Fecha: Año 419
Tema: Desenmascaramiento de los priscilianistas.
Informe a mi señor, el santo padre Agustín. Consencio.
1. Mi beatísimo señor, hermano de tu santidad, el obispo Patroclo, me forzó con la violencia de la caridad a escribir algo, aunque fuese inepto o absurdo, contra los priscilianistas, que ya devastaban también las Galias. Para no molestar a tu santidad con el tedio, quizá mayor, de su lectura, había pensado retener en mi poder lo escrito. Pero aconteció que inesperadamente llegó cierto siervo de Cristo, de nombre Frontón, a quien el Espíritu Santo había inspirado ardientes llamas de celo por la fe. Al preguntarle yo cómo había cumplido lo que le había encargado, me contó muchas cosas no sólo gozosas, sino hasta de auténtica admiración. El año anterior le había encomendado que, sirviéndose de un ardid sumamente inocente, emprendiese una guerra contra los priscilianistas, que tanto pululaban en España, que parece que sólo ellos no han notado la presencia de los bárbaros. También le había adoctrinado e instruido sobre el modo como debía abordar a ciertas personas, enviándole los libros que hace poco me vi obligado a escribir por mandato del mencionado señor mío, hermano tuyo, y de modo especial el libro tercero, que escribí después de conocer todo con mayor exactitud. En un breve prefacio indico por qué motivo lo hice bajo el pseudónimo de un hereje. Así pues, muy oportunamente, mientras los vientos adversos retenían aquí al hermano Leonas, vino acá mi venerable hermano Frontón, que me contó muchísimas cosas, de las que te narraré unas pocas para informarte.
2. El me dijo: «En la ciudad de Tarragona, en la que había construido un monasterio, recibí el paquete sellado que me enviaste, siendo portador el obispo Agapio. Dentro hallé la carta, los informes y los libros que me habías mandado. Después de familiarizarme con el plan entero y las instrucciones, me trasladé a casa de Severa, la hereje cuyo nombre me habías dado sin tapujos; la abordé y le pregunté los nombres de los herejes, sirviéndome del artilugio que brinda el texto de aquel prefacio tuyo. Entre otras cosas, ella me dijo que cierto presbítero, de nombre Severo, que destaca por sus riquezas, poder y formación literaria, una de las cabezas de esta doctrina, había hecho caer en vano sobre su difunta madre la ofensa de su delación. En efecto, cuando el año anterior, creyendo que los bárbaros se habían retirado más lejos, el mismo Severo deseaba ver, tras el fallecimiento de su madre, la localidad en que ella habitaba, nuestro Señor Jesucristo, escrutador de todo lo oculto y dispensador de todo lo que acontece, quiso que los bárbaros capturasen su equipaje para que se descubriese tan gran desvergüenza. Tras apoderarse de todo, los bárbaros, que creyeron que los tres códices abominables que contenían toda clase de sacrilegios eran buenos y que tal vez los compraría alguien, lo llevaron a la ciudad vecina, de nombre Lérida; pero, cuando supieron que eran execrables, los entregaron a Sagicio, obispo de la ciudad. El les dio a todos una ojeada. Habiendo mostrado ser malo a los ojos de Dios, surgió la ocasión que le delató tal a los ojos de los hombres. Como en su demencia le habían agradado los dulces venenos y ya no podía cubrir con el disimulo una realidad manifiesta a todos, arrancó dolosamente cuadernos de aquellos libros que contenían la torpe y sacrílega ciencia de los cánticos mágicos. Después de corregirlo personalmente todo, lo envió en un único códice, del que había eliminado cuanto parecía sumamente pernicioso, a Ticiano, obispo de la provincia tarraconense, es decir, al obispo metropolitano, con una carta. En ella confesaba que los enemigos habían cogido tres códices del equipaje del presbítero Severo y se los habían entregado a él; que, entre ellos, aquél le desagradaba de modo particular, mientras que los otros los había guardado en el archivo de la Iglesia.
3. El obispo Ticiano entregó al obispo Siagrio de Huesca el códice recibido, puesto que en su iglesia Severo había tomado el falso nombre de un presbítero; y le exhortó a que probase con un cauto examen la fe de su presbítero. Pero el obispo Siagrio, varón ciertamente sano y católico, pero excesivamente crédulo e imprudentemente benigno, creyó a Severo, que ocultaba su sacrilegio con fábulas, mentiras y perjurios; llegó incluso a persuadir a los demás que Severo, juzgando que aquellos códices que había recibido de su madre no eran dañinos, los había querido llevar consigo a su localidad para leerlos y examinarlos allí con ánimo despreocupado. Como todos creyeron esto, aquella mujercilla que me descubría a mí los secretos de sus maldades, como si también yo fuese hereje, delató también al presbítero Severo, afirmando que había adquirido del obispo Sagicio, mediante compra, aquellos códices que había fingido que eran de su madre y que ya estaban dolosamente intervenidos.
4. Después que conocí todo y me confirmé en ello, sirviéndome de toda clase de indicios, señales, pruebas y testigos, llevé el asunto a la severidad del examen eclesiástico. Acusé en primer lugar a Severa, delatora de todos, y luego al presbítero Severo. Severa, confundida al comienzo por la novedad de algo que no esperaba, no se atrevió a negar lo que recordaba que me había dicho. Pero después, como Severo se apoyaba en su lucha contra mí en el poder del comes Asterio, varón ilustre y eminente, deudo suyo, logró que también la mencionada mujer recurriese a toda prisa al auxilio de su sobrina, hija del mismo comes Asterio, señora poderosísima, y que, recibida en su pretorio, cercado por numerosas patrullas de soldados allí presentes para su defensa, negase todas sus confesiones a base de perjurios.
5. Sobreseído todo, cuando Severo y sus fautores advirtieron que yo, un hombre a la vez vil por la bajeza de mi persona y mendigo por la escasez de fortuna, desprovisto en absoluto de toda prueba contra la fuerza de tan gran facción, no hacía sino ladrar con solas palabras, pretendieron que, por miedo a una muerte proyectada, retirase la acusación contra él, diciéndome: «Considera el peligro que pende sobre ti si el presbítero demuestra su inocencia». Yo le respondí al instante: «¿Qué otra cosa queréis vosotros sino que sea expulsado como pagano de la Iglesia entera por todo el tiempo de mi vida, si no logro probar lo que pretendo?» Entonces los herejes, alborotados, replicaron: «Estáis viendo, ¡oh sacerdotes santos y venerables, y vosotras gentes de toda edad y sexo!, que ha aparecido un hombre, pobre de hacienda, rico en mentiras, armado de audacia, privado de inocencia. ¡Estad precavidos, no sea que se otorgue un ejemplo peligroso a todos los calumniadores! Si una laxitud temeraria no diese un escarmiento en esta única persona que no temió manchar con la deshonra de un falso pecado a varón tan santo y tan noble que hiciese temblar a los demás, la impunidad de éste encenderá necesariamente a todos los delatores falsos, a porfía contra cada uno de vosotros».
6. Cuando el pueblo de Tarragona, azuzado contra mí por los gritos de los herejes, comenzó a ensañarse conmigo con gigantescas sediciones que buscaban mi perdición, yo exclamaba: «¿Os bastará con lapidarme en el caso de que se probase que mi acusación carece de fundamento y que la fe de Severo es recta?» «Nos bastará -replicaron-; pero esta condición ha de ser confirmada con un acta». Se actuó así para que, hechas públicas las declaraciones, legásemos a las actas eclesiásticas yo el riesgo de perder mi sangre y Severo su honor. Allí, él, mencionando todo cuanto hay de sagrado, declaró que no había recibido, ni tenido en sus manos, ni visto, los códices de su madre, después que se los habían arrebatado los bárbaros.
7. El acto siguiente fue enviar una carta a los obispos de Lérida y de Huesca, para que Sagicio se dignase llevar al instante los dos códices que habían retenido consigo, según había afirmado antes en la carta enviada al obispo metropolitano Ticiano; y Siagrio el que había recibido del mismo Ticiano, porque así lo exigía la causa. Pero, al mismo tiempo, Severo, tramando simuladamente una mentira, envió una carta a su deudo el ilustre varón y comes Asterio y a todos los demás amigos y familiares, varones muy poderosos. En ella se inventó que yo, sicofanta injurioso y doloso hasta el extremo, había acusado de delitos intolerables al mismo comes y a su casa e hija, y los había cubierto de injurias y acusado de violencias. Al instante llegó a Tarragona el ilustre varón, el comes Asterio, al que se le confió el cuidado de tan gran ejército y el mando de tan gran guerra, y con él una multitud de tantos varones poderosísimos, bramando contra mí, una pulga muerta. Pero todo le aconteció al revés a Severo, de modo muy distinto a como pensaba.
8. En efecto, aunque la verdad, que estaba evidentísima de mi parte, se viese ahogada por el favor hacia él de todos, incluidos los sacerdotes, la fuerza de nuestro Señor Jesucristo asistió a mi gran debilidad, hasta el punto de que incluso el mismo comes, aunque inocente, aunque católico, se sintió lleno de terror. Como al llegar a Tarragona se dio cuenta de que yo era víctima de una acusación afrentosa de parte de su pariente, de su hija y de todos sus amigos y siervos, dado que es hombre justo que teme al Señor y que no da fácil crédito a tales cosas, no quiso vindicar, sin más y de forma cruel, de modo particular las injurias a Severo o a los suyos; y ordenó que yo, de quien sabía que era pobre, pero cristiano, fuese conducido sin molestias a su pretorio. Armado con la confianza que me daba el auxilio de nuestro Señor Jesucristo, le respondí que no podía ir a su casa, pues sabía que estaba llena de un rebaño de herejes, para no incurrir quizá en las asechanzas de los enemigos, que me amenazaban públicamente con la muerte. Sin embargo, si había algo en la causa o en las palabras que no se pudiese confiar ni a mensajeros ni a una carta, yo mismo debería ir a la iglesia, si él lo mandaba, para conocer allí de qué se trataba.
9. Sin demora alguna, ya al amanecer, fue a la iglesia y luego se dirigió a la sala de reuniones en que se hallaban los obispos para presentar él también, con los demás, las quejas contra mí. Lo primero que hicieron todos fue hablar por largo tiempo con los obispos Ticiano y Agapio, y conquistar también su poderoso favor contra mí, afirmando que yo era un delator doloso y falso en extremo, que había engañado con gran astucia a una mujercilla desprevenida y sencilla y que la había forzado a inventar una fábula falsa contra el presbítero, y que ahora, por esa ligera niebla de sospecha que desmentía la misma persona que, según se afirmaba, lo había delatado, yo acusaba a toda la casa de los ilustres varones, que cubrí de injurias al comes y que había infamado a su hija.
10. Con estas palabras y otras parecidas suscitaron contra mí un odio tan grande en todos, que no sólo el pueblo, sino también los sacerdotes me amenazaban con un suplicio mortal. Se me mandó ir de allí a la sala de reuniones, solo, para que me reprendiesen los obispos, me confundiesen los clérigos, me injuriasen los herejes, me arguyese el comes, me escupiesen los soldados y el pueblo me lapidase. Nada más llegar allí me hizo temblar el obispo Agapio con el terror de palabras como éstas: «¿Dónde están, dijo, la carta de Consencio y no sé qué informes que hallaste en la bolsa que yo mismo te llevé?» A ellas respondí que las llevaba siempre conmigo. A lo que él replicó: «Entrégalos al momento todos y devuélvemelos, a no ser que prefieras incurrir en la sentencia de condenación que se acaba de emitir». Como respuesta a tales palabras, riéndome confiadamente de todas sus absurdísimas amenazas, yo trataba de averiguar por qué motivo mandaba que le entregase todo. Entonces él me dijo: «Para leerlo todo y saber qué es lo que te impulsó de repente a perseguir a hombres inocentísimos» Yo le repliqué: «Tú afirmas que me lo entregaste todo; ¿es posible que ignores lo que llevabas?» Entonces dijo él: «Consencio me lo entregó todo sellado para que te lo llevase a ti. ¿Era acaso lícito que una desleal curiosidad me impulsase a romper el sello?» A lo que yo repliqué: «¿Por qué, entonces, deseas conocer ahora con tanto empeño lo que quiso que ignorases el que te envió? Pues, si te había elegido a ti como portador idóneo, no debió entregarte a ti sellado lo que justamente ahora te afanas en buscar. ¿Por qué, pues, me imputas el que yo ahora tema descubrírtelo ti, de cuya fidelidad nos da un extraordinario testimonio aquel que lo envió cerrado a través de ti?»
11. Dicho esto, el obispo se sintió estimulado contra mí por un ánimo tan cruel, que se levantó de su cátedra lleno de furor y, en presencia de todos, quería darme muerte con sus propias manos. Pero ¿quién osará creerlo? Por el poder de Jesucristo el Señor, se apaciguó, sujetándolo también el comes y dominando su locura. Pero el mismo comes trataba de averiguar con prudencia y moderación por qué motivo atacaba yo a su casa y a su pariente el presbítero con ciertas manifestaciones de odio. A lo que yo le respondí: «¿Consideras odio, ¡oh varón noble e ilustre!, el que desee limpiar tu casa porque intento librar del peligro de la muerte eterna a aquellos a los que la víbora de Severo inoculó el veneno mortal inyectándoles la triaca de una clementísima severidad?». El comes, mirando modestamente a tierra y sujetada la cabeza con la mano, en silencio, no sólo con paciencia, sino también con agrado, me oyó a mí, que seguía diciendo esas cosas y otras semejantes, y al fin me respondió que, si era verdad tal afirmación, tenía que recompensarme por tan gran beneficio. Entonces yo le repliqué: «Que Severo y los demás demuestren que yo he proferido, aunque haya sido de paso, alguna palabra que suponga una infamia para ti; y, sin embargo, si no te hubieras apoyado en el testimonio más que garantizado de la verdadera fe, el terror a tu poder nunca hubiera cerrado la boca libre de Frontón». Entonces dijo el comes: «Tedoy las gracias porque te dignas dar testimonio de mi fe. Es indudable que la fe de Severo y de los demás, aunque unidos a mí por ciertos lazos de consanguinidad, no puede ser obstáculo a mi fe».
12. Tras estas palabras, se levantó el comes e interrumpiendo todo se dirigió a su pretorio. Contempló con tan gran admiración la confianza que me inspiraba el Señor que -cosa que nadie podía creer- me trasmitió al instante órdenes como éstas: «Perdona, por favor -dijo-, siervo de Cristo, si en algo te he herido tal vez, y sígueme con la fuerza de tus oraciones a mí que, como ves, me dirijo a la guerra». Pero Severo y los demás, confundidos por la inesperada equidad del comes, descansaron un poco aquel día. Mas, después de unas pocas fechas, incitaron a todos a que me odiasen tanto, que casi no podía hallar nadie en aquella ciudad, de tan piadosa mente y tan santo propósito, que no me juzgase digno de muerte; así mi alma, quebrantada por la desesperación, ya no esperaba nada positivo, ni suspiraba por nada que no fuese sin vigor ni espíritu. El Señor, que no desdeña los corazones contritos y humillados1, cuanto presintió que era mayor el afán con que me atacaban los hombres, tanto más manifestó el mayor auxilio de su gracia hacia mí. En efecto, cierto siervo poderosísimo, a cuyo arbitrio se gobernaba no sólo toda su servidumbre, sino también la hija del mencionado comes, del que había sido ayo, muy robusto de cuerpo, muy feroz de alma, muy insolente por su poder, el cual con frecuencia me había tendido asechanzas sin resultado a mí, que, mirando por mi vida, no me separaba de la iglesia, mereció experimentar la clarísima venganza de mi defensor.
13. Armado, irrumpió de pronto, rodeado de un tropel de sediciosos, y apuntando con la mano hacia mí, dijo: «Entregadme ese perro; yo acallaré su ladrido de una vez, con la muerte que merece» Entonces el pueblo, e incluso los mismos que me amenazaban tumultuosamente con la lapidación, con sus clamores piadosos expulsaron de la iglesia al sanguinario furioso. El mismo día marchó a su casa de campo y banqueteó alegremente; pero mi vengador le hirió a la mañana con el dolor de una herida tan mortífera, que ni siquiera pudo ser trasladado a la ciudad sino a los siete días, ya muerto. Ante este hecho, los fieles, aterrados por la clarísima significación del mismo, cesaron por un breve espacio de tiempo de atacarme; en cambio, los enemigos y toda la casa del comes se sintieron provocados a una mayor violencia en su odio y, como si fuera un homicida, que hubiese dado muerte a un hombre con funestas maldiciones, reclamaban el suplicio para mí. No faltaron, sin embargo, unas pocas personas, carentes de fe, que dijesen que aquello había acontecido por casualidad.
14. Mientras esto sucedía en Tarragona, en Lérida, por carta del obispo Ticiano, se obligaba al obispo Sagicio a que restituyese, más aún, a que mostrase los códices que había afirmado que tenía consigo. De este modo, por una admirable combinación, ocurrió que, cuando Severo envió rápidamente una carta, sin duda oculta, en la que le informaba de lo que había acontecido, el portador se dirigió primero, con toda rapidez, a la localidad de Severo, que estaba algo más distante, para forzar a cierto monje de nombre Ursicio, amigo de Severo, a sacar de la casa de éste los códices que pedía Sagicio y llevárselos ocultamente a él. Pero Sagicio, que recordó que, tras haber recibido regalos ocultos de Severo, le había devuelto los códices, y que, abrasado por el fuego interior de la mala conciencia, y estupefacto por no haber recibido ninguna carta de Severo al respecto, creyó que Siagrio, el obispo de Huesca, del que sabía igualmente que había entregado su códice a Severo, había realizado tal acción por una conciencia semejante de codicia, le escribe una carta oculta. En ella le dice que no duda lo más mínimo que también él es forzado con una carta semejante del obispo metropolitano a devolver el único códice. Por lo cual, como había enviado por medio del diácono Paulino los dos códices que había tenido consigo no hacía mucho al mismo Siagrio, a quien se había delegado el examen de su presbítero, y, ya que Paulino, al no conseguir encontrar al obispo Siagrio en su localidad, los entregó a Severo, él suplicaba ahora encarecidamente que, puesto que ese hecho era desconocido a casi todos, para que no surgiese quizá la sospecha, se dignase abrir los archivos de su presbítero Severo y llevar consigo, ocultamente, los códices extraídos, para poder afirmar en el juicio que en ningún modo había entregado los códices a Severo.
15. Mientras se lleva esta carta a Siagrio, obispo de Huesca, Ursicio, el doméstico de Severo, pasó ocultamente los libros a Sagicio. Cuando los recibió, Sagicio se vio inundado de tanta alegría cuanta tristeza le embargaba poco antes, y, dispuesto intencionalmente al perjurio, se dirigió al instante a Tarragona. Siagrio, por su parte, cuando recibió la carta convocatoria del obispo Ticiano y la oculta de Sagicio, viendo que él, que con imprudente simplicidad había devuelto a su presbítero el códice recibido, se hallaba envuelto en la máxima sospecha de culpa, atormentado durante algún tiempo por la ansiedad, había establecido desentenderse por algún espacio de tiempo de aquello; así, reteniendo también él la fórmula de mentira recibida, liberaba al presbítero Severo y a su colega en el episcopado, Sagicio, de los lazos de sospecha tan enorme. Aquella misma noche, amedrentado de repente por una visión de nuestro Señor Jesucristo, se vio a sí mismo sentado y envuelto en tristeza ante el tribunal del temible juez: había sido condenado por tan gran crimen de conciencia. Temblando se levantó al momento y se vio afectado por tan gran consternación de ánimo, que no sólo publicó la carta de Sagicio y obligó a Ursicio, aquel monje de Severo que había sido el portador de los códices, a confesarlo todo en las actas eclesiásticas, sino que también, emprendiendo a pie un viaje muy largo, difícil y peligroso, siguió a Sagicio, que se dirigía a Tarragona.
16. Pero Sagicio, que por una maravillosa disposición del Señor le había precedido mucho antes, cuando se sentó en el tribunal con los obispos, dijo: «He aquí, ¡oh beatísimos hermanos!, los códices que vuestra santidad había ordenado que se mostrasen». A estas palabras, yo, que como antes he dicho, conocía sus secretos por habérmelos revelado aquella hereje, Severa, comencé a contar que, sin duda, Sagicio había recibido ocultamente poco antes los códices que había vendido hacía poco a Severo; que yo sabía los regalos que había recibido y cuándo y por quién había vendido a Severo esas armas impías para perdición de las almas de muchos. Entonces Sagicio, ciertamente capacitado en derecho e instruido en las artes liberales, se levantó bramando reciamente contra mí y pidió que, si no demostraba al instante la acusación, pereciese lapidado. En presencia de todo el pueblo y poniendo por testigos a los evangelios y a todos los misterios sagrados, él perjuró, no una vez, sino muchas, afirmando que los códices que Severo ni siquiera había visto habían permanecido guardados en los archivos de la iglesia. Severo, a su vez, se unió a él con semejantes perjurios. Para colmo, todos los que yo presentaba como testigos o delatores proferían la misma mentira y gritaban concordemente que yo era un rival sacrílego de los venerables sacerdotes.
17. En primer lugar, la misma Severa, negando toda su delación, me acusaba perjurando que yo era el instigador de una mentira inaudita. Ante esto, viendo que el intolerable fragor de todo el pueblo me amenazaba con un suplicio inminente, pedí -remedio que sólo encuentra una mente consternada y confusa- que se difiriese el juicio hasta el día siguiente. Con toda confianza, me prometía que Cristo, el autor de la verdad que no admite corrupción alguna, descubriendo los perjurios de Sagicio, de Severo y de todos, los propagaría al día siguiente del modo que él quisiere. También a los herejes les pareció humana la concesión de que el suplicio de mi lapidación se aplazase por el brevísimo espacio de tiempo solicitado. Aquel mismo día por la tarde llegó el obispo Siagrio, a quien yo había acusado igualmente, porque sabía que era el principal fautor de su presbítero Severo y que él había devuelto ocultamente el códice. Cuando supe que había realizado a pie un viaje tan largo y penoso, lleno de admiración, quise saber qué era lo que había impulsado a un hombre rico, lleno de achaques por la vejez e impedido por una enfermedad corporal, a emprender algo tan difícil y trabajoso. Corrí inmediatamente al albergue al que se había dirigido y, después de saludarle, le dije: «¿Os agrada a ti y a Sagicio sorber juntos con la misma mentira mi sangre, negando que habéis devuelto ocultamente los códices a Severo, a fin de que yo (que ciertamente no hubiese hecho tal acusación si no la hubiese sabido con plena claridad, aunque no puedo probarla) perezca, siendo inocente?».
18. Entonces, dijo él: «¿Quién, hijo, te pudo informar de lo que ocurrió en el máximo secreto?» Admirado yo de que aquél, de quien yo creía que había venido a confirmar los perjurios de todos, había comenzado profiriendo de entrada una confesión, le expuse desde el principio toda la serie de mis indicios. Y cuando afirmé que Sagicio y Severo habían negado todo eso con una imploración solemne de los sacramentos, él, indignado por tan nefando perjurio, se vio forzado a exclamar: «Muchacho, lleva lo más rápido posible la carta de Sagicio, en la que confiesa haber entregado los códices a Severo; lleva también las actas por las que queda convicto que él los recibió hace poco por medio del monje Ursicio». No ocultando que, sin quererlo, se vio forzado por el terror del Señor a declarado todo, me refirió también a mí con palabras sencillas todo el sucederse de aquella maravillosa y terrible visión.
19. Entonces le dije yo: «Te pido, padre venerable, a quien la gracia de Cristo ha arrancado de la compañía de los malvados, que, entregándome ya ahora los documentos, guardes silencio por un poco de tiempo, hasta que conozcamos si su conciencia obliga a Sagicio y a Severo a guardar, al menos mañana, alguna reverencia al altar de Cristo». Llegó el día siguiente y, presente el pueblo entero en el juicio, cuando vi que los mencionados fuelles de mentiras vomitaban perjurios semejantes o tal vez mayores, dije: «¿Por qué, Sagicio, por qué te glorías del falso nombre de obispo? ¿No temes yugular tu alma con tan grandes perjurios? ¿No enviaste tú esta carta hace tiempo a Siagrio? ¿No recibiste los códices por medio del monje Ursicio?»
20. Cuando oyó esto no sólo se ataba a sí mismo negando todo con perjurios multiplicados, sino que también incitaba al pueblo para perdición mía, diciendo que yo había inventado tan inauditos e increíbles crímenes; hasta que, al presentar yo la carta, convicto, huyó de su juicio y oprobio. Ante este hecho, como el obispo Ticiano se veía urgido a condenarlo por el gran griterío del pueblo, recordó que sólo numerosos obispos juntos podían dictar sentencia respecto a la condición de un obispo. Yo, con cierta parte del pueblo, perseguí, yendo tras sus huellas hasta fuera de la ciudad, a Sagicio, que huía. Cuando le reconvine a que devolviese los cuadernos que había sustraído de los libros mismos, él juró por largo tiempo que los bárbaros le habían entregado los códices desencuadernados y deshechos y que nadie dudaba de que había perecido en manos de ellos todo lo que afirmábamos que faltaba de aquellos códices. Pero, después, sobrecogido de pánico, se vio forzado a devolver lo que faltaba. Cuando yo, ante los oídos del pueblo, solicité que se leyese, salían de tal lectura pecados tan inauditos que ningún oído podía soportar la violencia tan enorme de ese veneno.
21. Consta que después se celebró un concilio sobre este asunto, pero que, por una increíble disposición favorable de todos hacia ellos, la verdad salió oprimida, mejor, tan vendida, que a los sacrílegos se les otorgó la comunión y, para que nunca después pudiésemos reiterar semejante juicio, se quemaron en una hoguera tanto las actas como los códices. Sin embargo, como yo estaba en libertad, en compañía de obispos, y levanté la voz con la máxima oposición contra el juicio venal, uno de los siete, aquel Agapio, cumplió de verdad el castigo con que me había amenazado. Me agarró y la emprendió conmigo a bofetadas y puñetazos, y como sus otros colegas de episcopado detestando tamaña locura le detuvieron, dijo: «¡Váyase ahora ése y, si es más poderoso quien se jacta de haber dejado caer el peso de sus oraciones sobre el hombre más importante de la casa del comes, que me haga perecer ahora a mí con semejantes maldiciones!».
22. Yo, aceptando gozoso la injuria, repliqué: «Que Cristo escuche esas palabras y que El juzgue». Y para no seguir contando lo que siguió después (baste decir) que un temor excesivo al pecado cierra las bocas. ¿Quién será tan intrépido que ose juzgar el abismo de los juicios del Señor?2 A los siete días, aproximadamente, vimos que el mencionado obispo, atacado de repente por un dolor de garganta, no entregó su espíritu antes de haberme pedido perdón por aquella acción o palabras suyas, a mí, hombre infeliz como el que más. Pero ¿acaso podemos afirmar sin cometer pecado que el obispo, que parecía católico, fue herido por un golpe del Señor?
23. Por ese mismo tiempo, al crecer el odio de todos hacia mí, me vi forzado incluso a solicitar, tras haber aceptado la fatiga de un larguísimo viaje, la ayuda del santo y beatísimo Patroclo, obispo de Arlés, cuya notabilísima constancia en la persecución de esta secta alaban todos. Aunque no sin dificultad, conseguí de él que todos, tanto los reos como los jueces que pervirtieron el peso de la justicia con su inicuo examen, se reúnan en un concilio, que aún ignoramos si se celebrará en la ciudad de Beziers, conforme a la convocatoria. Entretanto, en un breve espacio de tiempo, habiéndoseme ofrecido una compañía agradabilísima, me dirigí a esta isla, por el único motivo de gozar de tu presencia y contarte de viva voz estas cosas, para que me instruyas tal vez en algo, afrontando también la fatiga de una navegación peligrosísima.
24. Casi con estas palabras llegó a su fin la narración de Frontón, varón santo y venerable, que yo acabo de llevar a los oídos de tu beatitud, como la oí de su boca. Ahora, dado que no hay duda alguna de la veracidad de la historia, al traspasar la consulta al celeste senado de tu beatitud, advierto en primer lugar que, aunque no haya llegado rumor alguno, aunque sea sin verificar, se puede creer, con razones absolutamente ciertas, que los obispos españoles no han de asistir de ningún modo al concilio que no movido por la fuerza de su poder, sino de su piedad, convocó tu santo y beatísimo hermano Patroclo. Pero este mismo, tu santo y beatísimo hermano, y los restantes obispos de las Galias, varones esclarecidos e ilustres, que no sufren que se deslice tan gran mancha sobre la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo, inflamados como me consta por el fuego de un mayor celo, llevando tal vez esto a los oídos del ínclito príncipe, se esforzarán a fin de que, dado que el cáncer de esta doctrina, arrastrándose sigilosamente, se ha ido extendiendo ya por todo el orbe, sea socarrado con el cauterio de una sentencia uniforme.
25. Con claridad he descubierto que apoyan a los obscenísimos y sacrílegos priscilianistas con el ejemplo de vuestra beatitud. Dicen, en efecto: «Los obispos africanos no excluyeron de la jerarquía episcopal a los donatistas convertidos de cualquier modo, y Agustín, el noble e ilustre doctor, más aún, la misma gracia del Espíritu Santo que habla por su boca3, creyó que había que sancionar ese proceder, mientras que entre nosotros existe tanta crueldad que a los sacerdotes sorprendidos dentro del delito de esa doctrina los expulsamos del sacerdocio o establecemos un juicio de una severidad tan bárbara que a ninguno de los hallados en esos sacrilegios se le abren las puertas de la Iglesia, sino mediante la penitencia».
26. En consecuencia, por una sugerencia oportuna, según creo, nacida de la confianza en vuestra amistad y caridad, si te dignas admitirla, me atrevo a llamar tu atención para que tu santa y venerable paternidad mande que se envíe una carta a tu beatísimo hermano el obispo Patroclo que, como he descubierto, desea que le visites con tus escritos. Carta que, manifestando la diversidad de provincias, personas y doctrinas; enseñe que se deben dictar sentencias diferentes. Grande es la diferencia, según le parece a mi simplicidad, entre España, que admite el incesto oculto, y África, que fornica públicamente. De igual modo hay también gran diversidad entre los hispanos, que, sorprendidos en el sacrilegio, se ponen a temblar, y los africanos, que hasta se glorían pertinazmente de permanecer en el cisma. De idéntica manera, los priscilianistas, dignísimos de toda execración y de cualquier clase de abominación, están distantes de los donatistas, aunque feroces y belicosos por la indudable cualidad de sus pecados.
27. Si valoras en poco mi inepta, insensata y pequeña sugerencia, te suplico que te dignes perdonar a la audacísima caridad. En verdad, estimulado por el limpio éxito que obtuvo, creí deber enviar a tu paternidad el libro de que hice mención al principio. Si tu paternidad mandase que fuese entregado a adolescentes astutos y selectos y los instruyese como conviene, pienso que quedarán al descubierto muchos grupos de priscilianistas que se ocultan, sobre todo, en esta ciudad. Acuérdate de mí. ¡Que tu vida esté siempre en flor, señor santo y beatísimo!