Fecha: Años 416-417.
Tema: La concupiscentia nuptiarum y la concupiscentia carnis.
Agustín saluda en el Señor a Atico, señor beatísimo, hermano digno de ser acogido con la debida veneración y colega en el sacerdocio.
1. Aunque no recibí carta de tu santidad por el piadoso hermano y colega en el presbiterado Inocencio, por quien había presumido que iba a recibirla, después de conocer por qué ocurrió así, escribo la presente, como si en verdad hubiese recibido el escrito de tu veneración y contestase a él gozando de buena salud, por la misericordia de Dios y con el apoyo de tus oraciones. Según me ha referido el mencionado hermano, el rumor divulgó una noticia, que tú creíste, por hacer referencia a un hombre. ¿Hay algo más creíble que la noticia de que ha muerto un mortal, cosa que sin duda ha de acaecer alguna vez a todo el que vive en la carne? Pero él me contó también que, cuando oyó por otros mensajeros llegados después que yo vivía aún y lo indicó a tu dilección, te congratulaste enormemente y diste gracias a Dios, aunque se tratase todavía de algo incierto para vosotros.
2. Por eso, señor, no debo dudar de que recibirás con alegría mi carta; pero el derecho de caridad me da una mayor confianza y avidez para reclamarte la deuda de tu respuesta aún pendiente. Y ello, no obstante que he considerado la carta enviada por tu beatitud a mi hermano, que forma una sola alma conmigo, como si hubiera sido enviada a los dos. En ella descubrí con gozo que tu santidad ha actuado con diligencia pastoral para, a la vez, corregir la perversidad de algunos pelagianos y precaver su astucia.
3. No es extraño que calumnien a los católicos, si de ese modo se esfuerzan por reprimir lo que se dice para refutar sus doctrinas envenenadas. ¿Qué católico defendió contra ellos la fe recta, de modo que condenase el matrimonio que bendijo el autor y creador del mundo? ¿Qué católico puede decir que la concupiscencia del matrimonio es fruto de la obra del diablo, siendo así que por ella se hubiese propagado el género humano aunque el hombre no hubiese pecado, para que se cumpliese aquella bendición: Creced y multiplicaos?1 Ni siquiera con el pecado del hombre en que pecaron todos perdió esta bendición el efecto de su bondad, consistente en la fecundidad de la naturaleza, tan visible, tan digna de admiración y alabanza, que todos perciben. ¿Qué católico no proclama la obra divina en toda criatura, en toda alma y en toda carne, y al considerarla, no entona un himno al creador que hizo todas las cosas muy buenas, no sólo entonces, antes del pecado, sino que también las sigue haciendo ahora?2
4. Pero ellos, con mente perversa y con una ceguera obstinada, confunden los males que se originaron a consecuencia de la culpa con los bienes de la naturaleza, alabando al creador de los hombres de tal modo, que niegan que los niños tengan necesidad del Salvador, como si careciesen de todo mal. Esta es su doctrina condenable. Piensan, además, que pueden confirmar este error nefasto alabando el matrimonio, asegurando que se le condena también a él si está condenado lo que nace de él, a no ser que renazca. No ven que una cosa es el bien del matrimonio, bien del que no se vio privado ni siquiera después del pecado, y otra cosa el mal original, que ni lo causó ni lo causa ahora el matrimonio, sino que ya se encuentra con su realidad, y que el mismo matrimonio usa bien de él cuando no hace de él lo que agrada, sino sólo lo que es lícito. Rehúsan considerar esto porque los tiene dominados el error que prefieren defender antes que guardarse de él.
5. Llevados por este error, no distinguen la concupiscencia propia del matrimonio, es decir, el deseo de la pureza conyugal, el deseo de procrear legítimamente la prole, el deseo de un vínculo social por el que ambos sexos se unen entre sí, de la concupiscencia de la carne, que arde indistintamente por lo lícito y lo ilícito; y que por la concupiscencia propia del matrimonio, que usa bien de ella, se ve frenada en lo ilícito y se entrega sólo a lo lícito. Contra su fuerza, que se opone a la ley de la mente3, lucha toda clase de castidad, tanto la de los esposos para usar bien de ella como la de los continentes y vírgenes santas para no servirse de ella, lo que es mejor y aporta más gloria. Al no distinguir la concupiscencia de la carne de la concupiscencia propia del matrimonio, que tiene como fin el deber de procrear, alaban con la mayor desvergüenza aquello de que se avergonzaron los primeros hombres cuando cubrieron con hojas de higuera los miembros que antes del pecado no eran vergonzantes. En efecto, estaban desnudos y no se ruborizaban4; para que entendamos que este movimiento del que ellos se ruborizaron nació en la naturaleza humana junto con la muerte5, pues hallaron motivo para avergonzarse cuando comenzaron a experimentar la necesidad de morir6. Así pues, pregonan con tantas alabanzas la concupiscencia de la carne, que con prudencia y sobriedad hay que distinguir de la concupiscencia propia del matrimonio, que juzgan que, aunque nadie hubiese pecado en el paraíso, sin ella no se hubiera podido procrear hijos7 en el cuerpo de aquella vida, igual que sin ella no se engendran ahora en el cuerpo de esta muerte, del que el Apóstol desea ser liberado por Jesucristo8.
6. De donde resulta que de esta su opinión, que proviene de una inconsiderada ignorancia, se sigue tal absurdo, que ni siquiera ellos mismos, sea la que sea la desvergüenza con que se endurezca su rostro humano, osarán en absoluto mantenerla. En efecto, si antes del pecado existía ya en el paraíso esta concupiscencia de la carne (que experimentamos tener como un movimiento tan desordenado, que o hay que reprimir renunciando a todo uso, con los frenos de la castidad o, aunque por sí mismo sea malo, hay que encaminarlo a un buen uso, mediante la bondad del matrimonio), justamente en el lugar de tanta felicidad, o bien se servía a ella vergonzosamente (si cuantas veces se pusiese en movimiento tantas se produjese la unión con el cónyuge, sin necesidad alguna de procrear, sólo para satisfacer el apetito libidinoso, aunque la mujer ya estuviese en estado), o bien se luchaba contra ella con las fuerzas de la continencia, para que no arrastrase a tales indecencias. De estas dos posibilidades elijan la que más les agrade. Si se servía a la concupiscencia de la carne para no luchar contra ella, allí no había ya libertad honesta; si, por el contrario, se luchaba contra ella para no estar a su servicio, allí no existía la felicidad en paz. Cualquiera de estas dos posibilidades excluye la hermosura feliz o la felicidad hermosa del paraíso.
7. ¿Quién no ve esto? ¿Quién contradirá esta verdad tan clara, de no estar movido por una obstinación desvergonzada al máximo? Sólo queda, pues: o bien allí no existió esta concupiscencia de la carne, que experimentamos que surge en el apetito turbio y desordenado, incluso contra nuestra voluntad, cuando no hay necesidad (aunque existiese allí la concupiscencia propia del matrimonio, guardando el amor sereno de los cónyuges y ordenando a los miembros genitales que engendrasen, igual que el arbitrio de la mente ordena a las manos y los pies que realicen las obras correspondientes. De este modo, en el paraíso9, la prole era inseminada de una manera maravillosa sin los ardores de la libido carnal, como también nacería de un modo igualmente maravilloso, sin los dolores del parto). O, si existió allí esta concupiscencia de la carne, no fue tan molesta y odiosa cual la experimentan ahora quienes combaten contra ella mediante la castidad, ya conyugal, ya viudal, ya virginal. Ella se infiltra donde no es necesaria y solicita los mismos corazones de los fieles con deseos intempestivos y nefastos. Y aunque no nos deleitemos con el más mínimo acto de consentimiento, antes bien luchemos contra ella movidos por un deseo más santo, querríamos que, de ser posible, no existieran en nosotros en absoluto, como alguna vez dejarán de existir. Tal es la plenitud del bien que el Apóstol indicaba que faltaba todavía a los santos en esta vida, al decir: en mi poder está el querer el bien, pero no el realizarlo plenamente10. No habla de «realizado», sino de realizarlo plenamente, porque el hombre realiza el bien no consintiendo a tales deseos, pero lo realiza plenamente no poseyéndolos. Dice: no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero11. Ciertamente, no obraba el mal en el sentido de que prestase sus miembros para satisfacer los malos deseos; decía eso refiriéndose a la existencia de esos movimientos de la concupiscencia. Aunque no les daba su consentimiento ni realizaba aquello a lo que le provocaban, con sólo hallarlos en sí realizaba los movimientos que no quería tener12.
Finalmente, añade: si hago lo que no quiero13, es decir, aunque no consienta a la concupiscencia -no quiero tenerla y la tengo-, ya no obro yo, sino el pecado que habita en mí14.
El relato de este pecado se contrae mediante la generación y se elimina mediante la regeneración, en la que se obtiene la remisión de todos los pecados. Así, después de desaparecer el reato, permanece alguna fuerza del mismo y cierta afección de contagio pestífero en el cuerpo corruptible y, mortal, contra la que ha de luchar el regenerado, si progresa, En efecto, aunque no mantenga una continencia total, sino la castidad conyugal, también él luchará contra la concupiscencia de la carne para no adulterar, ni fornicar ni mancharse con torpeza alguna, mortífera o nefasta, y, finalmente, para no usar sin templanza de su mismo cónyuge, De mutuo acuerdo con ella, deberá abstenerse temporalmente de la unión carnal para entregarse a la oración15 y volver de nuevo a lo mismo, a fin de que no los tiente Satanás por su intemperancia, cosa que les dice el Apóstol como concesión, no como un mandato16.
Por no considerar esto con detenimiento, algunos juzgaron que el mismo matrimonio era otorgado como una concesión, pero no es así; de lo contrario, sería un pecado, y ¡Dios nos libre de pensarlo! Pues allí donde se otorga una concesión, se reconoce al instante que se perdona una culpa, Pero el Apóstol otorga como concesión a los esposos una unión carnal a la que no induce el interés por propagar la prole, sino a la que arrastra la incontinencia en saciar la pasión, para no cometer pecados condenables por no abrir la mano la concesión. Sin embargo, aunque algunos esposos destaquen por la gran virtud de la pureza conyugal, de modo que uno y otro se unen por el solo motivo de la procreación y, una vez bautizados y regenerados, viven así, la prole que nace de ellos mediante aquella concupiscencia de la carne, de la que ellos aunque no sea buena, usan bien mediante la concupiscencia buena del matrimonio, arrastra consigo el pecado original. Lo que no desaparece de manera ninguna sino mediante la regeneración sigue sin duda al engendrado, si éste no es regenerado; como el prepucio17, que no se elimina sino con la circuncisión, sigue al hijo del circunciso, a no ser que él mismo se circuncide.
8. Si esta concupiscencia de la carne existió en el paraíso, de modo que mediante ella se engendraban los hijos para hacer realidad la bendición que recibió el matrimonio con el multiplicarse de los hombres, ciertamente no fue como es ahora: una concupiscencia cuyo movimiento tiende indistintamente a lo licito y a lo ilícito; una concupiscencia que sería arrastrada a muchas torpezas si se le permitiese llegar a cualquier lugar hacia donde se moviese, y contra la cual habría que luchar para guardar la castidad. Si en verdad existió allí alguna concupiscencia, sería tal, que por ella la carne nunca apetecería contra el espíritu18; antes bien, con una paz admirable, nunca excedería la indicación de la voluntad. Así nunca haría acto de presencia sino cuando fuese necesario; nunca se deslizaría con un deleite desordenado e ilícito en el alma del que piensa; no tendría nada reprobable que hubiese que frenar con las riendas de la templanza o combatir ron la fatiga de la virtud. Al contrario, con fácil y concorde obediencia habría seguido a la voluntad de quien usase de ella, de haber sido necesaria. Y puesto que ahora no es así y es preciso que la castidad combata la resistencia que opone, confiesen que ella ha sido viciada por el pecado. Por eso se ruborizaban de sus movimientos los que antes estaban desnudos sin rubor alguno. Y no se extrañen19 que únicamente no contrajera el pecado original el hijo de la Virgen, de quien no pueden decir que fue concebido mediante la concupiscencia.
Perdona el que por la longitud de esta carta haya sido pesado para tus santos sentidos, no para hacerte más sabio, sino para refutar ante ti sus calumnias contra la verdad.