CARTA 234

Traductor: Lope Cilleruelo, OSA

Revisión: Pío de Luis, OSA

Fecha: Después de la anterior.

Tema: Medio para llegar a Dios.

Longuiniano a Agustín, digno de veneración y santo padre verdadera y justamente merecedor de estima.

1. Me siento feliz y plenamente iluminado por el limpio fulgor de tu resplandeciente virtud, pues me juzgaste digno de verme colmado del honor de tu divina palabra. Pero me impones una carga bastante pesada y una dificilísima tarea la de responder a tus preguntas y al mismo tiempo la que consiste en explicar tales cuestiones exponiendo mi opinión, es decir, la de un pagano. Sea suficiente, si es el caso, el hecho de que o bien ya estamos de acuerdo al menos en parte o bien convenga estarlo ahora cada vez más, mediante nuestras cartas, sobre las normas de vivir. No me refiero sólo a las socráticas ni a las proféticas que defiendes tú, ¡el mejor entre los romanos!, ni a las pocas provenientes de Jerusalén, sino también a las de Orfeo, de Tages o de Trimegisto, mucho más antiguos que aquéllos y nacidos por obra de los dioses en épocas todavía casi bárbaras y manifestados por revelación de Dios a todo el orbe de la tierra dividida en tres partes mediante unos límites determinados, y ello antes de que Europa o Asia recibieran dicho nombre y África poseyese un varón como tú, hombre fiel en medio de nosotros, lo has sido siempre y lo serás. Porque desde que hay memoria de hombres, a no ser que consideres al personaje presentado por Jenofonte como una figura de fábula inventada, aún no he sentido hablar ni leído acerca de nadie, ni he visto a nadie o al menos después de aquel único -y lo afirmo poniendo a Dios por testigo, pasando bien y con seguridad la prueba- nadie que como tú se esforzase por conocer a Dios, y pudiese seguirlo con suma facilidad, con pureza de alma y desprendimiento del gravamen del cuerpo, y por retenerlo no con una credulidad dudosa, sino con la esperanza de una conciencia íntegra.

2. Mas por qué camino pueda lograrse eso es competencia mayormente tuya el no ignorarlo y comunicármelo a mí sin introducir nada que venga de fuera, antes que lo contrario: que tú lo sepas de mí, señor digno de toda veneración. Porque confieso que sólo entonces seré capaz de avanzar hacia la sede de dicho bien, como corresponde a mis funciones sacerdotales, capacidad que aún no poseo en ningún modo, aunque hago mis provisiones por si algún día pudiere lograrlo. No obstante, voy a exponerte brevemente, en la medida de mis posibilidades, la tradición santa y antigua que retengo y conservo. El mejor camino hacia Dios es aquel en que un hombre bueno, probado en obras y palabras piadosas, justas, puras, castas y verdaderas, firme ante las vicisitudes de los tiempos, protegido por la compañía de los dioses, habiendo merecido las potencias de Dios, es decir, lleno de las potencias del creador único, universal, incomprensible, inefable e infatigable, a las que -según vuestro uso- llamáis ángeles o algo posterior o contemporáneo a Dios, o derivarte de él o que lleva a él, aquel en que un hombre bueno, repito se apresura a caminar poniendo en ello su alma y su mente. Este es -insisto- el camino por el que los hombres, purificados por las piadosas prescripciones de los antiguos ritos sacros y por actos de expiación que otorgaban la máxima pureza y consumidos por la guarda de la abstinencia, caminan sin desfallecer ni en el alma ni en el cuerpo.

3. Respecto al Cristo de carne en quien crees y Dios espiritual por quien estás seguro de llegar a aquel ser sumo, bienaventurado, verdadero y padre de todos, ni me atrevo ni soy capaz, ¡oh señor y padre digno de veneración!, de expresar lo que siento, porque considero que es muy difícil hablar con exactitud de lo que ignoro. En cuanto al hecho de que te hayas dignado indicarme que me amas -cosa que ya sabía- a mí, admirador de tus virtudes, lo considero como un testimonio suficiente dado a mi vida honrada. Y como la mantengo para no desagradarte a ti que cada día abres a Dios tu persona y tu alma, comprendes sin duda que también yo te amo y disfruto de ello, pues acepto y mantengo como norma y regla el juicio que tú has emitido sobre mí. Pero, ante todo, te suplico que mires con benignidad mi modesta opinión y seas indulgente con estas mis palabras, quizá flojas e incongruentes, puesto que tú me obligaste a hablar. Dígnate participarme, si lo merezco, con tus escritos santos, más dulces no sólo que la miel, sino que incluso el néctar, como dijo el poeta. ¡Ojalá goces de la piedad de Dios, oh señor y padre, y agrades a Dios con una santidad perpetua, como es necesario.