CARTA 262

Traductor: Lope Cilleruelo, OSA

Revisión: Pío de Luis, OSA

Fecha: Año 418.

Tema: Deberes matrimoniales.

Agustín saluda en el Señor a Ecdicia, señora e hija piadosísima.

1. Leí la carta de tu Reverencia y pregunté al portador lo que me quedaba por saber. Y he lamentado mucho que te hayas portado con tu marido de manera que aquel edificio de la continencia, que empezaba a edificarse en él, se haya desplomado miserablemente en la ruina del adulterio, al perder la perseverancia. Ya era lamentable que, después de prometer a Dios la continencia, y aceptarla ya en las costumbres y realidad, hubiese vuelto a la unión carnal con su mujer. Pues ¿cuánto más lamentable será que se haya sumergido en una perdición tan profunda, y se haya lanzado al adulterio tan disolutamente, airado contra ti, dañándose a sí mismo, como si se vengase más cruelmente contra ti, si él mismo perece? y todo este mal acaeció porque tú no trataste su alma con la moderación que debiste. Aunque por mutuo acuerdo os absteníais ya de la unión carnal, en todas las demás cosas debiste, como esposa, servir obsequiosamente a tu marido, máxime teniendo en cuenta que ambos sois miembros del cuerpo de Cristo1. Si siendo fiel hubieses tenido un marido infiel2, sería preciso que te sometieras a él en el trato a fin de ganarlo para el Señor, como los apóstoles amonestaron.

2. Omito otra cosa: he sabido que prometiste la continencia contra la sana doctrina, cuando él aún no quería. No debiste negarle la deuda de tu cuerpo mientras su voluntad no estuviese de acuerdo con la tuya para alcanzar aquel bien que supera a la castidad conyugal. Quizás no habías leído ni oído, o no habías prestado atención al Apóstol, que dice: Bueno es al hombre no tocar mujer; mas, para evitar la fornicación, cada cual tenga su esposa y cada cual su marido. El marido dé a su mujer lo que le debe y la mujer de igual modo a su marido. La esposa no tiene potestad sobre su cuerpo, sino el marido; asimismo el marido no tiene potestad sobre el suyo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro sino de común acuerdo por cierto tiempo, para entregaros a la oración; y volved luego a lo mismo para que no os tiente Satanás por vuestra incontinencia3. En conformidad con estas palabras del Apóstol, si él hubiese querido guardar la continencia y no hubieras querido tú, él estaba obligado a otorgarte lo que te debía, y Dios se lo hubiese imputado como continencia al no negarse a otorgarte lo que te debía, cediendo a tu debilidad y no a la suya, para que tú no cayeses en la torpeza condenable del adulterio. Pues con más razón era preciso que tú, que debías estar sujeta a él, obedecieses a su voluntad y le otorgases lo que le debías para que él no fuese arrastrado al adulterio por una tentación diabólica. Dios te hubiese aceptado la voluntad de guardar la continencia, aunque renunciaras a ella para no perder a tu marido.

3. Omito esto, como te digo. Tú rehusaste otorgarle lo que como esposa le debías, pero luego él consintió contigo en guardar la continencia y vivió en total continencia contigo durante largo tiempo, y de ese modo te absolvió de aquel pecado que cometiste al negarle lo que debías respecto a la carne. En esta tu causa no se ventila ya el problema de volver a mantener relaciones sexuales con tu marido. Uno y otro debisteis haber cumplido con perseverancia hasta el fin lo que por mutuo acuerdo habíais prometido al Señor. Si él ha quebrantado su propósito, persevera al menos tú en él con constancia. No te exhortaría a ello si él no hubiese llegado a ese acuerdo contigo. Si no hubieses obtenido su consentimiento, no te podría justificar ninguna cifra de años; aunque me hubieses consultado después de mucho tiempo, sólo te hubiese contestado lo que dice el Apóstol: La esposa no tiene potestad sobre su cuerpo, sino el marido4. Con esa potestad te había permitido la continencia de manera que él mismo la había aceptado contigo.

4. Me apena sobre todo el que entonces no hayas cumplido tu deber. En el trato familiar le debías tanto más humilde y obediente obsequio cuanto más religiosamente te había concedido la gran libertad, incluso imitándote en ella. No porque os absteníais de la unión carnal dejaba él de ser tu marido; al contrario, tanto más santamente permanecíais como cónyuges cuanto más concordemente manteníais un acuerdo más santo. Nada, pues, debiste cambiar ni en el vestido, ni en el oro o plata, o dinero, o en cualquiera de tus cosas terrenas sin su voluntad, para no poner tropiezos a un hombre que había prometido contigo cosas mayores a Dios y se había abstenido por continencia de lo que hubiera podido exigirte en tu cuerpo con lícita potestad.

5. Al fin acaeció que, al sentirse desdeñado, rompió el vínculo de la continencia con que se ligara cuando se sentía amado. Encolerizado contigo, no se perdonó a sí mismo. Según me contó el portador de tu carta, al saber que habías dado todo o casi todo lo que tenías a no sé qué dos monjes que estaban de paso como para repartirlo a los pobres, comenzó a detestarlos a ellos y a ti, pensando que no eran siervos de Dios, sino salteadores de casas ajenas, que te habían seducido y robado. Y en su indignación arrojó la carga tan santa que llevaba contigo. Era débil, y por eso mismo tú, que parecías más fuerte en el propósito común, no debiste turbarle con tu presunción, sino sobrellevarle con tu amor. Quizá se sentía perezoso para distribuir generosas limosnas. Hubiese podido aprender también eso si no hubiese sido herido por tu inesperado derroche, si hubiese sido invitado con tus donativos con que él ya contaba. Quizá entonces eso que tú sola has hecho con temeridad lo hubierais hecho los dos más prudentemente con amor concorde, con más orden y rectitud. Y no se hubiese blasfemado contra los siervos de Dios, si es que lo eran esos sujetos que aceptaron tan grande cantidad de una mujer desconocida, de una esposa ajena, estando ausente y sin saberlo su marido. Y todos hubieran alabado a Dios en vuestras obras, pues vuestra unión hubiese sido tan confiada, que erais capaces de mantener en común no sólo la más alta castidad, sino también una gloriosa pobreza.

6. Mas ahora, fíjate en lo que has hecho con tan inconsiderada precipitación. Aun sin pensar mal de esos monjes, tu marido se lamenta de que te robaron en lugar de edificarte. Voy a pensar bien y no me voy a mostrar fácilmente de acuerdo con un hombre que tiene la vista nublada por la cólera, contra quienes quizá eran siervos de Dios. ¿Acaso el bien de alimentar la carne de los pobres con generosas limosnas es tan grande como el mal de apartar la mente de tu marido de tan santo propósito? ¿Acaso debías anteponer la salud corporal de cualquiera a la salvación eterna de tu marido? Si hubieses pensado en lo que es mayor misericordia y diferido el entregar tus cosas a los pobres para no poner tropiezos a tu marido y empujarle a perecer para Dios, ¿no te hubiese tenido en cuenta Dios eso como una limosna superior? Recuerda lo que lograste cuando conquistaste a tu marido para que contigo sirviera a Dios en una castidad más perfecta, y mira que por estas tus limosnas se ha extraviado su corazón. El daño que ahora te aflige es mucho mayor que las ganancias celestiales en que tú pensabas. Si en el cielo tiene alto lugar quien comparte el pan con el pobre5, ¿qué lugar tendrá la misericordia con que un hombre es librado del diablo, que, como león rugiente, busca a quien devorar?6

7. No digo esto como si hubiésemos de desistir de nuestras buenas obras para no poner tropiezos a nadie. Pero una es la causa de las personas extrañas y otra, muy distinta la de las personas unidas por vínculos familiares en una sociedad; una es la causa del fiel y otra la del infiel; una la de los padres para con los hijos, y otra la de los hijos para con los padres. Y otra es la causa, que aquí se ha de considerar ante todo, de la esposa con su marido: una casada no puede decir: «Hago lo que quiero de lo mío», pues ella misma no es suya, sino de su cabeza, esto es, de su marido7. Como recuerda el apóstol Pedro, así eran algunas mujeres santas que esperaban en Dios, se adornaban y vivían sumisas a sus maridos, como Sara obedecía a Abrahán, llamándole señor8, cuyas hijas sois vosotras9. Y téngase en cuenta que Pedro habla aquí a las cristianas y no a las hebreas.

8. ¿Es extraño que un padre se negara a que la madre despojase de los apoyos necesarios para la vida al hijo de ambos? El ignora qué profesión seguirá el niño cuando sea mayor. No sabe si elegirá la profesión monástica, o el ministerio eclesiástico, o el vínculo de la unión conyugal. Aunque los santos han de educar y animar a sus hijos a lo mejor, cada uno recibe de Dios un don propio, éste de un modo y aquél de otro10. A no ser que haya que reprender a un padre cuando provee y se preocupa por estas cosas, habiendo dicho el Apóstol: Quien no provee a los suyos, máxime a los de su familia, ha negado la fe y es peor que un infiel11. En cambio, cuando le trataba de hacer limosna dijo: No basta el punto que otros se vean aliviados y vosotros padezcáis angustias12. Debierais, pues, haber ido de acuerdo en todas estas cosas, cuidando a la vez de atesorar para el cielo y de dejar para vosotros, para los vuestros y para vuestros hijos lo que reclama esta vida, no sea que los otros se vean aliviados y vosotros padezcáis angustia. Si en disponer y ejecutar tales cosas tú veías alguna decisión mejor, debías haberla sugerido con reverencia a tu marido y acatar obedientemente su autoridad como de cabeza tuya que es; para que todos los que tienen sanos pensamientos a los que pudiese llegar la fama de vuestra buena acción se congratulasen del fruto y de la paz de vuestro hogar, y el enemigo se avergonzase no teniendo ningún mal que decir de vosotros.

9. Aunque se tratase de dar limosna y distribuir tus bienes a los pobres, buena acción sobre la que hay grandes y evidentes preceptos del Señor, ciertamente debías haber comunicado tu decisión y no despreciar la voluntad de tu marido, que estaba ya bautizado y guardaba contigo los santos pactos de la continencia. Pues ¿cuánto menos podrías cambiar nada ni en el adorno ni en el vestido sin su voluntad sobre lo cual no tenemos ningún precepto divino? Cierto que está escrito que las casadas deben llevar un vestido ordinario, y que se reprenden con razón los adornos de oro, el rizar el cabello y otras semejantes frivolidades, que suelen usarse por vana pompa o para atractivo de figura13. Pero según la categoría de las personas hay un vestido matronal distinto de vestido de las viudas, que puede convenir a las casadas fieles, manteniendo el respeto a la religión. Si tu marido se negaba a que te lo quitaras, para que en vida suya no te jactases como si fueses viuda, piensa que no podías mantenerte en tu idea hasta el escándalo de la disensión, pues el mal de la desobediencia era mayor que el bien de una cierta abstinencia. ¿Hay cosa más absurda que el que una casada se gloríe de la humildad del vestido ante su esposo? Lo que te convenía era agradarle con tus cándidas costumbres y no molestarle con tu descuidado vestido. Aunque te gustase mucho el vestido de monja, podías proponerlo y solicitarlo de tu marido, pero no ponértelo sin consultarle a él y despreciándole. Si él no te lo permitía, ¿en qué habrías faltado a tu propósito? Nunca hubieses desagradado a Dios por vestir como Susana y no como Ana, viviendo tu cónyuge.

10. Este había comenzado a guardar contigo el gran bien de la continencia; aunque hubiese querido que llevaras vestidos de casada y no de viuda, nunca te hubiese obligado a llevar adornos indecentes. Y aunque a esto te hubiese obligado con alguna dura condición, podrías mantener en el boato de los vestidos el corazón humilde. En tiempo de los patriarcas, la reina Ester temía a Dios, adoraba a Dios, acataba a Dios, y con todo, servía sumisa a su marido, rey idólatra que adoraba a otro dios; en un grave peligro, no sólo para ella, sino también para su pueblo, que entonces era pueblo de Dios, se postró a orar al Señor. Y en su oración dijo que para ella el boato de reina era como un paño de menstruada14. Y escuchó al momento su oración Aquel que, como escrutador del corazón15, sabía muy bien que ella decía verdad. Y con todo, su marido era polígamo y adorador de dioses ajenos y falsos. Si el tuyo hubiese perseverado en el propósito que había acordado contigo y no hubiese incurrido en tal torpeza por tu ofensa, lo tendrías contigo no sólo fiel y adorador de Dios, sino también viviendo en continencia; consciente de vuestro compromiso, aunque te hubiese obligado a llevar vestido de casada no te hubiese obligado a llevar ornamentos de soberbia.

11. Te he escrito esto, pues creíste que me debías consultar, no para quebrantar con mis palabras tus rectos propósitos., sino para lamentar lo que tu marido ha hecho con tu conducta desordenada e incauta. Debes pensar con ahínco en reparar lo hecho si de veras quieres pertenecer a Cristo. Revístete, pues, de la humildad de corazón, y para que el Señor te dé la perseverancia, no desdeñes a tu marido que perece. Derrama por él piadosas y asiduas oraciones; ofrece en sacrificio las lágrimas que son como sangre de un corazón herido. Escríbele dando satisfacción, pidiendo perdón, ya que pecaste contra él cuando sin su consejo y voluntad dispusiste de tus bienes, y creíste que podías hacerlo. Lo cual no significa que te arrepientas de haber beneficiado a los pobres. Sino de no haber querido que tu esposo fuese moderador y partícipe de tu buena obra. Por lo demás, y con la ayuda de Dios, prométele que, si se arrepiente de su torpeza y vuelve a vivir la continencia que abandonó, tú le servirás en todo como conviene. Pues quizá, como escribe el Apóstol, le dé Dios arrepentimiento y advierta los lazos del diablo que le tiene cautivo a su capricho16. Y pues recibiste un hijo de vuestro legítimo y honesto matrimonio, ¿quién no sabe que más pertenece a la potestad del padre que a la tuya? Por lo tanto. No hay que negárselo dondequiera sea que se halle, siempre que lo pida conforme a derecho. Y por eso mismo, vuestra concordia le es necesaria al niño, para que, según tu voluntad, pueda ser educado e instruido en la sabiduría de Dios.