Revisión: Pío de Luis, OSA
Fecha: Fin del 422.
Tema: El caso del obispo Antonino.
Agustín saluda en el Señor a Celestino, señor beatísimo y santo papa, digno de ser honrado con el debido amor.
1. Ante todo te felicito por tus méritos, pues el Señor nuestro Dios te ha establecido en esa sede sin división de su pueblo, como he oído. A continuación informo a tu Santidad sobre lo que nos afecta, para que nos socorras, no sólo rezando por nosotros, sino también con tu consejo y favor. Sumido en una gran tribulación, he dirigido este escrito a tu Beatitud; queriendo hacer bien a algunos miembros de Cristo de estas cercanías, les he ocasionado una catástrofe por mi falta de providencia y cautela.
2. Junto al término municipal de Hipona hay una población llamada Fusala. Nunca hubo allí obispo, pues con toda la región contigua pertenecía a la parroquia de la iglesia de Hipona. Había allí pocos católicos, ya que la inmensa mayoría de la población estaba miserablemente sumida en el error de Donato, hasta tal punto que en la población misma no había ningún católico. Pero por la misericordia de Dios se logró que todos esos lugares se adhiriesen a la unidad de la Iglesia. Largo sería contar cuántas fatigas y riesgos afronte Los primeros presbíteros que puse allí para reunir a la gente fueron expoliados, heridos, lesionados, cegados y muertos Pero sus padecimientos no fueron estériles e inútiles, ya que la unidad quedó perfectamente asegurada. Dicha población dista de Hipona cuarenta millas, y yo me veía demasiado alejado para gobernarla y recoger los restos, aunque pocos y más bien fugitivos que amenazadores, de los sujetos de ambos sexos que siguen en el error. Y considerando que no podría emplear la diligencia conveniente, que yo, con razones bien fundadas, estimaba que debía aplicar, determiné consagrar y establecer allí un obispo.
3. Con ese fin, busqué un sujeto a propósito para aquel lugar, uno que conociese también la lengua púnica. Tenía yo un presbítero acondicionado y pensé en él, y para consagrarle rogué por carta que viniera de lejos un santo anciano que era entonces el primado de Numidia. Cuando se presentó allí y todos los ánimos estaban pendientes del acontecimiento, el presbítero que yo creía que estaba dispuesto se opuso con la mayor resistencia. Yo debí entonces, como los acontecimientos me han hecho ver, diferir el asunto, antes que precipitarme peligrosamente. Mas, no queriendo que el santo y venerable anciano se volviese en balde, después de haberse fatigado viniendo aquí desde tan lejos, presenté, sin pedírmelo nadie, a un adolescente llamado Antonino que entonces vivía conmigo. Yo le había educado en el monasterio desde su temprana edad, pero no se había dado a conocer en ningún grado u oficio en la clericatura, fuera del de lector. Los presentes, desdichados, no sabiendo lo que iba a acontecer, me creyeron con la mayor sumisión a mí, que lo presentaba. ¿Para qué más? Fue consagrado, y el joven comenzó a ser su obispo.
4. ¿Qué he de hacer? No quiero abrumar ante tu Santidad al que yo recogí para educarle. Tampoco quiero abandonar a los que di a luz, para devolverlos a la unidad con temor y dolor. No sé cómo combinar ambos extremos. El asunto ha llegado a tal escándalo, que los mismos que se habían acomodado a mi gusto en cuanto al aceptado como obispo, pensando que se miraba por su bien, se han querellado ahora ante mí por motivo de él. En el proceso se le acusó de haber cometido pecados capitales de estupro. Los que le acusaban, no los fieles de quienes era obispo, sino otros, no pudieron probar nada, y ya parecía libre de esos crímenes que se le achacaban por envidia. Tanto a mí como a otros nos dio lástima de él, hasta el punto que las acusaciones que contra su persona vertían los aldeanos y habitantes de la región, acusaciones de un intolerable abuso de poder, de rapiñas, de opresiones y vejaciones, no me parecieron de entidad suficiente como para creer que por eso o por el conjunto de datos reunidos debía deponerlo del episcopado, sino para obligarle a restituir lo que se probase que había robado.
5. Finalmente he templado mi sentencia, de modo que manteniéndole a él en el episcopado, no dejase sin castigo aquellas cosas, que no deben proponerse ni a él para que las repita ni a otros para que las imiten. He dejado intacta al joven la dignidad para que se corrija, pero con el castigo le he disminuido la potestad, para que no esté ya al frente de aquellos con quienes se ha portado de tal manera que no pueden tolerar, por un justo dolor, que los gobierne él, y quizá estaban prontos a mostrar con algún delito, con riesgo para ellos y para él, la impaciencia incontenible de su dolor. Ese ánimo ha mostrado también cuando los obispos consagrantes trataron con ellos acerca de este punto, Cuando ya el honorable Céler, de cuya prepotente administración adversa a él se lamenta Antonino, no ejerce potestad alguna ni en África ni en lugar alguno.
6. ¿Para qué pormenorizar más? Colabora conmigo, te lo suplico, señor beatísimo, venerable por la piedad, digno de respeto y santo papa, y manda que te lean todo lo que te ha sido dirigido. Mira cómo Antonino ha llevado el episcopado y cómo aceptó mi sentencia. Le privé de la comunión hasta que restituyese todo a los de Fusala. Una vez hecho el cálculo, puso aparte el dinero, más del que establecían las actas, para que se le reintegrase a la comunión. Mira cómo indujo con astuta persuasión a nuestro primado, santo anciano y venerable varón, para que le creyese todo y le recomendase como libre de toda culpa al venerable papa Bonifacio. ¿Y para qué he de recordar lo demás, cuando el citado venerable anciano lo ha contado todo a tu Santidad?
7. Por lo que toca a las otras muchas actas en que se contiene mi juicio sobre él, yo había de temer que te parezca que le he juzgado con menos severidad de la debida. Pero sé que eres tan propenso a la misericordia, que no sólo estimas que se me ha de perdonar a mí por perdonarle, sino que hay que perdonarle incluso a él. Pero él quiere ya dar por prescrito lo que yo con excesiva blandura o ligereza dispuse, e intenta usurpar lo que perdió. Va proclamando: «O debí sentarme en mi cátedra o no debí ser obispo». ¡Como si ahora ocupase otra sede que la suya! Cabalmente se le han dejado y cedido aquellos lugares en los que antes era obispo, para que no se dijese que se le había trasladado ilícitamente a otra sede contra lo establecido por los Padres. ¿Acaso debemos ejecutar las leyes de la severidad y de la dulzura, de modo que no se castigue de ningún modo a quien por otra parte no se considera que merezca ser privado de la dignidad episcopal? ¿Acaso cualquier clase de correctivo ha de ir asociado a la pérdida de dicha dignidad?
8. Hay ejemplos, en los que la Sede Apostólica ha sentenciado o confirmado sentencias ajenas, de algunos obispos culpables que ni fueron despojados de la dignidad episcopal ni dejados en la absoluta impunidad. Voy a citar algunos recientes, sin recurrir a los tiempos antiguos. Prisco, obispo de la provincia cesariense, podría clamar: «O debió permitírseme también a mí, como a los demás, el acceso a la sede primada, o debió despojárseme del episcopado». Víctor, otro obispo de la misma provincia, a quien se le intimó la misma pena de Prisco, y con el cual no está en comunión ningún otro obispo, sino en su diócesis, podría clamar diciendo: «O se me debe permitir la comunión universal o no se me debe permitir tampoco en los lugares de mi diócesis». Un tercer ejemplo: Lorenzo, obispo de la misma provincia, podría clamar como Antonino: «O debí ocupar la sede para la que fui consagrado, o no debí ser obispo». Mas ¿quién censurará tales sentencias sino quien presta escasa atención para ver que ni todo debe dejarse impune ni todo debe castigarse de una misma manera?
9. El beatísimo papa Bonifacio, con cautela vigilante y pastoral, dice en su carta refiriéndose al obispo Antonino: «Si es que nos ha narrado fielmente el sucederse de los hechos». Acoge ahora el sucederse de los hechos que él calló en su relato, y también los que han ocurrido después de leída en África la carta de aquel varón de santa memoria. Ayuda a unos hombres que imploran tu ayuda en la misericordia de Cristo con mayor anhelo que aquel de cuya turbulencia desean librarse. Ahora se ven amenazados, ya por él mismo, ya a través de rumores frecuentes, con juicios, intervención de la autoridad pública y con ataques militares como si fuesen ejecutores de la sentencia apostólica; de modo que esos desventurados cristianos y católicos temen de un obispo mayores calamidades que las que temían, siendo herejes, de las leyes de los emperadores católicos. No permitas que eso tenga lugar, te lo ruego por la sangre de Cristo y por la memoria del apóstol Pedro, que amonesta a los jueces de los pueblos cristianos para que no ejerzan dominio de tiranos sobre los hermanos1. Tanto a los católicos de Fusala, mis hijos en Cristo, como al obispo Antonino, mi hijo en Cristo, a todos los recomiendo, ya que a todos los amo, a la benigna caridad de tu Santidad. No me quejo de los habitantes de Fusala porque han hecho llegar a tus oídos su justa queja contra mí por haberles impuesto un hombre no probado, ni siquiera garantizado por la edad, el cual los ha afligido. Tampoco quiero que se le haga mal a él, pues cuanto más sincera caridad le profeso, tanto más me opongo a su mal deseo. Ambas partes merecen tu misericordia: ellos para no padecer el mal, él para no cometerlo: ellos para que no odien a la Católica, si los obispos católicos y sobre todo la Sede Apostólica, no les ayudan contra un obispo católico, y él, para que no se obstine en su delito y aleje de Cristo a los que se empeña en hacer suyos contra la voluntad de ellos.
10. He de confesar a tu Beatitud que en este peligro que corren ambas partes me atormenta tal temor y tristeza, que pienso retirarme del ejercicio del ministerio episcopal y entregarme a los lamentos dignos de mi error, si veo que aquel al que apoyé para que fuese obispo por mi imprudencia devasta la Iglesia de Dios y, lo que Dios no permita, perece esa Iglesia con el devastador. Recuerdo que el Apóstol dice: Si nos juzgamos a nosotros mismos, no seremos juzgados por el Señor2. Y así, me juzgaré a mí mismo para que me perdone el que ha de juzgar a los vivos y a los muertos3. Pero, si libras a los miembros que Cristo tiene en esa región de su temor y tristeza mortales y consuelas mi ancianidad con esa justicia misericordiosa, tanto en esta vida como en la futura te pagará bien el que en esta tribulación nos socorre por tu medio y te colocó en esa Sede.