Fecha: Posterior al 427
Tema: La excomunión colectiva y el derecho de asilo.
Agustín saluda en el Señor a Clasiciano, señor insigne e hijo excelentísimo y muy amado.
1. Mucho me entristeció la carta de tu dilección y te confieso que, no obstante dudar mucho tiempo sobre qué contestarte, me faltó consejo que darte y me vino a la mente lo que está escrito: Si tienes consejo que dar, responde a tu prójimo; si no lo tienes, que tu mano cierre tu boca1. ¡Ojalá que con motivo de tu caso hubiesen tomado los obispos una decisión que pudiera aplicarse en adelante a otros parecidos! Mas por ahora no hay decreto de concilio alguno o, si lo hay, lo desconozco. Pero no faltan casos en que se ha excomulgado no sólo a los que parecían merecer tal corrección, sino a ellos con toda su casa, aunque los suyos no hubiesen cometido nada semejante. Y al hacerlo así, ningún obispo fue acusado u obligado a exponer los motivos de su proceder, al hacer en el rebaño de Cristo lo que creía conveniente para las ovejas confiadas a su cuidado.
Por lo que respecta a la Sagrada Escritura, hallamos en ella que los pecadores sufrían el castigo de su pecado junto con todos los suyos, que no habían pecado. Pero eso acontecía en la época del Antiguo Testamento, cuando el castigo era corporal, no espiritual. Aunque el pecador recibía la muerte corporal con los suyos, que no habían tomado parte en la acción pecaminosa, los que morían eran siempre los cuerpos, que alguna vez tenían que hacerlo, para infundir a todos los restantes el gran temor de morir sin dejar posteridad personal. En cambio, el castigo espiritual recayó siempre únicamente sobre el que había pecado, según la afirmación del Señor, que hablaba por el profeta: Mía es el alma del padre y mía el alma del hijo; el alma que pecare, ésa morirá2. Así pues, en el tiempo del Nuevo Testamento, en el que el poder castigar espiritualmente reside en la Iglesia, conforme a las palabras de Cristo: Lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo3, ignoro cómo puede ser justo atar juntamente al padre y al hijo, cuando ha pecado aquél y no éste. Y con más razón si se trata de la esposa, siervo, sierva, niño o niña pequeños o de toda la casa. Si alguien nace en ella después de haber recaído sobre la misma la excomunión, será poco para él arrastrar el pecado original, de acuerdo con la realidad de que en el único Adán todos pecaron4; hallará un segundo reato por la iniquidad de otro, cometida antes de que él viniese a la luz y, lo que es más cruel, si llega a encontrarse en peligro de muerte, no se le podrá socorrer con el sacramento del bautismo.
2. Estas cosas me afectan profundamente. Por eso nunca jamás he hecho algo semejante. Y sé que muchos hermanos y colegas míos, anteriores, contemporáneos o posteriores a mí en el episcopado, son de esa opinión, que es también la mía. Pero sé que algunos, incluso situados en la cima de un poder secular más alto que ese en que te hallas tú, fueron excomulgados con toda su casa por sus obispos y no les suscitaron cuestión alguna respecto al hecho ni recurrieron con quejas a otros obispos; antes bien, previa la penitencia, se dirigieron a quienes los habían atado con la excomunión pan que, recibido el perdón, los desatasen. Con esto he dicho por qué me veo sin respuesta concreta que dar a lo que tu excelencia me escribió; a saber, por qué, aunque el que pecó fuiste sólo tú, los obispos no te excomulgaron a ti solo, sino a ti con toda tu casa, señor justamente ilustre e hijo excelentísimo y muy amado.
3. Ciertamente, cuando considero el caso que me has presentado en tu carta, respecto al cual surge la pregunta de si sólo tú eres merecedor de dicha pena, no advierto que hayas incurrido en culpa, si es verdad tu presentación de los hechos. En efecto, los que con su perjurio te habían engañado, habían engañado también a su fiador, despreciando los sacramentos de Cristo, y, para quebrantar impunemente la fe dada, se habían refugiado en la casa de esa misma fe. Tú no pecaste en absoluto si los que cometieron ese delito, ese crimen, esa impiedad, se corrigieron sin ser arrojados de la Iglesia por la fuerza, sino saliendo ellos mismos espontáneamente, aunque tú hayas entrado en la iglesia acompañado de soldados, de los que no puedes prescindir en atención al desempeño de las obligaciones de tu cargo; y si has dicho al obispo lo que el dolor te obligaba a decir, para no favorecer, con daño del fiador, a los que habían faltado a la fe dada, y para que no hallasen defensa en detrimento del que creyó a los que juraron por el Evangelio, justamente en el lugar en que se lee, con la máxima autoridad y respeto, para que la fe dada se mantenga y guarde.
4. Pero te suplico que me perdones si presto oídos imparciales a la otra parte y no me resulta fácil dar fe a tu excelencia contra la santidad del obispo. Nada pierdes; más aún, ganas mucho en razón de tu piadosa humildad, si le pides perdón a él por si, tal vez, en la disputa que indicaste haber mantenido con él, dijiste algo que ni a ti te convenía decir ni a él oír.
5. Yo, por mi parte, pensando en aquellos que por el pecado de una sola persona atan con la excomunión a toda su casa, es decir, a muchas almas, y atendiendo sobre todo a que en ella nadie muera sin el bautismo, con la ayuda del Señor, deseo presentar este problema en nuestro concilio. Y también el otro, a saber, si no hay que arrojar de la iglesia a los que se refugian en ella para quebrantar la fe dada a los fiadores. Así se establecerá y confirmará, con la autoridad concorde de todos, cómo debemos comportarnos en tales casos. Y estoy dispuesto a recurrir por escrito, si fuera necesaria a la Sede Apostólica. Sin pecar de temerario, he de decir que si algún fiel bautizado fuese excomulgado injustamente, el daño recaerá sobre quien infiere la injuria, no sobre quien la recibe. Pues el Espíritu Santo, que habita en los santos y es quien ata y desata a las personas, no inflige a nadie una pena inmerecida. En efecto, por él se difunde en nuestros corazones la caridad5, que no obra mal.
6. He escrito al mismo hermano, mi colega en el episcopado, vuestro obispo, como juzgué que debía hacerlo, inhibido durante largo tiempo por la angustia grande que significaba deliberar sobre si era ése mi deber. Si esto no es suficiente a tu dilección, perdóname. He juzgado que no debía hacer más.