Revisión: Pío de Luis, OSA
Fecha: Año 429.
Tema: Envío de las Confesiones y otros escritos.
Agustín, siervo de Cristo y de sus miembros, Saluda en él al hijo Dario, miembro de Cristo.
1. Quieres que esta carta sea indicio de haber recibido la tuya con agrado. Hela aquí, aunque el agrado no puedo escribirlo ni en ésta ni en mil otras, breves o prolijas. Porque lo que no puede pintarse con palabras, no puede pintarse ni con muchas ni con pocas. Y yo ciertamente digo poco, aunque hablo mucho. Pero no admito en absoluto que nadie, Por elocuente que sea, pueda exponer en una carta suya, independientemente de su calidad y extensión, los sentimientos que la tuya produjo en mí, que ni yo soy capaz de exponer incluso si pudiera verlos en mi alma como yo mismo. Sólo queda indicarte lo que tú quisiste saber, para que en mis palabras sientas lo que ellas no indican. ¿Qué diré sino que tu cata me ha deleitado, y que me ha deleitado muy mucho? La repetición de esa palabra no es repetición, sino una perpetua dicción Como no puedo decida sin cesar, por lo menos la he repetido. Quizá así pueda decirse.
2. Alguno preguntará qué es lo que, en resumidas cuentas, me ha deleitado tanto en tu carta. «¿Acaso el estilo?» Respondo: «No es eso». Y él dirá: «¿Entonces te han deleitado las alabanzas que te dirige?» También le responderé: «No». Cierto que de ambas cosas hay en tu carta, pues el estilo es tal que bien se ve que naciste con un ingenio óptimo y has recibido una excelente educación en dichas disciplinas. También es cierto que tu carta está llena de alabanzas a mi persona. «¿Entonces, dirá alguno, no te deleitan estas cosas?» Cierto que me deleitan, pues, como dijo un autor, «no tengo fibra córnea» para no sentidas o para sentidas sin agrado. Me agradan, es cierto; pero ¿qué son ellas en comparación con lo que yo digo que tanto me deleitó? Me deleita tu estilo, porque es gravemente suave y suavemente grave. Y aunque no todas las alabanzas ni las alabanzas de todos me deleitan, no puedo negar que me deleitan las alabanzas de tu carta, porque tú me has juzgado digno de ellas y porque vienen de ti, es decir, decir, vienen de los que por Cristo aman a sus siervos.
3. Allá tengan su opinión los hombres serios y doctos acerca de Temístocles, si es que recuerdo bien su nombre. Rehusó tocar la lira en un banquete, cosa que solían hacer los nobles y sabios de Grecia. Se le tuvo por indocto y desdeñoso hacia todo aquel linaje de diversiones. Alguien le dijo: ¿Entonces qué es lo que te agrada oír?» Y se dice que él respondió: «Mis alabanzas». Vean, pues, con qué intención o con qué fin creen que dijo eso o con qué intención lo dijo en realidad. Sin duda era un varón magnífico, según este mundo. En efecto, cuando le preguntaron: «¿Qué sabes hacer tú?», contestó «Sé hacer de una república pequeña una grande». Yo opino que en parte hay que aprobar y en parte hay que huir de lo que dice Ennio: «Todos los mortales desean ser alabados». Del mismo modo que hay que apetecer la verdad, que, aunque no sea alabada, es la sola laudable, así también en las alabanzas de los hombres hay que huir de la vanidad, que se desliza fácilmente. Así sucede cuando los mismos bienes, dignos de alabanza, se cree que no merecen ser poseídos sino cuando los hombres los alaban, o cuando un sujeto quiere que le alaben por cosas que apenas merecen alabanza o merece más bien reprobación. Por eso Horacio, más atento que Ennio, dijo: «¿Con el amor de la alabanza te hinchas? Hay ciertos remedios que te podrán curar, si lees tres veces el libro con ánimo honesto».
4. El pensó que podía expulsar, por el encantamiento producido por tales palabras, el tumor proveniente de amar las alabanzas humanas, cual mordedura de serpiente. El buen Maestro nos enseñó por su Apóstol que no hemos de vivir y obrar el bien para que nos alaben los hombres, esto es, que no pongamos el fin de nuestra rectitud en las alabanzas humanas y que, sin embargo, hemos de buscar las alabanzas de los hombres en bien de los mismos hombres. Cuando son alabados los buenos, la alabanza aprovecha a quien la da, no a quien la recibe. Por lo que toca al que la recibe, tiene bastante con ser bueno. Pero hay que congratularse con aquellos que quieren imitar a los buenos y los alaban, ya que ahí demuestran que se complacen con aquellos a quienes alaban conforme a verdad. Dice, pues, el Apóstol en un pasaje: Si tratase de agradar a los hombres, no seria siervo de Cristo1. Y en otro lugar dice: Agradad a todos en todo, como yo agrado a todos en todo. Pero añade la razón diciendo: Buscando lo que es útil, no para mí, sino para muchos, para que se salven2. También en otro pasaje muestra lo que buscaba en las alabanzas humanas: Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero todo lo puro, todo lo casto, todo lo santo, todo lo amable, lo que da buena fama, cuanto haya de virtud, digno de alabanza, esté en vuestra mente; haced lo que aprendisteis, y recibisteis, y oísteis, y visteis en mí, y el Dios la paz será con vosotros3. Todo lo que antes mencionó lo incluye en las palabras cuanto haya de virtud, y lo que después añade, todo lo que da la buena fama, en digno de alabanza, empleando un término muy oportuno. Luego cuando dice: Si tratase de agradar a los hombres, no seria siervo de Cristo, hay que entenderlo corno si dijera: «Si las acciones buenas que ejecuto las hiciese por el fin de la alabanza humana, me hincharía con el afán de la alabanza». El Apóstol quería agradar a todos y se deleitaba en agradar no a aquellos con cuyas alabanzas se hinchaba en sí mismo, sino a los que, al ser alabado, edificaba en Cristo. ¿Por qué no me ha de agradar a mí ser alabado por ti, que eres un varón bueno y en consecuencia, no me engañas, y alabas lo que amas, le que es útil y saludable amar, aunque no lo haya en mí? Esto no sólo te aprovecha a ti, sino también a mí. Porque si no lo hallo en mí, me ruborizo saludablemente y ardo en deseos de que lo haya. La parte de tus alabanzas que reconozco en mí, me gozo de tenerla y de que tú la ames, y a mí por ella. Y a parte que no reconozco, no sólo deseo conseguirla para tenerla, sino también para que no se engañen siempre en mis alabanzas los que me aman con sinceridad.
5. Mira cuántas cosas he dicho ya, y aún no he dicho qué es aquello que en tu carta me deleitó mucho más que tu estilo y que las alabanzas sobre mi persona. ¿Qué piensas que será, ¡oh buen hombre!, sino el haber hecho amigo a un tal varón a quien aún no había visto? Si es que puedo decir que no he visto a aquel cuya alma vi, aunque no he visto aún tu cuerpo en tu carta. En ella me creo a mí mismo y no a mis hermanos, corno expresé al principio. Ya había oído quién eras, pero aún no sabía quién eras para conmigo. Por esta tu amistad no dudo que han de ser muy útiles para la Iglesia las alabanzas que me deleitan, aunque ya dije con qué fin. Porque los trabajos que he publicado en defensa del Evangelio contra las reliquias de los impíos adoradores de los demonios los tienes, lees, pregonas y amas, de manera que yo seré tanto más conocido cuanto más noble eres tú. Siendo tú ilustre, revistes de luz a mis escritos aun desconocidos; siendo noble, los ennobleces, y cuando descubres que pueden ser útiles, no permites que pasen ignorados. Si me preguntas cómo lo sé, te respondo: así te he visto yo en tu carta. De aquí puedes ver ya cuánto me agradó tu carta, si pensando bien de mí, consideras cuánto me deleitan las ganancias de Cristo. Me escribes que «por tus padres, abuelos y los últimos antepasados pudiste percibir los derechos de Cristo», pero me significas que mis trabajos, y no otros, te han servido mucho contra los ritos gentiles. ¿No he de pensar que mis escritos, por tu recomendación y difusión, pueden producir mucho bien a muchos y muy nobles sujetos y que fácil y saludablemente pueden llegar por éstos a otros a quienes les convienen? Y pensando eso, ¿podré verme inundado de la alegría proveniente de satisfacciones pequeñas o mediocres?
6. Puesto que no he podido explicar con palabras la satisfacción que me produjo tu carta, he dicho por qué me la produjo. Te dejo a ti el imaginar lo que yo no he sido capaz de explicar suficientemente, es decir, la satisfacción que me produjo. Recibe, pues, hijo mío, recibe, varón bueno, cristiano en la caridad cristiana y no en la superficie, recibe también los libros de mis Confesiones que deseabas. Mírame en ellos para que no me alabes más de lo que soy, Créeme a mí y no a los otros, acerca de mí. Obsérvame en ellos, y ve lo que fui en mí mismo y por mí mismo. Y si hallas en mí algo que te agrade, alaba conmigo a aquel a quien quise alabar a propósito de mí, pero no a mí, puesto que él nos hizo y no nosotros a nosotros mismos4. Nos habíamos perdido, y el que nos hizo nos rehizo. Cuando me hayas conocido ahí, ora para que no decaiga, sino que me perfeccione. Ora, hijo mío ora. Sé lo que digo, sé lo que pido. No te parezca eso indigne y superior a tus méritos; me defraudarás una gran ayudas sino lo haces. No sólo tú, sino todos los que por tus palabras me amaren, orad por mí. Indícales a todos que lo pedí yo y si creéis que soy algo, considerad que he mandado lo que pido; dad al que pide y obedeced al que manda. Orad por mí. Lee las divinas Letras y verás que los carneros de la grey nuestros apóstoles, pedían eso a sus hijos o lo mandaban a, sus oyentes. Tú me pides que yo lo haga por ti, y bien ve que lo hago aquel que escucha y que ya lo veía puesto que ya lo hacía también antes. Pero págame también en este punto con el mismo amor. Somos vuestros pastores, y vosotros sois la grey de Dios. Considerad y ved que nuestros peligros son mayores que los vuestros y orad por nosotros. Eso redunda en beneficio nuestro y vuestro. Así nosotros daremos buena cuenta de vosotros al Príncipe de los pastores y Cabeza de todos nosotros y, al mismo tiempo, evitaremos las dulzuras de este siglo, más peligrosas que sus molestias. Porque la paz del siglo nos sirve tan sólo para aquello por lo que nos amonesta a orar el Apóstol, a fin de que llevemos una vida sosegada y tranquila en toda piedad y caridad5. Si falta la piedad y cuidad, ¿qué es la tranquilidad y ausencia de esas y de todas las demás calamidades del mundo, sino materia de lujuria y perdición o estímulo y ayuda para ellas? Una vida sosegada y tranquila en toda piedad y caridad6 es lo que yo pido para vosotros; pedidlo vosotros para mí dondequiera que estéis, dondequiera que esté yo. Porque está en todas partes aquel de quien somos.
7. Te he enviado otros libros que no pediste, pues no me contento con hacer sólo lo que pediste. Uno sobre La fe en las cosas que no se ven, otro sobre La paciencia, otro grande sobre La fe, esperanza y caridad. Si los lees todos mientras estás en África, envíame tu juicio sobre ellos. Envíamelo a mí o déjalo escrito donde el anciano señor Aurelio me lo pueda enviar. Dondequiera que estés, espero tus cartas, y tú puedes esperar las mías, si yo puedo escribir. He recibido con satisfacción lo que me enviaste, dignándote contribuir a mi salud, aunque sea corporal, pues quieres que sirva a Dios sin el impedimento de la mala salud, y lo que enviaste a mi biblioteca para que en ella se preparen y reparen libros. Dios te pague en este mundo y en el futuro con los bienes que tiene preparados para los que son como quiso que tú fueses7. Como en mi anterior carta te pedía que lo saludases así, ahora te suplico que saludes de nuevo a tu hijo, garantía de paz, que está bajo tu custodia y queridísimo para los dos.