Fecha: Año 417.
Tema: Controversia pelagiana.
Agustín saluda en el Señor a Cirilo, señor beatísimo, hermano digno de ser honrado y venerado con el debido obsequio de caridad y colega en el sacerdocio.
1. Mucho me encomiendo a tus santas oraciones, devolviendo a tu veneración el obsequio de tu saludo por medio del siervo de Dios Justo de nombre, el hermano bueno que conocí hace muy poco. Al venir de ahí hasta nosotros y volver de nuevo ahí, me brindó una gratísima ocasión para cumplir con este deber hacia tu beatitud. No creo que tenga que ocultar el motivo que le impulsó a venir aquí, que conocí porque él me lo indicó.
2. Pienso que tu sinceridad recordará que me enviaste las actas eclesiásticas del concilio celebrado en la provincia de Palestina, en el que se absolvió a Pelagio, tenido por católico. El se encubrió con astutos circunloquios verbales y engañó a nuestros hermanos, que allí presidían en calidad de jueces, al no encontrar ningún oponente de la otra parte que le refutase. Leí y analicé dichas actas con cuanta diligencia pude y, a partir de ellas, escribí un libro a nuestro venerable hermano y colega en el sacerdocio Aurelio, obispo de la Iglesia de Cartago. En él mostré, según me lo concedió el Señor, a qué se atuvieron los jueces católicos en las respectivas respuestas de Pelagio para absolverlo como si fuese católico. Muchos, implicados en su error, divulgaban que, absuelto él, quedaban confirmadas también sus doctrinas heréticas como católicas a juicio de obispos católicos. Y, como ellos lo propalaban por doquier, muchos, desconocedores de lo que había sucedido, creían que así era, con gran escándalo de las Iglesias.
3. Para eliminar esta opinión escribí el mencionado libro. En él demostré, como pude, que, aun absuelto Pelagio -no ante el tribunal de Dios, a quien nadie engaña, sino ante el de los hombres a los que pudo engañar-, aquellas afirmaciones pestíferas habían sido plenamente condenadas, pues él mismo las anatematizó. El siervo de Dios Justo, portador de esta carta a tu venerabilidad, tenía en su poder este libro mío. A algunos les ofendió lo que se trata en él, a saber, que no todos los pecadores serán castigados con el fuego eterno; y afirmaban, como él me lo contó, que tal pasaje del libro no había salido así de mis manos, sino que lo había falsificado él. Afectado por ello, navegó hasta aquí con el mismo códice, por si tal vez contenía errores, bien sabedor de que él no había introducido en el mismo falsedad alguna. Cotejando su códice con los nuestros, muy al tanto yo de ello halló, que lo poseía íntegro.
4. Por eso, puesto que nos atañe, Dios nos libre de que parezca malévola y no llena de caridad, pero no desdeñable la sospecha de que la frase en la que afirmo que no todos los pecadores, sino algunos, son condenados con el suplicio eterno, les desagrada a quienes defienden que también en esta vida mortal hay santos que no poseen pecado alguno, de modo que a los tales ni siquiera les es necesaria la oración del Señor para el perdón de los pecados, porque carecen de ellos. Oración en que toda la Iglesia clama: Perdónanos nuestras deudas1. Sin duda, tu santidad proveerá para corregidos de la perversidad de este error. En efecto, está claro que estas opiniones provienen de la insana doctrina pelagiana, que afirma que todos los pecadores son castigados con el fuego eterno justamente; de modo que aquellos que, como es verdad, reconozcan que no se hallan sin pecado, se queden sin esperanza alguna de perdón, y así los hombres o se hinchen de soberbia2 pensando que esta vida carece de todo pecado, o se consuman de desesperación como destinados ya al suplicio eterno. Dice el bienaventurado Apóstol: El fuego probará la calidad de la obra de cada uno. Si la obra edificada por alguien permanece, éste recibirá la recompensa; si, por el contrario, la obra queda abrasada, él sufrirá el daño. No obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa por el fuego3. Estas palabras del Apóstol han de ser entendidas de forma que lo dicho no se refiera al fuego del juicio final, sino a otro anterior a él, ya en esta vida, ya después de la muerte. Sin embargo, se ha de evitar de forma absoluta el error de creer que todos los pecadores han de ir al suplicio del fuego eterno si no llevan aquí una vida que carezca de todo pecado. Hay que considerar también si tal vez resulta que quienes piensan así admiten, igualmente, otras doctrinas pelagianas, tanto o incluso más insanas, y se extiende el terrible contagio en el pueblo incauto, mientras no se reprime ni se sana el mal hallado en algunos con el cuidado de la caridad fraterna.
5. Así, pues, recomiendo a tu santidad piadosísima al hermano Justo, a fin de que no sólo le defiendas a él de los que le calumnian, sino también para que, con la diligencia de un pastor, con el tacto de un padre e incluso, si es preciso, con la aspereza de la medicina, te dignes corregir también a aquellos de los que no sin motivo él sospecha. No sea que quizá, a la vez que pierden sus almas, inficionen a estos otros con el virus pelagiano. O, si los hallas en posesión de una fe sana4, para que te dignes ahuyentar del alma de aquél el escrúpulo de esa sospecha. Uno y otro son latinos y llegaron a la región de oriente desde la Iglesia de occidente, en la que estoy re también. Razón por la que es muy oportuno que los recomiende a tu veneración, para que no parezca que han elegido esas tierras para ocultarse impunemente entre los griegos, donde si disputan sobre estos temas, se les entiende menos y no es fácil que alguien refute su error. Esto lo hago, pues, para no tener que contristarnos con la muerte de nadie, y para gozarnos, en cuanto sea posible, de la salud de todos.