Fecha: Año 422.
Tema: El obispo Antonino.
Agustín saluda en el Señor a Fabiola, señora piadosísima e hija reverendísima y excelentísima.
1. Me he sentido lleno de gozo con la respuesta que tu santidad me envió por medio de mi señor y hermano... ¡Ojalá pudiera devolverte el saludo sin causarte fastidio! Mas, para comenzar, atormentado por la tristeza, yo mismo me he vuelto inoportuno y molesto para tu santa quietud, pero sopórtame con paciencia. Sé que mis cartas nunca son para ti un peso, sino una alegría. Perdóname por la presente, pues contiene muchas cosas que te producirán dolor, y participa de mis pesares por la mutua caridad en Cristo; añade además tus oraciones al Señor nuestro Dios para que me consuele.
2. Sé que has recibido con benigna piedad a mi hijo amado y colega en el episcopado Antonino, y con qué cristiana humanidad has aliviado su viaje marcado por la indigencia. Escucha, pues, quién soy yo para Antonino, quién es Antonino para mí, qué le debo y qué solicito de ti. Siendo aún niño, vino a Hipona con su madre y el amante de ella. Eran tan pobres, que carecían del alimento del día. Luego, cuando recurrieron al auxilio de la Iglesia y advertí que aún vivía el padre de Antonino y que su madre, tras haberse separado de su marido, se había unido a otro hombre, logré convencer a ambos de que abrazasen la continencia. De esta manera, él con el niño, entró en el monasterio; ella, en la casa de asistencia a los pobres, a los que mantiene la Iglesia; así, por la misericordia de Dios, todos comenzaron a estar bajo nuestra tutela. Luego, con el pasar del tiempo -no quiero demorarme en muchas cosas-, él falleció, ella envejeció y el niño creció. Entre sus compañeros desempeñaba el oficio de lector, y comenzó a manifestarse con tales cualidades, que el hermano Urbano, que entonces era el presbítero y prepósito de nuestro monasterio, mientras que ahora es obispo de la Iglesia de Sica, durante una ausencia mía quiso hacerlo presbítero de cierto fundo de buenas dimensiones, perteneciente a nuestra diócesis; pues, al marchar yo, le había encargado que pensase en alguien al que, sin esperar a mi regreso, el obispo vecino lo ordenase. Cosa que no pudo llevarse a cabo al rehusar éste. Cuando después me informaron de ello, comencé a considerarlo necesario para tal función, no porque yo lo conociera lo suficiente, sino por el testimonio de su prepósito.
3. Entretanto, como no me daba abasto para gobernar, según lo exigían las necesidades, un territorio tan amplio, puesto que no sólo se habían agregado muchos donatistas en la ciudad, sino también muchas comunidades rústicas, tras deliberar con los hermanos, me pareció oportuno ordenar a alguien como obispo de cierta localidad, Fusala, dependiente de la cátedra de nipona, a quien compitiera la atención pastoral de aquel territorio. Mandé a buscar al obispo primado, que se dignó venir. Llegado el momento, nos abandonó el presbítero que yo creí que tenía preparado. ¿Qué debí hacer entonces, en buen criterio, sino diferir asunto tan grave? Pero temí que, al regresar de entre nosotros sin haber cumplido la misión el santo anciano que con dificultad había llegado desde lejos, se abatiesen los ánimos de cuantos necesitaban que se les ordenase un obispo y llegasen a tal estado que los enemigos de la Iglesia lo aprovechasen para engañarlos, burlándose de nuestro intento frustrado. Por eso, creí que era conveniente presentar a Antonino, allí presente, para que lo ordenase, pues había oído que conocía también la lengua púnica. Y como lo presenté yo, ellos se fiaron de mí, pues no lo habían pedido espontáneamente, sino que no se atrevieron a rehusar a uno de los míos, que además me agradaba a mí.
4. Impuse una carga tan pesada sobre el adolescente, de no mucho más de veinte años, que no se había ejercitado antes en otros grados de la clericatura y sobre el que, en estos aspectos, no tenía la información, que debiera tener yo más que él. Aquí tienes, pues, mi gran pecado. Y mira las consecuencias. El ánimo del joven, aupado por la inesperada dignidad del episcopado, que no había merecido por precedentes trabajos, se asustó. Luego, viendo que los clérigos y el pueblo le estaban sometidos, según cuanto la realidad mostró, se hinchó con la insolencia del poder. Sin ejercitar el magisterio de la palabra, pero forzando a todo con sus órdenes, hallaba su gozo en que se le temiese allí donde veía que no se le amaba.
5. Para representar este papel se buscó los hombres adecuados. Había en nuestro monasterio cierta persona, adscrita a mi escritorio, que, no siendo bueno, se había alejado con dolor por mi parte. El prepósito del monasterio lo había castigado con azotes, pues le habían encontrado hablando a solas, a una hora intempestiva, con algunas monjas, razón por la que se le consideraba despreciable. Tan pronto como, después de abandonar el monasterio, se dirigió al obispo de que nos ocupamos, fue ordenado presbítero sin que se me consultase y sin yo saberlo. Conocí el hecho consumado antes de que pudiese creer que iba a realizarse, aunque me lo hubiese indicado alguien merecedor de fe. Desearía que creyeras, pues no puedo explicarlo, cuán enorme tristeza invadió mi corazón, temiendo la ruina que alguna vez habría de sobrevenir a aquella Iglesia por su causa. El mismo obispo presentó ante mí gravísimas quejas contra el presbítero suyo. Aprovechando la ocasión, intenté que le privase de la comunión y así volviese a su patria, de donde me lo habían enviado. Ya era cosa hecha, pero no sé cómo, sin consultarme a mí una vez más, le restituyó a su trato y amistad. Hizo también diácono, conforme a la normativa vigente, a otro que le ofrecieron del monasterio; pero no manifestó su rebeldía sino cuando era ya diácono.
6. Se valía de estos dos clérigos, el presbítero y el diácono; del defensor de la ciudad y de otra persona, cierto ex miliciano o desertor, al que daba órdenes con más confianza; así como de otros hombres de la misma localidad, a los que había nombrado guardias nocturnos. De ellos se servía cuando tenía necesidad de un piquete algo más numeroso. Los males que aquella localidad y los vecinos de alrededor sufrieron los puede conocer, de alguna manera, quien se tome la molestia de leer las actas que levantaron los obispos en la Iglesia de Hipona, junto con las quejas que muchos presentaron por escrito. Yo mismo asistí a esa reunión. Allí encontrará las quejas deplorables de los pobres, varones y mujeres, y, lo que es más grave, de viudas. Ni siquiera este nombre, que la Sagrada Escritura nos encarece particularmente que defendamos1, ni la misma edad de ancianas las pudo proteger hasta cierto punto de las rapiñas, las depredaciones y nefandos atropellos que ellos cometían, Quien caía en sus manos perdía dinero, ajuar, vestido, ganado, frutos, árboles y hasta las piedras. Ocuparon las casas de algunos, las de otros las derribaron para extraer de allí los materiales requeridos para levantar nuevos edificios, Algunas las compraban, pero no pagaban el precio. Invadían los campos de otros y los devolvían después de haber sustraído por algunos años sus frutos. Algunos de ellos fueron retenidos en el tribunal episcopal y tomados en posesión.
7. Además de lo contenido en las actas, hay muchas otras cosas que he conocido de otra fuente. En el mismo territorio de quienes las han sufrido, no las lanzan al aire los gemidos de los murmuradores, sino el vocerío de quienes lo proclaman a gritos; se ofrecen a la oportuna demostración, si los jueces se constituyen en tribunal allí donde su pobreza no experimente la fatiga, o también si los miembros del mismo son suficientes para oír todo; pues apenas habrá quien resista la lectura, en las actas eclesiásticas, de todo lo que nosotros oímos. Muy pocas cosas pudimos arreglar de alguna manera, pero muchas otras fueron eliminadas o diferidas en parte por la ausencia de sus autores. Sería largo de contar de qué modo se sustrajo entonces y se sigue sustrayendo todavía ahora la presencia de aquellos dos clérigos, es decir, del presbítero y del diácono, ante el tribunal del obispo. En pie están, sin embargo, las palabras de Antonino, con las cuales él les amonestó a que se presentasen, puesto que se hallaban con él, y por eso no habían querido hacerlo.
8. Nosotros le ordenamos la restitución de lo robado, pero al obispo le dejamos salvo e íntegro el episcopado, para que dichos males no quedasen impunes ni se dejase el camino abierto a él para que los continuase o a otros para que lo imitasen; sancionamos incluso que ocupase como obispo alguna de sus cátedras, para que no se pueda decir que se le ha trasladado a una ajena contra lo prescrito por los cánones, con tal que en ningún modo siguiese presidiendo a los de Fusala contra la voluntad de ellos. Considero que un castigo de este género hasta ha de ser considerado como un favor: así no tendrá que vivir con quienes no le aceptan, cuyos amargos odios exacerbaría con su misma presencia. Determinamos no mantener la comunión con él hasta que no restituyese lo robado. El acató nuestra sentencia, hasta el punto que no apeló y muy pocos días después depositó sueldos pedidos en préstamo por los robados, para que no le mantuviéramos por más tiempo fuera de la comunión. Muchos hermanos e hijos nuestros, que igual que nosotros se compadecían de él, se congratularon con gozo fraterno de la sentencia pronunciada sobre él. En efecto, algunos, no de Fusala, sino otros que habían sufrido daños de él por algún motivo, le habían acusado o habían procurado que otros lo hiciesen de cuatro pecados graves y capitales de estupro, saliendo justificado, probada la verdad.
9. Por escrito rogó al primado de Numidia, un santo anciano, que se dignase diferir hasta un concilio el deseo de los habitantes de Fusala por el que pedían vivamente que se les ordenase un obispo, y él aceptó. Cuando se celebró dicho concilio y todos los presentes mostraron su voluntad de que se cumpliese lo establecido antes por nosotros, tampoco apeló en contra. Aunque lo hubiese hecho, hubiese sido ya tarde, porque no había apelado contra nosotros algunos meses antes. Luego, el anciano primado envió a los obispos a Fusala para que, en presencia de ellos, se eligiese por votación quién iba a serles ordenado como obispo y se le enviase a él para la ordenación, y así se hizo. Pero cuando amaneció el día de la ordenación, entonces le vino a Antonino la idea de apelar. Se tranquilizó después que el santo anciano le expuso las razones, y como lo hacía después de pasado tanto tiempo desde que habían juzgado su caso, comprendiendo que su esfuerzo era vano, dio su asentimiento a que se le asignasen ocho comunidades, que por motivo de algunos pleitos habían llegado a la Iglesia de Fusala para emitir su sufragio sobre el obispo que iba a ser ordenado. Mas para sembrar nuevas discordias, presionó a fin de que se le añadiese también una de aquellas que había venido a Fusala a pedir un obispo, constando en la carta del santo anciano; es decir, la comunidad del fundo de Togonoeto, en la que tendría su cátedra y a la que estarían sometidas las restantes que le pertenecían.
10. Este fundo está tan cercano a la localidad, que daba la impresión de que con este hecho no buscaba sino ocasiones de litigios con que perturbar la paz de la Iglesia. Además, los mismos colonos que por la vecindad ya le habían experimentado y habían sufrido aquellos males con otras personas, escribieron a la dueña de la propiedad diciéndole que, si permitía que tal cosa sucediera, ellos se marcharían al instante, e igualmente a mí, para que intercediese en su favor, a fin de que tal cosa no acaeciese. Motivo por el cual tanto ella como yo escribimos al anciano.
11. Cuando Antonino vio que no se le había concedido eso, juzgó que debía hacerse a la mar, llevando consigo cartas de recomendación que el mismo anciano primado le había dado, no en aquel momento, sino antes. El grave varón, en su simplicidad, le había creído que no tenía culpa alguna y que deseaba navegar para liberar a unos hombres a los que el gobernador provincial tenía prisioneros. Aún no conocía claramente, por las actas, los males sufridos por los habitantes de Fusala y su justo dolor. Entregó, pues, Antonino un escrito al venerable papa Bonifacio en el que mentía, afirmando estar en comunión desde el día en que había sido juzgado. Como antes he mencionado, había sido excomulgado hasta que restituyese lo que había sustraído a los habitantes de Fusala. Razón por la que unos días después, pocos ciertamente, pero algunos, había depositado los sueldos para que se le readmitiese a la comunión. Calló también todo el sucederse de los acontecimientos, necesario a la causa, y logró una carta, sin duda muy cauta.
12. El papa Bonifacio, de venerable memoria, nombró jueces que averiguasen si era sólida la razón aducida; si había informado fielmente sobre la sucesión de los hechos; si la realidad correspondía a lo que había hecho constar en el tenor de su escrito. Entonces, finalmente, ordenó que se le devolviese la Iglesia de Fusala, por carecer de las culpas por las que justamente se le hubiese privado de ella. Los jueces que pudieron venir se reunieron en cierto lugar de Numidia, a saber, en la iglesia de Tegulata. Allí se hallaban también otros que él no había solicitado, pero que tenían otras razones para llegar, y, aunque no estaba completo el número de obispos pedido por él, dijo que le eran suficientes. También nos hallábamos presentes nosotros, es decir, el hermano Alipio y yo, avisados por una carta del primado, no para juzgarle de nuevo -¿qué hubiese habido más reprobable?-, sino para informar sobre el juicio celebrado antes por nosotros, si el caso lo exigía. Todo había que remitirlo a la Sede Apostólica. Se leyeron los documentos que él aportó. El anciano Aurelio, primado de Numidia, expuso el motivo por el que había ordenado un obispo para los habitantes de Fusala. En su exposición, salió a la luz lo que Antonino había pasado por alto a fin de conseguir de Roma tal carta, y que no había indicado con fidelidad la sucesión de los hechos.
13. Entonces, el obispo Antonino solicitó el ingreso en la sala del presbítero que habían enviado los de Fusala. Ya dentro él, se leyó la carta de los presbíteros y habitantes de Fusala. Cuando vio que estaba llena de lamentables quejas contra él, por las que rehusaban por todos los medios aceptarle como obispo, del que habían estado privados con justicia y razón, no creyó que la hubiesen enviado ellos, y rogó al santo anciano que se dignase acercarse él personalmente, acompañado de algunos otros obispos que le habían sido concedidos, al lugar mismo de los hechos, y explorasen la voluntad de los presbíteros y del pueblo. Pero con la condición de que si los habitantes de Fusala le hiciesen saber su voluntad de aceptarlo, recibiese también, aun contra la voluntad de ella, la comunidad de Togonoeto, añadida a las ocho que ya poseía antes. Con la condición también de que el santo anciano me pidiese a mí que prometiese, firmándolo en las actas, entregarle otras cinco de aquellas que, sin que constase en las actas, le había prometido, para que no fuese dañino para los de Fusala.
14. Como yo lo hice sin dificultad, nos retiramos como si estuviésemos en paz. Sólo que yo veía que la localidad de Togonoeto no le ofrecía menor resistencia que los de Fusala y que la dueña de la propiedad no se la iba a conceder. Así le parecía también al venerable anciano Aurelio. Finalmente, el anciano prometió, como le había rogado, y constando en acta, que iría a Fusala; pero nadie le prometió, con las actas como testigo, dirigirse a la comunidad de Togonoeto. La persecución posterior del mismo obispo Antonino fue tal, que los obispos conocieron lo que debía hacerse por la respuesta de los habitantes de Fusala.
15. Como se había convenido, después de algunos días llegaron a Fusala. Acompañaban al anciano dos obispos, los que Antonino pidió de los que habían estado en la ciudad; le concedí además a los que pudo hallar más cercanos a esa localidad. Acompañaban al anciano otros tres, como séquito según es habitual. Yo no estuve presente, porque ni me atrevo a ver a los de Fusala, para quienes, aun después de nuestro juicio, aceptado el obispo, ya en paz, pero turbados de nuevo por la conmoción de éste, también yo mismo me he hecho odioso. No ya con murmuraciones reprimidas, sino a grandes voces y a gritos claman que fui yo quien les introduje tan gran calamidad, y el mismo Antonino, con ánimo excesivamente ingrato, no sospecha de mí otra cosa sino que soy enemigo suyo. También estaba ausente el hermano Alipio, que había vuelto a su diócesis.
16. Y así, en presencia de los seis obispos, se interrogó a aquella comunidad que se había presentado con gran rapidez, y se la halló idéntica a la que había enviado a la, Iglesia de Tegulata al presbítero con la carta, e incluso más apasionada y exacerbada. No es necesario describir lo que él había hecho con la intención de amedrentarlos ya de entrada. Quizá él te lo confiese si le presionas, aunque al respecto también pueden informar fielmente a tu reverencia los portadores de esta carta. Se interrogó, pues, a la muchedumbre en un día y dejó claro lo que pensaba de él. Entonces requirió, estando molestísima, la presencia de su nuevo obispo, que tampoco había estado presente en el momento de la primera investigación. Pasado un día y presente ya su obispo, los habitantes de allí respondieron muchas cosas contra Antonino en defensa propia; fueron muchas las cosas que gritaron contra él y muchas las que quedaron escritas.
17. Luego, me escribió a mí el anciano solicitando encontrarnos en cierto lugar, donde considerar todos juntos lo que se debía hacer. Cuando me dirigía hacia allí, en ruta recibí una carta de la excelentísima señora propietaria del fundo de Togonoeto, indicándome que su hombre le había escrito. En la carta le informaba que el santo anciano le había dicho que había oído al obispo Antonino que ella había dado su consentimiento para admitirle en Togonoeto. «Cosa que yo -dijo ella- desconozco. Más aún, cuando vino a mí, él mismo me rogó que no accediese». Yo llevé conmigo esta carta de la piadosa mujer, previendo que iba a ser muy necesaria. Aunque ya sabía que él había hecho tal cosa, no hallaba la prueba irrefutable con que se le podría declarar convicto, si él lo negaba en ausencia de aquella honorable mujer.
18. Nos reunimos en un lugar, a diez millas de la localidad de Fusala, a donde yo no quería ir. Comenzamos todos a tratar con él para que, como obispo católico, no causase más perturbación y daño a los cristianos católicos. Cuando salió a relucir lo del fundo de Togonoeto, saqué la carta de la dueña de la propiedad. Tras su lectura; todos nuestros hermanos y colegas en el episcopado comenzaron a horrorizarse. El respondió que no había dicho eso, sino que como ella se había adelantado a indicarle que no le concedería el lugar, él no le había respondido en tono de súplica, sino indignado: «Si no quieres, no me lo concedas; tampoco yo lo quiero». De aquí se pasó a buscar otras fórmulas mediante las cuales tratábamos, si fuese posible, de que aceptase otros dos lugares en vez de aquel fundo y que no molestase más a nadie del territorio, que ya había comenzado a pertenecer al obispo de Fusala. Pero no pudo llevarse a cabo, al oponerse todos con la mayor vehemencia.
19. Estuvimos también en uno de los ocho lugares que se le habían asignado y donde presidía sin oposición de nadie. El rentero de su fundo nos había rogado que fuéramos, y allí tratamos con él muchos asuntos, pero en vano. Estando allí recibí de la dueña de la propiedad de Togonoeto otra carta, pues yo le había contestado indicándole lo que Antonino había respondido y solicitándole que me informase por escrito sobre cómo habían sucedido los hechos en su justo orden. Escribió primero por medio de su yerno, diciendo éste que Antonino le había mandado que le rogase a ella que le otorgase este favor: que, si había de tener su sede episcopal en otro lugar distinto de Fusala, no consintiese que fuese ni en Togonoeto ni en su diócesis. Más tarde, confirmó ella verbalmente que él se lo había pedido. Claramente puso como testigos de esto no sólo a su yerno, sino también al obispo del lugar en que se hallaban.
20. Cuando leí esta carta ante los hermanos, se turbó tanto que no respondió sino con una injuria. Y como el anciano me había dicho que Antonino se había quejado de que en el día del segundo interrogatorio al pueblo de Fusala estaba presente su obispo, pareció oportuno consultar en su ausencia y por separado a los colonos de cada uno con sus administradores o procuradores, sin sus renteros. Mas para ir a Fusala había que pasar por Togonoeto. Aquí me rogaron encarecidamente que les admitiese de nuevo a la comunión, pues el obispo Antonino los había excomulgado por haber promovido grandes alborotos contra él. Yo sentía un gran temor de que pereciesen del todo por su tristeza rústica, pues sabía que en algunos lugares ya habían comenzado a apostatar, al quedar abandonados por ambos obispos. Razón por la que temía que se agrandase la herida de mi corazón y tenía prisa por sanarla cuanto antes.
21. Llegamos allí por la tarde, y al día siguiente vimos a la gente congregada en la iglesia. Pero tan pronto como el venerable anciano comenzó a hablarles en púnico sobre el obispo Antonino, manifestaron con grandes gritos su voluntad, ya conocida, y al preguntarles en qué les había dañado aquel a quien oponían una resistencia tan obstinada, uno a uno comenzaron a exponer lo que habían sufrido de parte de él. Cuando se les mandó que constase en acta con las firmas propias, respondieron que temían que llegase a su conocimiento, e individualmente los persiguiese y los hiciese perecer. Y como se les obligó a que también consignaran esto, todos se retiraron de repente con gemidos airados, sin que quedase ni siquiera una sola monja, dejándonos a nosotros solos. ¿Quién podrá expresar cuánto nos turbó a todos el miedo de que en el juicio de Cristo se nos ate al cuello la perdición de todos éstos, más pesada que la muela asnal de que habla el Evangelio?2 Sólo pudimos reunirlos de nuevo con la promesa del anciano de que, al darles un obispo, no haría nada que ellos no quisiesen.
22. Al salir de la iglesia, después de la celebración de los divinos misterios, encontramos a dos habitantes de Fusala, enviados con un escrito, en el que decían que había llegado a ellos el rumor de que queríamos interrogarlos uno por uno, siendo así que su voluntad acerca del obispo que han de tener ya la habían manifestado tantas veces de forma clara y sin discrepancias, y que no habían de decir por separado cosa distinta a lo que todos juntos pudieron decir. Nos indicaban también que, si eso se hacía para que, al presentarle los nombres, su enemigo supiese a quiénes tenía que perseguir, debíamos saber que por dicho sistema se les entregaba a la muerte, y que en verdad ya debía bastar con haber dado muerte a sus almas al haberlos entregado a Antonino, y que no debíamos entregar también sus cuerpos para que recibiesen igualmente la muerte por obra suya. En el mismo escrito pusieron también que, si así nos parecía a nosotros, mandásemos abrir de nuevo la causa, devolviéndoles los documentos escritos que contra Antonino habían entregado en Hipona la Real y otras cosas que sería largo recordar. Como alguien pudiera decir que dicho escrito no contenía la voluntad del pueblo, sino que lo habían enviado uno o dos o en todo caso muy pocos, no pareció que hubiese que cambiar la decisión de ir allí.
23. Por ello, el anciano se dirigió a mediodía a Fusala con las personas convenientes. Yo y el obispo de allí quedamos en el mismo lugar. Mas al día siguiente, en que el anciano interrogaba al pueblo por tercera vez, nosotros nos dirigimos a cierto lugar por el que debía pasar de regreso y empleamos allí todo el día mientras él seguía en Fusala. Luego, volvieron hasta donde estábamos nosotros los obispos juntocon el santo anciano, llevando por escrito los gemidos y gritos de aquellas gentes desdichadas. Según ellos, pensaban que ni yo merecía perdón. Respecto a mí, gritaron también cosas que tenía que oír: que yo había sido el causante de su gran calamidad por haberles dado un hombre que ellos no habían pedido y que les había afligido con tantos males.
24. Después enviamos una carta al obispo Antonino, y él vino a nuestro encuentro en cierta localidad de Gilva, a la que una necesidad de la iglesia había obligado a ir al anciano. El se había apartado de nosotros, pero de modo que pudiese encontrarnos en el lugar en que se le indicase por carta. Cuando oyó allí, de boca de los mismos obispos que él había pedido como jueces entre los demás, lo que personalmente habían visto y oído y que todos, cada uno como podía, tratábamos de convencerle de que, si se consideraba obispo, no debía hacer otra cosa sino gobernar en paz las comunidades que le habían aceptado sin ningún escándalo ni perturbación de la Iglesia, él replicó que no quería tener ni siquiera ésas y que había tomado la determinación inequívoca de asentarse en cierto lugar muy secreto, separado de las turbas, apartado de la envidia y sirviendo a Dios. Y que, si lo queríamos, estaba dispuesto a probárnoslo incluso mediante testigos, a los que, según su relato, se lo había comunicado antes de vernos a nosotros. Como yo no quise otorgar fácil crédito a tan gran bien para su alma, le dije que, si sus pensamientos y palabras eran verídicos, no le doliese el ofrecerlo también como sacrificio de misericordia a nuestro Dios para construir su Iglesia, haciendo desaparecer el temor que él le producía, dejando constancia de tan decidida voluntad en las actas episcopales. Después de afirmar que él no diría absolutamente nada que quedase en las actas, le invitamos a que al menos lo dejase escrito de su puño y letra. Y cuando respondió que no lo haría, escuchó lo que debía: que no era verdadera su decisión de entregarse al servicio de Dios si le agradaba dejar en gran perturbación de recelo a la Iglesia de aquel al que iba a servir.
25. Cuando se vio acosado por las palabras de los obispos, a las que no podía responder, entonces, al fin, soltó de una vez lo que ocultaba en su corazón y dijo con un rostro y tono de voz de pánico que de ningún modo podían disuadirle de volver, de la manera que fuese, a la Iglesia de Fusala. Tras oír sus palabras, comencé a rogar al santo anciano que, según las actas de Tegulata, se consignase lo que dijo en las actas eclesiásticas para que pudiese ser enviado a la Sede Apostólica. El replicó: «Yo no digo nada para que quede en las actas», y, muy agitado, se levantó y se marchó; pero volvió al instante con el cuerpo y el alma sacudidos por una pasión turbulenta, anunciando que iría a la Sede Apostólica, como si nosotros fuéramos a mandar a alguna otra sede lo consignado respecto a él en las actas.
26. Quedaba, pues, el informar a la Sede Apostólica con una carta y con las actas. Procuramos que así se hiciese con la mayor prisa posible. He aquí cómo nos hemos convertido en una gran fábula para judíos, gentiles, herejes e incluso para toda clase de enemigos internos, ojalá sin causarles la muerte a ellos. Para algunos, liberados ya de la herejía y respirando al fin dentro de cierta luz de la verdad, hacemos odioso el nombre católico, si su debilidad no recibe, al menos, el consuelo de que no tengan como obispo al que con justo dolor claman que no pueden admitir.
27. Creí que debía escribir esto a tu excelencia, para que, si te pareciere que debes amonestarle, lo tengas en cuenta. A un necesitado como él, le será más útil que le otorgues un consejo para la vida eterna que una ayuda para la presente. En efecto, mucho más peligroso es necesitar aquella limosna por cuya carencia muere el corazón, aunque se salve la carne3. Desista de su deseo de dominar sobre los miembros de Cristo, recogidos con la sangre de otros. Desde que empezó a ser obispo allí, ni él ni los presbíteros o clérigos ni ninguno de los hombres bajo su gobierno sufrió daño o herida alguna de parte de los donatistas. Pero causa horror decir cuántos males han padecido allí los nuestros para hallar tal paz en dicho lugar. Tenga suficiente con las comunidades que Dios quiso que recibiera sin escándalo alguno, pues el gobernar con piedad y esmero, aunque sea sólo una, consigue un gran premio ante Dios. Pero no piensa en esto el que desea disfrutar de numerosas comunidades, aunque vaya acompañado de la blasfemia del nombre de Cristo y del gemido mortal de hombres desdichados, no buscando adquirir muchos para Dios, sino el jactarse de muchos. De lo contrario, no desearía con tanto esfuerzo hacer suyos a los que ve que ya son de Cristo.
28. Que oiga esto de tu boca, te lo ruego. No calles lo que el Señor te conceda decirle al hombre de cuya salud del alma deseo alegrarme. Tienes más edad que él y puedes mostrarle un decoroso afecto materno. Si vive para Dios, no teniéndole demasiado airado, no desprecia en ti los consejos de su madre. Sé que tú has resucitado con Cristo de modo que buscas las cosas de arriba, no las de la tierra4; no temas, pues, dar un consejo conforme a la fe a un obispo que busca las cosas de la tierra. Tú buscas a Dios en este siglo, él busca este siglo hasta en la Iglesia.
29. Si otro te lo contase, quizá no creerías que no dudó en comprar quintas a su nombre, no al de la Iglesia; él, un hombre que llegó al episcopado desde el monacato y que no tenía más que lo que llevaba puesto. Tal vez preguntes con qué las compró. ¡Lejos de mí afirmar que con lo sacado de las rapiñas que los de Fusala lamentan haber padecido, pues el fruto de las mismas era consumido al momento! Yo le había dado para su sustento y el de los que estaban con él un fundo, propiedad de la Iglesia de Hipona, ubicado en el mismo territorio de Fusala. El lo arrendó y así, con la renta de cinco años completos, obtuvo el dinero con que poder comprarlas ¿Cuándo llegaría a su fin mi carta si quisiera narrar la queja que contra él dirigió, en una apelación al emperador, el que lo vendió? ¿O si quisiera narrar el peligro en que puso su causa o el modo en que el defensor de la Iglesia de Fusala, ante quien deploró haber estado en arresto privado para que vendiese la propiedad a un precio muy bajo, apenas pudo escapar, gracias a nuestra intervención, al castigo de la condena pública? En efecto, ya había confesado que él lo había hecho por orden del obispo, si bien éste dijo que había dado la orden de que se le tuviese bajo aquel arresto no para presionarle a la venta, sino por otra culpa.
30. Compró también otra pequeña propiedad, igualmente a su nombre, pero ignoro con qué. Respecto a este caso, se dice también que a su asociado, con el que la compró a medias pro indiviso, lo trató de tal manera que, según consta en el escrito que llegó a nuestro tribunal, él se apoderó de todos los frutos y se llevó las tejas de la casa común. Llevó el hecho a nuestro tribunal, se demostró y mandamos que las restituyera. Nos presentó también una carta de su hermano, leída ante nuestro tribunal, en la que decía que el obispo le coaccionó para que vendiese su parte de la propiedad y que no le había pagado el precio debido. Mas como no se nos mostró si la carta era en verdad de su hermano, arreglamos el pleito entre los presentes, reservando para el ausente la iniciativa de la acción judicial.
31. Pero él dio esa propiedad a otro cuya casa derribó, llevando todos los materiales con que estaba construida para otra edificación suya. Yo mismo intercedía ante ese hombre para que no agravase más con su escrito y querella la suerte del obispo ante nuestro tribunal. De esta manera, con una discusión particular entre ellos se arregló el asunto, recibiendo dicho hombre no sólo su parte, sino la finca entera, en compensación por los daños recibidos. Y todavía dice a los habitantes de Fusala ese monje paupérrimo convertido en obispo: «Devolvedme la casa que levanté en vuestra localidad», casa que daba la impresión de edificar para la Iglesia, no para sí. ¡Y ojalá la hubiese construido con buenos medios y justas ofrendas, no a base de rapiñas!, pues casi nada parece haber en la construcción de aquella casa que no se indique que fue quitado de alguna otra ajena y no se muestre con el dedo de dónde.
32. Pero ésa es otra cuestión. Lo que quise lamentar ante tu sinceridad es que un joven, criado por nosotros en el monasterio, que, cuando le acogimos, no abandonó nada, ni lo distribuyó a los pobres, ni lo aportó a la comunidad, ahora se gloría de quintas y casa, como si fueran suyas. Y no sólo quiere hacer suyas estas cosas, sino hasta la misma grey de Cristo, mientras quiere ser del número de aquellos de los que dice el Apóstol que buscan sus intereses, no los de Jesucristo5. Cuán grande es esta herida de mi corazón véalo quien puede sanarla.
33. Te ruego por Cristo, y por su misericordia y juicio, que me ayudes en este asunto, en bien de él y de la Iglesia. Con este fin, quise tenerte informada, quizá con más palabras que modestia; no para que le odies, sino más bien para que mires por él veraz y espiritualmente, en la medida en que el Señor quiera concedértelo, no permitiéndole que se dañe a sí mismo. ¿A quién dañará más gravemente que a sí, si pretende perturbar y derribar a la Iglesia que debe desear adquirir para Cristo, no para sí? Creo que él ha de obedecer a tu santa benignidad y que no va a exhibir sus altanerías contra ti, si quien es fuente de misericordia escucha mis tan frecuentes y largos llantos por él.