Revisión: Pío de Luis, OSA
Fecha: Después de abril del 429.
Tema: Actitud ante la invasión de los vándalos.
Agustín saluda en el Señor a Honorato, santo hermano y colega en el episcopado.
1. Envié a tu Caridad una copia de la carta que escribí a Quodvultdeo, nuestro colega en el episcopado. Pensé que así me libraba de la carga que me impusiste al pedirme consejo sobre lo que debéis hacer en los peligros en que nuestra época se ha sumido. Aunque escribí a vuela pluma la carta, creo que nada pasé por alto de lo que yo podía contestar y vosotros oír. Dije que había que dejar a los que quisieran refugiarse, si podían, en plazas fortificadas, y que no se podían romper las cadenas de nuestro ministerio, con las que la caridad de Cristo nos ató, para no abandonar a las iglesias a las que debemos servir. He aquí las palabras que puse en aquella carta: «Nuestro ministerio es tan necesario al mucho o poco pueblo de Dios que permanece donde estamos, que ese pueblo no puede en absoluto quedar sin asistencia. Por lo tanto, sólo nos queda decir al Señor: Sé para nosotros Dios protector y plaza fortificada»1.
2. Pero, según me escribes, este consejo no te basta, no sea que nos propongamos obrar contra el precepto o ejemplo del Señor, que nos advierte que hay que huir de ciudad en ciudad. Recordamos aquellas palabras: Cuando os persigan en esa ciudad, huid a otra2. Mas ¿quién creerá que el Señor quiso que eso se llevara a cabo privando a la grey comprada con su sangre del ministerio necesario, sin el cual no puede vivir? ¿Diremos acaso que así lo hizo El cuando de niño huyó porque le llevaron sus padres a Egipto?3 Si aún no había congregado las iglesias, ¿cómo diremos que las abandonaba? ¿Acaso, cuando el apóstol Pablo fue descolgado en un serón por una ventana para que no le cogieran los enemigos y huyó de éstos4, quedó abandonada aquella iglesia del ministerio necesario y no cumplieron los otros hermanos que allí quedaban lo que era menester? Por voluntad de ellos hizo esto el Apóstol, para conservarse para la Iglesia, pues sólo a él buscaba el perseguidor. Hagan, pues, los siervos de Cristo, ministros de su palabra y de sus sacramentos, lo que El mandó o permitió. Huyan de ciudad en ciudad cuando son buscados personalmente por los perseguidores, mientras la iglesia queda asistida por otros que no son perseguidos, y que dan alimento a sus conciudadanos, sabiendo que sin él no pueden vivir. Mas cuando el peligro es común para obispos, clérigos y laicos, los que necesitan de otros no pueden ser abandonados por ellos. O vayan todos a refugiarse en plazas fortificadas, o los que tienen necesidad de quedarse no sean abandonados por aquellos que prestan los servicios eclesiásticos necesarios. O vivan todos juntos, o sufran juntos lo que el Padre de familia quiere que sufran.
3. Puede acontecer que todos hayan de sufrir, unos más y otros menos, o todos lo mismo. Entonces se ve quién sufre por los otros. Padecen por los otros aquellos que, pudiendo librarse de ello con la fuga, prefirieron quedarse para atender a los otros en su necesidad. Aquí es donde mejor se demuestra aquella caridad que el apóstol Juan recomendaba diciendo: Como Cristo dio su vida por nosotros, así debemos nosotros darla por nuestros hermanos5. Los que huyen y los que, atados por sus necesidades, no pueden huir, si son cogidos y atormentados, padecen por sí mismos y no por sus hermanos. Pero los que padecen porque no quisieron abandonar asus hermanos, que los necesitaban para su salvación cristiana, sin duda dan la vida por sus hermanos.
4. Al respecto, oí que un cierto obispo había dicho: «Si el Señor nos mandó huir en aquellas persecuciones en que podemos logra el fruto del martirio, ¿cuánto más deberemos huir de los padecimientos estériles cuando sólo se trata de una invasión de los bárbaros?» Eso es cierto y aceptable, más para aquellos que no están atados por los lazos de un oficio eclesiástico. Porque el que, pudiendo huir, no huye ante el enemigo para no abandonar el ministerio de Cristo, sin el cual no pueden los hombres hacerse cristianos ni vivir como cristianos, obtiene mayor fruto de caridad que aquel otro que huye por sí mismo y no por los hermanos, pero que al fin es cogido y, por no negar a Cristo, padece el martirio.
5. ¿Qué significa, pues, lo que pusiste en tu primera carta? Dices tú: «Si hemos de quedarnos en las iglesias, no veo en qué podemos ser de utilidad o para nosotros mismos o para el pueblo; únicamente servirá para que ante nuestros ojos se cometan asesinatos con los hombres y estupros con las mujeres, las incendien se incendien las iglesias y perezcamos en los tormentos cuando se nos exija lo que no tenemos». Es cierto que Dios es poderoso para oír las preces de su familia y apartar esos males que se temen. Pero por estas cosas que son inciertas no debe darse la deserción cierta de nuestro deber, sin el cual el pueblo sufrirá un daño cierto, no en las cosas de esta vida, sino en las de la otra, que hemos de cuidar incomparablemente con mayor diligencia y solicitud. Si fuesen seguros esos males cuya existencia se teme en nuestros lugares, primero han de huir aquellos que exigen nuestra presencia, y así nos dejarán libres de la necesidad de quedarnos. Nadie dice que deban quedarse los ministros cuando ya no tienen a quién servir. Así huyeron en España algunos obispos santos cuando con anterioridad su pueblo quedó en parte muerto en la huida, en parte asesinado, en parte caído en el asedio y en parte dispersado en la cautividad. Pero, cuando se quedaron muchos que exigían su presencia, también los obispos se quedaron bajo el mismo riesgo. Y si algunos abandonaron a su pueblo, eso es lo que digo que no debe hacerse. Esos no fueron enseñados por la autoridad divina, sino vencidos o por el error o por el miedo humanos.
6. ¿Por qué creen que se ha de obedecer sin demora al precepto de huir de una a otra ciudad6, y no se horrorizan del mercenario, que ve venir al lobo y huye, porque no siente preocupación por las ovejas?7 ¿Por qué no tratan de entender de modo que no aparezcan como contrarias, pues realmente no lo son, las dos afirmaciones: una en que se manda o se permite la fuga, otra en que esa fuga se condena o vitupera? Eso no podrá lograrse sino atendiendo a lo que arriba Jije acerca de los lugares en que nos encontramos y los casos al que deben huir los ministros de Cristo al acercarse la persecución: o bien cuando no queda en la grey de Cristo a quien a quien atender, o bien cuando queda, pero el servicio indispensable está ya cubierto por otros que no tienen las mismas razones para huir. Así huyó el Apóstol metido en un serón, como antes cité, cuando él personalmente era buscado y no estaban en el mismo peligro otros cuyo servicio cubría las necesidades de la Iglesia. Así huyó el santo Atanasio, obispo de Alejandría, cuando el emperador Constancio trataba de apresarle a él personalmente, mientras los otros ministros atendían al pueblo católico que quedaba en Alejandría. Cuando el pueblo queda y los ministros huyen y les dejan sin su servicio, ¿de qué se puede hablar sino de la fuga condenable de los mercenarios, que no se preocupan de las ovejas?8 Vendrá el lobo, no el hombre sino el diablo, que con frecuencia persuadió a apostatar a los fieles que se vieron privados de la administración diaria del cuerpo del Señor. Y perecerá, no por tu ciencia, sino por tu ignorancia, el hermano enfermo por quien Cristo murió9.
7. En cuanto a los que en este punto no padecen error, pero son vencidos por el pánico, ¿por qué no luchan con valentía, apoyados en la misericordia y ayuda de Dios, contra su miedo, para que no sobrevengan males incomparablemente peores y más dignos de ser temidos? Así se hace cuando el amor de Dios abrasa, no cuando la codicia del mundo humea. Porque el amor dice: ¿Quién enferma que no enferme yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?10 Pero el amor viene de Dios. Oremos, pues, para que nos lo dé El, que nos lo exige. Y por él temamos la muerte del corazón de las ovejas de Cristo por la palabra de maldad, mucho más que la muerte del cuerpo por la espada, pues de todos modos han de morir con algún género de muerte. Más hemos de temer la violación de la castidad de la fe por corrupción del sentido interior que la violación de las mujeres por violencias hechas a su carne. Con esa violencia no se viola la pureza si el espíritu se salva, y ni siquiera la carne es violada cuando la voluntad de la paciente no usa torpemente su carne, sino que tolera, sin consentir, las torpezas ajenas11. Más hemos de temer que se apaguen las piedras vivas, al abandonadas nosotros, que el incendio de las piedras y maderas de los edificios terrenos, quedando nosotros. Más hemos de temer la muerte de los miembros del cuerpo de Cristo12, destituidos del alimento espiritual, que el tormento de los miembros de nuestro cuerpo bajo la opresión del ímpetu enemigo. Esto no quiere decir que no hayamos de evitar tales cosas cuando podamos; sino que más bien hay que toleradas cuando no pueden evitarse sin impiedad. A no ser que alguien pretenda que no es impío el ministro que substrae un ministerio necesario para conservar la piedad, precisamente cuando es más necesario.
8. ¿O no pensamos en que, cuando se llega a estos extremos peligros y no queda lugar para huir, suele reunirse en la iglesia un inmenso público de ambos sexos y de toda edad? Unos piden el bautismo, otros la reconciliación, otros obras de penitencia, y todos consuelo, administración y distribución de sacramentos. Si en ese momento faltan los ministros ¡qué ruina para todos aquellos que salen de este mundo o no regenerados o con los lazos de los pecados! ¡Qué inmenso luto el de sus familiares creyentes, que ya no podrán tenerlos consigo en el descanso de la vida eterna! ¡Cómo gemirán todos y cómo blasfemarán algunos por carecer de los ministros y sus servicios religiosos! Mira lo que nos trae el miedo a los males temporales y cuántos males eternos van unidos a él. En cambio, cuando hay ministros, atienden a todos según las fuerzas que el Señor les otorga. Unos reciben el bautismo, otros la reconciliación; a nadie falta la comunión del cuerpo de Señor; todos son consolados, edificados, exhortados a orar a Dios, que es poderoso para apartar todos esos males que se temen. Y quedan preparados para los dos extremos, de modo que, si no puede pasar lejos de ellos ese cáliz, se haga la voluntad de aquel13 que no puede querer ningún mal.
9. Ya ves lo que escribiste que no veías: los bienes que consiguen las poblaciones cristianas si, cuando se hacen presentes las desventuras, no les falta la presencia de los ministros de Cristo. Y ves también cuánto les daña su ausencia, por buscar su interés y no el de Jesucristo14 y no tener aquella virtud de la que se dijo: No busca su interés; ni imitar a aquel que dijo: No busco lo que es provechoso para mí, sino para muchos, a fin de que se salven15. Ese Pablo no hubiese huido de las asechanzas del príncipe que le perseguía16 si no hubiese querido conservarse para otros que le necesitaban. Por eso dijo: Me hacen fuerza dos cosas: siento el deseo de partir y estar con Cristo, que es mucho mejor; pero el permanecer ni vida es necesario por vosotros17.
10. Quizá diga aquí alguno que los ministros de Dios deben huir al acercarse esas desgracias, con el fin de conservarse para utilidad de la Iglesia en tiempos más tranquilos. Eso pueden hacerlo rectamente algunos cuando no faltan otros para atender al ministerio eclesiástico, para que no todos lo abandonen. Ya dijimos que eso lo hizo Atanasio; la fe católica sabe cuán necesaria y útil era para la Iglesia la vida de aquel varón, que con su palabra y con su amor la defendió de los herejes arrianos. Mas, cuando el peligro es común, es de temer que muchos hagan eso no por la voluntad de ser útiles, sino por el miedo a la muerte, y causen mayor mal con el escándalo de su fuga que provecho con el deber de vivir. En esos casos no debe hacerse. En fin, cuando el santo rey David se abstuvo de lanzarse a los peligros de la batalla para que no se extinguiera la lámpara de Israel18, como allí se dice, esto lo aceptó cuando se lo pidieron los suyos; no fue decisión originariamente suya. En caso contrario hubiese arrastrado a muchos a la cobardía con su ejemplo, quienes hubiesen creído que lo hacía perturbado por el pánico y no por la consideración de la utilidad de los otros.
11. Aquí hay otro problema que no debemos pasar por alto. Si no hemos de descuidar la utilidad mencionada, de modo que algunos ministros tengan que huir al acercarse la devastación, para prestar sus servicios a los posibles supervivientes de la catástrofe, ¿qué se ha de hacer entonces cuando se ve que todos han de perecer a menos que algunos huyan? ¿Qué ocurrirá cuando la persecución va dirigida tan sólo contra los ministros de la Iglesia? ¿Qué diremos? ¿Tendrán los ministros que huir y abandonar la iglesia para que no quede en una situación aún más miserable con su muerte? Si los laicos no son perseguidos a muerte, pueden ocultar de algún modo a sus obispos y clérigos, según la ayuda de aquel en cuyo poder están todas las cosas, y que puede conservar con su admirable poder también al que no huye. Preguntamos qué se ha de hacer, para que no se piense que tentamos a Dios esperando milagros divinos en cualquier situación. En todo caso, esta tempestad no es de esa clase: es común el peligro de clérigos y laicos, como en un navío es común el peligro de los mercaderes y de los marineros. Dios nos libre de estimar en tan poco nuestra nave que los marineros, y principalmente el piloto, hayan de abandonada cuando peligra, al que puedan huir y salvarse en el esquife o también nadando Tememos que con nuestra deserción padezcan los otros DC la muerte temporal, que de todos modos vendrá, sino la eterna, que puede venir si no se está en guardia y que puede no venir si se está. ¿En qué nos fundamos para pensar que en este común peligro de la vida, cuando se presenta la invasión enemiga, han de morir todos los clérigos y no todos los laicos de modo que terminen también su vida todos aquellos para los que eran necesarios los clérigos? ¿Por qué no hemos de esperar que han de quedar algunos clérigos, como quedan algunos laicos, para prestar su ministerio a quien lo necesite?
12. ¡Ojalá los ministros de Dios porfiasen sobre quiénes habían de quedar y quiénes habían de huir para no abandonar la Iglesia con la fuga de todos o con la muerte de todos! Tal porfía se dará entre ellos cuando los unos y los otros hiervan de caridad y sirvan a la caridad. Si no pudiera terminarse la porfía sobre quiénes se han de quedar y quiénes han de huir, a mi juicio habría que dejarlo a suertes. Los que dijeren que deben huir podrían parecer o cobardes que no quieren afrontar el peligro inminente, o arrogantes, por juzgarse más necesarios a la Iglesia y más dignos de ser conservados. Además, quizá los mejores preferirían dar su vida por los hermanos, y entonces se salvarán con la fuga los más inútiles, los que tienen menos capacidad de consejo y de gobierno. Estos mismos, si sus pensamientos están guiados por la piedad, se opondrán a los que ellos ven que es conveniente que sobrevivan, pero que personalmente prefieren morir a huir. En estos casos, como está escrito, las suertes calman la contradicción y deciden entre los poderosos19. Porque en estas dudas mejor juzga Dios que los hombres, ya se digne llamar al fruto de la pasión a los mejores y perdonar a los débiles, ya quiera fortalecer a éstos para que toleren los males y sacarlos de esta vida, pues la suya no será tan necesaria a la Iglesia de Dios cuanto la de los otros. El echar a suertes no es método corriente. Pero, si se realiza, ¿quién osará reprenderlo? ¿Quién no lo alabará con una intervención oportuna sino el indocto o el envidioso? Si esto no place, porque no consta que se haya hecho nunca, que ninguna fuga tenga como efecto el que la iglesia se vea privada del ministerio necesario y debido, sobre todo en medio de tan grandes peligros. Nadie tenga preferencia por su propia persona, de modo que, si se ve sobresaliente por alguna gracia, diga que por eso es más digno de la fuga. Porque quien eso piensa se complace demasiado en sí mismo. Y el que se atreve aun a decirlo, desagrada a todos.
13. Hay algunos que creen que los obispos y clérigos que en tales peligros se quedan y no huyen lo hacen para engañar a su población, que no huye al ver que se quedan los que están al frente de ella. Pero es fácil eludir esta respuesta o falta de visión hablando a la misma población, y diciéndole: «No os engañe el ver que no huimos de este lugar; nos quedamos aquí por vosotros y no por nosotros, no sea que no podamos ofreceros lo necesario para vuestra salvación, que reside en Cristo. Si todos quisieseis huir, nos libraríais de estos lazos por los que estamos atados». Y creo que se debe decir, cuando en verdad parece útil emigrar a lugares más seguros. Al oír esto, podrían decir algunos o todos; «Nos quedamos a merced de aquel a cuya ira nadie puede escapar, vaya adonde vaya, y cuya misericordia puede encontrar, dondequiera que 'se halle, el que no quiera ir a ninguna otra parte, ya porque se sienta impedido por ciertas necesidades, ya porque no quiera fatigarse en buscar refugios inciertos para cambiar de peligros, que no para terminados». Estos tales no deben ser privados del ministerio cristiano; Por el contrario, si al oír eso prefieren irse, también podrán irse los que se quedaban por ellos Porque ya no queda allí población por la que se deba permanecer.
14. Por lo tanto, quien huye de modo que al huir no priva a la Iglesia del ministerio necesario, hace lo que el Señor mandó o permitió. Pero el que huye de modo que prive a la grey de Cristo de los alimentos espirituales de que vive, es un mercenario, que ve venir al lobo y huye, porque no se preocupa de las ovejas20. Esto es lo que contesto a tu consulta, hermano amadísimo, con la verdad y la caridad que juzgué autentica. Si hallas un consejo mejor, no te impido que lo sigas. En estos peligros no podemos hacer cosa mejor que orar a Dios nuestro Señor para que se compadezca de nosotros. Algunos santos y sabios varones, por un don de Dios, han merecido el querer y el hacer esto: no abandonar las iglesias de Dios. Y no han desmayado en su determinación entre los dientes de los calumniadores.