A Paulino
Año 417
Alipio y Agustín a Paulino, señor beatísimo auténticamente amado en las entrañas de Cristo, hermano amable sobre todo encarecimiento y coepíscopo.
CAPÍTULO I
1. Dios, al fin, nos provee de un fidelísimo correo en la persona del muy amado hermano Jenaro, a quien todos con razón queremos. Aunque no escribiésemos, podría tu sinceridad conocer todas nuestras cosas por él como por una viva e inteligente carta. Sabemos que has amado como a siervo de Dios a Pelagio, que, al parecer, fue llamado Britón, para distinguirlo del otro Pelagio llamado Tarentino. No sabemos cómo le amas ahora. También nosotros le amábamos antes y le amamos aún, pero antes de un modo y ahora de otro. Antes, porque nos parecía recta su fe; ahora, para que por la misericordia de Dios se libre de las falsedades que, según dicen, opina contra la gracia de Dios. No debíamos creerlo fácilmente cuando la fama hace ya tiempo nos lo susurraba, ya que la fama suele mentir. Pero hubimos de creerlo con motivo. Leímos un libro de él donde trataba de persuadirnos esas falsedades que pretenden borrar del corazón de los fieles la gracia de Dios, concedida al género humano por el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús. El libro nos lo enviaron unos siervos de Cristo que le habían oído enseñar con ahínco tales doctrinas y que a él se habían adherido. Uno de nosotros contestó y discutió ese libro, aceptando el ruego de los remitentes, porque creímos que así debía ser, callando el nombre del autor para que no se diera por ofendido y la herida fuera incurable. Lo que en ese libro de Pelagio se contiene y se afirma detalladamente y sin cesar, es lo mismo que expreso en algunas cartas dirigidas a tu veneración; dice en ellas que no hay que pensar que él defienda la libertad sin la gracia de Dios, pues afirma que el Creador nos ha otorgado la posibilidad de querer y obrar, sin la cual ningún bien podríamos querer ni hacer. Haciéndose doctor a sí mismo, deja entender que la gracia de Dios es la que es común a paganos y cristianos, impíos y piadosos, fieles e infieles.
2. Con tales falsedades se hace inútil la venida del Salvador, y ya podemos decir lo que el Apóstol dice de la ley: Si la gracia viene de la naturaleza, luego Cristo murió en vano1. Tales falsedades las hemos refutado, según nuestras fuerzas, en el corazón de los que así sentían, para que, dándolo a conocer, se corrigiese, sin sentirse herido, el mismo Pelagio, a ser posible, y de ese modo se destruyese el mal del error, respetando la vergüenza del hombre. Pero luego nos llegaron del Oriente cartas que discutían abiertamente ese punto, y nuestro deber era apoyar a la Iglesia con la autoridad episcopal. Y así dos concilios, el cartaginés y el milevitano, enviaron sobre ese problema una relación a la Sede Apostólica antes de que llegasen a nuestras manos o al África las actas eclesiásticas en las que Pelagio aparece justificado ante los obispos de la provincia de Palestina. Aparte la relación de ambos concilios, escribimos también cartas familiares al papa Inocencio, de feliz memoria, tratando la cuestión con algún detenimiento. A todo ello nos ha contestado con aquella mesura que urge y conviene al obispo de la Sede Apostólica.
3. Todo ello podrás leerlo ahora, si es que quizá no te ha llegado nada o no todo. Verás que hemos guardado respecto de Pelagio la moderación que debimos para que no fuese condenado si él condenaba la maldad. Pero refutamos con la autoridad eclesiástica ese nuevo y pernicioso error. Mucho nos extrañaría que quedaren aún algunos obstinados en oponerse a la gracia de Dios por un error cualquiera. La fe verdadera y la Iglesia católica ha mantenido siempre lo que ellos han podido aprender: que la gracia de Dios, por Jesucristo nuestro Señor, transporta a todos, a los pequeños y a los grandes, desde la muerte del primer hombre hasta la vida del hombre segundo. Y eso se realiza no sólo arrepintiéndose de los pecados, sino también ayudando a los que pueden utilizar su libertad para no pecar y vivir rectamente. Porque, si la gracia no ayuda, no podemos tener ni piedad ni justicia, ni en nuestras obras ni en nuestra voluntad. Es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según la buena voluntad2.
CAPÍTULO II
4. ¿Quién nos aparta de la masa y materia de perdición sino el que vino a buscar y salvar lo que había perecido? Así el Apóstol pregunta diciendo: ¿Quién te discierne? Podrían contestarle: "Mi fe, mi voluntad, mi buena obra". Pero a eso replica: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieses recibido?3 No se pretende con todo eso que el hombre no se gloríe, sino que quien se gloría se gloríe en el Señor4, y no por sus obras, para que no se engría5. Lo cual no significa que falten las buenas obras, ya que Dios pagará a cada uno según sus obras, y todo el que obra bien alcanzará gloria, honor y paz6, sino que las obras vienen de la gracia y no viceversa7. La fe que obra por la caridad nada obraría si la caridad de Dios no se difundiese en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha donado8. Y ni siquiera tendríamos la fe si no repartiese Dios a cada uno una medida de fe9.
5. Es, pues, un bien para el hombre el decir con verdad y con todas las fuerzas de su libertad: Guardaré mi fortaleza para ti10. El que pensó que sin la divina ayuda podría guardar lo que Dios le dio, partió a una región lejana, vivió pródigamente, todo lo consumió, cayó en la miseria de una dura servidumbre, y, volviendo en sí mismo, dijo: Me levantaré e iré a mi Padre11. Pero ¿cuándo le hubiese venido ese pensamiento si el Padre misericordiosísimo no se lo hubiese inspirado ocultamente? Entendiéndolo San Pablo, ministro del Nuevo Testamento, dijo: No porque seamos idóneos para pensar algo por nosotros, como de propia cosecha, sino que nuestra suficiencia viene de Dios. Dijo el salmo: Para ti guardaré mi fortaleza12. Mas para que nadie atribuya a propias fuerzas ese mismo guardar, recuerda el salmista que, si Dios no guarda la ciudad, en vano vigilan sus guardas13, y que no duerme el que guarda a Israel14; y así añade: Porque tú, Señor, eres mi mantenedor.
6. Recuente Pelagio, si puede, sus méritos, por los que Dios se habrá dignado ser su mantenedor, como si él fuese el mantenedor de Dios. Mire si buscó o fue buscado por aquel que vino a buscar y a salvar lo que había perecido15. Si quisiere averiguar qué mereció antes de la gracia, no hallará el hombre sino sus males, pero no sus bienes, aunque la gracia del Salvador recaiga sobre un hombre que tan sólo tiene un día de vida en la tierra. Si el hombre obra algún bien para merecer la gracia, ese mérito no se le imputaría según gracia, sino según justicia. Pero, si ya cree en aquel que justifica al impío, para que su fe se le impute según justicia16, ya que el justo vive de la fe17, es indudable que antes de ser justificado por la gracia, es decir, antes de ser hecho justo, el impío no es sino impío. Si se le fuese a pagar según justicia, ¿con qué se pagarían sus méritos sino con el suplicio? Luego, si es por gracia, ya no es por obras, pues de otro modo la gracia ya no es gracia18. A las obras se les paga según justicia; en cambio, la gracia se da gratis, y por eso se llama gracia.
CAPÍTULO III
7. Si alguien dijere que la fe merece la gracia del bien obrar, no lo negamos, antes bien lo confesamos del mejor grado. Queremos que esos hermanos nuestros que tanto se glorían de sus obras tengan esa fe por la que se impetra la caridad, única que obra realmente bien. Pero la caridad es un don de Dios, hasta el punto de ser llamada Dios19. Luego los que tienen fe para solicitar su justificación, llegaron a la ley de la justicia por la gracia de Dios. Por eso está escrito: En el tiempo aceptable te escuché y en él día de la salud te ayudé20. Luego en aquellos que se salvan por elección graciosa, Dios es quien ayuda y obra el querer y el obrar según la buena voluntad. Para los que aman a Dios todo coopera al bien21. Si dice todo, queda incluida la misma caridad, que solicitamos por la fe, y sólo así amamos por la divina gracia a aquel que antes nos amó para que creyéramos en El, y así fuimos amados cuando aún no habíamos amado.
8. Los que esperan el premio como si fuese debido a sus méritos, y no atribuyen esos mismos méritos a la gracia de Dios, sino a las fuerzas de su propia voluntad, como se dijo del Israel carnal, persiguen la ley de la justicia, pero no llegan a ella. ¿Por qué? Porque no buscan la justicia de la fe, sino la de las obras. La justicia de la fe es la que alcanzaron los gentiles, de quienes se dijo: ¿Qué diremos, pues? Los gentiles, que no habían conocido la justicia, alcanzaron la justicia, pero la justicia de la fe. En cambio, Israel, que perseguía la ley de la justicia, no llegó a la ley de la justicia. ¿Por qué? Porque no la buscó por la fe, sino como por las obras. Toparon en la piedra de tropiezo, como está escrito: "He aquí que pongo en Sión piedra de tropiezo y piedra de escándalo, y quien creyere en él no será confundido"22. Esa es la justicia de la fe, por la que creemos que somos justificados, esto es, hechos justos por la gracia de Dios, mediante Jesucristo nuestro Señor, para que en Él reconozcamos que no tenemos la justicia nuestra que viene de la ley, sino la justicia que viene de la fe de Cristo. La justicia que viene de Dios por la fe23, sin duda viene por la fe con que creemos que la justicia nos la da Dios, no la fabricamos nosotros en nosotros con nuestras fuerzas.
9. ¿Por qué dice el Apóstol que la justicia que viene de la ley es de ellos y no de Dios? ¿Es que la ley no viene de Dios? ¿Quién dirá eso sino un impío? Es que la ley ordena por la letra, no ayuda por el espíritu; por eso puede haber un sujeto que oiga la letra de la ley y crea ser suficiente saber lo que la ley manda o prohíbe para confiar en que lo ha de cumplir con la energía de su libertad, y por ello no se acoja por la fe a la ayuda del Espíritu, que vivifica. No quiere el Apóstol que la letra mate al que se constituye reo. Ese tal tiene celo de Dios, pero no según la ciencia. Ignora la justicia de Dios, esto es, la que da Dios, y quiere establecer la propia, la que viene de sola la ley, y así no se subordina a la justicia de Dios: Porque, como dice el Apóstol, el fin de la ley es Cristo para todo el que cree en orden a la justicia24, para que seamos justicia de Dios en Él25. Justificados en la fe, tenemos paz con Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor26. Pero somos justificados gratis por su gracia27, para que la fe misma no sea engreída.
10. No se diga: "Si la justificación viene de la fe, ¿cómo es gratuita? Lo que la fe merece, ¿no es una paga más bien que una donación?" No diga eso el hombre fiel. Él dice: "Tengo la fe para merecer la justificación". Pero se le replica: ¿Qué tienes que no hayas recibido?28 Esa fe solicita la justificación, tal como a cada uno ha repartido Dios una medida de fe; pero no hay mérito alguno humano que preceda a la gracia de Dios, sino que la gracia misma merece ser aumentada y, aumentada, merece ser perfeccionada, llevando como colaboradora y no como guía, detrás y no delante, a la propia voluntad. Por eso el que dijo: Mi fortaleza guardaré para ti, explicó la causa diciendo: Porque tú, ¡oh Dios!, eres mi mantenedor. Como si hubiese buscado por cuáles méritos alcanzó eso, y no hubiese hallado alguno antes de la gracia de Dios, dice: Dios mío, su misericordia me previno. Como diciendo: por mucho que busque mis méritos antecedentes, su misericordia me previno. Al guardar para Dios su fortaleza donada por Dios, guardó, porque Dios se la conservó, la fortaleza que tuvo porque Dios se la dio. Y no merece el aumento sino porque sabe piadosa y fielmente de quién vienen todos sus bienes, y que ese mismo conocimiento viene también de Dios, para que no haya nada en él que no venga de Dios. Por eso dice muy bien el Apóstol: No hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que sepamos las cosas que Dios ha donado29. He ahí cómo el mismo mérito del hombre es un don gratuito30. Nadie merece recibir ningún bien del Padre de las lumbres, de quien desciende todo don óptimo, sino quien primero recibe lo que no merece.
CAPÍTULO IV
11. Pero es mucho más generoso y, sin duda, más gratuito el don que la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor otorga a los niños para que no les dañe la generación de Adán y les aproveche la regeneración de Cristo, pues en esos niños la misericordia de Dios previene con tanto tiempo a la misma conciencia de recibir. Si en su corta edad salen del cuerpo, reciben con la consciencia la vida eterna y el reino de los cielos en virtud de un don del que aquí no fueron conscientes cuando les aprovechó. Según la doctrina de nuestros mayores, esos dones son anteriores a todos, pues la gracia de Dios obra en esos niños de modo que la voluntad de los que la reciben no sea antecedente, ni concomitante, ni subsiguiente. Tan grande beneficio no se les otorga por su gusto, sino a pesar de su disgusto, lo que sería un gran sacrilegio, si algún valor tuviese en tan corta vida la libertad.
12. Esto hemos dicho porque hay algunos que en este punto de la gracia no alcanzan a entender los inescrutables juicios de Dios: por qué en una misma masa, procedente de Adán y caída toda entera con él en la condenación, Dios fabrica este vaso para honor y ese otro para ignominia. Y, con todo, osan hacer a los niños reos de pecados propios. No pueden tales niños pensar el bien ni el mal, y se estima que por la libertad pueden merecer el castigo o la gracia. Por el contrario, la verdad apostólica dice: Por uno, todos merecen la condenación31, y así muestra bien que los niños nacen en el castigo; no es merecimiento, sino misericordia, que renazcan en la gracia. Porque la gracia ya no es gracia si se recompensan los méritos humanos y no se da gratis por obras divinas. Y sólo esa gracia nos libra del castigo: todos merecen la pena por Adán; la gracia por Jesucristo a nadie es debida, sino que es gratuita, para ser gracia de verdad, y los juicios de Dios son inescrutables, como lo es Dios mismo cuando hace distinción entre niños, que por sus méritos no se distinguen. Únicamente esos juicios no pueden ser inicuos, ya que todos los caminos del Señor son misericordia y verdad32. Luego cuando a uno se le concede la gracia de la misericordia, no tiene por qué gloriarse de méritos humanos: no se atendió a las obras para que nadie se engría. Mas cuando a otro se le paga la verdad de la venganza, no tiene motivo para querellarse con razón, ya que se le paga lo que en justicia se le debe por su pecado: aquel en quien todos pecaron es castigado, sin duda, en cada individuo. En ese castigo se muestra con mayor claridad lo que reciben los vasos de misericordia, no por una gracia debida, sino por una verdadera gracia.
CAPÍTULO V
13. Dice con claridad el Apóstol: Por un hombre entró en el mundo el pecado, y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, en quien todos pecaron33. ¿Cómo argumentan contra el Apóstol, diciendo que los niños tienen pecados propios por la libertad? Causa tedio el reparar en esto, pereza el explicarlo, pero es menester decirlo. Lo que grandes y agudos ingenios pudieron descubrir, sería derrota el soslayarlo y silenciarlo, como sería arrogancia el desdeñarlo y pasarlo por alto. Dicen ellos: "He ahí que Esaú y Jacob luchan en las entrañas maternales; al nacer el uno, es suplantado por el otro. Cuando nace el primero, el segundo le tiene asido, mostrando en cierto modo la obstinación de la lucha. Pues ¿cómo los niños que tal nacen han de tener libertad para el bien y el mal y no podrán contraer méritos, a los que han de seguir los premios o los castigos?"
14. A eso respondemos que tales movimientos y esa especie de lucha de los niños fue tipo de grandes cosas, porque no fue albedrío, sino prodigio. No vayamos a conceder la libertad a los asnos, porque, como está escrito, un cuadrúpedo de esa especie, una caballería sin voz, respondiendo con voz de hombre, le prohibió al profeta su locura34. Los que defienden que ésos no son movimientos prodigiosos, sino actos voluntarios, no producidos en los niños sino por niños, ¿qué responderán al Apóstol? Estimando que debía referirse a esos gemelos, como a un documento de la gracia gratuita, dice: Aun no habían nacido, y nada habían hecho, ni bueno ni malo, para que la intención divina dependiese de la elección; y no por las obras, sino por el que les llamó, se dijo: "El mayor servirá al menor"35. Luego añade el testimonio de un profeta que dice eso mucho tiempo después, pero que declara el antiguo consejo de Dios sobre ese punto, diciendo: Como está escrito, a Jacob amé: a Esaú, en cambio, le odié36.
15. Tenemos, pues, que el Doctor de los Gentiles atestigua en la fe y en la verdad que ésos, dos gemelos aun no nacidos, no habían hecho nada, ni bueno ni malo, para que se pusiese de relieve la gracia. Al decir: El mayor servirá al menor, se entiende que no es por las obras, sino por el que los llamó, para que la intención divina dependiese de la elección, sin que precediese mérito alguno del hombre. No habla el Apóstol de una elección de la voluntad humana o de la naturaleza, ya que en ambos gemelos era igual la condición de muerte y condenación; habla, sin duda, de la elección de la gracia, que no descubre a los predestinados, sino que los hace. De esa gracia habla también a continuación en la misma Epístola: Así en estos tiempos las reliquias se han salvado por la elección de la gracia. Si es gracia, ya no es por obras. En otro caso, la gracia ya no es gracia37. Con ese pasaje concuerda bien el otro en que se recuerda que no fue por obras, sino por vocación por lo que se dijo: El mayor servirá al menor. Pues ¿por qué se resiste con tamaña impudencia al nobilísimo predicador de la gracia sobre la libertad de los niños y sobre los movimientos de los que aún no han nacido? ¿Por qué se dice que los méritos previenen a la gracia, pues no sería gracia si se imputase por méritos? ¿Por qué, contra esa salud que se otorga a los perdidos y se llega a los indignos, se pleitea con una contienda que, por muy aguda, copiosa y ornamentada que venga, es muy poco cristiana?
CAPÍTULO VI
16. Insisten aún: "¿Cómo no ha de haber iniquidad en Dios, si con su amor diferencia a los que no se diferencian por mérito alguno de obras?" A nosotros se nos objeta esto, como si el Apóstol no lo hubiese visto, propuesto y contestado. Vio, sin duda, lo que, al oír esto, podría objetar la debilidad e ignorancia humana; él mismo se hace esa pregunta, diciendo: ¿Qué diremos? ¿Acaso hay iniquidad en Dios? Y contesta al momento: En modo alguno. Y al dar la razón de esa carencia de iniquidad en Dios, no dice: "Porque juzga los méritos o las obras aun de los niños, aunque estén todavía dentro de las entrañas maternales". ¿Cómo podría decir eso, habiendo dicho antes acerca de los no nacidos y de los que no habían hecho aún nada bueno ni malo que no por las obras, sino por la vocación, se dijo: "El mayor servirá al menor"? Al querer mostrar que en esto no hay iniquidad en Dios, dice: A Moisés se dijo: "Me compadeceré de quien me haya apiadado y tendré misericordia de quien me haya compadecido". ¿Qué nos enseña aquí sino que quien nos salva de aquella masa del primer hombre, la cual por justicia merece la muerte, no lo debe a méritos humanos, sino a la misericordia de Dios? Por lo tanto, no hay iniquidad ni Dios, ya que no es injusto cuando perdona ni cuando exige lo que se debe. Allí donde el castigo puede ser justo, la indulgencia no es otra cosa que gracia. Por donde es evidente cuán grande beneficio se otorga al que se libra de la pena debida y es justificado gratis, mientras otro que también es reo es castigado sin iniquidad del que castiga.
17. Después sigue el Apóstol diciendo: Por ende, no es cosa del que quiere o del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia. Lo cual se refiere a aquellos que son justificados y libertados por la gracia. Respecto a los otros, sobre los que perdura la ira de Dios, puesto que Dios usa bien de ellos para enseñar a los otros a quienes se digna librar, continúa diciendo el Apóstol: Dice la Escritura a Faraón: "Para eso te levanté, para mostrar en ti mi poder y para que se anuncie en toda la tierra mi nombre". Y concluye refiriéndose a ambos términos: Luego tiene misericordia de quien quiere y endurece a quien quiere, y en ambos casos no hay iniquidad, sino misericordia y verdad. ¡Y todavía muestra extrañeza la debilidad osada de estos que, según las conjeturas del corazón humano, se empeñan en descubrir la inescrutable profundidad de los juicios de Dios!
18. El Apóstol se propone a sí mismo esa objeción, diciendo: Me dirás tú: "¿Para qué discutir? ¿Quién resistirá a la divina voluntad?" Pensemos que nos lo dicen a nosotros. ¿Qué otra cosa hemos de responder sino lo que respondió el Apóstol? O si también a nosotros nos sorprende eso, porque también nosotros somos hombres, oigamos juntos al Apóstol, que dice: ¡Oh hombre!, ¿quién eres tú para responder a Dios? ¿Acaso el modelado de arcilla dirá al alfarero: "¿Por qué me hiciste así?" ¿Acaso el alfarero no tiene potestad para fabricar de la misma masa un vaso de honor y otro de ignominia?38 Si esa masa fuese tan indiferente que no tuviese mérito, ni bueno ni malo, podría parecer con razón que en Dios había iniquidad al formar de ella vasos de ignominia. Pero, puesto que por la libertad del primer hombre toda la masa cayó en la condenación, el que de ella se hagan vasos de honor corresponde, sin duda, a la misericordia divina, no a la justicia, pues no hay ninguna que preceda a la gracia. Y el que haya vasos de ignominia no debe atribuirse a iniquidad de Dios, que no puede admitirse, sino al juicio. Quien así piensa con la Iglesia católica, no disputa en favor de los méritos contra la gracia, sino que canta al Señor la misericordia y el juicio, sin rehusar por ingratitud la misericordia y sin acusar con injusticia el juicio.
19. Hay aún otra pasta de la que dice el Apóstol: Si la primicia es santa, lo es la pasta; si la raíz es santa, lo son también los ramos39. Esa masa viene de Abrahán, no de Adán; viene de la comunión en el sacramento y de la semejanza de la fe, no de la propagación mortal. Esta pasta o masa, como lee la mayor parte de los códices, pertenece toda a la muerte, ya que por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, en quien todos pecaron. Por misericordia se hace de ella un vaso de honor y por juicio se hace otro vaso de ignominia. En el primer caso no preceden los méritos a la gracia del libertador, y en el segundo no escapan los pecados a la justicia del castigador. Cuando se discute con terquedad, esto no aparece tan claro en los adultos, pues los tercos se protegen con esa especie de obscuridad y apelan a los méritos de los hombres. Por eso mismo se lanza el Apóstol contra esa opinión, recurriendo a los que aún no han nacido y no han hecho nada, ni bueno ni malo, diciendo: No por obras, sino por vocación, se dijo: "El mayor servirá al menor".
20. Y puesto que en este punto son demasiado profundos e inescrutables los juicios de Dios e ininvestigables sus caminos40, conténtese entretanto el hombre con mantener que no hay iniquidad en Dios. Confiese, como hombre, que ignora con qué piedad se apiada Dios de quien quiere y endurece a quien quiere. Y por ese mismo principio indiscutible de la carencia de iniquidad en Dios, sepa que, si nadie es justificado por méritos precedentes, a nadie endurece Dios sino por méritos. Creemos piadosa y verazmente que Dios, cuando justifica, libra de castigos debidos a los dañinos pecadores. Pero, si alguien cree que Dios condena al inocente y libre de pecados, no cree en un Dios ajeno a la iniquidad. Cuando es libertado uno que no lo merece, tanto se debe tributar a Dios mayor acción de gracias, cuanto es más justa la pena que se le debía. Y cuando es castigado uno que no lo merece, no puede hablarse de misericordia ni de verdad.
21. Insisten ellos: "Pues ¿cómo Esaú no ha de ser castigado sin merecerlo, si no por las obras, sino por la vocación, se dijo: El mayor servirá al menor? Así como no había precedido ninguna obra buena de Jacob para pertenecer a la gracia, así tampoco había precedido ninguna obra mala de Esaú por la que debiera pertenecer a la pena". En efecto, en ninguno de los dos había precedido obra alguna buena o mala propia; pero ambos eran reos en Adán, en quien todos pecaron, para que todos en él muriesen; los que después habían de proceder de él para ser diversos individuos, eran entonces en él uno sólo. El pecado le hubiese afectado a él sólo si de él ningún otro hubiese procedido. Y como en él la naturaleza de todos los individuos es común, así ninguno queda de este vicio de Adán inmune. Luego si ambos gemelos carecían aún de obras propias, buenas o malas, pero ambos eran reos por su origen, el que fue libertado alabe la misericordia; pero el que fue castigado no culpe a la justicia.
CAPÍTULO VII
22. Podríamos aquí decir: "¿Cuánto mejor fuera libertar a los dos?" A eso no hay mejor contestación que ¡Oh hombre!, ¿tú quién eres para responder a Dios? Dios sabe lo que hace, cuál debe ser exactamente el número de todos los hombres y cuál el de los santos, como el de las estrellas y de los ángeles, y para hablar de la tierra, como el de los ganados, peces, árboles, hierbas, hojas y cabellos de nuestra cabeza. Con nuestro humano pensamiento podemos decir aún: "Ya que son buenas las cosas que hizo, ¿no sería mejor duplicarlas y multiplicarlas, para que fueran muchas más de las que son? Si es que no cabían en el mundo, ¿no podía hacer el mundo tan amplio como quisiera?" Pero, si multiplicaba las cosas o hacía más amplio el mundo, podríamos pedir una nueva multiplicación, y en esto no podría haber tasa ni modo.
23. Ya sea que precede la gracia que justifica a los injustos, de la que no es lícito dudar; ya sea que, como algunos quieren, la libertad preceda siempre y a sus méritos responda el premio o el castigo, en ambos casos podría plantearse otra objeción: "Sin duda Dios previo que algunos habían de pecar y por ello habían de ser condenados al fuego eterno. Pues ¿por qué en absoluto los creó?" Desde luego, El no hizo los pecados, pero hizo naturalezas que, aunque por sí mismas son buenas, por la libertad habían de contraer los vicios de los pecados, y en ciertos sujetos habían de contraer tales vicios que merecerían el castigo eterno. ¿Quién sino Dios creó esas naturalezas? ¿Y por qué sino porque quiso? ¡Oh hombre!, ¿quién eres tú para responder a Dios? ¿Acaso dice el barro al alfarero: "¿Por qué me hiciste así?" ¿Acaso no tiene facultad el alfarero para fabricar de la misma pasta un vaso de honor y otro de ignominia?
24. Y ojalá aprendamos lo que sigue: Dios, queriendo mostrar su ira y demostrar su poderío, sostuvo con mucha paciencia los vasos de ira que fueron terminados para la perdición, para manifestar las riquezas de su gloria en los vasos de misericordia. Aquí se da una razón al hombre, la que debió darse al hombre, si es que por lo menos comprende ésa el que pleitea por su libertad en la servidumbre de tan gran debilidad. Aquí están publicadas las causas: ¿Quién eres tú para responder ante Dios? Dios, queriendo mostrar su ira y demostrar su poderío, pues, siendo óptimo, sabe utilizar bien a los malos y a los buenos, sostuvo con mucha paciencia los vasos de ira que fueron terminados para la perdición. Los malos no lo son por creación divina, sino porque la naturaleza quedó viciada por la iniquidad de la voluntad, mientras ésta fue creada buena por Dios creador. Eso no quiere decir que Dios necesitase el pecado del ángel o del hombre, pues no tiene necesidad siquiera de la justicia de criatura alguna. Su fin era demostrar las riquezas de su gloria en los vasos de misericordia, para que en las buenas obras no se engriesen como si fueran de propia cosecha. Debían entender humildemente que, si Dios no les ayudaba con su gracia, gratuita y no debida, la recompensa de sus méritos hubiera sido la que ven realizada en otros individuos de la misma masa.
25. Luego en la presciencia de Dios hay un número cierto y definido que forma la multitud de los santos. Porque éstos aman a Dios, quien les donó el amor por el Espíritu Santo difundido en sus corazones; todo coopera al bien para aquellos que según el propósito han sido llamados. Porque a los que previo, los predestinó para ser conformes con la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a ésos llamó. En esta última frase se sobrentiende también según el propósito. Porque hay otros que son llamados, pero no elegidos, y, por lo tanto, no fueron llamados según el propósito. Y a los que llamó (según el dicho propósito), a ésos justificó; y a los que justificó, a ésos glorificó41. Tales son los hijos de la promesa, los elegidos, que fueron salvados por la elección de la gracia, sobre lo cual se dijo: Y si por gracia, va no por obras; de otro modo la gracia no sería gracia. Tales son los vasos de misericordia, en los que Dios manifestó las riquezas de su gloria aun mediante los vasos de ira. Con ellos, por el Espíritu Santo, se hace un alma sola y un solo corazón42, el cual bendice a Dios y no olvida los premios de Dios, que es propicio con todas sus iniquidades, que sana todas sus enfermedades, que redime su vida de la corrupción y la corona en su misericordia43, porque no es obra del que quiere o del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia.
26. En cuanto a los demás hombres, que no pertenecen a esta sociedad, también fue Dios quien creó sus almas y sus cuernos y todo lo que la naturaleza tiene, excepto el vicio infligido a la naturaleza por la audacia de la engreída voluntad. Dios presciente los creó para mostrar en ellos lo que vale sin su gracia la libertad del desertor. Los creó también para que los vasos de misericordia, que no por méritos de sus obras, sino por la gratuita gracia de Dios, fueron sacados de la masa, aprendiesen el don que han recibido al contemplar sus justos y debidos castigos. Para que así se cierre toda boca44 y quien se gloría se gloríe en el Señor45.
CAPÍTULO VIII
27. Todo el que enseñe otra cosa no acepta las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, que dijo: Vino el Hijo del hombre a buscar y salvar lo que había perecido46. No dijo: "Lo que iba a perecer", sino lo que ya había perecido. ¿Qué pretendía mostrar sino que por el pecado del primer hombre había perecido la naturaleza de todo el género humano? Todo el que enseñe otra cosa y no acepte la doctrina que es según la piedad47, defiende la naturaleza humana como salva y libre contra la gracia del Salvador y contra la sangre del Redentor y afecta ampararse en el nombre de cristiano. ¿Qué dirá de los niños que son separados de la masa? ¿Por qué uno es elegido para la vida del hombre segundo, mientras otro es abandonado en la muerte del primer hombre? Si afirma que precedieron los méritos de la libertad, el Apóstol le contestará lo que arriba dijimos acerca de los que aún no nacieron ni pudieron hacer cosa buena o mala. Podría ese tal decir lo que defiende Pelagio en los libros que, según dice, ha publicado recientemente. Al parecer, en el juicio episcopal de Palestina anatematizó a los que dicen que el pecado de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia. Si dice que esos dos niños nacieron con el juicio y heredaron la condenación del primer hombre, no osará negar que fue adoptado para el reino de los cielos aquel niño que fue regenerado en Cristo. Díganos, pues, qué acontecerá con el otro, que sin culpa suya no fue bautizado, prevenido por esta muerte temporal. Pensamos que no se dirá que Dios condena a muerte eterna a un inocente que no tiene pecado original ni años para cometer un pecado propio. Se verá, pues, obligado a anatematizar la sentencia que Pelagio fue forzado a anatematizar para que de algún modo se le tuviera por católico: "Que los niños, aunque no estén bautizados, alcanzan la vida eterna". Y si se les niega la vida, ¿qué les queda sino la muerte eterna?
28. He aquí cómo tendrá que discutir contra la sentencia del Señor, que dice: Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; éste es el pan que descendió del cielo, para que, si alguno comiere de él, no muera. No hablaba de esta muerte que necesariamente han de padecer aun los que coman de ese pan. Poco después añade: En verdad, en verdad os digo, si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros48. Sin duda se trata de la vida que sucederá a la muerte. Tendrá que discutir contra la autoridad de la Sede Apostólica, que al tocar este punto cita el testimonio evangélico, para que nadie crea que los niños no bautizados han de poder alcanzar la vida.
Tendrá que discutir las mismas palabras que Pelagio pronunció ante el tribunal de los obispos al anatematizar a los que dijeren que los niños no bautizados alcanzan la vida eterna.
29. Hemos citado todo esto porque hemos oído, aunque ignoramos si es verdad lo que oímos, que cerca de ti o más bien en tu ciudad hay algunos tan obstinados en favor de este error, que afirman que abandonarán y despreciarán a Pelagio, por haber anatematizado a los que tal sienten, antes de apartarse de la verdad de esta sentencia, según ellos opinan. Pero sométanse a la Sede Apostólica, o más bien al Maestro y Señor de los apóstoles, quien afirma que no tendrán vida en sí mismos los que no comieren la carne del Hijo del hombre y no bebieren su sangre, cosa que no pueden hacer sino los bautizados. Es decir, al fin tendrán que confesar que los niños no bautizados no podrán alcanzar la vida, y que, por lo tanto, serán castigados con la muerte eterna, aunque ésta sea más tolerable que la de aquellos que además cometieron pecados personales.
30. Siendo esto así, osen discutir, y traten de persuadir a quienes puedan, que un Dios justo, en quien no hay iniquidad, condenará a la muerte eterna a unos niños que carecen de pecados propios si no son reos del pecado de Adán. Eso es absurdo y totalmente ajeno a la justicia divina. Todos los que tiene consciencia de cristianos en la fe católica confiesan sin vacilar que los niños no alcanzan la vida eterna, y, por ende, padecerán el castigo eterno, si no reciben la gracia de la regeneración en Cristo, si no comen ni beben la carne y sangre de Él. Por lo tanto, sólo queda esto: esos niños no hicieron nada bueno ni malo, pero el castigo de su muerte es justo, porque mueren en Adán, en quien todos pecaron. Y por eso, tan sólo son justificados en aquel que no pudo heredar el pecado original ni cometer pecado propio.
31. Él nos llamó no sólo de entre los judíos, sino también de entre los gentiles. Él reunió a los que quiso entre los hijos de aquella Jerusalén que mató a los profetas y lapidó a los enviados del Señor, y los reunió a su pesar49. Y eso no sólo antes de la encarnación, como acaece con los mismos profetas, sino también después de que el Verbo se hizo carne, como acaece con los apóstoles y miles de hombres que depositaron el precio de sus bienes a los pies de los apóstoles50. Todos ellos son hijos de aquella Jerusalén que se negó a que tales hijos fueran recogidos, pero lo fueron a su pesar. De ellos se dice: Si yo arrojo los demonios por Belcebú, vuestros hijos, ¿por quién los arrojan? Por eso, ellos serán vuestros jueces51. De ellos estaba profetizado: Aunque los hijos de Israel fuesen como la arena del mar, las reliquias se salvarán52. Y lo que sin cesar se ha de repetir: Si por la gracia, ya no por las obras; de otro modo, la gracia ya no es gracia; palabras que no son nuestras, sino del Apóstol53. Eso que el Señor gritaba contra Jerusalén, que se negaba a que sus hijos fuesen recogidos, eso lo gritamos nosotros contra aquellos que se niegan a que sean recogidos los hijos voluntarios de la Iglesia. No se corrigen ni aun después de la sentencia que se pronunció en Palestina sobre Pelagio. De allí hubiera salido condenado si él mismo no hubiese condenado las afirmaciones contra la gracia de Dios que le echaron en cara y no pudo obscurecer.
CAPÍTULO IX
32. Dejemos a un lado aquellos puntos que se atrevió a defender con cualesquiera razones del modo que pudo. Quedan aún puntos que se vio obligado a anatematizar sin tergiversaciones, bajo pena de ser anatematizado él mismo. Se objetó que había dicho "que Adán había de morir, pecase o no pecase; que su pecado le dañó a sólo él y no al género humano; que los niños recién nacidos están en aquel estado que estuvo Adán antes de su prevaricación; que ni todo el género humano muere por la muerte y prevaricación de Adán, ni todo el género humano ha de resucitar por la resurrección de Cristo; que los niños, aunque no estén bautizados, alcanzan la vida eterna; que si los ricos bautizados no renuncian a sus bienes, aunque les parezca hacer algún bien, no se les reputará y no podrán alcanzar el reino de Dios; que la gracia y auxilio de Dios no se da para cada acto, sino que consiste en la libertad o en la ley y enseñanza; que la gracia de Dios se reparte en correspondencia con nuestros méritos; que nadie puede llamarse hijo de Dios si no carece en absoluto de pecado; que no existe la libertad si necesita de la gracia de Dios; que depende de la voluntad de cada uno el hacer o no hacer algo; que nuestra victoria no depende del auxilio de Dios, sino de la libertad; que no se concede el perdón a los arrepentidos según la gracia y misericordia de Dios, sino según el mérito y trabajo de los que por su arrepentimiento se hacen dignos de la misericordia".
33. Las actas atestiguan que Pelagio condenó todo esto, sin pretender discutirlo o defenderlo en modo alguno. De donde se sigue que todo el que se atenga a la autoridad de aquel juicio episcopal y a la confesión del mismo Pelagio ha de mantener estos puntos que siempre mantuvo la Iglesia católica: "Que Adán no hubiese muerto si no hubiese pecado; que su pecado no sólo le arruinó a él, sino también al género humano; que los niños recién nacidos no están en aquel estado en que estuvo Adán antes de su prevaricación", puntos a los que se refiere brevemente el Apóstol diciendo: Por un hombre la muerte y por un hombre la resurrección de los muertos. Pues como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados54. Por eso los niños no bautizados no pueden alcanzar ni el reino de los cielos ni la vida eterna. Confiese también que los ricos bautizados, aunque no se desprendan de sus riquezas, no pueden ser privados del reino de Dios, con tal que sean tales cuales los describe el Apóstol escribiendo a Timoteo: Manda a los ricos de este mundo no sentir orgullosamente ni esperar en lo incierto de las riquezas, sino en Dios vivo, que ofrece abundantemente todas las cosas para nuestro deleite; que los ricos se empleen en obras, den con facilidad y comuniquen y se atesoren un fundamento bueno para el futuro, para que alcancen la vida verdadera55. Confiese también que la gracia de Dios se da para cada una de las acciones, y que no se da según nuestros méritos, pues ha de ser verdadera gracia, es decir, dada gratuitamente por la misericordia de aquel que dijo: Me compadeceré de quien me haya apiadado y tendré misericordia de quien me haya compadecido56. Confiese que pueden ser llamados hijos de Dios aquellos que dicen cada día: Perdónanos nuestras deudas57; cosa que no dirían con veracidad si careciesen en absoluto de pecado. Confiese que existe la libertad, aunque ésta necesite del auxilio divino. Confiese que, cuando luchamos contra las tentaciones y concupiscencias ilícitas, aunque poseamos nuestra propia voluntad, no alcanzamos victoria por ella, sino por el auxilio de Dios. De otro modo no sería verdad lo que dice el Apóstol: No es obra del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia. Confiese que se concede el perdón a los penitentes según la gracia y misericordia de Dios, no según los méritos de ellos, puesto que el Apóstol dijo que la penitencia era don de Dios, cuando dijo: No sea que Dios les otorgue la penitencia58. Confiese con simplicidad y sin ambages todo esto el que quiera estar de acuerdo con la autoridad católica y con las palabras del mismo Pelagio expresadas en las actas eclesiásticas. No hemos de creer que anatematizó con veracidad los puntos contrarios a éstos si éstos no se mantienen con fiel corazón y se declaran con manifiesta confesión.
CAPÍTULO X
34. Aunque, al parecer, Pelagio consiente con la gracia divina, no se ve bastante claro qué opina en esos libros recientes que, según se dice, ha publicado después de la sentencia de los obispos. A veces parece presentar el poder de la voluntad como una balanza sumamente equilibrada, pues parece que vale tanto para pecar como para no pecar; si es así, ya no queda lugar para la gracia divina, sin la cual, a nuestro juicio, la libertad no vale para no pecar. Pero a veces confiesa que estamos favorecidos por el cotidiano auxilio de la gracia de Dios, aunque para no pecar tengamos una libertad fuerte y firme; debió confesar que esa libertad es inválida y flaca hasta que sean sanadas todas nuestras enfermedades. No suplicaba por la enfermedad corporal aquel que decía: Apiádate de mí, Señor, porque estoy enfermo; sáname, Señor, porque se han conturbado mis huesos. Para demostrar que suplicaba en favor del alma continuó diciendo: Y mi alma se ha turbado en extremo59.
35. Parece, pues, que Pelagio opina que se concede el auxilio de la gracia por redundancia, esto es de modo que, aunque no se otorgue, nosotros ya tenemos fuerte y firme la libertad para no pecar. Quizá se crea que sospechamos temerariamente de él. Quizá diga alguno que Pelagio presenta una libertad fuerte y firme para no pecar, aunque no pueda lograrlo sin la gracia de Dios. Así decimos que los ojos sanos son firmes para ver, aunque no pueden realizarlo si falta el auxilio de la luz. Pero el mismo Pelagio declara sus enseñanzas y pensamientos en otro lugar cuando dice: "La gracia de Dios se da a los hombres para que lo que se les manda hacer por la libertad puedan hacerlo más fácilmente por la gracia". Aquí dice "más fácilmente". ¿Qué significa eso sino que, aunque falte la gracia, podemos cumplir por la libertad las cosas que Dios nos ordena, ya fácil, ya difícilmente?
36. ¿Y dónde queda aquel texto: ¿Qué es el hombre si tú no te acuerdas de él?60 ¿Dónde quedan los testimonios que el obispo de la Iglesia de Jerusalén, según se lee en las actas, objetó a Pelagio como pronunciados por él, a saber: "que afirmaba que sin la gracia de Dios podía el hombre vivir sin pecado"? Contra la impía presunción de Pelagio citó el obispo tres testimonios muy grandes. Uno del Apóstol: Más que todos ellos trabajé, no yo, sino la gracia de Dios conmigo61. No es obra del que quiere o del
que corre, sino de Dios, que tiene misericordia62. El tercero es del Salmo: Si el Señor no edificare la ciudad, en vano trabajaron los que la edifican63. ¿Cómo se podrá cumplir sin la ayuda divina, aunque sea con dificultad, lo que Dios ordena, siendo así que, si Dios no edifica, se dice que trabaja en vano el que edifica? No está escrito: "Es obra del que quiere y del que corre, aunque se obtiene con mayor facilidad si Dios tiene misericordia". Lo que está escrito es: No es obra del que quiere o del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia. No quiere decir que el hombre no tiene voluntad o no puede correr, sino que nada puede si Dios no tiene misericordia. Tampoco dijo el Apóstol: "Y también yo", sino que dijo: Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo. Y eso no significa que él nada hiciera, sino que nada hiciera si Dios no le ayudara. Además, aquella indiferencia de la voluntad para el bien o el mal que Pelagio establece como una balanza en equilibrio, no deja ya libertad a esta facilidad, que ahora parece confesar cuando dice: "Más fácilmente pueden cumplirse por la gracia, más fácilmente se realiza el bien por la gracia, y con suma facilidad se ejecuta el mal sin la gracia". Ésta facilidad no está muy conforme con el equilibrio de la balanza.
CAPÍTULO XI
37. ¿Para qué más? No sólo debemos ser cautos para evitarlos a ésos. Hemos de ser también diligentes para enseñarlos o amonestarlos, si lo toleran. Pero, sin duda, mayor favor les hacemos si oramos para que se corrijan, para que no perezcan a pesar de su gran ingenio o para que no pierdan a otros con esa ruinosa presunción. Porque tienen el celo de Dios, pero no según la ciencia. Esto es, ignorando la justicia que proviene de Dios y queriendo establecer la propia, no se subordinan a la justicia de Dios64. Y, pues se llaman cristianos, hemos de cuidar respecto a ellos, mejor que respecto a los judíos, de quienes hablaba el Apóstol, de que no choquen contra la piedra de tropiezo65, pretendiendo defender la naturaleza y la libertad al estilo de los filósofos de este mundo, los cuales trabajaron con Todo ahínco para que se creyera, como ellos lo creían, que ellos se daban a sí mismos la vida bienaventurada con las fuerzas de su propia voluntad. Guárdense éstos, no sea que por la sabiduría de las palabras hagan inútil la cruz de Cristo66, y sea esto para ellos chocar contra la piedra de tropiezo. Porque, aunque la naturaleza humana hubiese permanecido en aquella integridad en que fue creada, no se hubiese conservado a sí misma si su Creador no la ayudaba. Pues si no puede sin la gracia de Dios conservar la salud que recibió, ¿cómo podrá, sin la gracia de Dios, reparar la que perdió?
38. No debemos dejar de orar por ellos, alegando que, si no se corrigen, culpa será de su voluntad, pues se niegan a creer que para eso mismo necesitan la gracia del Salvador, y opinan que depende de solas las fuerzas de su voluntad. En este punto son del todo semejantes a aquellos de quienes decía el Apóstol que, ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la propia, no se subordinan a la justicia de Dios, y esos judíos no creían en el vicio de su voluntad. No es que fuesen obligados al vicio para ser infieles, sino que, al negarse a creer, incurrían en el crimen de infidelidad. Para que la voluntad se mueva a creer la verdad, no se basta a sí misma si no es socorrida por la gracia de Dios, pues dice el mismo Señor hablando de aquellos que no creían: Nadie viene a mí si el Padre no se lo otorga67. Pero por eso mismo el Apóstol, aunque predicaba sin cesar el Evangelio, creía que eso no bastaba y que era preciso orar por ellos para que creyeran. Y así dijo: Hermanos, la buena voluntad de mi corazón y mi súplica se dirigen a Dios para que se salven. Y entonces añade lo que antes citamos: Doy testimonio de que tienen el celo de Dios, pero no según la ciencia, etc. Oremos, pues, por éstos, santo hermano.
CAPÍTULO XII
39. Ya ves con nosotros qué mal error los ciega. Tus cartas trascienden al sincerísimo olor de Cristo y en ellas te muestras amador y confesor sincerísimo de la divina gracia. Pero hemos creído deber hablar largamente contigo sobre este punto. Lo hicimos, en primer lugar, porque sentimos en ello el mayor gusto. ¿Qué cosa debe ser más dulce para los enfermos que la gracia que los sana, para los perezosos que la gracia que los excita y para los generosos que la gracia que los ayuda? En segundo lugar, con nuestra disputa quisimos, en cuanto podemos y Dios nos ayuda, fortificar, no tu fe, pero sí tu defensa de la fe contra tales innovadores, así como también nosotros aumentamos nuestras fuerzas con las cartas de tu fraternidad.
40. Nada más fecundo y lleno de veracísima confesión que aquel pasaje de una carta tuya, en la que deploras humildemente que nuestra naturaleza no permaneció en el estado en que fue creada, sino que fue viciada por el padre del género humano. Dices tú: "Pobre soy y doliente, yo que todavía mantengo la pálida forma de la imagen terrena y con los sentidos de mi carne y con mis acciones terrenas mejor reflejo al Adán primero que al segundo. ¿Cómo osaré pintarme a tus ojos cuando muestro que con mi corrupción terrena he manchado la imagen celestial? Por ambas partes me cierra el paso el pudor. Me ruborizo de pintarme cual soy y no oso pintarme cual no soy. Odio lo que soy y no soy lo que amo. ¡Mísero yo! ¿De qué me sirve odiar la iniquidad y amar la virtud, cuando más bien hago lo que odio y soy indolente para hacer lo que amo? Mantengo una discordia interior y guerra civil, mientras el espíritu lucha contra la carne y la carne contra el espíritu, y, por la ley del pecado, la ley del cuerpo impugna a la ley de la mente. Infeliz soy, pues ni siquiera con el árbol de la cruz he digerido el gusto envenenado del árbol enemigo. Porque por Adán perdura en mí el virus paterno, con el que el padre prevaricó e inficionó la totalidad del género humano". Muchas otras cosas añades sobre esa miseria, gimiendo, esperando la redención de tu cuerpo y reconociendo que estás salvado en la esperanza, pero no en la realidad68.
41. Quizá, al decir eso, has pintado a otro y no a ti, y ni siquiera padeces esas molestias importunas y odiosas de la carne que codicia contra el espíritu, lejos de consentir en ellas. Con todo, tú y cualquiera que padezca esa lucha y espera la gracia de Cristo, por la que se ha de librar del cuerpo de esta muerte, ya vivía latente en el primer hombre, aunque no aparecía en su individualidad, cuando se tocó el bocado prohibido y fue concebida la perdición, que todos y en todas las partes habían de heredar. ¡Cuán ferviente es tu carta respecto a la oración y a los gemidos con que hemos de solicitar la ayuda para progresar y vivir rectamente! No hay en toda ella un pasaje en que no se halle latente, en tu gemebunda piedad, lo que pedimos en la oración dominical: No nos dejes caer en la tentación69. Consolémonos, pues, mutuamente, en estos puntos, exhortémonos y ayudémonos, cuanto el Señor nos conceda. Hemos oído algunas cosas acerca de algunos. Lo lamentamos mucho y no lo creemos con facilidad. Nuestro común amigo te informará, y, si vuelve con salud por la misericordia de Dios, esperamos que nos certificará sobre todos estos puntos.