Revisión: Pío de Luis, OSA
Fecha: Después de la anterior
Tema: Empeño por la paz; súplica de las Confesiones.
Dario saluda a Agustín, su señor.
1. ¡Ojalá, señor y santo padre, que así como la benigna gracia de tus colegas en el episcopado Urbano y Novato, según me cuentas, ha llevado mi nombre a tus oídos, así me hubiese presentado a tu presencia y a tu vista el Señor de todos, el Dios tuyo! No es que piense que, siendo mejor el criterio de tu juicio, me hubiese encontrado mayor o tan grande respecto a como me han presentado a ti la palabra benévola, la carta elogiosa de tan grandes varones, sino que podría abrevarme en la corriente viva y perpetua de la fuente, tomando de tu misma boca la dulzura del agua clara, como fruto propio e inmortal de tu celeste sabiduría sería yo, no tres o cuatro veces, como alguien dijo, sino mil veces y sobre todo guarismo bienaventurado. ¡Ojalá se me hubiera dado contemplar de viva vista tu rostro celeste, oír tu voz divina cuando canta las cosas divinas, participar y asimilar no sólo según el fruto de la mente, sino también según el regalo del oído! Creyera yo sin duda recibir algunas leyes que conducen a la inmortalidad, no ya desde el cielo, sino estando yo mismo en d cielo, escuchando ciertas palabras de Dios, no ya desde lejos desde su templo, sino junto al mismo tribunal de Dios.
2. Quizá mereciera yo ese placer por mi ardiente deseo de verte, aunque no por mi conciencia, lo confieso. Pero, aun lejano de ti, comencé a recoger algunos frutos no pequeños de mi buen deseo, y tengo ya la totalidad de los bienes favorables. En efecto, he sido recomendado por la palabra de dos obispos santos, separados por largas distancias, a aquel a quien yo deseaba ver: la palabra benévola y, por así decir, el testimonio de viva voz de uno, y la carta del otro, que te llevó volando los mismos e idénticos sentimientos, llegaron hasta ti. Estos varones grandes y santos me han tejido ante ti una corona hecha no de ramos de flores lozanas, sino de piedras preciosas y perennes, pues tal es el testimonio de su voz gloriosa. Por eso, suplico por ti al Dios sumo, y demando tu intercesión, padre santo, para que alguna vez llegue a ser tal cual ellos me pintan, pues soy consciente de que en ningún modo merezco testimonios tan elogiosos. Ellos han superado todos los aspectos negativos que ocasionaba mi ausencia, puesto que te has dignado dirigirme la palabra, escribirme y saludarme y sientes la molestia de mi ausencia. Me dolía no ser conocido por quien es mi salvador después de Dios. Pero tú no miras, según dices, la impresión del rostro, sino la que más importa, que es la del corazón. Cuando más íntimamente me contemplaste, tanto más aceptable fui para ti. Quiera Dios, padre mío, que yo corresponda a tu juicio, y que no sea reo ante mi propia conciencia, al no verme en mi interior tal cual tú te imaginaste que era.
3. En esa carta tuya divina y celeste, según sueles hacerlo cuando ponderas algo inspirado por tu elocuencia, afirmas que con mi palabra he dado muerte a la guerra. Al leerlo, santo padre mío, se despertó mi alma en la oscuridad de sus pensamientos, como si escuchase alabanzas merecidas por su conducta. Para decirlo todo breve y sencillamente, confieso a tu Beatitud que, si no hemos apagado la guerra, la hemos diferido. Con la ayuda de Dios, que lo gobierna todo, ha bajado la marea de males, que había crecido hasta el colmo de las calamidades. Y pues de Dios hemos de esperar todo le que es bueno, espero de El (y así me lo presagia la bendición larga y firme de tu carta) que la guerra diferida de que hablo se ha de convertir en una perenne seguridad de paz. Tú decías y establecías, como perpetua ley de Dios, que he de alegrarme de este bien mío, tan grande y auténtico, disfrutándolo al Dios, de quien logré, como dices, ser como soy y aceptar tales encargos. Luego añades el deseo de que Dios confirme lo que por medio de mí ha obrado en favor vuestro. ¡Maravillosos votos, pronunciados no sólo en favor mío, sino por la salud de todos! Porque así mi gloria no puede separarse de la salvación de todos; contando con tus oraciones, podré ser feliz de manera que todos lo sean juntamente conmigo. Te ruego, pues, padre, que mantengas y pronuncies siempre tales votos por el Imperio romano, por el estado romano y por todos aquellos que a tu juicio sean dignos; y que, cuando lo más tarde posible subas al cielo, los transmitas a los que vengan detrás y los ordenes a tus sucesores.
4. Quizá he llegado demasiado lejos, aunque, según mi deseo, me he quedado corto. Confieso que, al escribirte, imagino tu rostro como si estuviese ante mí. Y aunque desfallezcan mi ruda palabra y mi pobre lengua, nunca me canso de dialogar y hablar como si estuviese en tu presencia. Calcula, pues, mi deseo de verte. Quizá la molesta verbosidad de esta carta pide que terminemos, pero yo venceré mi vergüenza y cederé a mi deseo: temo que el callarme sea separarme de ti. Quisiera terminar, pero no. puedo. Créeme, padre mío; más profundamente has penetrado en nuestros sentidos y corazón, cuando, no contentos con tu fama gloriosa y suprema, hemos preferido contemplarte en tus escritos: una sola y breve carta tuya ha provocado en mí grandes llamaradas e Incendios de fervor. Al leerte he desdeñado de un modo radical y definitivo los ritos gentiles, aunque nunca los había seguido: había recibido los derechos de Cristo de mis padres, abuelos y ascendientes inmemoriales; pero a veces se insinuaba en mis sentimientos la orgullosa vanidad de esa superstición inútil. Por eso te suplico y de todo corazón te pido que te dignes enviarme y regalarme los libros de las Confesiones, escritas por ti. Si otras personas me han ofrecido tus escritos con ánimo benévolo y espíritu benigno, ¡cuánto menos debes excusarte tú de hacer lo mismo con los tuyos!
5. Cuentan que cuando Cristo, Señor y Dios, caminaba por los campos de Judea, y no había aún regresado al cielo recibió la carta de un sátrapa o rey, y en ella una súplica: el corresponsal se veía impedido por una enfermedad de ir hasta Él, pero creía que eso podría remediarse si El venía, pues es salud y medicina del mundo. Y para que no pareciera hacer injuria ante tan grande Majestad, el inocente rey (con espíritu próvido, pero limitado) ponderaba -según se cuenta- su ciudad: esperaba que Dios, atraído por la hermosura de la villa y por el hospedaje real, se dignaría aceptar la invitación del suplicante. Dios asistió al rey y lo sanó; y, concediéndole una gracia mayor de la que le pedía, le envió por medio de una carta no sólo la salud, sino también su seguridad como rey; ordenó, además, que su ciudad quedase para siempre exenta de enemigos. ¿Qué podría añadirse a tales beneficios? Yo, pues, humilde servidor de los reyes, te pido a ti, mi señor, que intercedas cada día por mis pecados ante ese Cristo Dios, señor y rey de todos, que reces por mí incesantemente y que pidas para mí lo que quieras.
6. Si mi prolija Carta te aburre, témplalo con la paciencia de tu magnanimidad e impútatelo a ti mismo, pues tú lo mandaste. Pero te ruego, y con entusiasmo insisto, que vuelvas a escribirme; así podré conjeturar que has recibido con agrado mi carta. Concédame Dios que tu Beatitud ore muchos años por mí, señor verdadero y santo padre. Mi hijo Verímodo saluda a tu Beatitud y agradece mucho que en tu carta te hayas dignado mencionarle. Al santo presbítero Lázaro le he entregado algunos medicamentos que me dio el jefe de los médicos, que está aquí con nosotros, para que los lleve a tu Beatitud. Según afirma la mencionada persona, esos medicamentos contribuirán no poco a aliviar tu dolor y a curar tu enfermedad.