a gran número de mártires que, por no haberlas entregado, fueron atormentados e incluso asesinados; no escribió a Mensurio ni respondió a Purpurio cómo, detenido y convencido él, pudo escapar sin sufrir nada, no habiendo querido entregar cosa alguna. En efecto, no dijo al centurión y al ayudante que no tenía las Escrituras, sino que respondió que no las entregaba. No aparece claramente cómo habiéndole oído esto pudieron ellos comunicar esta respuesta dejándole libre y sin riesgo de su propia vida; sobre todo teniendo en cuenta que el mismo Segundo contó cómo habían dado muertes terribles, no a personas cualesquiera, sino aun a padres de familia al haber contestado de esa manera a los perseguidores.
Sobre este particular, los católicos no hicieron acusación alguna a Segundo; sólo quisieron que se leyera lo que le reprochó Purpurio y por qué hizo la paz con los "traditores", dejando todas aquellas cosas en manos de Dios a fin de que no se consumara el cisma; todo esto lo hicieron para que quedara de manifiesto qué clase de hombres eran los que habían dado su sentencia contra Ceciliano ausente.
Las causas de Maximiano y Ceciliano no prejuzgan la causa de la Iglesia
XVI. 28. Leído esto, solicitaron los católicos se continuara la lectura de los documentos que se había interrumpido. Aseguraban que por ellos podían demostrar cómo se trató a Ceciliano o qué se había de pensar del concilio de Cartago, en el que muchos obispos habían condenado a Ceciliano ausense. Los donatistas, por el contrario, urgían a los católicos a que tuviesen por auténtico este concilio, ya que habían leído los informes del procónsul Anulino, en los que aparecían como enviadas al emperador Constantino las cartas de acusación contra Ceciliano. Con lo cual confirmaron ciertamente los donatistas que sus antepasados habían acusado a Ceciliano ante el emperador.
Replicaron a esto los católicos que ese concilio de Cartago no podía perjudicar a Ceciliano ausente más que lo que perjudicó al ausente Primiano el concilio de los que le condenaron en la causa de Maximiano. En efecto, el partido de Donato tuvo en más estima lo que se hizo después en favor de Primiano que la autoridad del concilio en que había sido condenado. De esa suerte, debía también atender en la causa de Ceciliano a lo que se llevó a cabo después.
Apremiados los donatistas sobre la causa de Maximiano, dijeron que "una causa no debe prejuzgar otra causa, ni una persona a otra persona". Principio que suelen tener siempre a punto los católicos cuando los donatistas, achacando los crímenes de unos a los otros, defienden su separación y acusan al orbe católico por no sé qué inculpaciones de los africanos. En efecto, cuantos esfuerzos habían realizado los católicos en esta conferencia, el tratar de distinguir la causa de la Iglesia de la causa de Ceciliano, afirmando que la mezcla de los malos en la Iglesia no perjudica a los buenos y que no se manchan éstos con los pecados de aquéllos, todos estos esfuerzos no pretendían otra cosa sino no prejuzgar una causa con otra causa, ni una persona con otra persona. Pues bien, esta tesis la confirmaron sus adversarios con palabras explícitas al tratar de otra cuestión.
Pero el Juez preguntó qué opinión tenían los católicos sobre el concilio de Cartago; respondieron éstos de nuevo que no se debía desdeñar la semejanza de la causa de Primiano, lo mismo que el Señor Cristo Jesús convencía a los judíos por sus propios hechos, para traerlos de este modo a la verdad.
Se centra el debate en la consagración de Ceciliano
29. Luego continuaban los donatistas con una larga exposición tratando de confirmar la condenación de Ceciliano con la autoridad del concilio de Cartago, por no haber querido acudir a una reunión tan numerosa de obispos -como si Primiano no hubiera rehusado, con una equivalente negativa, acudir a la reunión de los que le condenaron, conociendo su conspiración-, y le acusaban de no haber esperado a ser consagrado, como primado que era, por un primado. Pero la realidad era que la Iglesia católica tiene la costumbre de no ser los de Numidia, sino los obispos vecinos los que consagran al obispo de Cartago; así como no es un obispo metropolitano el que consagra al obispo de Roma, sino el obispo de la ciudad vecina de Ostia. Alegando esta costumbre suya, que no sé cuándo habían establecido, intentaban perjudicar a la Iglesia católica. En efecto, si hubiera sido antigua esa costumbre, ya se lo habrían reprochado a Ceciliano cuando le condenaron estando ausente.
Citaron también las palabras que un texto de Optato ponía en boca de Ceciliano: "Si son traditores los que me consagraron, que vengan ellos y me consagren". Ciertamente, si hubiera dicho esto, bien pudo decirlo para burlarse de aquellos a quienes se dirigía, ya que estaba bien cierto de que sus consagrantes no eran traditores. No dijo efectivamente que fueran traditores, sino si son traditores, para dejar una prueba de su inocencia cuando hubiera de ser legalmente demostrada.
El juicio imperial sobre Ceciliano y sus consecuencias
30. A todos estos extremos y a todo lo que pudieron decir en su largo alegato, respondieron brevemente los católicos que los mismos donatistas habían juzgado no ser suficiente el concilio de Cartago para la causa de Ceciliano, puesto que la habían enviado en plan de acusación al emperador. Con ello demostraron la importancia que daban a la sentencia del emperador, a quien juzgaron oportuno enviar la causa. Insistían los católicos en que se cortara de una vez toda sombra de dilaciones y se leyeran los documentos en que aparece la causa ya juzgada y probada la inocencia de Ceciliano con más claridad que la luz del día. Se resistían con todo ahínco los donatistas a que se leyeran, interponiendo cualquier pretexto para impedirlo.
Preguntó el Juez si se había celebrado el concilio de Cartago y si luego había enviado la causa de Ceciliano al emperador. Como aquel concilio no tenía ni el nombre del cónsul ni la fecha de la celebración, dijeron los católicos que ellos respondían a ambas preguntas: si la causa había sido enviada antes al emperador, era preciso esperar a la solución que él diera; y si había sido enviada después, no tenía interés la sentencia de los donatistas, sino la de aquel a quien decidieron enviarla después de juzgarla ellos. Los donatistas improvisaron muchas digresiones sobre el cónsul y la fecha, explicando que no se expresaban en el concilio de sus antepasados para no ser acusados por ello de falsedad, y aseguraban que tal era la costumbre eclesiástica, no consignar en los decretos episcopales el nombre del cónsul y la fecha; aducían como prueba de esto que se leyera también el concilio de Cipriano. Como no era otra cosa sino buscar moratorias lo que pretendían, y los católicos no habían hecho hincapié sobre si el concilio de Cartago contra Ceciliano había sido antes o después, ordenó el Juez, a instancias de los católicos, que se leyeran los documentos cuya lectura se había aplazado.
Las actas de Cirta declaran la inocencia de Ceciliano
XVII. 31. Entonces los donatistas interpusieron otra cuestión que originaba interminables dilaciones, aunque en realidad tratando de trabajar en su propio provecho, por ver si podían demostrar su intento, es decir: que el tal concilio de Cirta, donde se habían leído las confesiones de los traditores, excusándose mutuamente para no formar un cisma, era falso, ya que se encontraban ellos entre los que habían dado sentencia contra Ceciliano ausente. Para demostrar la falsedad de ese concilio adujeron multitud de argumentos. Aunque ellos mismos los tenían en general por endebles, pusieron mucho énfasis en dos, entreteniéndose mucho en ellos: uno, que contra la costumbre eclesiástica el mismo concilio de Cirta tenía fecha y nombre del cónsul; otro, que en tiempo de persecución no era posible reunir un concilio.
Así, exigían los donatistas a los católicos que presentasen otros concilios antiguos de obispos con los nombres de los cónsules y las fechas, o que citasen un texto análogo de las santas Escrituras. Veían los católicos que sólo se trataba de intercalar sobre un asunto baladí dilaciones extrañas e inacabables. En efecto, ¿quién podía creer que se había de buscar motivo de falsedad precisamente por consignar con mayor diligencia la fecha, por si alguna vez, a falta de ella, se hiciera necesaria la investigación de la autenticidad? ¿Quién iba a pensar en una objeción semejante, para tener preparada de antemano la fecha de los antiguos concilios y demostrar así esta costumbre?; o ¿quién iba a marcharse en tales circunstancias y ponerse a registrar los viejos archivos eclesiásticos? Viendo estas estratagemas los católicos, citaban la fecha y el nombre del cónsul en el concilio de Milciades, y recordaron cómo en las Sagradas Escrituras los profetas habían anotado en sus escritos indicaciones de los tiempos más antiguos, en qué año, en qué mes de cada año, en qué día preciso del mes había venido sobre ellos la palabra del Señor.
El mismo Juez no le dio importancia al asunto, antes bien reclamó la objeción sobre la fecha y el nombre del cónsul, y ordenó se leyeran el resto de las actas del concilio de Milciades, y fueron leídas. En ellas apareció claramente que con aprobación unánime había sido absuelto y justificado Ceciliano, y, en cambio, condenado Donato, que, estando presente, había sido convicto en la primera sesión. Se trata de Donato de Casas Negras, cuya presencia se comprobó entonces.
Discusiones sobre la autenticidad del concilio de Cirta
32. Pero leídas las actas de este concilio, preguntaron los donatistas a los católicos qué respondían a lo del concilio de Cirta, con lo cual tornaron a lo mismo, intentando demostrar que era falso, ya que en tiempo de persecución no era posible reunir un concilio. No le pareció esta objeción despreciable al Juez, y teniéndola por válida, pidió respuesta a los católicos. Mientras se contestaba, quiso saber cómo se probaba que había persecución entonces. Acudieron los donatistas a demostrarlo con las actas de los mártires, con los interrogatorios y los martirios que habían sufrido por la confesión de la fe. Mandó el Juez a los secretarios computar el tiempo atendiendo al cálculo de los cónsules y la fecha tanto del concilio de Cirta como de las actas de los mártires. Los católicos habían dicho que desde la pasión de los mártires, cuyo tiempo de persecución se probaba, había pasado casi un año hasta el cónsul y la fecha del concilio de Cirta. Pero la respuesta de la secretaría dio como resultado que sólo había un mes. Con lo cual quisieron los católicos que se borrara lo que ellos habían dicho, y que las actas conservaran sólo la respuesta de la secretaría, pues la creían más verdadera. Pero los donatistas se opusieron a que se borrara la respuesta de los católicos, sobre lo cual no insistieron éstos, quedando en evidencia la perversa voluntad de sus adversarios en este punto.
En realidad era más exacto el cálculo de los católicos, ya que la oficina se había equivocado en el cómputo, como demostraron las actas escritas después con más diligencia; puede comprobarlo quien tenga interés en leerlo y no sea reacio al cálculo. En efecto las actas de los mártires, en que se probaba el tiempo de la persecución, fueron escritas el día 12 de febrero siendo cónsules Diocleciano por décima vez y Maximiano por octava; en cambio, las actas episcopales del decreto de Cirta fueron redactadas después del consulado de aquéllos, el día 5 de marzo; y, por lo tanto, habían pasado ya trece meses; como se ve, más de los once que con menor diligencia habían respondido los católicos. Donde aparece la equivocación de la secretaría, en su respuesta de un mes, no cayendo en la cuenta de que se trataba del año siguiente al consulado, no del mismo año.
De esta forma los católicos, tomando la respuesta de la secretaría como verdadera, se veían obligados a demostrar que en tiempo de persecución pudieron reunirse once o doce obispos en una casa privada, mientras insistían los donatistas en que demostrasen esto por otros concilios, a ver si era posible encontrar la celebración de algún concilio de obispos en tiempo de persecución. No podían los católicos investigar esta cuestión en aquel momento y dilucidar en un tiempo tan reducido los antiguos escritos de los archivos eclesiásticos, y respondían que era bien fácil haberse podido reunir doce hombres en una casa en un tiempo precisamente en que, a pesar del ardor de la persecución, solían celebrarse reuniones de fieles; y esto lo prueban las mismas actas de los mártires, que confesaban en sus torturas haberse reunido en las asambleas y haber asistido a la liturgia del domingo. Todo esto lo habían dicho los católicos aun antes de que la oficina calculase y diera la respuesta.
También añadieron que aquellas actas episcopales de Cirta, que se conservaron por la diligencia de los antepasados y se encontraron en estos tiempos, habían de ser tenidas en la misma consideración que las cartas de Mensurio y Segundo leídas por los donatistas. En efecto, el concilio de Cartago, en el que setenta obispos condenaron a Ceciliano, fue mencionado también por Milciades en el que fue absuelto Ceciliano. En cambio, las cartas de Mensurio y Segundo no se encuentran mencionadas en ninguna otra parte, de manera que su autenticidad no está confirmada por ningún otro documento, a pesar de lo cual no las repudian como falsas los católicos.
Todavía apremiaban éstos a los donatistas para que probasen, si les era posible, que en tiempo de la persecución se habían escrito cartas mutuamente los obispos, como las que se habían escrito Mensurio y Segundo, según ellos declaraban. No decían esto los católicos para demostrar que eran falsas las cartas de Mensurio y Segundo, pues fueran verdaderas o falsas no podían perjudicar nada a la causa, sino para que por ahí se dieran cuenta los donatistas de cuán vano era el subterfugio con que obligaban a los católicos a demostrar la celebración de otros concilios en tiempo de persecución. En efecto, si los católicos les dijesen con semejante obstinación: "Presentad también vosotros otras cartas escritas y enviadas como éstas en tiempo de persecución, que si de algún modo fueran interceptadas, pudieran ser exigidos los sagrados Libros ocultos, y el consejo y el procurador y el centurión y su ayudante pudieran ver en peligro su vida, por denuncia de haber dejado impune a otro Segundo que no quiso entregar las Escrituras". Si los católicos hubieran exigido esto, de ningún modo podrían encontrar en el momento otras cartas escritas de unos obispos a otros en tiempo de persecución y en tierras tan lejanas.
¿Es posible un concilio en tiempo de persecución?
33. Sobre esto hubo un prolongado debate: repetían los donatistas una y otra vez que no pudo reunirse un concilio en tiempo de persecución para consagrar a un obispo, ya que en el mundo reinaba la apostasía y no había fieles para quienes consagrar un obispo, y cosas por el estilo. Respondían los católicos que bien fácil era la reunión de tan pocos obispos, que casi no podía llamarse concilio, cuando se reunían los fieles, como atestiguan las actas de los mártires; y que sin duda había fieles en número suficiente para consagrar obispos, lo proclaman las actas de los mártires, al hablar de las asambleas que entonces solían celebrarse.
De los modos más variados se decían y contestaban una y mil veces todas estas cosas: constaba, en efecto, bien claro que en tiempo de persecución se prestaba la casa para reunirse los cristianos, como se leía en las actas de los mártires, mientras los donatistas se empeñaban en asegurar que no era posible que en este tiempo alguien prestara su casa. Se recordó que no era tan increíble la reunión de unos pocos obispos en una casa particular en tiempo de persecución, cuando en lo más áspero de la misma se adoctrinaba y bautizaba a los mártires en la cárcel, y allí celebraban los sacramentos los cristianos, donde estaban encerrados precisamente por esos sacramentos.
Al fin de todas estas discusiones, en que intervino muchas veces el Juez, se convino en que fue posible aquel concilio, cuando se comprobaban las reuniones de los fieles. Entonces obligó el Juez a los donatistas a que presentasen lo que tuvieran que decir contra el concilio y el juicio de Milciades, en que constaba había quedado absuelto y justificado Ceciliano; que la causa estaba precisamente allí más bien que en el concilio de Cirta.
Los donatistas pasan a acusar a Milciades
XVIII. 34. Comenzaron entonces los donatistas a acusar al mismo Milciades con el crimen de traditor, y que precisamente por ese crimen habían rehuido sus antepasados someterse a su juicio; como si ellos no hubieran asistido a su tribunal y no hubieran respondido que no tenían nada que decir contra Ceciliano.
Prestó el Juez atención a la cuestión de si se presentaba algún juicio, público o eclesiástico, sobre la acusación de "traditor" de Milciades, y se mantenían los católicos a la expectativa urgiendo esa demostración. Leyeron entonces los donatistas ciertas actas farragosísimas redactadas ante el prefecto donde ni aparecía de qué prefecto se trataba ni se leía el lugar en qué se celebraran. Es más, en una inacabable lectura de esas actas salieron a relucir muchos haciendo entrega de tantos bienes eclesiásticos sin que sonara para nada el nombre de Milciades.
Terminada esa lectura, se maravillaba el Juez de que una cosa era la prometida y muy distinta la leída, y ellos, solicitando una vez más su paciencia, leyeron otras actas, en que constaba que Milciades había enviado unos diáconos con una carta del emperador Majencio y otra del prefecto del pretorio al prefecto de la ciudad, para recuperar los bienes arrebatados en tiempo de la persecución, cuya devolución a los cristianos había ordenado el citado emperador.
Ni el Juez ni los abogados católicos veían en estas cartas crimen alguno de Milciades; entonces afirmaron los donatistas que el diácono Estratón, enviado por Milciades con sus compañeros para recuperar los lugares eclesiásticos, había sido declarado traditor en las actas anteriores, y por ello querían salpicar también a Milciades del crimen de traditor ya que seguía sirviéndose de aquel diácono sin degradarle. Continuaron su alegato afirmando que Milciades había sido el tercer obispo después del que lo era cuando tuvo lugar la entrega de los Sagrados Libros. Inquirió entonces el Juez si en aquellas actas de la entrega se encontraba expreso que Estratón hubiera sido diácono. La lectura le llamaba instigador de la más vana superstición, calificativo dado no sólo a él, sino a todos los traditores. Pero los donatistas replicaron que ése era el nombre que para mofarse daban los gentiles perseguidores tanto a los diáconos como a los presbíteros.
El caso del diácono Estratón
35. Respondieron los católicos que no era nada extraño y sí muy corriente en las relaciones humanas llamar a dos y aun a más personas con un solo nombre; y así podía muy bien suceder que aquel traditor fuera un presbítero, y éste, otro diácono por nombre Estratón, ya que habían afirmado los donatistas que los diáconos y presbíteros eran llamados por los gentiles fomentadores de la más vana superstición. Cierto que los gentiles pudieron denominar con este dictado afrentoso a todos los clérigos, y era muy dudoso qué grado tenía aquel clérigo traditor. Pero aunque se pudiera demostrar que aquél había sido diácono, esta dualidad de personas nada tiene de increíble o sorprendente, como había ocurrido poco antes en la propia Roma, donde hubo dos diáconos con el nombre de Pedro.
Todavía añadieron los católicos que, aunque se demostrase, lo que no sucedía en absoluto, que el que había sido traditor era el mismo Estratón, a quien después Milciades envió con otros diáconos para recuperar las posesiones eclesiásticas, no por ello quedaba salpicado de tal crimen Milciades, a quien pudo muy bien mantener lejos la persecución, y siendo absolutamente ignorante de esto y teniendo por inocente a quien nadie le acusaba como reo.
Los donatistas se mantuvieron inútilmente tercos contra todo esto, repitiendo por mucho tiempo lo mismo con idénticos argumentos.
El diácono Casiano y la coincidencia de nombres
36. Después del debate siguieron acusando todavía a Milciades a propósito de Casiano, ya que este nombre se encuentra también entre los diáconos que envió Milciades al prefecto y en las actas donde se relata la historia de la entrega de libros sagrados. Si hubieran hecho esta acusación durante el debate, les hubiera sido fácil a los católicos responder: nada tiene de extraño que en tal cantidad de clérigos romanos se hubieran encontrado dos o más Estratones, dos o más Casianos; como entre los doce apóstoles no sólo hubo dos Judas, sino también dos Santiagos. A no ser que se les permita a los donatistas distinguir entre Donato Casense y Donato el de Cartago, por temor de que su principal Donato, el de Cartago, fuera tenido por condenado en el juicio de Milciades, y, en cambio, no se les permita a los católicos tener muchos con el mismo nombre en la inmensa multitud de clérigos romanos. Era falso, en efecto, lo que habían dicho los donatistas sobre la identidad de personas, de lugares y de regiones, cuando no eran ni los lugares ni las regiones con las mismas dignidades de las personas lo que se leía en ambas actas, sino solamente la identidad de nombres, cosa que por costumbre la humanidad no cesa de repetir en distintas personas.
El juicio de Constantino a favor de Ceciliano
XIX. 37. Desdeñando, pues, el Juez esas sospechas tan sin fundamento, ordenó que se propusiera algo claro contra aquellas actas, o si no que se leyera ya el juicio de Constantino, antes mencionado.
Se leyó el juicio de Constantino: cómo escribió a Eumalio, vicario de África, diciéndole que había juzgado ya personalmente entre las partes la causa de Ceciliano; atestiguó también que, tras rechazar a todos los demás jueces, lo había reconocido inocente y a los otros unos calumniadores; mencionaba además que en Arlés había tenido lugar un juicio episcopal a favor de Ceciliano, a cuya sentencia se habían adherido ya gran número de procedentes del cisma, mientras que el resto persistía firme en su desacuerdo, y por eso se vio forzado a juzgar en presencia de las dos partes la totalidad de la causa.
Tras la lectura de esta carta imperial, preguntó el Juez a los donatistas si tenían algo que objetar. Intentaron de nuevo los donatistas volver a la calumniosa acusación de Milciades. Cortó este conato la intervención del Juez, y habiéndoles pedido insistentemente expusieran si tenían algo contra el juicio de Milciades o contra la sentencia del emperador, respondieron que hasta los oídos del emperador se habían dejado atestar de perversas sugerencias.
Les replicó el Juez que había prestado la mayor atención posible y veía que se había juzgado en presencia de las dos partes. Reclamaron ellos el escrito de que el emperador había juzgado ante las dos partes. Ordenó entonces el Juez se leyese, y no encontrando ya nada que decir, comenzaron a atacar esta carta imperial a propósito del cónsul, puesto que en su lectura no se había citado su nombre. Se originó por ello un altercado: los donatistas declaraban con intención aviesa que el concilio episcopal había sido leído mencionando el cónsul, y, en cambio, no citaba el cónsul la carta imperial; replicaban los católicos que no estaba ahí el meollo de la cuestión. A su vez, el Juez interpuso su autoridad para declarar que estaba definido con leyes, a todas luces evidentes, que las ordenaciones imperiales no podían ponerse en duda, aunque no se consignara el nombre del cónsul. Les apremiaban luego los católicos a que expusieran si era falso algo de lo leído, ya que se podía recurrir a los archivos.
Lectura de Optato favorable a Ceciliano
XX. 38. Viéndose derribados de su posición, como si fueran a proponer algún argumento irrefutable, pidieron, como ya lo habían hecho antes, que se leyera a Optato con cuya lectura demostrarían que Ceciliano había sido condenado por el emperador; que se les había prometido esta lectura, pero se había retrasado. El Juez quería que manifestasen antes si se atrevían a acusar de falsedad la carta del emperador. Naturalmente, de ningún modo podían atreverse, aunque insistían con toda su malicia en la falta de nombre del cónsul; pero con una insistencia mucho más tenaz solicitaban la lectura de Optato. Mientras se detenían en este debate, se descubrió que otra copia de la carta del emperador contenía el nombre del cónsul. Al proponerlo, dijeron los donatistas: "Ciertamente no debería llevar el nombre del cónsul"; como si alguna vez se hubiera dicho que no debía tenerlo, y no más bien que la falta del nombre del cónsul no era óbice alguno para la autenticidad del edicto imperial. Lo mismo les repitió más de una vez el Juez.
Se leyó a continuación a Optato; y leyeron los donatistas el siguiente pasaje: "Por aquel entonces el mismo Donato pidió se le concediera volver y entrar en Cartago; entonces su defensor Filomeno sugirió al emperador que, en bien de la paz, se retuviese en Brescia a Ceciliano; y así se hizo". Como con estas palabras de Optato no se pudo descubrir condenación alguna de Ceciliano, según habían prometido ellos que demostrarían, mandó el Juez se leyera la página entera, a fin de que quedara manifiesta por las palabras del contexto la voluntad del que lo había escrito. Leyó un secretario: "Ceciliano fue declarado inocente por sentencia unánime de los arriba citados". Al leer esto, declararon los donatistas que ellos no habían mandado se leyera esto, irritándose contra los que no habían podido contener la risa al escuchar qué página tan contraria a su tesis habían presentado.
Todavía alegaron que en la página leída Optato había mitigado la condenación de Ceciliano y que no había querido expresarla. Se les encareció que leyeran otro texto más expreso sobre lo que decían había presentado él mitigado. Al no poder realizarlo, aún se perdió inútilmente el tiempo en algunas vacilaciones dilatorias, ya que se debatían afanosamente sobre el nombre de Donato, diciendo que no era el de Cartago, sino Donato de Casas el que había estado en el juicio de Milciades contra Ceciliano; lo cual les concedían también los católicos. Al fin se dejó este punto.
Nuevo fracaso del memorial donatista sobre Ceciliano
XXI. 39. A continuación el Juez urgía a los donatistas a que manifestaran si tenían algo que responder a la carta de Constantino, en la cual quedaba constancia de haber él escuchado a las dos partes y de haberse pronunciado contra ellos en favor de Ceciliano. Reclamaron la lectura de un memorial que -según decían- habían entregado sus antepasados a Constantino. En ese memorial dieron una prueba bien clara de la falsedad de su afirmación sobre la condenación de Ceciliano en Brescia, puesto que el mismo memorial demostró cómo Constantino fue contrario a su tesis. En efecto, dicen en el escrito que ellos no estarán jamás en comunión con ese su obispo canalla, y que estaban dispuestos a sufrir las penas que quisiera imponerles. En este obispo canalla de Constantino bien claramente querían designar a Ceciliano. ¿Y cómo se atrevían a llamar obispo de Constantino a quien, para enfrentarse con él, se negaban a admitirlo en su comunión, si hubieran logrado hundirlo ante el mismo Constantino hasta el punto de saber había sido condenado por él en Brescia?
Se confirma aún más el fracaso donatista
XXII. 40. Los católicos pusieron de relieve que el memorial que habían leído iba contra ellos, y el Juez se expresó en el mismo sentido. Añadieron entonces otro gran argumento para reafirmar su propia falsedad: leyeron la carta que el mismo Constantino escribía al vicario Verino, encargando que los dejase marchar a su voluntad e insinuando que él había ordenado la vuelta del destierro. En esta carta muestra Constantino por ellos tal aversión, que no se podría encontrar algo más vergonzoso que ese perdón. Cierto que no los habría culpado así, al contrario, los habría alabado, si hubieran triunfado sobre Ceciliano ante él y, tras la sentencia, hubiera quedado relegado en Brescia. De esta suerte, cuanto presentaron y leyeron resultó en perjuicio suyo, y dejaron bien claro que habían sido vencidos por Ceciliano en el tribunal del citado emperador. Pusieron de manifiesto su propia falsedad al decir que había sido condenado. Ellos, que se gloriaban de ser víctimas de la persecución de los católicos, solicitaban la falsa gloria de la condena de Ceciliano por el emperador a causa de sus acusaciones contra él.
Se leyó esa carta, y los católicos afirmaron -y así se lo hicieron notar brevemente al Juez, que era de la misma opinión- que ese testimonio leído era en pro de la inocencia de Ceciliano precisamente contra los donatistas; y esto mismo declaró por su parte el Juez. Respondieron los donatistas: "Sobre la libertad nada dice tu potestad"; pues pensaban que, según la carta de Constantino, podía concederles a ellos el Juez presente esa libertad. Y ésa fue la razón por la que se decidieron a leer la carta que deponía en contra suya y en favor de Ceciliano. Al responderles el Juez que el emperador actual le había ordenado otra cosa, acudieron a otro documento, que, con sorpresa mucho mayor aún, presentaron en contra suya.
Nueva carta del emperador contraria a los donatistas
XXIII. 41. Efectivamente, leyeron otra carta del mismo emperador Constantino dirigida al procónsul Probiano, que no tenía, por cierto, el nombre del cónsul, pero sobre cuyo detalle no quisieron los católicos corresponderles con más objeciones; bien es cierto que con esto los donatistas se hicieron conscientes de la odiosidad con que habían objetado a los católicos, en aquella primera carta de Constantino absolutoria de Ceciliano, el no llevar el nombre de los cónsules, que por cierto aparecieron después en otra copia.
Esta carta del emperador al procónsul Probiano contiene una orden del mismo por la que manda le sea enviado Ingencio, cuya declaración en el juicio del procónsul Eliano había servido para absolver del crimen de traditor a Félix de Aptonga, consagrante de Ceciliano. Afirmaban los donatistas que el motivo de leer este documento era demostrar cómo estaba en suspenso la causa de Ceciliano, aun después de aquella sentencia con que Constantino había escrito tener decidida ya la cuestión entre las dos partes. No obstante, en esta misma carta, que leyeron, enviada al procónsul Probiano, en que pretendían demostrar que aún estaba el juicio pendiente al reclamar el emperador que se le enviara a Ingencio, en esta misma carta se acumularon tales acusaciones contra sí mismos, que sorprende sobremanera cómo tuvieron arrestos para mirarlas o proferirlas ante los demás.
En efecto, Constantino decía allí que Eliano había concedido la audiencia competente y que quedó clara la inocencia de Félix sobre la supuesta entrega de los divinos Libros al fuego, y, en cambio, a quien había que dejar confundidos ahora era a quienes no cesaban de hostigarle día tras día, a ver si se convencían de que había sido inútil acumular animosidad contra Ceciliano y levantarse violentamente contra él.
Con esta carta evidenciaron la justificación no sólo de Ceciliano, sino también de Félix y el papel de perseguidores de inocentes que ellos habían desempeñado ante el emperador.
Confirmada la inocencia de Ceciliano
XXIV. 42. Aprovechando esta oportunidad, los católicos presentaron para su lectura la relación que el entonces procónsul Eliano había enviado sobre esta cuestión a Constantino, en la cual informa que ha oído y resuelto la causa de Félix; presentaron también las mismas actas proconsulares, según las cuales fue absuelto Félix y reconocido inocente del crimen de traditor por el testimonio de todas las personas legítimas. Leídos estos documentos, preguntó el Juez si había algo que oponer.
Los donatistas repitieron una y otra vez lo que habían comenzado a decir antes, preguntando si Ingencio había sido enviado a la corte por mandato del emperador y exigiendo a los católicos que manifestasen lo que se había hecho después. Intentaban también refutar con los argumentos a su alcance las actas proconsulares en que fue absuelto Félix, y reprochaban el favoritismo del Juez o la suplantación de personas, y repetían suspicaces y dolientes cuantos recursos suelen verter los hombres contra las actas que los dejan humillados. Agregaban también que no se había obrado justamente al absolver a Félix sin estar presente.
A esto respondieron los católicos que todos los textos leídos se referían con toda claridad a la absolución de Ceciliano y de Félix. Y si los donatistas pensaban que, al ser enviado Ingencio a la corte, se juzgó algo en favor de ellos y se cambió la sentencia por la que Constantino, oídas las dos partes, había justificado a Ceciliano y les había acusado a ellos de calumniadores sin límites, eran ellos los que debían aducir las pruebas correspondientes.
Cuando los católicos hablaban así, no podían, apremiados por la falta de tiempo, detenerse a considerar la cuestión de los cónsules. Quien tenga a bien examinar su sucesión en las actas, descubrirá que la absolución de Ceciliano por el emperador Constantino tuvo lugar después de ser discutida y justificada la causa de Félix por el procónsul Eliano; también encontrará que pasaron algunos años antes de la carta del emperador al vicario Verino, carta en que afirmaban los donatistas les había concedido el emperador la libertad, y en la cual los presenta como personas detestables y enemigos de la paz cristiana. Y no habría obrado así si hubiera tenido alguna queja contra Ceciliano, cuando fue enviado a la corte Ingencio.
Intervino, pues, el Juez para manifestar que no podían ser rechazadas unas actas avaladas por tal antigüedad sino con la presentación de otras actas posteriores.
Dijeron también los católicos que fue más útil para declarar la inocencia de Félix el haber sido en su ausencia, ya que si hubiera estado presente, surgiría con facilidad la sospecha de favoritismo.
XXV. 43. A continuación comenzó el Juez a apremiar a los donatistas a presentar cuanto antes las actas posteriores que pudieran tener contra la absolución de Ceciliano y de Félix. Entonces ellos intentaron tornar de nuevo al principio y repetir los mismos argumentos que ya tantas veces habían presentado y que ya quedaban sin valor con las contestaciones que tantas veces habían dado los católicos.
Intervino entonces el Juez amonestándolos a que, de una vez, dejaran de repetir lo que ya estaba concluido y liquidado, y les urgía igualmente a presentar los argumentos que tuvieran contra las absoluciones tan evidentes de Ceciliano y de Félix. Pero ellos, sin aducir absolutamente nada contra aquellas actas, no cesaban de repetir lo mismo, solicitando el juicio acerca de lo que habían dicho. En cambio, el Juez insistía sobre todo en que leyeran lo que tuviesen en contra del juicio imperial y proconsular, a fin de poder pronunciarse sobre todos los extremos, ya que las leyes prohíben emitir una sentencia incompleta. Instaban también los católicos a fin de que, conocidos todos los detalles por el Juez y repitiendo siempre los donatistas las mismas cosas sin encontrar qué responder, se decidiese de una vez la causa.
Al final, dijo el Juez: "Si no tenéis nada que leer en contra, tened la bondad de salir, para poder redactar una sentencia completa de todo este asunto".
Salieron ambas partes, y el Juez redactó la sentencia; les hizo entrar de nuevo y se la leyó: abarcaba en ella cuanto pudo recordar de los prolongados debates de las tres sesiones. Cierto que no mencionó la materia por el orden que se había seguido, pero sí lo expuso todo con plena veracidad, y sentenció que, según lo evidenciaban todos los documentos, los católicos habían refutado a los donatistas.