CARTA 226

Traductor: Lope Cilleruelo, OSA

Revisión: Pío de Luis, OSA

Fecha: Año 429.

Tema: La predestinación.

Hilario a Agustín, señor beatísimo y merecedor de todo afecto, y padre muy digno de ser acogido en Cristo.

1. Si cuando no hay que responder a los que se oponen a la fe, son casi siempre agradables las investigaciones de los estudiosos para informarse de cosas que pueden ignorarse sin peligro, pienso que te será más grata la preocupación de la que nace esta mi relación, la cual indica, según las afirmaciones de algunos, ciertos puntos contrarios a la verdad, y trata de atender, mediante el consejo de tu Santidad, no tanto a aquéllos cuanto a los que turban o son turbados, señor beatísimo, con todo afecto deseable, y padre digno de ser acogido plenamente en Cristo.

2 Las afirmaciones que corren por Marsella, o también por otros lugares de la Galia, son éstas: es nuevo y dañino para la predicación el decir que la elección de algunos tiene lugar en conformidad con un decreto de Dios, de modo que no pueden conquistar o retener la elección si no les dan la voluntad de creer. Consideran que la predicación carece de vigor si en los hombres no queda nada que pueda ser excitado por ella. Admiten que todos los hombres perecieron en Adán, y que nadie puede liberarse por su libre albedrío; pero afirman como conveniente a la verdad y congruo a la predicación lo siguiente: si a los caídos e incapaces de levantarse por sus medios se anuncia la ocasión de obtener la salvación, tienen un mérito al querer y creer que pueden sanar de su enfermedad; a ese mérito corresponde un aumento de fe y el efecto que es su salud completa. Admiten que nadie puede bastarse ni para comenzar ni para terminar obra alguna; no cuentan como medio suficiente de curación el que todo enfermo quiere curarse con una voluntad miedosa y suplicante. Pero cuando nosotros decimos «cree para salvarte», dicen ellos que Dios ofrece una cosa y exige la otra. Si se diere lo que Dios exige, El entregará luego lo que ofrece. Consideran, pues lógico que ofrezcamos la fe a Dios, pues la voluntad de Dios concedió ese poder a la naturaleza del hombre; no creen que haya ninguna tan depravada y abyecta que no pueda y deba querer su sanación. Por consiguiente, o se cura o, si rehúsa, se condena con su enfermedad. No se diga que se niega la gracia cuando se dice que la precede la voluntad, pues ésta busca a Médico tan cualificado y no cree que pueda valerse por sí misma. Escrito está: Como a cada uno se le repartió su medida de fe1. Este y otros testimonios semejantes quieren decir que es auxiliado el que comienza a querer, pero no que se le dé también el querer; porque esto significaría negar ese don a otros reos iguales, que podrían salvarse igualmente si también a ellos se les diera esa voluntad de creer que se otorga a quienes son igualmente indignos. En cambio, dicen, si afirmamos que en todos queda la facultad ya de rehusar, ya de obedecer, se explica en principio la razón de la elección o reprobación, pues cada cual estriba en el mérito de su propia voluntad.

3. Si les preguntamos por qué se predica o no se predica a unos y en ciertas partes, o por qué se predica ahora a unos lo que antes no se predicaba a casi nadie, como todavía no se predica a algunos pueblos, responden que eso atañe a la presciencia divina: se predica la verdad en un tiempo, lugar y gente, cuando se sabe de antemano que han de creer. Afirman que lo demuestran, no sólo con el testimonio de otros católicos, sino también con otros escritos anteriores de tu Santidad, en los que con igual evidencia de la verdad presentabas ya la gracia. Por ejemplo, tu Santidad dijo en una polémica con Porfirio, hablando sobre el tiempo en que apareció la religión cristiana: «Cristo quiso manifestarse a los hombres y que se predicase su doctrina cuando sabía y allí donde sabía que se hallaban los que habían de creer en El». Dijiste también en la Exposición de la carta a los Romanos: Tú me dirás ¿por qué se queja? Pues ¿quién puede resistir a su voluntad?2 A esa pregunta, dices tú, responde de manera que entendamos que los varones espirituales, aun los que no viven según el hombre terreno, pueden adquirir los primeros méritos de la fe o de la impiedad, según Dios en su presciencia elija a los que han de creer y condene a los incrédulos; no elige a aquéllos o condena a éstos por sus obras, sino que: la fe de aquéllos otorga el que obren bien y a la impiedad de éstos la endurece, abandonándolos para que obren mal». En el mismo libro dices un poco antes: «Todos son iguales antes de merecer algo, y no se puede hablar de elección entre cosas que son del todo iguales. Mas, como el Espíritu Santo sólo se da a los creyentes, cuando Dios da el Espíritu Santo para que obremos el bien con caridad, no elige las obras que el mismo otorga; pero, en cambio, elige la fe, ya que quien no cree, o no permanece en la voluntad de recibir, no recibe ese don de Dios que es el Espíritu Santo, mediante el cual se le infundiría la caridad para obrar el bien. Por tanto, no elige Dios en su presciencia las obras de nadie, pues es El quien las donará; pero en su presciencia elige la fe; a quien prevé que ha de creer, a ése le elige para darle el Espíritu Santo y para que, obrando el bien, consiga al fin la vida eterna. Porque dice el Apóstol: Dios que obra todo en todos3. Pero nunca se dijo: Dios cree todo en todos; porque el que creamos es cosa nuestra; el que obremos, es cosa de Dios-. En ese mismo libro hay otros textos semejantes. Y dichos sujetos afirman que lo aceptan y aprueban como ajustado a la verdad evangélica.

4. Por lo demás, estiman que la presciencia, la predestinación y el decreto valen para que Dios prevea, predestine o decrete elegir a los que han de creer. Pero no puede decirse de esa fe: ¿Qué tienes que no hayas recibido?4, ya que en la naturaleza humana, aunque viciada, quedó esa fe que fue donada sana y perfecta. Dice tu santidad que nadie persevera si no recibe la facultad de perseverar; ellos lo entienden diciendo que esa perseverancia se otorga al libre albedrío precedente, aunque sea inerte; y que esa libertad llega hasta querer o no querer admitir la medicina. Dicen que abominan y condenan a quien estime que en alguien quedaron fuerzas suficientes para poder alcanzar la salud; pero no quieren que se predique la perseverancia de manera que no pueda merecerle con súplicas ni pueda perderse por contumacia. No quieren que se les remita al misterio de la voluntad divina, cuando ellos, a juicio suyo, tienen por evidente un cierto principio de voluntad para adquirir o perder. El testimonio que tú pones: Fue arrebatado para que la malicia no trastornase su entendimiento5, piensan que es mejor omitido por no ser canónico. Entienden, pues, la presciencia del modo siguiente: cuando se dice que fueron previstos, ha de entenderse que lo fueron en atención a su fe futura; a nadie se le da una perseverancia tal que no pueda perderla, sino tal que, por su propia voluntad, el hombre pueda decaer de ella y quedar: sometido a su debilidad.

5. Es inútil la costumbre de exhortar, dicen, si se afirma que en el hombre no quedó nada que pueda ser despertado con la corrección. Ellos creen que en el hombre ha quedado algo, de manera que el hecho mismo de que se predique la verdad a quien la ignora ha de referirse a un beneficio de la gracia actual. Porque si los hombres son predestinados a una u otra parte, de modo que no se pueda pasar de la una a la otra, ¿a qué vienen tantas instancias extrínsecas de corrección? Si en el hombre no brota una fe íntegra, brota por lo menos el dolor de su debilidad compungida, o le asusta el peligre de una muerte inminente. Si es incapaz de sentir temor ante aquello con que se le aterroriza, a no ser mediante una voluntad que recibe (de Dios), no habrá que culparle por su negativa actual. El único responsable sería aquel que no quise y mereció incurrir con toda su posteridad en la condenación; ya no podría querer el hombre lo recto, sino siempre lo malo. Si se da un dolor, sea el que sea, que brota ante la exhortación del que del que corrige, ellos ven en él la causa por la que unos son asumidos y otros rechazados. Y por eso es menester no constituir dos grupos cerrados, a los que nada se puede añadir ni quitar.

6. Llevan muy a mal que se haga distinción entre la gracia que se dio a Adán y la que ahora se da a todos, de modo que aquél recibió una perseverancia, «no como una gracia a la cual debiese el perseverar, sino sin la cual no habría podido perseverar por obra únicamente del libre albedrío; en cambio, a los santos actuales, predestinados al reino de la gracia, no se les dé ese auxilio para perseverar, sino uno tal que con él se les da la misma perseverancia; es decir, no sólo no podrían ser perseverantes sin este don, sino que con este don no pueden no perseverar». Estas palabras de tu santidad les molestan tanto, que dicen que infunden a los hombres una, cierta desesperación. Si Adán, dicen, fue ayudado de modo que pudiera mantenerse en justicia o perderla; si ahora se ayuda a los santos de manera que no puedan desviarse, puesto que han recibido una perseverancia en el querer, que no pueden querer otra cosa; si otros son abandonados, de modo que o no se acerquen o se caigan si se acercan, es inútil ya exhortar o amenazar; la exhortación o amenaza sería útil para aquella voluntad que era libre para mantenerse o caerse, pero no para esta voluntad que implica necesaria y absolutamente el no querer la justicia, exceptuados tan sólo aquellos que (al ser creados estos que se pierden con la masa dañada) fueron creados al mismo tiempo para ser exceptuados por la gracia que les otorga la salvación. Ellos quieren que la naturaleza del primer hombre se diferencie de la nuestra tan sólo en que él quería con las fuerzas íntegras de su voluntad, y le ayudaba la gracia, sin la cual no podría perseverar; en cambio, los demás perdieron y sintieron mermadas las fuerzas; pero mientras crean, la gracia los levanta si caen, o los mantiene si caminan. Por lo demás, insisten en que, sea cual sea el don que se otorga a los predestinados, puede perderse o retenerse por propia voluntad, y esto sería falso si aceptaran que algunos reciben una perseverancia tal que no puedan no perseverar.

7. Por eso, tampoco aceptan que haya un número fijo d: elegidos y condenados; no admiten tu exposición de la frase del Apóstol como si limitases la salvación de todos los hombres. Exponen ellos que Dios quiere que todos los hombres se salven en absoluto6, sin que haya una sola excepción, y no sólo aquellos que pertenecen al número de los santos. No hay que temer que se pueda decir que algunos se condenan a pesar de Dios; del mismo modo, dicen, Dios no quiere que nadie peque o abandone la justicia, y, sin embargo, es abandonada la justicia, y se cometen pecados cada día contra su divina voluntad; así quiere Dios que se salven todos los hombres, aunque no todos se salvan. Estiman que no toca a este problema de la exhortación el testimonio bíblico de Saúl y David, que tú citaste; en cuanto a los otros textos, dicen que en ellos se recomienda la gracia, por la que cada cual es ayudado consiguientemente a la voluntad, o bien la vocación que se otorga a los indignos. Y añaden que eso mismo lo demuestran con los mencionados textos de tus escritos o de otros autores, lo que sería largo de exponer.

8. No permiten que se aduzca la causa de los niños co­mo ejemplo para los adultos; dicen que tu santidad ha recurrido a ella, pero mostrando más bien incertidumbre, o prefiriendo más bien dudar de sus penas. Como tú recordarás, te has expresado de esa manera en el libro tercero de El libre albedrío, dándoles a ellos ocasión para la objeción. Eso mismo hacen con libros de otros que tienen autoridad en la Iglesia; ya comprende tu santidad que este sistema ayudará no poco a estos contradictores si nosotros no presentamos mayores o por lo menos iguales pruebas; no ignora tu prudentísima piedad cuán numerosos son los que en la Iglesia mantienen una opinión o la abandonan por la autoridad de los nombres que la defienden. Al final, cuando todos estamos fatigados, la polémica, o más bien la queja, a la que se asocian aun aquellos que no osan reprobar tu doctrina, la plantean así: ¿Qué necesidad había de turbar el corazón de tantos inocentes poco informados, con lo incierto de esta polémica? Sin tal doctrina, dicen, tantos autores, durante tantos años sin tantos libros tuyos o de otros, se luchaba con igual o mayor utilidad, defendiendo la fe católica contra los herejes, principalmente contra los pelagianos.

9. Estos y otros muchos e innumerables puntos, para confesar mis máximos deseos, hubiera deseado presentarte yo personalmente, padre mío. Ya que no lo merecí, hubiera deseado más tiempo para recoger todo lo que a éstos les extraña. Deseaba oírte cómo se refuta lo que se objeta, o si debemos tolerar lo que no podemos refutar. Como ni una ni otra cosa acontecieron como yo deseaba, preferí enviarte esto que he recogido como pude, antes de callarme ante la fuerte contradicción de algunos. En parte son personas tales que, por costumbre eclesiástica, tenemos que manifestarles los laicos una reverencia suma; esto hemos procurado cumplirlo, con la ayuda de Dios, aun cuando nos fue preciso decir lo que la humildad de nuestras fuerzas sugería para precisar este problema. Mas ahora, brevemente y en cuanto lo permitían las prisas del portador de esta carta, os sugiero esto como un aviso. A tu santa prudencia queda el decidir qué es lo que hay que hacer para superar o templar la intención de tales y tan cualificadas personas. Estimo que aprovechará poco el dar razones, si no se aduce una autoridad que los corazones contenciosos no puedan saltarse alegremente. Y no debo ocultarte que en todos tus dichos y hechos se profesan admiradores de tu santidad, exceptuado ese punto. Tú decidirás cómo hemos de tolerar su oposición en esto. No te asombre que en esta carta baya añadido algo, o lo diga de otro modo de lo que había al mi carta anterior, porque tal es ahora su postura, dejando aparte lo que quizá por prisa u olvido he callado.

10. Ruego que merezcamos tener los libros que preparas revisando toda tu obra; con su autoridad, no temeremos ofender a la dignidad de tu nombre al suprimir aquellos que, si es el caso, no te agrade en tus escritos. No tenemos el libro La gracia y el libre albedrío; no nos queda sino el merecer recibido, pues confiamos en que es útil para este problema. No quiero que tu santidad piense que escribo esto porque dudo de los escritos que has publicado ahora. Tengo harto con la pena de carecer de las delicias de tu presencia, pues me nutría a tus pechos saludables, y ahora tengo que sufrir no sólo tu ausencia, sino también la obstinación de algunos, que no sólo rechazan lo que es manifiesto, sino que aun reprenden lo que no entienden. Estoy tan libre de sospecha, que más bien me parece excesiva la debilidad con que soporto mal estos tales. Como dije, dejo a tu prudencia juzgar cómo hemos de comportarnos con ellos. He creído que no debía callar lo referente a esta polémica, por la caridad que debo a Cristo o a ti. Yeso es lo que me toca a mí. Todo lo que, según la gracia que los pequeños y los grandes admiramos en ti, quisieres o pudieres escribir, lo recibiremos con gratitud como escrito para nosotros por una persona con autoridad, queridísima y reverendísima, como es la tuya. Ungido por el potador de ésta, temí no decirlo todo, o decirlo menos dignamente, consciente de mis fuerzas; por eso traté con un varón, egregio por sus costumbres, palabra y celo, para que recogiese en una carta toda la información que pudiese y te la hiciese conocer. Me he preocupado de que las dos cartas te llegasen juntas. Este varón es tal, que merece ser conocido por tu Santidad, aun fuera de esta circunstancia. El santo diácono Leoncio, tu admirador, te saluda afectuosamente junto con mis padres. Dígnese el Señor Cristo dejar a tu Paternidad en su Iglesia durante muchos años, y acuérdate de mí, señor y padre.

Debajo: Sepa tu Santidad que mi hermano, causa principal de que yo marchase de aquí, ha prometido a Dios continencia perfecta de acuerdo con su esposa. Ruego a tu Santidad: que te dignes rezar para que el Señor confirme en ellos el voto y se digne mantenerlo.