Fecha: Año 422-423.
Tema: Venta de esclavos.
Informe al santo hermano Alipio. Agustín.
1. No he visto personalmente a nuestros santos hermanos y colegas en el episcopado. Pero ellos a su regreso me avisaron por carta que, si quería escribir algo a tu santidad, lo enviase a Cartago. De ahí que haya dictado estas líneas para saludarte con ellas. También deseo ver pronto a tu fraternidad, ahora que se añade la esperanza de tu regreso como indicaste en tu carta. Ya te había contestado, indicándote que junto con tu informe me habían llegado los libros de Juliano y Celestio, que me enviaste por nuestro hijo el diácono Commilitón. Te indicaba también que me había extrañado mucho que no te hubieses preocupado de anunciarme que Turbancio, a quien Juliano escribió aquellos cuatro libros, se había corregido. Oí de boca de un hombre, tal que no puedo decir que haya mentido, que ese Turbancio había condenado, en una confesión suficientemente humilde, esa herejía; y que el papa Celestino le había recibido en la paz católica. Más aún, he podido sospechar que te olvidaste de ello cuando me escribiste. Así pues, aunque ya te había escrito estas cosas, he querido avisarte también ahora, por si tal vez tu santidad recibe antes esta contestación que la anterior. En este entretiempo, he hallado entre algunas fichas un ejemplar del informe que habías elaborado para tu uso personal la primera vez que fuiste enviado por el concilio a la corte. Después de haberlo leído detenidamente, vi que en aquella circunstancia no pudiste hacer muchas cosas que eran necesarias, y, eliminadas algunas que o ya fueron realizadas o no parece que urjan mucho, consideré que debía enviártelo, por si podías ejecutarlas esta vez.
2. Pero añado también esto otro: Es tal la muchedumbre de traficantes de esclavos, a los que en África llamamos mangones, que en una gran extensión la agotan de recursos humanos, traspasando a las provincias transmarinas a los que compran, casi todos personas libres. Apenas se encuentran unos pocos que hayan sido vendidos por sus padres. Sin embargo, dichos traficantes no los compran como lo permiten las leyes romanas, para un trabajo de veinticinco años, sino que los compran sencillamente como esclavos y los venden allende el mar, también como esclavos. Sólo muy raramente compran verdaderos esclavos a sus amos. Además de esa muchedumbre de mercaderes, ha crecido tanto el número de seductores y depredadores, que, con atuendo militar o bárbaro para infundir terror, se les ve asaltar en cuadrillas y a voz en grito ciertas zonas rurales, en las que hay pocos hombres, y llevarse por la fuerza a la gente para venderla a esos traficantes.
3. Paso por alto que hace muy poco tiempo nos había llegado el rumor de que, por este sistema de agresiones, en cierta quinta pequeña, después de haber dado muerte a los varones, se llevaron a las mujeres y a los niños para venderlos. No se decía, sin embargo, dónde había sucedido tal cosa, si es que había sucedido. Pero hallándome yo en compañía de quienes habían sido liberados de aquella miserable cautividad por obra de nuestra Iglesia, yo mismo pregunté a una muchacha cómo la habían vendido a los traficantes. Me dijo que había sido raptada de casa de sus padres. Luego le pregunté si la hallaron allí a ella sola, y respondió que el hecho había ocurrido en presencia de sus padres y hermanos. También se hallaba presente su hermano, que había acudido a recogerla, puesto que era pequeña, y él mismo me explicó cómo había sucedido. Contó que habían irrumpido de noche depredadores de ese estilo, de los que se habían ocultado como habían podido antes de atreverse a ofrecerles resistencia, creyendo que eran bárbaros. Pero si no hubiesen sido traficantes, aquello no hubiese sucedido. Y no creo que el rumor vaya a callar este mal de África, incluso ahí donde os halláis. Algo incomparablemente menor ocurrió cuando el emperador Honorio dio una ley al prefecto Adriano prohibiendo tal tipo de comercio y juzgó que a tan impíos comerciantes había que castigarlos con plomo, proscribirlos y enviarlos a un exilio perpetuo. Aquella ley no menciona tampoco a los que compran a esos hombres libres, engañados o violentados, porque casi son éstos los únicos que lo hacen, sino en general a todos los que traspasan a las provincias transmarinas a familias enteras para venderlas; en dicha ley ordenaba que hasta los esclavos fueran agregados al fisco, lo que no mandaría si se tratase de personas libres.
4. He agregado a este mi informe dicha ley, no obstante que quizá sea más fácil hallarla en Roma. Ciertamente es útil y podría ser el remedio para esta pestilencia. Nosotros comenzamos a servirnos de ella en tanto en cuanto es suficiente para liberar a los hombres, no para castigar a los traficantes que perpetran tantos y tan enormes crímenes. Con dicha ley amedrentamos a los que podemos, pero no la aplicamos. Más aún, tememos que quizá otros se sirvan de ella para conducir al castigo debido a esos hombres delatados por nosotros, aunque detestables y merecedores de condena. En consecuencia, si escribo esto a tu beatitud, es sobre todo para que los piísimos y cristianos príncipes determinen, si es posible, que dichos sujetos no vayan a parar al peligro de la condena establecido por esa ley, y sobre todo al castigo del plomo -en el que los hombres mueren fácilmente-, cuando la Iglesia libera de sus manos a otros hombres. Quizá es necesario que se divulgue esta ley, para cohibirlos a ellos, a fin de que esos miserables hombres libres no sean conducidos a una esclavitud perpetua si nosotros dejamos de actuar por miedo a ello. Si nosotros no hacemos nada en favor de ellos, ¿puede hallarse fácilmente alguien que, si tiene algún poder en el litoral, no prefiera venderles esos cruelísimos viajes marítimos antes que, llevado de la misericordia cristiana o al menos humana, sacar a alguno de esos miserables de la nave o impedir que suba a bordo?
5. Es competencia de los poderes o cargos públicos, por cuya providencia se dio esta ley o cualquier otra que se haya promulgado sobre el asunto, procurar su ejecución, para que África no se vea ya más despojada de su elemento indígena y, como un fluir que no cesa, una multitud tan grande de personas, de uno y otro sexo, capturadas en grandes redadas y en tropel, pierda la libertad de un modo peor que cayendo cautivas de los bárbaros. En efecto, muchos son redimidos del poder de éstos, pero los trasladados a las provincias transmarinas no hallan ni siquiera el auxilio del rescate. Además, a los bárbaros se les opone resistencia cuando el ejército romano actúa acertadamente y con éxito, para que ciudadanos romanos no caigan en cautividad en poder de ellos; en cambio, a estos traficantes, no de cualesquiera animales, sino de hombres, ni de cualesquiera bárbaros, sino de tributarios romanos dispersos por doquier (de modo que, o bien raptados con violencia, o bien engañados con astucia, se les lleva adondequiera y de dondequiera en poder de quienes les prometen un precio), ¿quién les opone resistencia en favor de la libertad romana, no ya en general, sino de la propia?
6. Más aún, no se puede hablar lo suficiente sobre cuántos han caído en este lucro criminal, arrastrados por una ambición ciega y extraña o por no sé qué peste contagiosa. ¿Quién creerá que se ha descubierto a una mujer, y eso aquí mismo, en Hipona, que, bajo capa de comprar leña, solía seducir, encerrar, torturar y vender mujeres de Giddaba? ¿Quién creerá que un colono de nuestra Iglesia, bastante acomodado, haya vendido a su esposa y a la misma madre de sus hijos, sin haberle ofendido ella en nada, movido sólo por la codicia originada por esa pestilencia? Cierto joven, de unos veinte años, instruido, notario contable de nuestro monasterio, fue engañado y vendido; y a duras penas pudo ser liberado por la Iglesia.
7. Si quisiera enumerar los crímenes de ese tenor, limitándome a aquellos de los que tenemos experiencia directa, me sería imposible. Recibe este único documento, a partir del cual puedes hacerte una idea de todos los que se perpetran en África entera y en todos sus puertos. Cuatro meses antes de escribir esto, unos traficantes gálatas -pues son sólo ellos, o ellos sobre todo, los que se entregan con verdadera ansia a estos lucros- trajeron gente reunida de diversas zonas, y particularmente de Numidia. No faltó un cristiano ya bautizado, conocedor de nuestra costumbre respecto a las limosnas en estos casos, que lo denunció a la Iglesia. Acto seguido, estando yo ausente, los nuestros liberaron a casi ciento veinte hombres, una parte sacándolos de la nave en que habían sido embarcados y otra parte... del lugar en que habían sido ocultados para embarcarlos luego. De todos ellos, apenas se hallaron cinco o seis que hubiesen sido vendidos por sus padres. Respecto a los demás, cualquiera que oiga las distintas circunstancias por las que, a través de seductores y salteadores, llegaron a los gálatas, apenas contendrá las lágrimas.
8. Ahora toca a tu prudencia considerar el volumen de tráfico de personas desdichadas que cunde por ciertos puertos, si arde tanto la avaricia y a tanta osadía llega la crueldad de los gálatas en Hipona la Real, donde, por la misericordia de Dios, la diligencia de la Iglesia, mucha o poca, está atenta a liberar a los desventurados hombres de esa cautividad; y donde los traficantes de tales mercancías son castigados, aunque con severidad ciertamente menor de la señalada por la ley, sí al menos con la pérdida del precio pagado. Por la caridad cristiana, ruego a tu Caridad que no resulte inútil el haber escrito esto. A los gálatas no les faltan patronos, por medio de los cuales nos reclaman a aquellos a los que el Señor libertó a través de su Iglesia, cuando ya los suyos venían a buscarlos, y con esa finalidad llegaron aquí con cartas de los obispos. Al momento de dictar esto, ya han comenzado a perturbarse algunos fieles, hijos nuestros, en cuya casa habían permanecido algunos de ellos, confiados a su atención, pues la Iglesia no es capaz de alimentar a todos los que libera, aunque haya llegado alguna carta de la autoridad a la que pueden temer. Pero no desistieron en absoluto de esa reclamación.
9. A todos los que se dignaron saludarme por la carta de tu veneración, les devuelvo el saludo de la caridad de Cristo, según sus méritos. Los compañeros en el servicio divino que están conmigo se unen a mi saludo a tu santidad.