Fecha: A partir del 422.
Tema: Castigo corporal de algunos pecados
Informe al santo hermano Alipio. Agustín.
1. Recibí el informe de tu santidad el día 26 de agosto y te he contestado el 27. Ya había visto al presbítero Commodiano y por medio de él te había escrito, aunque no algo relacionado con este asunto. Si había querido verle no había sido con esa finalidad, pero, preocupado por si tal vez se había hecho con un hombre algo que no se pudiese defender con razones, quise saber cómo se sucedieron los hechos de los que ese hombre se quejó. Después que Commodiano me informó, vi que no había nada que hacer en el caso de llegar a vuestro tribunal, sino sacar a la luz pública los hechos que afectan a la causa del mismo presbítero. Respecto a los azotes infligidos, el único aspecto que el papa Celestino quiso que se castigase, nada me pudo decir, porque respondió que lo ignoraba. Por eso de dicho asunto sólo me quedó un escrúpulo: me parece difícil que los que le encontraron con aquella mujer, monja profesa, que él había sacado de su tierra con vistas a ultrajarla con el estupro, se hayan abstenido de aplicarle el castigo temporal.
2. Sabes cuánto suele atormentarme este asunto o si estos males pueden quedar impunes, dentro del respeto a las leyes de la Iglesia, o si deben ser castigados por ella, ya que no pueden serlo por las leyes civiles. ¿Qué ha de hacer, pues, el obispo, o los clérigos ante estas acciones humanas que no son un pecado insignificante, sino auténticos crímenes? Esto es, por tanto, lo que había que haber preguntado antes a los que estiman que a nadie y de ninguna manera se le ha de infligir un castigo corporal, sobre todo teniendo la mirada puesta en aquellos a quienes les trae en absoluto sin cuidado la excomunión eclesiástica, ya porque no son cristianos o católicos, ya porque viven casi como si no lo fueran. Si tienen consideración con el cargo honroso que el sujeto desempeña o desempeñó en la sociedad civil, ni siquiera a nosotros nos es lícito menoscabarlo o quitarlo a nadie por pecado de este estilo, para reprimir mediante tal castigo la licencia de hacer el mal en aquellos a los que no puedes encarcelar o azotar. Aunque si, poseyendo el honor propio de la curia o del foro, como parece tenerlo ese de quien se trata, quisieran bailar en la iglesia, no veo cómo podrían perdonarlos los que con vistas a eso tienen en sus manos el poder por el que imponen el castigo de los azotes. Y, ciertamente, es mucho más grave someter a la propia liviandad la profesión de santidad que atreverse a bailar dentro de las paredes de la iglesia.
3. Quienes quieran dictar una sentencia justa en estos juicios, han de comenzar por averiguar y establecer cómo deben proceder (legalmente) en tales casos y con tales personas, sorprendidas en la culpa de casos como el presente; de lo contrario, si nos dejamos impresionar sólo por sus quejas cuando reciben el castigo corporal, y no nos afectan sus acciones cuando infligen a Dios una afrenta impía y con su inquieta maldad perturban la paz y el decoro de la honestidad y santidad de la iglesia; o si nos sentimos afectados por las mismas maldades que hombres perversísimos perpetran con nefanda osadía en la Iglesia, de modo que castigamos las cosas leves que se padecen en bien de la disciplina, y, en cambio, consideramos que hemos de dejar impunes las importantes que se cometen contra esa disciplina, o no llegamos a descubrir cómo hemos de castigarlas, no veo en verdad qué cuenta hemos de dar de nuestros juicios a nuestro Señor. Lo primero, pues, que ha de hacerse es investigar, averiguar y asentar el castigo establecido para esos sujetos perdidos e inquietos; luego, ha de castigarse al que aplicó la ley, si ha podido probarse que la pena por él infligida fue contra lo establecido y desproporcionada. Hasta que no se haga lo primero, yo no veo en absoluto qué sentencia ha de aplicarse contra los siervos de Dios que cometen una acción pecaminosa en defensa de la casa de su Señor, incomparablemente menor de lo exigido para comparecer ante las leyes civiles, de modo que haya algo que infunda temor a los que no temen que los obispos o clérigos puedan recurrir a las leyes civiles contra ellos.
4. Pienso, más aún, no dudo que, si aquel lamentable hijo nuestro hubiese confesado en su informe lo que cometió, el venerable Papa en ningún modo hubiese pensado en vindicar al que se queja de haber sido azotado por unos clérigos, a no ser que quien lo azotó se excediese en la medida que requiere la moderación cristiana. Estimo, sin embargo, que ante el juicio en que participa, tu santidad no podrá negar la realidad tan manifiesta, es decir, su acción, que él pasó en silencio en su informe. Si ni siquiera en los tribunales eclesiásticos se mantiene esa norma de justicia que muy sabiamente han establecido las leyes civiles (a saber: que a nadie se acuse fácil, pero inicuamente, por un rescripto imperial para privarle de un beneficio, y de que no quede impune el que en su súplica al emperador suprimiere algo de lo que consta que atañe a la causa), y si éste hizo eso mismo en el informe entregado a tan santa Sede, no sólo no ha de ser castigado por los obispos, sino que hasta parece que ha de ser rehabilitado, no sé qué decir.