Fecha: A partir del 419.
Tema: Datos autobiográficos.
Informe a Agustín, señor santo y para mí padre, digno de respeto y veneración eterna. Consencio.
1. Hace aproximadamente doce años compré los libros de las Confesiones y otros muchos, llevado más por el afán condenable de poseerlos que por el deseo santo y laudable de su enseñanza. Oprimido por una increíble estupidez, los he tenido en mi poder, incluso ahora, como precintados. Hace muy poco emprendí su lectura. En ellos encuentro algunas afirmaciones absolutas, cuyo desciframiento me causaba fatiga y dolor; y, al conocer, como si me las mostrase un cuadro, las muchas formas de mis pensamientos, comienzo a advertir que, también en el aprendizaje de las demás cosas que quiere conocer, no es el doctor el que me falta a mí, sino yo quien falta al doctor. En fin, para confesarlo llanamente en presencia del Señor, hace unos cuatro años, es decir, antes de que pensase en desear ver el rostro de tu santidad, había leído dos, tres hojas, no más, del libro primero de las Confesiones. Mas, como tu paternidad acostumbra a comparar las mentes de todos los hombres vanos a los ojos enfermos, herido por el molesto resplandor de tus frases, dado que no topé allí con nada suave o mórbido que curase las heridas de mis fanales, volví inmediatamente a las gratísimas tinieblas de mi ignorancia y evité no sólo ésos, sino también los demás libros, con mayor cautela que si de sangre de víbora se tratara.
2. Tenía sobre mí tedio tan grande y tan letal, que exceptuados los libros canónicos, cuya fama me los había hecho venerables, mi estómago enfermo sentía náuseas absolutamente ante todos los escritos de sus comentadores. Sólo Lactancio me solía agradar por su estilo, llano y elegante. No obstante, después de haberle leído una sola vez, le había dejado a un lado por mi ardiente amor a la desidia. Y, como mi alma se veía oprimida, cual si de una enfermedad letárgica se tratase; por el fastidio incalculable que me suponía la lectura, a lo largo de tantos años apenas ojeé, con suma pereza, una o dos veces las Escrituras canónicas. La desidia se había apoderado completamente de mí, en cuerpo y alma. Y si, como suele acontecer, surgía entre los siervos de Cristo, en presencia mía, alguna cuestión relativa a las cosas divinas, yo aparecía como uno de aquellos que pintó la palabra del Apóstol: alguien que quería ser docto en la ley1, pero sin entender ni lo que decía ni las cosas de que hablaba. Con todo, me esforzaba por defender con palabras vacías lo que a mí me parecía más acertado.
3. Por eso ocurrió que me sentí como movido contra el presbítero Leoncio, de santa memoria, no por amor a la doctrina, sino a la justicia natural; y combatí aguerridamente contra aquella cuestión que fue discutida en el tribunal de tu santidad. Me pareció que, al respecto, no opinaba rectamente; y, encendido al instante por el deseo de emularle, admirando la fama de tu santidad y angustiándome por el deseo de conocer la verdad, escribí aquellas cosas de las que muchas han sido condenadas y pocas alabadas. Y, sin embargo, creo que aconteció por decisión de Dios el que yo escribiese o lo hiciese de un modo reprensible.
4. Porque entonces me impulsó a escribir el pensamiento de que, puesta ante mis ojos la soledad de las islas Baleares, en las que es rarísimo encontrar, no digo ya una persona docta, sino ni siquiera un fiel cristiano; no llevado por el amor al saber, que, conociendo que era algo muy molesto, lo rechazaba de forma absoluta, sino a la fe católica, cuya ignorancia es mortífera; el pensamiento, repito, de desear alcanzar la simple ciencia de la verdad sin el mínimo esfuerzo de leer o el trabajo de seleccionar. Si, tal vez, eso hubiera sido posible, si personalmente hubiese oído o hallado a quienes hubiesen oído algo sobre las cuestiones respecto a las cuales mis dudas eran mayores, quizá hubiese aceptado también una pequeña fatiga de leer, en el caso de que alguien me hubiese proporcionado los libros que deshiciesen con exactitud los nudos que particularmente ataban mi pensamiento. En efecto, rehusaba aceptar la cierta fatiga de la investigación ante la incierta esperanza de hallar.
5. Como, tras dejar de lado totalmente los escritos de los sabios, mi ánimo se agitaba con tan arduas cuestiones e, incluso ahora, es imposible hallar a alguien en las islas no voy a decir que enseñe grandes cosas y aclare las oscuras, sino que al menos entienda las pequeñas y contemple las claras, mi alma se vio corrompida por una enfermedad tan maligna y pestilente, que del excesivo miedo a leer nació la excesiva audacia para escribir. Así aconteció que, en mi desafortunada decisión, escribí dos volúmenes dignos de risa, antes de ponerme a investigar los numerosos y admirables de otros muchos autores. Me pareció oportuno sacar a la luz todos mis pensamientos en una obra escrita como en dos volúmenes, a fin de que la dementísima pugna de mi corazón, contenida por la ocupación de escribir, compareciese ante las miradas de los demás y se aquietase con la clemencia de tu doctrina. Esto no podía conseguirlo por otro medio que escribiendo.
6. Confieso que, si hubiese creído poder gozar de algún modo de la presencia corporal, de tu paternidad con estos ojos de la carne, nunca me hubiese fatigado en escribir tales bagatelas. Mas, como había venido a estas islas con la intención o deseo de pasar aquí mi vida entera en el ocio y la pereza, de forma un tanto desprovista de gloria (también ahora lo deseo sin descanso), no podía mostrarte a ti, como médico, la debilidad íntima originada por mis fiebres si no te mandaba por carta el favor de las palabras. Porque, si en aquellos escritos míos no se hubiese hallado absolutamente nada que agradase o desagradase, la vergüenza no me hubiese permitido en absoluto acercarme a tu rostro. Soy de naturaleza tan débil y tan tímida, que, si se puede creer, me ruborizo más con las alabanzas que con los reproches.
7. Así, por voluntad y disposición de Cristo, sucedió que tu paternidad me envió una carta de estilo tan admirablemente templado y por tales portadores. Porque si mis señores, que te veneran y respetan, los diáconos Maximiano y Caprario, no me hubiesen punzado con los aguijones de la caridad, mi pereza, aunque atraída por los piadosos y dulcísimos consejos de tus escritos, nunca hubiese antepuesto, ni por un breve espacio de tiempo, a los encendidos amores de la holganza el tibio deseo de aprender. Pues si aquel adolescente de la comedia de Terencio, que se indignaba contra la meretriz que había rechazado a su amante y, ofendido, no era capaz de separarse ni por el más mínimo espacio de tiempo de su amada, ni siquiera cubierto de injurias, hasta creer que hacía algo memorable, ejercicio supremo de virtud, si carecía por sólo tres días de la prostituta a la que había ofendido, ¡cuánto menos yo, en cuya médula arde el fuego, quizá mayor, de mi ocio, que nunca me ha ofendido, sino que siempre me ha invitado al placer de una soledad programada, hubiera querido carecer de él unos pocos días, a no ser que aquel Señor y auriga que gobierna el carro2 de las diez mil dañase la boca de mi mente con un bocado oculto, como ya he dicho!
8. Llegué, pues, hasta ti; más aún, cuando me resistía, fui conducido mediante el bocado que me puso el Señor3. Con muchos coloquios, desnudaste mi mente; con abundantes discusiones, sometiste a tratamiento las heridas ocultas de mi corazón. Viste mi alma llena de ilusiones y quisiste sajar las fantasías de mis presunciones, como si fueran piogenias, aplicando, en cuanto dependía de ti, el afiladísimo bisturí del razonamiento, el cauterio candente de la información y el fomento suavísimo de la exhortación. Mientras tú me forzabas al deseo de leer, preguntándome repetidamente si había leído los libros que me habías entregado, igual que los médicos fuerzan a los pacientes a tomar el alimento, aunque no tengan gana, por vergüenza me vi impulsado a gustar algunos, pocos, contenidos de tus cartas.
9. Ya había comenzado a desagradarme esa mi inapetencia inútil, cuando, de forma repentina, aconteció que me sentí atado por un excesivo afecto del alma a cierto varón santo y venerable. Vinculado a él por la amistad, examinaba con mi mente todos sus movimientos; de esta manera advertí en él mi mismo vicio y lo amé con más vehemencia aún. Yo me felicitaba porque había topado con alguien de suma autoridad y méritos, rival mío, que suspiraba por los mismos anhelos de holganza que yo; pero mi conciencia me lisonjeaba con vanas alegrías: hallaba mi gozo en comparar mi árbol malo con aquel otro fructífero, porque había hallado en él algo parecido a mi esterilidad. Pues me gloriaba únicamente en la semejanza de las hojas, sin advertir cuántos frutos de virtudes hacían que aquel árbol estuviese curvado. Irguiéndome hacia aquel varón con todas las fuerzas de mi enfermedad4, rehusaba todos los medicamentos que me ordenabas tú y rechazaba todas las pócimas que me recetabas. Lo que, con diferencia, me parecía más suave, más condimentado con una dulzura seductora, era oír siempre que la boca del santísimo amigo alababa mi deseo y que las palabras de aquel venerable varón repetían lo que la execración de mi corazón revolvía.
10. Irritábamos recíprocamente nuestra picazón con tales palabras, llegando hasta afirmar que nada hay más inútil ni más peligroso que el afán por saber, y hasta preguntar qué hay tan inservible como el hecho de que tan gran ambición de vanagloria solicite a un cristiano hasta el punto de que, corrompido por los vicios de los fariseos, desee lleno de jactancia que los hombres le llamen rabí5; y, quizá careciendo él mismo de la luz de la inteligencia, intente, no obstante, atraer hacia sí a todos6; los cuales, sin duda alguna, han de caer en la fosa, puesto que la Escritura denuncia que hay cosas muy profundas que en ningún modo se deben investigar y que la serpiente morderá al que explora los matorrales7.
11. ¿Qué hay más peligroso que el hecho de que un hombre, pudiendo llegar a la vida sin tantos rodeos de saberes inútiles, estimulado por los aguijones rabiosos de una curiosidad ilícita, se desvíe por un camino largo y escabroso, del que nadie todavía ha escapado sin heridas? ¿Qué otra cosa logró Orígenes, el mayor de todos los comentaristas, con el esfuerzo de su infatigable trabajo, sino que, con el vicio de investigación tan prolongada, se olvidase de la salvación que aporta la palabra que está cercana y habita en nuestro corazón y en nuestra boca8, y que le aconteciese a él lo que a los conocedores de la gracia, quienes tanto más lejos se apartaron de ella cuanto mayor fue el ardor y la fatiga con que persiguieron la sabiduría? Si el deseo de saber no le hubiese impulsado a escrutar las cosas que no debía, en las que sucumbió, hubiera podido merecer la gloria del martirio. Pero, como había caído en la fosa del saber sin criterio, en su excesivo andar tras un saber y otro9, necesariamente le aconteció que, siendo un anciano doctísimo, rehusó el premio del martirio, que había deseado de niño indocto. Así pues, ¿qué doctor de la ley más vigoroso, más competente, más atento, más sabio, más cauto que Orígenes se entregará al afán de saber, o quién, como si la vana curiosidad hallase mediante un fatigoso examen, huirá sabiamente de la muerte, en que incurrió Orígenes, por falta de sabiduría?
12. Recordemos por orden a los demás comentaristas, aunque sean grandes, aunque se trate de católicos. Es difícil no descubrir algunas manchas de error en su cuerpo, por hermoso que sea. Pues, aunque dijéramos que al obispo Agustín no se le puede poner reproche alguno en lo que ha escrito, ignoramos cómo ha de juzgar sus obras la posteridad. Además, nadie acusó a ningún autor de herejía perversa, ni siquiera a Orígenes, mientras se hallaba en vida, pues no hay duda de que él fue condenado después de doscientos o más años. Nuestra desidia nos estrechaba a sí misma con tales argumentos; con el fuego de nuestro amor a ella producía los fomentos de tales palabras.
13. Entre tanto, y sin duda de mala gana, yo leía los escritos recibidos. Como el adolescente de la comedia antes mencionado, abrazaba en el corazón a mi amada; habiendo perdido la cabeza, seguía el camino de la lectura que había emprendido, en un tira y afloja. Y como transitaba por los campos repletos de frutos del santo padre, y mi ánimo demente aparecía ciego ante la variada cosecha de tu saber, sólo deseaba el ardor de mi desidia, hasta que, herido de nuevo por la gran fuerza de mi amor a ella, dirigí hacia mi dejadez unos pasos ligeros y, a punto ya de abrazar más fuertemente la vida en el ocio, tanto me apresuré, como volando, que había pensado buscarla incluso en Oriente, aceptando hasta la fatiga de un largo viaje. A ello me había convencido aquel mi amantísimo rival; pero sintiendo que la poderosa mano del Señor ponía resistencia a nuestros intentos, de no sé qué modo me vi apartado del camino emprendido y regresé a casa, reteniendo en mi alma e intención el leer, sin mayor fatiga, únicamente los libros canónicos y renunciar a escribir hasta cartas familiares, si me fuera posible. Propósito que cumplí plenamente por no mucho tiempo; leí el canon, sin que el amor que cultivaba a la desidia sufriese merma. Pero así como ayuda mucho el vernos separados por algún tiempo de lo que amamos para apetecerlo después con más ardor, renovadas las fuerzas del deseo, así también yo mezclaba el placer del ocio con el afán por una lectura muy breve y ocasional. Por ese mismo tiempo y por orden del Señor, acaecieron entre nosotros algunos hechos maravillosos. El bienaventurado prelado, el obispo Severo, hermano de tu paternidad, y los demás que los presenciaron me los contaron. Entonces él irrumpió sobre mi propósito con todas las fuerzas de la caridad y, para escribir él mismo la carta que contenía el relato ordenado de los hechos, me prestó las palabras solamente. A partir de ese momento, se hizo mayor la transgresión de la norma10 que yo mismo me había impuesto; y, debido a la lectura reciente, aunque lenta y tibia, de los libros canónicos, que debía ayudar la lentitud de mi memoria, vi con agrado que debía suministrar a nuestro guía algunas armas para la lucha contra los judíos, que nos acosaban; pero con la condición de dejar totalmente en silencio el nombre de quien le ayudaba.
14. Mientras yo dictaba estas cosas y pensaba en manifestarte a: ti todos los caminos torcidos de mi voluntad, el alternarse de mis pensamientos, la incursión de los pecadores, el resultado de cada aventura, la ordenación de mi vida, la desidia por la lectura y la temeridad de los escritores, el portador de ésta dislocó todos mis planes, al insistir machaconamente en que acabase de una vez. Por eso, cortando con un silencio obligado el larguísimo hilo de mi discurso, lo ato todo con los nudos de unas breves ideas, indicando que he querido declarar la guerra a mi desidia; pero que, al tomar las armas temerarias contra esta languidísima señora, sólo he conseguido que yo, aquel Hércules enervado, quedase más torpe y duramente sometido a mi Onfala. En fin, como acariciada mi cabeza con una sandalia, me he rendido a sus golpes halagüeños para servirla como siervo contumaz, con tanta más miseria y deshonra cuanto más postra el miedo a los vencidos ante los vencedores soberbios.
15. Mi loca costumbre me ha impulsado a escribir no sé cuántas cosas. De haber sido posible, hubiese querido que todas hubiesen llegado a tu paternidad para que las examinases .Pero ahora, dejando conmigo todo lo demás, te he enviado doce capítulos de la obra Contra los judíos y sólo una carta que hace poco envié a tu beatísimo hermano. El obispo Patroclo. Cuando tu venerable paternidad conozca las ideas y palabras que contiene, alarga a tu pequeñuelo, incapaz de seguir los pasos del padre, la piadosísima derecha de tu benignidad y favor y dígnate llevar sobre los hombros robustísimos de tus oraciones mi débil infancia, para que no decaiga del todo. Si se me hubiese presentado la ocasión de un portador tal que pudiese merecer alguna confianza para que dialogase y discutiese esto contigo, hubiese querido, ante todo, enviarte también, aunque no lo he concluido, lo que me atrevo a escribir contra las cuestiones propuestas por Pelagio.
16. El año pasado nos llegó una carta de Zósimo, de feliz memoria, obispo de la ciudad de Roma. En ella, refutadas las cuestiones propuestas por Pelagio y Celestio, descubre, para que lo evitemos, su veneno mortífero. Tras leerla, aunque me hallo impedido por muchas angustias seculares, pero puesto en llamas por mi habitual furor por escribir, mi esfuerzo se centra en escribir ya el cuarto libro; sin embargo, me mantengo fiel a la norma de la dejadez, pues tengo en casa o sellado casi todo lo que he escrito contra Pelagio. Hallé además un argumento fortísimo en el que mi desidia encuentra un fuerte apoyo, para convencerme de algo extremadamente absurdo: que no debo leer todo aquello antes de haber escrito yo algo. De ese modo, por un juicio equivocado, tengo un miedo increíble a que tal vez otros dirijan el tortuoso ímpetu de mi mente. Pero, si podemos creer a los escritores como a padres que abrazan con suma ternura a lo que han engendrado, aunque se trate de algo fuera de lugar y deforme, me parece que voy a engendrar un Aquiles cuando a los demás les ofrezco un Tesites. Acuérdate de mí. ¡Que tu vida florezca siempre en Cristo, señor santo y padre beatísimo!