Revisión: Pío de Luis, OSA
Fecha: Después de Pascua del 427.
Tema: Disensiones en el monasterio: su origen.
Valentín, siervo de tu santidad, y toda la comunidad que espera conmigo en tus oraciones, te saluda en el Señor a ti Agustín, señor verdaderamente santo, que mereces que te antepongamos a todo con veneración, y beatísimo padre digno de ser honrado con piadosa exultación.
1. Hemos recibido los venerables escritos y el libro de tu Santidad con tembloroso corazón; como el bienaventurado Elías, de pie a la entrada de la gruta, veló su rostro mientras pasaba la gloria del Señor1, así nosotros cubrimos nuestros ojos avergonzados: habíamos enrojecido en nuestro juicio por la rusticidad de nuestros hermanos, cuya arbitraria partida hizo que temiéramos saludar a tu Beatitud, puesto que hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar2. Si te escribíamos por esos hermanos, que dudan y fluctúan en la verdad podría parecer que dudábamos con ellos acerca de las afirmaciones de tu sabiduría, que es como la de un ángel de Dios3. No teníamos necesidad de información sobre tu beatitud y sabiduría, que nos es ya conocida por la gracia del Señor. El libro de tu dulcísima Santidad nos ha complacido tan profundamente, que nos acontece como a los apóstoles cuando comía con ellos el Señor, después de su resurrección; no osaban preguntar quién era4, pues sabían que era Jesús. Así nos. otros no quisimos ni osamos preguntar por la autenticidad del libro de tu santidad: esa gracia que reciben los fieles y que, sin negar la libertad, se encarece en él nos prueba que es tuyo con palabra vivaz, señor y santo padre.
2. Comenzaré exponiéndote, señor y beatísimo padre, las etapas de la perturbación. Nuestro amadísimo hermano Floro, siervo de tu paternidad, fue a su patria, Uzala por motivos de caridad. En el tiempo de su estancia en dicha su ciudad, nos trajo al monasterio, cual un pan de bendición, uno de los opúsculos de tu Santidad. Le había dictado ese titulo el hermano Félix, lleno de afecto, quien, como se sabe, llegó a tu presencia tarde, es decir, después que sus compañeros. Y mientras el hermano Floro marchaba de Uzala a Cartago, los otros vinieron a este monasterio con el libro. A mí no me lo mostraron, y, en cambio, comenzaron a leerlo a hermanos sin preparación. La lectura conmovió el corazón de algunos que no entendían cómo cuando dijo el Señor: Quien no comiere la carne del Hijo del hombre ni bebiere su sangre no tendrá vida en sí, se ausentaron5 los que entendieron dichas palabras impíamente, no por culpa del Señor que hablaba, sino por la dureza del corazón impío.
3. Los dichos hermanos, que todo lo han turbado, comenzaron a agitar el ánimo de los inocentes, mientras que mi humildad lo ignoraba todo. Yo estaba tan ignorante de sus reuniones de murmuración, que si no hubiese vuelto el hermano Floro de Cartago y se hubiese enterado de sus perturbaciones, comunicándomelo a mí con solicitud... las discusiones furtivas y serviles existían entre ellos acerca de una verdad que no entendían. Propuse, para ventilar los problemas impíos, dar cuenta a nuestro señor y santo padre Evodio, para que en atención a los ignorantes nos escribiese algo más preciso sobre ese sacrosanto libro. Pero se negaron a recibirlo con mayor paciencia, y partieron hacia ti contra nuestra voluntad. Floro estaba turbado por el fanatismo de ellos. Se irritaban contra él, pues pensaban que él les había producido la llaga con este libro; como débiles, no podían ver la medicina que en el libro se encierra. Para mayor autoridad, pedí al santo presbítero Sabino que leyera el libro y su santidad se lo leyó con la interpretación exacta; pero tampoco se curó su alma herida. Por piedad, les di entonces dinero para su viaje, para no aumentar sus llagas, aunque pudiera haberlas curado la gracia de este libro, en el que resplandece tu santa presencia. Una vez que partieron, la calma y la paz volvieron a reinar entre los hermanos. Porque toda esta contienda fue provocada por la animosidad de cinco hermanos o quizá alguno más.
4. Entre tanto, Señor y padre, el gozo brotó de la tristeza, y por eso no estamos afligidos: gracias a esos ignorantes y curiosos, hemos merecido ser iluminados por los dulces avisos de tu Santidad. La duda del apóstol Santo Tomás, que buscaba los agujeros de los clavos, confirmó a toda la Iglesia6. Hemos recibido, pues, señor y padre, la medicina de tu carta, que nos cura piadosamente con la gracia; hemos golpeado nuestro pecho, para que así a lo menos se cure nuestra conciencia; a ésta la cura y vivifica, por ese libre albedrío que nos otorga la divina misericordia, la gracia, pero en el tiempo presente, en el que aún cantamos7, mientras perdura nuestra vida, esa misericordia. Pues cuando comencemos a cantar al Señor el juicio, recibiremos la recompensa según nuestras obras, ya que el Señor es misericordioso y justo, compasivo y recto8. Como tu Santidad nos enseña, es menester que nos presentemos al tribunal de Cristo para que cada cual reciba, conforme a lo que hizo durante su vida en el cuerpo, el bien o el mal9. Porque vendrá el Señor y su recompensa con El. Se presentará el hombre, y sus obras estarán ante él10; que vendrá el Señor como un horno ardiente para abrasar a los impíos como paja; para los que temen el nombre del Señor nacerá el sol de la justicia, cuando los impíos serán juzgados con el juicio de la justicia11. Esto es lo que proclama el justo, cuyo amigo eres tú, señor y padre; tiembla y dice suplicante: Señor, no entres a juicio con tu siervo12. Si la gracia fuese una recompensa, el justo no temería el secreto juicio de la majestad13. Esta es, padre, la fe de tu siervo Floro, y no lo que esos hermanos te han pintado. Le han oído decir que el don de la piedad se otorga no por nuestros méritos, sino por la gracia del Redentor. Porque en cuanto al día del juicio, ¿quien duda de que la gracia estará lejos, cuando comience a manifestar su ira la justicia? Esto es lo que gritamos, padre; esto es lo que cantamos según tu enseñanza, aunque no asegurados, sino temblorosos: Señor, no me arguyas en tu furor ni me castigues en tu ira14. Esto decimos: Corrígenos, Señor; y edúcanos en tu ley, para que nos seas benigno en el día aciago15. Esto creemos según tu enseñanza, venerable padre: Dios interroga al justo y al impío, puesto que a buenos y malos, colocados a la derecha o a la izquierda, imputa las obras de piedad, que ha de premiar, y hace el cálculo sobre la obstinación de la impiedad, que ha de castigar16. ¿Dónde queda la gracia, cuando las obras buenas o malas son juzgadas según su calidad?
5. ¿Por qué no teme mentir, sin dar la cara, contra nosotros? No negamos que el libre albedrío ha sido curado por la gracia de Dios; pero creemos que progresa por la gracia cotidiana de Cristo, y confiamos en que es auxiliado por ella, ¡Y hay hombres que dicen: «En nuestro poder reside el hacer el bien»! ¡Como si los hombres hicieran el bien! ¡Oh vana jactancia de los desgraciados! Cada día confiesan sus pecados y se atribuyen jactanciosamente el desnudo libre albedrío. Y no examinan su conciencia, ya que ésta sólo puede ser curada por la gracia, para decir: Perdóname; sana mi alma, pues pequé contra ti17. Esos que se glorían de su libre albedrío (que nosotros no negamos, con tal que sea acompañado por el auxilio de Dios), ¿qué harían si ya la muerte hubiese sido superada por la victoria, si nuestro cuerpo mortal se hubiese revestido de inmortalidad y nuestra parte corruptible se hubiese revestido de incorrupción?18 Hieden las llagas, y se pide la medicina con orgullo. No dicen como el justo: Si el Señor no me hubiese auxiliado, ya casi habitaría mi alma en los infiernos19. No dicen como el santo: Si el Señor no guardare la ciudad, en vano vigila quien la guarda20.
6. Reza, piadosísimo padre, para que no nos preocupemos de otra cosa sino de expiar con lágrimas nuestro pecado y de exaltar la gracia de Dios. Reza, señor y padre, para que el pozo no abra junto a nosotros su boca21, para desvincularnos de los que descienden al lago22, a fin de que no perezca con los impíos nuestra alma23 por nuestro orgullo, sino que se salve por la gracia de Dios. Como lo ordenaste, señor y padre nuestro hermano Floro, siervo de tu Santidad, marchó con toda presteza: no le asusta, sino que le anima la fatiga, con tal de conseguir una instrucción clara para su mente. Lo recomendamos suplicantes a tu Santidad y pedimos que en las oraciones supliques al Señor que se compongan en paz los ignorantes. Reza, señor y dulcísimo padre, para que huya el diablo de nuestra comunidad, y, desaparecida la borrasca de los problemas extraños, el barco de nuestro compromiso, dotado de una tripulación de marinos asalariados, llegue al destino del puerto seguro. Ahora navega por este mar ancho e inmenso, pero en aquel puerto, dentro del cual el navío de la vida nada tiene ya que temer, recibirá, unida en concordia, el justo precio de las mercancías gratas a Dios. Esperamos conseguirlo con la ayuda de tu Santidad, por la gracia que hay en Cristo Jesús, Señor nuestro. Rogamos que saludes en nuestro nombre a todos los hijos de tu apostolado, señores nuestros, los clérigos y santos que sirven en la comunidad del compromiso, para que todos se dignen rezar por nosotros con tu Beatitud. Que la concorde Trinidad de nuestro Señor Dios nos conserve en su Iglesia ese tu apostolado que El eligió por su gracia y que, acordándote de nosotros, te otorgue la corona en la gran Iglesia. Eso es lo que deseamos, señor. Y si el hermano Floro, siervo de tu Santidad, te sugiriere algo en favor de la regla del monasterio, pedimos, padre, que te dignes escuchado de buen grado e instruir por todos los medios a nuestra debilidad.