CARTA 2* [J. Divjak] [272]

Traductor: Pío de Luis, OSA

Fecha: Año 428.

Tema: Invitación a bautizarse y referencias a Greco.

Agustín saluda en el Señor a Firmo, señor justamente insigne e hijo muy digno de que le honre con el afecto de un amor sincero.

1. El que haya tardado en contestarte se debe a que he de atender mis obligaciones, no a que desprecie tu voluntad, que deseaba devotamente mi respuesta. El impedimento no ha desaparecido, como si ya me quedase algún tiempo libre para contestarte. Más bien se trata ahora de una interrupción, pues dejando de lado las ocupaciones sumamente molesta que me lo impedían, me entregué a esta gratísima, a que me instaba tu voluntad, para no diferir demasiado saldar esta deuda, que, si existe, fue porque yo lo quise. Pero no he emprendido el pago de la misma sin haber vuelto a leer tus cartas: una muy grata que me enviaste después de haberte mandado yo los libros sobre La ciudad de Dios; otra que me trajo el presbítero Lázaro, en la que diferiste mandarme el discurso de nuestro hijo que te había pedido; y otra que me enviaste con el mismo discurso.

2. He decidido hablar contigo, con esta única mía, de esas tres cartas tuyas. En la primera que he mencionado, afirmabas haber leído los diez primeros libros, de los veintidós, y en tu contestación te referías a ellos para que advirtiese cuán bien los habías asimilado. Respecto a los doce siguientes, sé que entonces aún no los habías leído, pero ignoro si ya lo has hecho. En efecto, pudo suceder que, llevado por la benevolencia, los dejases todos a los amigos para que los copiasen antes de haberlos leído tú en su totalidad y que, después de haberlos dejado, aún no los hubieses recibido. O también que, aunque ya los hubieras recibido, juzgases que no debías hablarme ya de ello, teniendo en cuenta que, respecto a los diez primeros, no te limitaste a escribir de corrida, sino que en cierto modo discutiste sobre ellos con diligencia. También pudiste querer experimentar si yo dirigía mi ánimo a reclamar la parte de tu deuda, que advertía que aún no me habías pagado, o si no me preocupaba lo más mínimo de recordarte o exigirte de nuevo lo que faltaba. He aquí lo que sé que aún no has hecho y que te reclamo una vez más. Salda lo que debes respecto a los doce últimos libros.

3. En ellos se encuentra aquel texto del libro décimo octavo de dicha obra que escuchaste con atención cuando se leyó en mi presencia por tres tardes consecutivas. Con ocasión de él te encendiste en un vivísimo deseo de poseerlos todos y no cesaste en tu insistencia hasta conseguirlo. No quiero ser molesto al reclamar el fruto, yo que hice siembra tan abundante. ¡Dios me libre! En efecto, al buscar tú excusas en otra carta para no recibir el sacramento de la regeneración, estás rechazando todo el fruto de tantos libros que amas. Su fruto no consiste en que resultan gratos al lector, ni en que aumentan el caudal de conocimientos del ignorante, sino en que persuaden a entrar ya, sin dudarlo más, en la ciudad de Dios y a perseverar en ella. De estos dos frutos, el primero se otorga mediante la regeneración; el segundo, a través del amor a la justicia. Si no producen estos frutos en quienes los leen y alaban, ¿qué producen? Así pues, por lo que a ti respecta, aún no han producido ninguno, dado que ni siquiera han sido capaces de producir el primero de todos, por mucho que los alabas.

4. «Pero unas fuerzas aún débiles y no afianzadas no pueden sobrellevar una carga tan pesada». En esto fundamentas tu primera excusa. Ni siquiera consideráis, ¡oh cualesquiera varones que teméis esta carga!, que las mujeres, con suma facilidad, os superan en llevarla. La Iglesia se llena con la fructífera y piadosa muchedumbre de fieles y castas mujeres. Si consideraseis esto, echaríais fuera el temor superfluo con la vergüenza necesaria. Una de ellas es tu esposa -así debo creer que es, y ello me alegra- No temo ofenderte al exhortarte a entrar en la ciudad de Dios poniéndote el ejemplo de una mujer. Pues, si se trata de algo difícil, en ella está ya el sexo más débil; si, por el contrario, es algo fácil, no hay motivo para que no se encuentre en ella el más fuerte.

Tú, como varón, no debes sentir vergüenza de seguir a la mujer que ha entrado en aquella realidad que requiere fuerzas espirituales; antes bien, has de avergonzarte, si ni siquiera eres capaz de seguirla cuando ella ha entrado, y de que, permaneciendo ella en el lugar donde se adquiere la virtud de la verdadera salud y piedad, te quedes fuera tú, más capacitado para ella. Y es que ni siquiera, cuando hayas entrado allí, has de seguirla tú a ella, sino ella a ti, pues precederás por la virtud a la que has seguido en el tiempo. Creo, en efecto, que aun siendo catecúmeno, le enseñarás a ella, ya bautizada, algunas cosas tocantes a la religión que tú has leído y ella no; en cambio, lo que ella conoce, pero aún desconoces tú, no te lo puede manifestar. Los misterios de la regeneración no se revelan rectamente y en su justo orden sino a los que los reciben. De esta manera, aunque tú te halles más instruido en la doctrina, ella se encuentra más segura por haber recibido el sacramento.

5. ¿Qué provecho aporta el conocimiento, incluso el del sumo bien, si no se recibe la única realidad mediante la cual se evita cuanto hay de malo?

Ciertamente resulta difícil sobrellevar el peso de las nuevas virtudes y es fácil sentirse aplastado por la carga de los antiguos pecados. Estos son más bien los pesos que hay que temer; los que quedan atados a los hombres para que les opriman y hundan para siempre y no se desatan sino por la regeneración en Cristo. Por ella, el hombre se convierte en miembro de la Cabeza, que, distinta de nosotros por su divina majestad, se dignó hacerse nuestro prójimo, aceptando la debilidad humana.

6. Dices tú: "Pero la religión sale beneficiada con esta tardanza, pues cabe esperar un mayor respeto ante la fe de quien, cuando quiere acercarse a los excelsos secretos del santo misterio, se acerca sólo lentamente a lo más profundamente oculto». Dijiste que éste era otro motivo de tu dilación. Pero en ningún lugar está asegurado el progreso en la religión sino dentro de ella. Este se da cuando ya no se temen las incertidumbres de esta vida en consideración de la vida eterna En efecto, no hemos de preguntar movidos por una curiosidad vana y condenable cuándo el hombre va a morir, o si este cuerpo se va a aniquilar por una enfermedad o si la irrupción repentina o inesperada de alguna fuerza le va a arrebatar el alma.

Por tanto, como se piensa en aquella afirmación divina presente en el Evangelio: Si alguien no renaciere del agua y del espíritu, no entrará en el reino de los cielos1, así también, para que viva santamente quien ya ha renacido, ha de traerse a la mente aquella otra que también salió de la boca de Cristo: Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos2. El muestra en otro lugar que los escribas y fariseos suelen ser hombres de sana doctrina, pero que no cumplen las cosas buenas que dicen3. Por consiguiente, hay justicia mayor que la suya en quienes, a la vez que dicen cosas buenas por la verdad que enseñan, hacen también el bien por amor a la justicia, como dice el apóstol Santiago: La fe sin obras está muerta en sí misma4, ya que también los demonios creen, pero tiemblan5, como él mismo dijo; sin embargo, no se salvarán, porque obran siempre el mal. Por eso también el apóstol Pablo definió la fe propia de los miembros de Cristo como aquella que obra por el amor6. En ella hay que progresar, pero estando dentro. El deseo de este mundo, incitador al mal, disminuye a medida que crece el amor de Dios, y desaparece cuando el amor de Dios alcanza la perfección. Así, aquel a quien el último día de esta vida vaporosa7 le sorprenda, en cualquier clase de muerte, progresando dentro, verá colmado por obra de la gracia lo que falta a su perfección en la justicia. Pensando en quienes opinan que ha de diferirse lo que admiten que es un bien, se pronunció aquella terrible afirmación de las Escrituras divinas: No tardes en convertirte al Señor, ni difieras el hacerlo de un día para otro, pues vendrá su ira de repente y en el momento de la venganza te destruirá8. ¡Que esto, te lo ruego, esté lejos de ti! Rompe con toda dilación y alcanza el campamento fortificado; no un campamento que tengas que asaltar, sino aquel en que, según tú, luchas con fortaleza contra el enemigo, que aparta de la religión cristiana por el terror, primero acusándola, ahora incluso alabándola hipócritamente. En efecto, él entonces sugería a las mentes de los hombres que incluso una cosa buena es mala cuando es tan grande que, una vez emprendida, difícilmente se la lleva a término; el elogio que hace ahora es una insidia. ¡Guárdate del lobo vestido con piel de oveja!9 Pon tu esperanza en Dios para enfrentarte a lo que temes, porque es duro, pero se te volverá ligero.

7. Pusiste en tercer lugar como excusa personal que en estas cosas se ha de tener en cuenta sobre todo el deseo de aquel por cuya voluntad somos impulsados a todas las apetencias y añadiste que los hombres no han de dar cuenta de aquellas cosas que Dios nos insinúa que amemos, porque todos, doctos e indoctos, están de acuerdo en que sin él ni se hizo ni puede hacerse nunca nada. Esto no debes entenderlo en el sentido de creer que estás haciendo la voluntad de Dios, puesto que no quieres cumplir sus preceptos, uno de los cuales es el que acabo de recordar: No tardes en convertirte al Señor ni difieras el hacerlo de un día para otro10. Entiende más bien esas cosas en el sentido de no creer que has de hacer con tus propias fuerzas lo que El te mandó para tu salvación eterna, sino con su ayuda. En consecuencia, para cambiar tu vida a mejor y acoger sin demora la gracia de la regeneración, no te confíes, ¡oh Firmo!, a ti enfermo, sino a él, que es poderoso y todo lo puede. Ni debes esperar el momento en que él quiera, como si le fueras a ofender si te anticiparas a quererlo tú, siendo así que, quieras cuando quieras, quieres por su ayuda y obra. Ciertamente su misericordia te previene para que quieras, pero cuando quieres, quieres en verdad tú. En efecto, si no queremos nosotros cuando queremos, nada nos otorga El cuando hace que queramos. ¿Qué hago yo al decirte estas cosas sino que quieras? Pero yo lo hago de una manera, El de otra; yo desde fuera, El desde dentro; yo cuando tú me oyes o lees lo que escribo, El cuando le piensas o hace que pienses en El; yo hablando, El de un modo inefable; yo sólo por don suyo, El por sí mismo; yo cual ministro suyo y habiendo recibido de El este ministerio, El como alguien que no necesita de ministro, hacedor incluso de los ministros, y sirviéndose de los ministros fieles para concederles también a ellos el bien de esta obra; finalmente, yo como hombre que la mayor parte de las veces ni siquiera puedo instruir, El como Dios a quien le asiste el poder persuadir cuando quiere11.

8. Esto dicen de El las Sagradas Escrituras y la mente imbuida de alguna piedad, la que sea. ¿Quién, si no está excesivamente alejado de la verdad, se atreverá a pensar o creer que Dios quiera persuadir algo y no pueda? Te persuade, pues, cuando quiere, ya por nuestro ministerio, ya de cualquier otro modo. Yo he de suplicarle que lo haga de tal manera, que también tú seas exhortado. El que obedezcas a los preceptos verdaderos y saludables es obra de su gracia; el que no obedezcas, culpa tuya. Aquellos a quienes libera de esta culpa -entre los que quiero que estés y te ruego que lo quieras tú- los libra en cuanto misericordioso; a los que no libra no los libra en cuanto juez. Ignoramos muchos de sus juicios ocultos, pero sabemos esto: que ninguno de ellos puede ser injusto. Al dejar en la incertidumbre el día de la muerte, quiso que sirviese de no poco provecho para los suyos que saben comprender el lenguaje divino, con vistas a que no difieran el día de su regeneración.

Tú afirmas que somos impulsados a todas las apetencias por su voluntad, y así es. Entiendo que te refieres a todas las apetencias de que hablabas al hacer esa afirmación. Pues dijiste que en eso, a lo que te exhortaba y que tú piensas que hay que diferir, se ha de tener en cuenta sobre todo el deseo de aquel por cuya voluntad nos vemos impulsados a todas las apetencias, y añadiste: «No hay que dar cuenta a los hombres de aquellas cosas que Dios nos insinúa que amemos». Si te refieres a la apetencia de dichas cosas, es verdad; pues no es verdad que seamos impulsados a todos los apetitos, incluidos los malos, por su voluntad. O, si piensas así, porque no parece absurdo afirmar que se hace por su voluntad lo que no se haría si él no lo permitiese, la afirmación puede mantenerse. En efecto, no se hace absolutamente nada sino lo que hace él, o permite que se haga; y, puesto que él lo hace queriendo y queriendo lo permite, si él no quiere, no se hace absolutamente nada. Sin embargo, se dice con razón que se hace contra su voluntad todo lo que le desagrada. Si permite que se obre el mal, es porque es poderoso también para sacar bienes suyos de los males no suyos. Todo lo que es justo es bueno y de justicia es castigar los pecados. Cosa buena es también perdonar los pecados; cosa buena es obrar cosas útiles para la liberación de los hombres. De igual manera es cosa buena refrenar los pecados para que no vayan a más. Cosa buena es... liberar de los pecados o de las consecuencias de los pecados. Así, castigando unos, perdonando otros y tornando otros en utilidad y ayuda de los piadosos, en todas estas cosas convierte los males en bienes quien permite que se haga el mal. Y Dios, autor de todo bien, no se manifestaría como potentísimo si no permitiese la existencia de los males; aunque no puedo averiguar qué bien es capaz de sacar de ellos. Con todo, tales males los ha alejado a gran distancia del reino de los bienaventurados; y, por eso, ni siquiera cesó de obrar en los males cuya existencia permitió. Y donde quiso que no existiese ninguno, hizo que así fuese. Si esto lo hubiese hecho realidad en todas partes, no se darían en las cosas todos los bienes, porque no existirían los bienes que podía extraer de los males. Sin embargo, no por eso somos de provecho para Dios con el mal que hacemos, que proviene de la voluntad mala, ya del ángel, ya del hombre, como si aumentásemos en algo el número de sus buenas obras. ¿En qué le somos de provecho, incluso cuando somos buenos? Si nunca hubiésemos sido malos, el provecho hubiese sido para nosotros, no para Dios, quien sabe sacar el bien hasta de los males. Más aún, aunque nuestra bondad hubiese existido siempre, ningún provecho habría aportado al Señor. ¡Cuánto menos le resultará provechoso a El nuestra malicia, aunque El pueda obrar el bien a partir de ella por la omnipotencia de su bondad! Bienes que, sin embargo, no hubiesen existido si no hubiesen ido por delante nuestros males; pero aunque no hubiesen existido, no le iría ni mejor ni peor a aquel a quien ningún mal le puede sobrevenir, pues su felicidad no disminuye por algún mal ni aumenta por ningún bien. Por esto, digamos que todo se realiza por su voluntad, pero distinguiendo el permitir del hacer, puesto que no podemos negarle su condición de juez. ¿Acaso en el momento de juzgar y de dar a cada uno conforme a sus obras condenó a alguien por las que personalmente hizo en él?12 De ningún modo. Sí, sin embargo, por las que le permitió hacer. Sin el omnipotente, de ningún modo se hubiesen hecho las cosas que El no pudo ignorar.

9. Cuando afirmaste que todos, doctos e indoctos, estaban de acuerdo en que nada se ha hecho ni nada puede hacerse sin El, no hemos de hacer objeto de discusión el consenso de los indoctos, para que ello no nos suponga una demora en algo que para nosotros no merece discusión. Porque, ya estén de acuerdo todos, ya disientan algunos, concederás, sin embargo, que has dicho verdad si distingues, conforme a mi advertencia, el hacer del permitir. En efecto, se afirma con toda verdad que nada se ha hecho ni nada puede hacerse sin que Dios omnipotente lo permita o lo realice. Así, El permite que se cometan los pecados, no los comete El. Aunque en castigo de otros pecados entregue a algunos hombres a los deseos de su corazón13 para que hagan lo que no les conviene, ya abandonándolos, ya enviando o permitiendo (su presencia) a los ángeles malos para que los engañen, cualquier pecado de este tipo pertenece a quienes por justo juiciode Dios merecieron ser entregados para que pecasen de esa manera; a Dios, en cambio, no le compete sino el justocastigo del pecado.

10. Por consiguiente, cada cual es impulsado a las apetencias ilícitas, arrastrado y seducido por su concupiscencia. Cuando Dios libera de este mal, lo hace en cuanto misericordioso; cuando no libera, actúa como juez14, El, cuya misericordia y juicio15 canta la Iglesia. Respecto a cuándo actúa de una manera y cuándo de otra, la libertad y decisión es suya. El mismo ha decidido también que ignoremos esto, y pienso que lo hemos de ignorar siempre. Quien afirma que El no debió permitir nunca que el hombre pecase, presta poca atención a que la naturaleza, que no debe pecar, pero tiene posibilidad de hacerlo, es sin duda mejor si no peca cuando se le permite hacerlo (físicamente) que cuando no se le permite. Por eso, Dios, bueno y justo, al comienzo la hizo tal, que si no hubiera querido pecar no hubiera pecado, aunque le estaba permitido; y, cuando pecó, la castigó de modo que, puesta al servicio de los pecados que la dominan, está sometida también a los ángeles malos; ella que no quiso servir a la justicia de su Señor para ser igualada a los ángeles buenos. De aquí proceden los errores y angustias que vemos en los mortales y de los que esta vida está llena. A los que la aman les daña más la falsa felicidad, deseando gozar de la cual añaden pecados a pecados, que la miseria dura y áspera que todos quieren acabar, pero no todos saben cómo. Nadie carece de ella sino después de la muerte, en el caso de que haya llevado una vida santa. En efecto, así se expresa la palabra de Dios: Pesado es el yugo que cae sobre los hijos de Adán, desde el día que salen del seno de su madre hasta el día de su sepultura en la madre de todos16. Ni siquiera los niños bautizados, a los que se les lavó y borró por el baño de la regeneración el pecado original, que contrajeron únicamente por proceder de la estirpe condenada, se hallan excluidos de lo aquí afirmado. Lo que los hombres reciben por la gracia de Cristo no es don para este siglo, sino prenda del futuro. Lo que procede de Adán por generación está condenado en su totalidad. La regeneración se estableció para poder eludir tal condena. En cuanto atañe a las miserias del siglo presente, nadie, ni siquiera los piadosos, ve el fin de esta condena más que después de la muerte. Los impíos ni siquiera después de ella; más aún, a éstos se les aumentan los males tras la disolución y posterior recuperación de este cuerpo, una vez privados de los bienes de que aquí usaron mal. Cae dentro de los inescrutables juicios de Dios el motivo por el que esta regeneración se da no sólo a algunos mayores en edad, sino también a algunos niños, mientras que a otros no17. Pero en dichos juicios nada hay oculto que no sea también justo

11. Cuando te exhorto a que recibas esta regeneración, no esperes a que Dios lo quiera; antes bien, haz lo que te manda. Y, al hacerlo, se te manifestará que El lo quería, puesto que no lo hubieses podido si El no lo hubiese querido. En efecto la caridad por la que lo has de hacer procede de Dios; en cambio, la concupiscencia que te frena para que no lo hagas todavía, no. Por tanto, mientras sigues sin realizarlo, atribúyetelo a ti, no a Dios, puesto que tu vicio te engaña sin advertirlo tú, o te vence, consciente tú de ello. En cambio, cuando lo hayas hecho, cree que Dios te asistió porque es plenamente verdadero. No quedes a la espera de esta ayuda divina difiriendo recibir la regeneración; antes bien, experiméntala, haciéndola realidad.

12. Ahora paso ya a decir a tu excelencia lo que me parece que hay que decir acerca de nuestro griego, de quien trata toda tu carta posterior. Me llenó de gran gozo su extraordinario carácter, que destaca por su gran ingenio y va muy adelantado en su instrucción en las artes liberales. Sabes muy bien que es de enorme interés el objetivo a que se dirigen esos bienes. Porque si se manifestase en discursos tales cuales aquellos en los que ahora se ocupa por la necesidad de ejercitarse, no hubieses querido que yo fuese juez de su ingenio más que de su alma; de modo que, dejadas de lado las razones que reclamaba necesariamente el tema, juzgase solamente sobre su facundia. Con semejante petición, tú mismo has emitido en cierto modo un juicio sobre lo que no quisiste que ahora lo emitiese yo. Pero yo, cuanto más satisfacción hallo en su ingenio y egregia capacidad de hablar, tanto más me ocupo, porque le amo más tiernamente, del propósito a que sirven esos tan grandes bienes que posee, de los que, como sabes, los hombres pueden usar bien o mal. Ni alabo ni quiero que él prefiera que le apruebe el mayor número de personas a que le aprueben las más cualificadas. Esta forma de pensar ha brotando de una costumbre inveterada, sí, pero no correcta, del género humano, no de la fuente de la verdad. Y, si tú no le supieras, no hubieses dicho: «Esta parece ser la base del arte mismo», sino: «Esta es la base del arte mismo». Parece, pues, que lo es, pero no lo es; y les parece a aquellos que o no leen o no entienden bien a los mejores autores de dicho arte, o aunque los hayan leído y entendido, no los creen. Es absolutamente cierto lo que dijo el doctor más facundo y elegante. «La elocuencia unida a la sabiduría es de gran utilidad para las ciudades; en cambio, la elocuencia, sin la sabiduría, la mayor parte de las veces daña y nunca es de provecho». Razón por la que consideraron que no había que definir al hombre elocuente, ya que puede darse la elocuencia sin la sabiduría, sino al orador mismo, afirmando que es «el hombre bueno perito en el hablar». Si se elimina de esta definición la primera parte, queda lo que causa un excesivo daño. Por ello, los antiguos pensaron y dijeron que, cuando a los neciosse les dota de los preceptos del bien hablar, no se hace de ellos oradores, sino que se ponen ciertas armas en manos de fanáticos.

13. Quiero, deseo y exhorto a nuestro griego a que, sin detrimento de la honestidad, trate de agradar a los buenos y al mayor número; mas donde por la perversidad de la masa no pueda agradar a una y otra parte; elija agradar a los buenos antes que a la masa; y esto no sólo en las palabras y dicción, sino también en la vida y acciones. Por eso estoy muy interesado en saber qué costumbres suyas merecen a tu juicio felicitación, para que me hagas también a mí partícipe de los gozos que él te procura. No dudo que deseas que él sea en todo mejor que tú mismo. No movido por la curiosidad, sino mirando por él de un modo que no considero reprochable, deseo saber por tu respuesta cuántos años tiene, qué ha leído con maestros de una y otra lengua, qué bajo tu dirección o incluso contigo, qué él personalmente, si es el caso, y en qué ocupa ahora su ente estudiosa.