CARTA 185

Traducción: Lope Cilleruelo

A Bonifacio

Año 417

CAPÍTULO I

1. Alabo, celebro y admiro, carísimo hijo Bonifacio, el que entre las preocupaciones de la guerra y de las armas cultives ese vehemente deseo de conocer las cosas que son de Dios. Bien se ve que pones el mismo valor militar al servicio de la fe que tienes en Cristo. Brevemente voy a insinuar a tu dilección qué diferencia hay entre el error arriano y el donatista. Los arríanos dicen que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen diversa substancia. Los donatistas no dicen eso: confiesan una substancia única para la Trinidad. Algunos de ellos han dicho que el Hijo es menor que el Padre, pero de la misma substancia, en tanto que la mayor parte afirma acerca del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo la misma fe que mantiene la Iglesia católica. Sobre este punto no discutimos con ellos: sólo pleitean desventuradamente contra la comunión, manteniendo en su perverso error una rebelde enemiga contra la unidad de Cristo. He oído que algunos de ellos quieren conciliarse a los godos, viendo que se van haciendo poderosos, y simulan creer lo que creen los godos. Pero la autoridad de sus antepasados los aplasta, pues no se dice que el mismo Donato, a cuyo partido se glorían de pertenecer, haya creído nunca tales cosas.

2. Estos pleitos no te deben turbar, hijo carísimo. Se nos prometió que había de haber herejías y escándalos para que nos eduquemos entre enemigos y así puedan ser bien probados la fe y el amor: la fe, no dejándonos seducir por ellos; el amor, tratando de corregirlos con todas nuestras fuerzas. Y no sólo hemos de luchar para que no dañen a los débiles, sino también orar por ellos, para que Dios les abra el sentido y entiendan las Escrituras. En los mismos santos libros, en que se revela Cristo nuestro Señor, se revela también su Iglesia. Pero ellos, con extraña ceguera, aunque sólo por las Escrituras conocen a Cristo, no reconocen a su Iglesia por la autoridad de las mismas Escrituras, sino que se la fingen por la vanidad de las humanas calumnias.

3. Reconocen con nosotros a Cristo en aquel pasaje: Clavaron mis manos y mis pies; contaron todos mis huesos. Pero ellos me consideraron y contemplaron; se dividieron mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes. En cambio, no reconocen a la Iglesia en aquello que sigue: Se acordarán y volverán al Señor todos los límites de la tierra, porque del Señor es el reino, y Él dominará a las gentes1. Reconocen con nosotros a Cristo cuando leen: El Señor me dijo: "Mi Hijo eres tú, yo te engendré hoy". Y no quieren reconocer a la Iglesia en lo que sigue: Pídeme y te daré las gentes en herencia tuya, y para posesión tuya los términos de la tierra2. Reconocen con nosotros a Cristo cuando el mismo Señor dice en el Evangelio: Convenía que Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día. Y no quieren reconocer a la Iglesia en lo que sigue: Y que se predicase en su nombre la penitencia y remisión de los pecados por todas las naciones, empezando desde Jerusalén3. Otros innumerables testimonios hay en los libros santos, que no debo resumir en este alegato. En todos ellos aparece Cristo nuestro Señor, ya en cuanto a su divinidad, por la que es igual al Padre, pues en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios; ya en cuanto a la humildad de la carne asumida, pues el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros4. Pero juntamente aparece la Iglesia, no tan sólo en África, como éstos deliran en su impudente vanidad, sino difundida por todo el orbe terráqueo.

4. A los testimonios divinos anteponen sus pleitos. En la causa contra Ceciliano, antiguo obispo de la iglesia cartaginesa, le atribuyeron crímenes que ni pudieron ni pueden probar. Y entonces se separaron de la Iglesia católica, esto es, de la unidad de todas las gentes. Verdad es que, si sus acusaciones contra Ceciliano fuesen verdaderas y nos las pudiesen probar, no tendríamos inconveniente en anatematizar a Ceciliano, ya muerto. Pero no debemos abandonar por hombre alguno la Iglesia de Cristo, que no es una ficción creada por opiniones contenciosas, sino una realidad comprobada con testimonios divinos. Porque mejor es confiar en Dios que confiar en los hombres5. Cristo no pierde su herencia porque haya pecado Ceciliano, y podemos decirlo sin injuria de aquel buen varón. El hombre cree fácilmente la verdad y la falsedad respecto a otro hombre; pero es propio de una criminal impudencia el querer condenar la comunión del orbe terráqueo por crímenes de un hombre que no pudieron ser probados ante el orbe terráqueo.

5. Yo no sé si Ceciliano fue ordenado por los que entregaron los códices divinos; lo oigo a sus enemigos, pero yo no lo vi. No se prueba ni con la ley de Dios, ni con testimonios de los profetas, ni con la santidad de los salmos, ni con palabras del Apóstol de Cristo o del mismo Cristo. En cambio, los testimonios de las Escrituras con unánime voz proclaman a la Iglesia, difundida por el orbe terráqueo, y con ella no comulga el partido de Donato. La ley de Dios dice6: En tu linaje serán benditas todas las naciones. Dios dice por el profeta7: Desde el nacimiento del sol hasta el ocaso, se ofrecerá un sacrificio limpio a mi nombre porque mi nombre ha sido glorificado entre las gentes. Dios dice en un salmo8: Dominará del uno al otro mar, desde el río hasta los límites del orbe terráqueo. Dios dice por el Apóstol9: Fructifica y crece por todo el mundo. Y el Hijo de Dios dice por su propia boca10: Me serviréis de testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria y hasta los límites de la tierra. Son pleitos humanos los que acusan a Ceciliano, obispo de la iglesia cartaginesa. Pero son voces divinas las que encomian a la Iglesia de Cristo, establecida en todas las naciones. La piedad, la verdad y la caridad no nos permiten aceptar contra Ceciliano el testimonio de esos hombres, pues no los vemos dentro de la Iglesia, a la cual Dios dedica su testimonio. Por no seguir los testimonios divinos, perdieron el valor del testimonio humano.

CAPÍTULO II

6. Además, ellos remitieron la causa de Ceciliano ante el tribunal de Constantino. Al ver que no podían oprimir a Ceciliano ante los tribunales de los obispos, apelaron con persecuciones contumaces al examen de dicho emperador. Ahora, para engañar a los incautos, nos acusan a nosotros diciendo que los cristianos no deben pedir nada a los emperadores cristianos contra los enemigos de Cristo. Pero eso es lo que ellos hicieron. No han osado negarlo en la asamblea que juntos hemos celebrado en Cartago, antes bien osaron gloriarse de que sus antepasados persiguieron criminalmente a Ceciliano ante el emperador; y hasta añadieron la mentira de que allí habían obtenido la victoria y la condenación de Ceciliano. Persiguieron a Ceciliano con su acusación, y fueron superados por él, aunque pretenden arrogarse con impudentes mentiras la falsa gloria de su triunfo. ¿Cómo no van a ser perseguidos? Si hubiesen demostrado que Ceciliano fue proscrito por la acusación de sus mayores, no sólo no lo hubiesen reputado culpa, sino que lo hubiesen pregonado como gloria suya. En dicha asamblea fueron derrotados en todos los terrenos. Las actas son harto prolijas, y sería excesivo dártelas a leer, cuando estás ocupado en otras cosas necesarias para la paz romana. Pero podrás quizá leer un Resumen, que posee, según creo, mi hermano y coepíscopo Optato. Si no lo tiene, puedes pedirlo con la mayor facilidad a la iglesia de Sitifi. Aunque quizá este libro te resultará también pesado por su prolijidad.

7. A los donatistas les acaeció lo mismo que a los acusadores de Daniel. Como contra éstos se volvieron los leones11, así contra los donatistas se volvieron las leyes con que pretendían oprimir al inocente. Bien es verdad que, por la misericordia de Cristo, más van en su favor estas leyes que ellos estiman contrarias. Muchos se han corregido y se corrigen cada día por ellas, y dan gracias por verse corregidos y libres de ese furioso frenesí. Los que antes odiaban, ahora aman; una vez recibida la salud, la celebran tanto cuanto antes en su locura detestaron la molestia que esas leyes salubérrimas les causaron. Sienten con nosotros la misma caridad, y juntos insistimos para que no perezcan los otros, con quienes ellos iban a perecer. También es molesto el médico para el frenético furioso, y el padre para el hijo insubordinado; aquél ata y éste azota, pero ambos aman. Si los abandonaran y permitieran su perdición, esa falsa mansedumbre sería crueldad. El caballo y el mulo, que carecen de entendimiento, resisten a coces y bocados al hombre que toca sus heridas para curarlas. Ese hombre corre a veces el riesgo de ser alcanzado por sus coces y dientes, y a veces es alcanzado; pero no abandona a sus bestias hasta que logra devolverles la salud mediante los dolores y molestias medicinales. ¿Cuánto menos deberá ser abandonado el hombre por el hombre, el hermano por el hermano, para que no perezca eternamente? Una vez corregido, podrá entender el gran beneficio que le hacían cuando él se lamentaba de padecer persecución.

8. Dice el Apóstol: Mientras tenemos tiempo, seamos infatigables en obrar el bien para todos12. Invitemos a todos a la salud, apartémoslos de la ruina: quien pueda, con sermones de predicadores católicos; quien pueda, con leyes de príncipes católicos; unas veces, por aquellos que atienden a las divinas inspiraciones, y otras veces, por los que atienden a los mandatos imperiales. Si los emperadores dan malas leyes contra la verdad y en favor de la falsedad, son probados los buenos creyentes y son coronados los perseverantes. Pero, si los emperadores dan buenas leyes en favor de la verdad contra la falsedad, son asustados los violentos y son corregidos los inteligentes. Los que se niegan a obedecer las leyes imperiales que se promulgan contra la verdad de Dios, conquistan un gran premio. Y quien se niega a obedecer las leyes imperiales que se promulgan en favor de la verdad de Dios, conquistan un gran suplicio. En tiempo de los profetas, se culpa a todos los reyes que en el pueblo de Dios no prohibieron ni anularon todo lo que estaba establecido contra los preceptos de Dios, y se ensalza el mérito de aquellos que lo destruyeron y anularon. Cuando el rey Nabucodonosor era siervo de los ídolos, dio una ley sacrílega para que fuese adorado un simulacro. Los que se negaron a obedecer tan impía constitución obraron piadosa y fielmente. Pero cuando ese mismo rey se corrigió por un milagro divino y dio en favor de la verdad una ley piadosa y laudable, condenando a perecer con toda su casa a quien pronunciase blasfemia contra el Dios verdadero de Sidrac, Misac y Abdénago13, los que despreciaron esa ley y padecieron con razón lo que estaba establecido debieron decir lo que dicen éstos: que son justos, porque padecen persecución por decreto real. Lo hubiesen dicho si estuvieran tan locos como lo están éstos, que dividen los miembros de Cristo, borran los sacramentos de Cristo y se glorían de la persecución porque les impiden su mala conducta las leyes que los emperadores han dado en favor de la unidad de Cristo. Así alardean falsamente de su inocencia y buscan entre los hombres la gloria del martirio que no pueden recibir del Señor.

9. Mártires auténticos son aquellos de quienes dice el Señor: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia14. No lo son, pues, los que padecen por la iniquidad y por dividir impíamente la unidad cristiana, sino los que padecen persecución por la justicia. Sara persiguió a Agar15: la que perseguía era santa, mientras la que padecía era inicua. ¿Podremos comparar esa persecución que padeció Agar con la que padeció David por parte del inicuo Saúl?16 Hay una gran diferencia; pero no porque David padecía, sino porque padecía por la justicia. El mismo Cristo fue crucificado entre dos ladrones17. Los unía la pasión, pero los diferenciaba la causa. Así se entiende en el salmo la voz de los auténticos mártires, que quieren ser separados de los mártires falsos: Júzgame, ¡oh Dios!, y separa mi causa de la gente no santa18. No dice "separa mi pena", sino separa mi causa. La pena puede ser semejante a la de los impíos, pero la causa es desemejante. Así dicen los mártires: Injustamente padezco, ayúdame19. Se juzgó digno de ser ayudado con justicia porque lo perseguían con injusticia. Si le hubiesen perseguido con justicia, no merecía ayuda, sino corrección.

10. Opinan los donatistas, y en la asamblea lo manifestaron, que nadie puede perseguir a otro con justicia, y que es verdadera Iglesia la que padece persecución, no la que la produce. Omito aquí el repetir lo que antes dije. Si fuese eso verdad, entonces Ceciliano pertenecía a la verdadera Iglesia, cuando los antepasados de éstos le persiguieron, acusándole ante el mismo tribunal del emperador. Nosotros decimos que pertenecía a la verdadera Iglesia, pero no por padecer persecución, sino porque la padeció por la justicia. Y decimos que ellos se apartaron de la Iglesia, no porque perseguían, sino porque perseguían injustamente. Supongamos que éstos no pregunten la causa por la que uno persigue o es perseguido y juzguen que la señal del verdadero cristiano es padecer, no producir la persecución. Entonces, sin duda, justifican a Ceciliano, que no perseguía y era perseguido, y condenan con esa definición a sus mayores, pues perseguían y no eran perseguidos.

11. Pero, como dije, eso lo omito y digo esto: si verdadera Iglesia es aquella que padece y no produce persecución, pregúntenle ellos al Apóstol a qué iglesia simbolizaba Sara cuando perseguía a su sierva. Porque el Apóstol dice que aquella mujer, que perseguía a su esclava, representaba a nuestra madre, a la celeste Jerusalén, esto es, a la verdadera Iglesia de Dios20. Aunque, si apuramos la cosa, más perseguía Agar a Sara con su soberbia que Sara a Agar con su coerción. Porque la una hacía injuria a la señora, mientras la otra imponía la disciplina a la orgullosa. Además, pregunto: si los buenos y santos nunca promueven persecución, sino que la padecen, ¿de quién es la voz que nos dice en el salmo: Perseguiré a mis enemigos y los capturaré, y no me volveré hasta que desmayen?21 Luego, si queremos decir o reconocer la verdad, hay una persecución injusta, y la promueven los impíos contra la Iglesia de Cristo; y hay una persecución justa, que promueve la Iglesia de Cristo contra los impíos. Esa Iglesia es bienaventurada cuando padece persecución por la justicia, y ellos son míseros cuando padecen persecución por la injusticia. Ella sigue amando, ellos odiando; ella para corregir, ellos para destruir; ella para apartar del error, ellos para precipitar en el error; en fin, ella persigue y captura a los enemigos hasta que desmayan en su vanidad y progresan en la verdad; ellos, devolviendo mal por bien cuando les procuramos la salud eterna, nos quieren quitar aun la temporal, amando el homicidio hasta el punto de ejecutarlo en sí mismos cuando no pueden ejecutarlo en nosotros. Como la caridad de la Iglesia trabaja para librarlos, de modo que ninguno de ellos perezca, así el furor de ellos trabaja, o bien para matarnos a nosotros y saciar así su concupiscente crueldad, o bien para matarse a sí mismos y mostrar así que no han perdido el derecho a matar a los demás.

CAPÍTULO III

12. Hay algunos que no comprenden las costumbres de éstos y creen que se suicidan ahora, cuando tantos pueblos se libran de su fanática dominación, por esas leyes que se han promulgado en favor de la unidad de la Iglesia. Pero los que conocían sus costumbres antes de las mismas leyes no se maravillan de su muerte, porque recuerdan lo que hacer solían. Ocurría especialmente que, cuando aún estaba permitido el culto de los ídolos, venían en grandes muchedumbres a las más célebres fiestas de los paganos, no para abatir los ídolos, sino para hacerse matar por los adoradores de los ídolos. Si hubiesen ido con un permiso legítimamente recibido, podría haber alguna sombra del nombre de martirio, dado que algo les ocurriera. Pero iban con el fin exclusivo de hacerse ellos matar, dejando incólumes los ídolos. Los paganos acostumbraban a ofrecer a sus ídolos todos los donatistas que cada uno podía matar. Algunos donatistas salían a los caminos a hacerse matar por los viajeros armados, y se hacían dar la muerte bajo la amenaza de matar. A veces se presentaban a los jueces transeúntes y les obligaban con violencias a capturarlos por los sayones y por el verdugo. Se afirma que a tanto llegó su fanatismo, que hubo quien los ató, simulando matarlos, y dio orden de soltarlos más tarde, y de ese modo se pudo librar de su acometida y salir ileso del lance. Para ellos fue un juego diario el despeñarse por los más abruptos precipicios y el darse la muerte en el agua y en el fuego. Estos tres géneros de muerte les enseñó el demonio; queriendo morir y no hallando a quien aterrar para recibir la muerte de su mano, se despeñaban o se hundían en el fuego y el agua. ¿Quién hemos de creer que les enseñaba eso, y poseía su corazón, sino aquel que sugirió a nuestro mismo Salvador que se precipitase del pináculo del templo, como si lo dijera la ley?22 Hubiesen podido librarse de tal sugestión si llevaran a Cristo maestro en el corazón. Pero, como dieron más bien lugar al diablo en sí mismos, o bien perecen como aquella piara de cerdos que una turba diabólica precipitó del monte al mar23, o bien, arrancados de esa, muerte y recogidos en el piadoso regazo de la madre católica, se libran como fue librado por el Señor aquel endemoniado cuyo padre le trajo a Cristo, advirtiendo que a veces solía tirarle al agua y a veces al fuego24.

13. Grande misericordia se tiene con ellos cuando, mediante las leyes imperiales, se les aparta a la fuerza de esa secta, en la que aprendieron tales barbaridades, doctrina de los mentirosos demonios, para que luego en la Católica se acomoden y curen mediante los buenos preceptos y costumbres. Admiramos ya el piadoso fervor de la fe y la caridad de muchos de ellos que entraron en la unidad de Cristo: con gran alegría dan gracias a Dios porque les libró de un error en que tenían tales males por bienes. No darían esas gracias de grado si antes no se les hubiese apartado por fuerza de tan nefanda sociedad. ¿Qué diremos de aquellos que nos confiesan cada día que tiempo ha querían ser católicos, porque habitaban entre gente en la que no podían ser lo que deseaban por la debilidad del temor? Si allí hubiesen dicho una palabra en favor de la Católica, hubiesen sido arruinados del todo junto con sus familias. ¿Quién será tan demente que niegue que debimos acudir en su ayuda valiéndonos de las órdenes imperiales, para libertarlos de tanto mal? Los que infundían terror se ven obligados a temer. Por ese temor, o bien se corrigen, o bien fingen estar corregidos, y dejan en paz a los corregidos, a quienes antes infundían pavor.

14. Quizá recurren al suicidio para que no se libren los que iban a librarse; quizá quieren amedrentar la piedad de los que quieren librarse para que por temor a que se maten los perdidos no salgan de la perdición los que no querían perecer, o podían no perecer bajo las amenazas. Pero ¿qué tiene eso que ver con la caridad cristiana? Especialmente si tenemos en cuenta que esos que amenazan con darse una muerte voluntaria y furiosa son muy pocos en comparación de los muchos pueblos que se libertarán. ¿Qué puede hacer la dilección fraterna? ¿Abandonará a todos el fuego eterno del infierno por librar a unos pocos del fuego transitorio del horno? ¿Abandonará a tantos que ahora quieren y después no podrán llegar a la vida eterna por medio de la paz católica, por temor a que se suiciden algunos que viven para impedir a los otros la salud? No les permiten vivir según la doctrina de Cristo, e inducen a los discípulos en todo tiempo, según la costumbre de la doctrina diabólica, a ejecutar en sí mismos aquella muerte voluntaria que se teme para los maestros. ¿No será mejor conservar a los que se pueda, aunque perezcan por su culpa aquellos que no se dejan conservar? La Iglesia desea ardientemente que todos vivan, pero trabaja para que todos no perezcan. Gracias a Dios, entre nosotros, no en todos, pero sí en muchos lugares y en otras partes de África, la paz católica se desliza e impone sin presenciar la muerte de esos locos. Tales suicidios funestos tienen lugar allí donde vive ese furioso e inútil género de hombres que antes solían ejecutar lo mismo.

CAPÍTULO IV

15. Antes de que los emperadores católicos nos enviasen estas leyes iba creciendo poco a poco la doctrina de la paz y unidad de Cristo. Cualquiera podía pasar del partido de Donato a ella, como sabía, quería y podía, si bien aún dentro del partido esos locos rebaños de hombres perdidos perturbaban la paz de los inocentes con diversos motivos. ¿Qué señor no se ha visto obligado a temer a su siervo, cuando este siervo ha recurrido al patrocinio de los revolucionarios? ¿Quién osaba ni siquiera amenazar al que venía a destruir? ¿Quién iba a oponerse a quien venía a arruinarle la despensa? ¿Quién podía ser exigente con el deudor si éste solicitaba el auxilio o la defensa de los donatistas? Por temor a los azotes, al incendio y a la muerte inminente, se rompían las listas de los malos siervos y se les dejaba en libertad. A los deudores se les devolvían los títulos de las deudas. El que osaba desdeñar las duras intimaciones de los donatistas era forzado con golpes aún más duros a hacer lo que mandaban. Se allanaban basta los cimientos o se quemaban las casas de los inocentes, que los habían ofendido. Algunos padres de familia, nacidos en noble cuna y educados en generosas escuelas, pudieron apenas ser retirados vivos después de las torturas, o bien fueron atados a la tahona y obligados a darla vueltas, instigados a látigo como jumentos despreciables. De nada valió el auxilio legal de las autoridades civiles contra ellos. El oficial no osaba respirar ante ellos. Ningún recaudador exigía lo que ellos se negaban a dar. Nadie se atrevía a vengar a los que ellos habían dado muerte. No había otra justicia que la que su propia locura se imponía contra sí misma: los unos provocaban a la gente armada y la amenazaban para hacerse matar por ella; los otros buscaban la muerte voluntaria por doquier, en los precipicios, en el agua, en el fuego, y con los suplicios que se propinaban arrojaban de sí sus almas de fiera.

16. Muchos de los que vivían en esta superstición herética estaban aterrados. Creían que para su inocencia bastaba el desagrado por tales crímenes, pero los católicos les decían: "Si estos crímenes no mancillan vuestra inocencia ¿por qué decís que el orbe terráqueo fue mancillado por los pecados, o falsos o inciertos, de Ceciliano? ¿Por qué con ese crimen nefando os apartáis de la unidad católica, de la era del Señor, siendo así que hasta el tiempo de la bielda han de mezclarse necesariamente el grano, que se guardará en el granero, y la paja, que consumirá el fuego?"25 Por esa reflexión, algunos pasaban a la unidad católica, prontos a afrontar la enemistad de los perdidos; pero los más, aunque lo deseaban, no se atrevían a tener por enemigos a unos hombres que en sus crueldades se permitían tanta licencia, ya que algunos, al venir a nosotros, fueron víctimas de horribles crueldades.

17. Acaeció que un cierto diácono suyo de Cartago, llamado Maximiano, se insubordinó contra el obispo. Otros obispos del partido le consagraron entonces obispo frente al que ya había, provocando un cisma, dividiendo el partido de Donato en el pueblo cartaginés. Muchos se indignaron y condenaron a Maximiano con otros doce que habían asistido a la consagración. A los demás que formaban la facción cismática les permitieron volver a plazo fijo. Volvieron algunos de los doce y otros de la multitud, acabado ya el plazo: fueron recibidos y conservados en su dignidad por amor a la paz. Esto tuvo un valor decisivo contra ellos en favor de la Católica, para cerrarles del todo la boca. Los católicos esparcieron con insistencia la noticia como convenía, para curar del cisma el ánimo de las gentes: en sus sermones y discusiones, en todos los lugares que podían, mostraban que los donatistas, sólo por la paz de Donato, habían recibido y conservado en su dignidad a los que antes habían condenado; no habían osado reiterar el bautismo que los condenados o retrasados en el plazo habían conferido fuera de la secta donatista. ¿Cómo se atrevían contra la paz de Cristo a denunciar al orbe terráqueo por una contaminación de pecados de no sé quiénes, y a reiterar el bautismo conferido en aquellas iglesias de las que el mismo Evangelio vino al África? Muchos quedaban confundidos y ruborizados ante verdad tan patente; las conversiones eran más numerosas, sobre todo en aquellas partes en que se podía respirar con alguna libertad, fuera del alcance de las crueldades.

18. Tanto se enfurecieron entonces y tales fueron los aguijones de odio que les acuciaron, que casi ninguna iglesia de nuestra comunión pudo creerse segura contra sus asechanzas, violencias y descarados latrocinios. Apenas había camino seguro por donde pudieran transitar los que predicaban contra su rabia la paz católica, los que con la verdad patente refutaban la demencia donatista. No era sólo a los laicos o a los clérigos inferiores, sino también a los obispos católicos a quienes se imponía tan dura condición. O se callaba la verdad o se sufría la crueldad. Si la verdad se callaba, este silencio a nadie salvaría, y muchos se perderían por el engaño de ellos. Pero si la predicación de la verdad provocaba el furor donatista, salvando a algunos y corroborando a los nuestros, otra vez el miedo impedía a los débiles seguir la senda de la verdad. La Iglesia, pues, se encontró afligida por esa congoja. Quien ahora estima que el sufrir todo eso era mejor que reclamar el auxilio de Dios, otorgado por medio de los emperadores cristianos, no advierte que una tal negligencia no podría justificarse con válidas razones.

CAPÍTULO V

19. Los que no quieren que se den leyes justas contra sus impiedades, dicen que los apóstoles no reclamaron tales auxilios a los reyes de la tierra. Pero no consideran que los tiempos eran otros y que todo debe realizarse a su tiempo. No había creído en Cristo ningún emperador que pudiera servirle dando leyes en favor de la piedad contra la impiedad, pues todavía se cumplía el texto profético: ¿Por qué se enfurecieron los gentiles, y los pueblos han tramado vanidades? Se juntaron los reyes de la tierra y los príncipes se congregaron contra el Señor y contra su ungido. No se había cumplido lo que poco después se dice en ese salmo: Y ahora, reyes, entended; aprended los que juzgáis la tierra servid al Señor en temor y glorificarte con temblor26. ¿Cómo sirven a Dios los reyes, sino prohibiendo y castigando con religiosa severidad lo que se ejecuta contra los mandamientos de Dios? El emperador, como hombre, tiene su modo de servir; pero el modo de servirle como rey es distinto. Por ser hombre, le sirve con una vida fiel; por ser rey, sancionando con rigor conveniente las leyes que ordenan cosas justas y prohíben sus contrarias Así le sirvió Ezequías, destruyendo los ninfeos, los templos de los ídolos y aquellos altos que fueron erigidos contra los preceptos de Dios27. Así le sirvió el rey de Nínive, obligando a toda la ciudad a aplacar al Señor28. Así le sirvió Darío, entregando a Daniel el ídolo para que lo destruyese y arrojando a sus enemigos al foso de los leones29. Así le sirvió Nabucodonosor, a quien antes cité, prohibiendo con una ley terrible a todos los que viviesen en su reino las blasfemias contra Dios30. Sirven a Dios los reyes, en cuanto reyes, cuando para servirle hacen aquello que no pueden hacer sino los reyes.

20. En tiempo de los apóstoles no servían a Dios los reyes. Todavía tramaban vanidades contra el Señor y contra su Ungido, para que se cumpliesen todas las predicciones de los profetas. Por eso la impiedad no podía ser prohibida, sino más bien ejecutada por leyes. Pero evolucionaba el orden de los tiempos. Los judíos mataban a los predicadores de Cristo, estimando que hacían servicio a Dios, como Cristo lo había predicho31; los gentiles se enfurecían contra los cristianos, para que a todos los venciera la paciencia de los mártires. Pronto empezó a cumplirse lo que está escrito: Y lo adorarán todos los reyes de la tierra, todas las gentes le servirán32. Ninguno que esté en sus cabales osará decir a los reyes: "No miréis quién mantiene o quién combate a la Iglesia de vuestro Dios en vuestro reino; no os toca a vosotros advertir quién en vuestro reino es religioso o sacrílego". Tampoco se les puede decir: "No os toca a vosotros advertir quién en vuestro reino es casto o impuro". Si Dios ha dado a los hombres la libertad, ¿por qué la ley castigará los adulterios y permitirá los sacrilegios? ¿Acaso, si un alma no guarda la fidelidad a Dios, peca más levemente que la mujer que no se la guarda a su marido? Es verdad que las faltas que se cometen por ignorancia, más que por desprecio de la religión, han de ser castigadas con mayor suavidad. Pero ¿acaso deben pasarse por alto?

CAPÍTULO VI

21. Nadie duda de que es mejor que los hombres sean llevados a servir a Dios por la doctrina que obligarles a ello por el temor de la pena o por el dolor. Pero el que unos sean mejores no es razón para no hacer caso de los que no son tan buenos. Se ha demostrado y se demuestra por experiencia que a muchos les ha aprovechado el verse forzados por el temor o el dolor a dejarse enseñar o a realizar de obra lo que ya habían aprendido de palabra. Algunos citan la sentencia de un autor secular que dice: Mejor es, creo yo, el retener a los hijos por la vergüenza y la generosidad que por el miedo. Eso es verdad. Pero, si bien son mejores los que se dirigen por el amor, son muchos más los que se corrigen por el temor. Para contestarles con palabras del mismo autor, lean también en Terencio: No sabes obrar rectamente si no te fuerzan con la palabra. La misma Sagrada Escritura dice, refiriéndose a esos mejores: No hay temor en la caridad, sino que la perfecta caridad lanza afuera el temor33. Pero dice también, refiriéndose a esos inferiores que son los más: Con palabras no se enmendará el siervo obstinado; aunque comprenda, no obedecerá34. Al decir que no se enmendará con palabras, no manda dejarlo, sino que avisa tácitamente cómo hay que enmendarlo; de otro modo no diría: No se enmendará con palabras, sino que diría simplemente: No se enmendará. Así dice en otro lugar que hay que obligar con azotes, no sólo al siervo, sino también al hijo indisciplinado. Y el fruto es grande, pues añade: Le azotas con la vara, pero libras su alma de la muerte35. Y en otra parte dice: Quien da paz a la vara, aborrece a su hijo36. Dame uno que con fe recta, con verdadero entendimiento y con todas las fuerzas de su alma diga: Mi alma tiene sed de Dios vivo. ¿Cuándo iré y apareceré en su presencia?37 Este tal no necesita, no ya las penas temporales o las leyes imperiales, pero ni siquiera el temor del infierno; el unirse a Dios es para él un bien tan apetecible, que el privarse de esa felicidad le causa horror como un gran suplicio. Y aun lleva de mala gana el diferirlo. Los buenos hijos dirán algún día: Deseamos morir y estar con Cristo38; pero antes muchos de ellos tienen que ser traídos al Señor por el golpe de los flagelos temporales, como siervos malos y como reos fugitivos.

22. ¿Quién podrá amarnos más que Cristo, que dio su vida por sus ovejas? Pues bien, llamó a Pedro y a los otros apóstoles tan sólo de palabra; en cambio, a Pablo o Saulo, que había de ser un gran edificador de su Iglesia, pero que era un terrible devastador de ella, no sólo le detuvo con su voz, sino que le postró con su poder y le castigó con la ceguera corporal, para que, mientras estaba furioso en la tiniebla de la infidelidad, se viese obligado a apetecer la luz del corazón. Si esa desgracia no hubiese sido un castigo, no le hubiesen luego curado de ella. Abrió los ojos, y no veía. Si los hubiese tenido sanos, la Escritura no narraría que fue enviado a Ananías, quien le impuso las manos para que recobrase la vista, ni que cayeron de sus ojos unas como escamas que se los cerraban39. Y entonces, ¿por qué estos cismáticos acostumbran a clamar: "El creer o no creer es libre? ¿A quién forzó Cristo o a quién obligó?" Ahí tienen a Pablo el Apóstol: reconozcan que primero Cristo le obligó y luego le adoctrinó; antes le castigó y después le consoló. Causa maravilla que quien entró en el Evangelio forzado por el castigo corporal, trabajase en el Evangelio más que todos aquellos que sólo fueron llamados de palabra40. Un mayor temor le llevó a la caridad, y luego una perfecta candad lanzó afuera el temor.

23. ¿Por qué razón no iba la Iglesia a obligar a volver a sus hijos perdidos, cuando los hijos perdidos obligaban a otros a perecer? A algunos no les obligaron, sino que simplemente los engañaron. Pero si aún éstos son atraídos al regazo de la Iglesia por las leyes terribles y saludables, la piadosa madre los recoge con mayor amor en su seno y se alegra por ellos mucho más que por aquellos que nunca se habían perdido. ¿Acaso no toca a la diligencia pastoral el devolver al rebaño dominical las ovejas encontradas, no sólo las que habían sido arrebatadas por la violencia, sino también las que fueron engañadas con suavidad, y se apartaron del rebaño, y dieron en manos de los extraños, recurriendo, cuando pretenden resistir, al dolor y terror del flagelo? Máxime si tenemos en cuenta que las ovejas fecundas se multiplican y el carácter dominical que en ellas se conserva les otorga un mayor derecho. No violamos ese carácter en aquellos a quienes recibimos, pero no rebautizamos. Hemos de corregir el error de la oveja, pero sin corromper en ella el signo del Redentor. Supongamos que alguno es señalado con la divisa del rey por un desertor fugitivo. Y supongamos que después el desertor obtiene indulgencia y vuelve a la milicia, y el otro entra en la milicia, a la que nunca había pertenecido: no se les quita la divisa a ninguno de los dos, sino que en ambos es reconocida y aprobada, por ser del rey. Como los donatistas no saben demostrar que se les obliga al mal, se empeñan en que no es lícito obligarles al bien. Pero ya vimos que Cristo obligó a Pablo. La Iglesia, pues, imita a su Señor al obligar a los donatistas. Antes estuvo esperando sin obligar a nadie, mientras se cumplía la predicción profética acerca de los reyes de las gentes.

24. No es absurdo explicar de este modo la sentencia apostólica en la que dice el bienaventurado Pablo: Prontos a vengar toda desobediencia, cuando sea completa vuestra obediencia41. El mismo Señor primero invita a los convidados a su cena y después los obliga. Los siervos le responden: Señor, se hizo lo que mandaste y todavía queda espacio. Y entonces El replica: Salid a los caminos y setos, y a los que halléis, obligarlos a entrar42. A los primeros los trajo blandamente, y así se completó la obediencia; pero a los segundos los obligó, y así reprimió su desobediencia. Primero dijo: Traed, y le respondieron: Se hizo lo que mandaste y aún queda espacio. ¿Qué significa entonces el obligar a entrar? Si hubiese querido que se entendiese que iba a obligarlos a fuerza de milagros, muchos más milagros había realizado ante aquellos que primero fueron llamados, especialmente los judíos, de los que dijo: Los judíos piden milagros43. Aun entre los gentiles fueron tantos los milagros que recomendaron el Evangelio en tiempo de los apóstoles, que, si pretendiera obligar por milagros, más bien serían los primeros los que fueron obligados, como ya dije. Por lo tanto, los que se hallan por los caminos y los setos, esto es, en la herejía y cisma, son obligados a entrar por el poder que la Iglesia a su debido tiempo recibió, por don de Dios, mediante la religión y fe de los reyes. Y entonces no deben los donatistas reprender porque son obligados, sino atender a qué son obligados. El convite del Señor es la unidad del cuerpo de Cristo, no sólo en el sacramento del altar, sino también en el vínculo de la paz. De los donatistas podemos decir que no obligan a nadie al bien; a todos los que obligan, no les obligan sino al mal.

CAPÍTULO VII

25. Verdad es que antes de que fueran promulgadas para el África estas leyes, con las que les obligan a entrar, algunos hermanos, entre los que me cuento yo, opinaban que, aunque los donatistas se enfureciesen en su rabia, no se debía pedir a los emperadores que decretasen el fin de la herejía, imponiendo castigos a los que prefiriesen vivir en ella. Les parecía mejor pedir una ley para que no tuviesen que padecer las furiosas violencias de los donatistas los que predicasen la verdad católica de palabra o la leyesen en las asambleas. Creíamos que eso podría realizarse de algún modo con la ley que Teodosio, de piísima memoria, promulgó contra todos los herejes en general: "Todo obispo o clérigo de los herejes que fuese descubierto en cualquiera parte, sea multado con diez libras de oro". Podría el emperador confirmar esa ley más expresamente contra los donatistas que negaban ser herejes, de modo que no se decretase la multa contra todos ellos, sino tan sólo en aquellas regiones en que la Iglesia católica padeciese las violencias de parte de sus clérigos, circunceliones o masas populares. Después de la protesta de los católicos, los que incurriesen en desafuero acarrearían el pago de la multa a sus obispos y demás clérigos, a cargo de los oficiales. Pensábamos que, cuando ellos quedasen asustados y no se atreviesen a tramar desafueros, podría enseñarse y mantenerse libremente la verdad católica. Nadie sería obligado a abrazarla, pero podría hacerlo quien quisiere, y así no tendríamos falsos y simulados católicos. Otra cosa opinaban otros hermanos, más graves por su edad y más experimentados con los ejemplos de otras ciudades y lugares en los que florecía firme y auténtica la Católica. En esas ciudades, la Católica se había implantado y afirmado por beneficio divino, cuando en virtud de las leyes de los primeros emperadores fueron los donatistas obligados a aceptar la comunión católica. A pesar de todo, obtuvimos que se pidiese al emperador lo que arriba dije. Así se decretó en nuestro concilio, y nuestros legados fueron enviados al Consejo con ese fin.

26. Una mayor misericordia divina hizo que nuestros legados no pudiesen obtener lo que pretendían. Sabía Dios cuan necesarios eran para muchas almas dañadas o frías el terror de estas otras leyes y una cierta molestia medicinal; sabía que la obstinación de esos herejes no podía corregirse con palabras, y, en cambio, podía corregirse con alguna severidad disciplinar. Nos habían llegado ya reclamaciones gravísimas de los obispos de otros lugares, en los que ellos mismos habían padecido muchos infortunios y habían sido expulsados de sus sedes. La horrenda e increíble muerte de Maximiano, obispo católico de Bagai, fue un golpe decisivo para que nuestros legados no tuvieran ya nada que hacer. Se había promulgado una ley para que a la herejía donatista no se le permitieran violencias ni se la dejase existir; tolerarla parecía una crueldad superior a la de los herejes. Con todo, para guardar aún con los indignos la mansedumbre cristiana, no se castigaba con la pena capital, sino con multas pecuniarias y con el destierro de sus obispos y ministros.

27. El citado obispo de Bagai había recurrido al juez ordinario; por sentencia entre las partes había recuperado la basílica, que los donatistas habían invadido cuando era católica. Pero, cuando estaba en el altar, los donatistas irrumpieron con ímpetu horrendo y furor cruel y le dieron una muerte espantosa, con golpes, cuchillos y listones arrancados fieramente del altar. Le dieron una puñalada en la ingle; la sangre que perdía por la herida le hubiese dejado exánime si ellos para ensañarse más no hubiesen querido aprovechar hasta el fin esa vida. Al arrastrarlo gravemente herido por tierra, ésta detuvo la sangre taponando la vena, pues se desangraba ya hasta la muerte. Ellos le abandonaron así, y los católicos trataron de levantarlo rezando salmos. Pero entonces los donatistas, más furiosos aún, cogieron al obispo de manos de los que le llevaban, fustigando y poniendo en fuga con mala saña a los católicos, a los que superaban mucho por el número y aterraban fácilmente con tamañas crueldades. Entonces subieron al obispo a una torre; y de allí lo arrojaron y se fueron, creyendo que le habían muerto, aunque quedaba de hecho vivo. Cayó sobre tierra blanda y a la luz de una linterna fue descubierto por algunos que transitaban de noche. Le reconocieron, recogieron y llevaron a una casa religiosa, donde con solícitos cuidados y después de hartos días fue salvado de una situación desesperada; la fama, sin embargo, había llevado ya a ultramar la noticia de que lo habían matado los criminales donatistas. Cuando vino y de una manera tan inopinada apareció vivo, con tantas y tan grandes y recientes cicatrices, probó que no se había equivocado mucho la fama al anunciar que había muerto.

28. Pidió entonces auxilio al emperador cristiano, no tanto para vengarse a sí mismo cuanto para proteger la iglesia que le habían confiado. Si no lo hubiese hecho, no sería digna de alabanza su paciencia, sino digna de vituperio su negligencia. El apóstol Pablo no miraba a su vida transitoria, sino a la Iglesia de Dios, cuando algunos conspiraron por darle muerte y él hizo que se pusiese en conocimiento del tribunal la conspiración; marchó al lugar que se le destinaba, pero con soldados armados para no ser víctima de las asechanzas de los conspiradores44. Tampoco dudó en reclamar las leyes romanas, proclamando que era ciudadano romano, ya que no era lícito azotar a tales ciudadanos45. En fin, para que nadie le entregase a los judíos que buscaban su muerte, reclamó el auxilio del César46, de un príncipe romano que aún no era cristiano. Con eso demostró muy bien la conducta que debían seguir los dispensadores de Cristo cuando los peligros de la Iglesia les obligasen a recurrir a emperadores cristianos. La consecuencia fue que el emperador piadoso y religioso se hizo informar de tales causas y prefirió corregir del todo con piadosas leyes el error de aquella impiedad. Se determinó a reducir a la unidad católica por el terror y la represión a los que en contra de Cristo llevaban los signos de Cristo, y no a quitarles tan sólo la licencia de ensañarse, dejándolos la de errar y perecer.

29. Llegaron al África las leyes. Aquellos que buscaban la ocasión, o temían la crueldad de los furiosos, o temían ofender a los suyos, entraron al instante en la Iglesia. Muchos estaban en la herejía por sola costumbre heredada de sus padres, y nunca habían pensado en la causa de una tal herejía ni habían querido informarse o reflexionar. Mas cuando ahora empezaron a darse cuenta y vieron que nada había en la secta por lo que valiese la pena de padecer tantas incomodidades, se hicieron católicos sin dificultad alguna. La preocupación adoctrinó a los que la seguridad había hecho negligentes. Muchos otros, que por sí mismos eran menos capaces de entender qué diferencia había entre el error donatista y la verdad católica, se atuvieron a la autoridad y persuasión de los antes citados.

30. La verdadera madre recibió alegre en su regazo esos grandes concursos del pueblo, mientras quedaban unas masas obstinadas, afincadas con desventurada animosidad en dicha peste. Muchos de éstos se unieron a nosotros con disimulo, y otros pocos pasaron inadvertidos por su corto número. Los que simulaban se fueron habituando poco a poco, y oyeron predicar la verdad. En especial después de la asamblea y disputa que celebramos con sus obispos en Cartago, una gran parte de ellos se corrigió. Hubo lugares en que la multitud se mantuvo más obstinada y rebelde: o bien podían hacerla frente los pocos que con mejor sentido se inclinaban a la comunión con nosotros, o bien las turbas sometidas a la autoridad de unos pocos fueron llevadas hacia la peor parte. En esos lugares el trabajo fue más prolongado. Todavía se trabaja entre ellos, y en este trabajo los católicos, máxime los obispos y clérigos, han padecido horrores y crueldades que sería largo enumerar. A algunos los han arrancado los ojos; a un obispo le cortaron las manos y la lengua; algunos han sido degollados. Me callo las torturas crueles, el saqueo a domicilio, las agresiones nocturnas y el incendio no sólo de casas particulares, sino también de iglesias. Tampoco faltaron algunos quo arrojaron los códices del Señor a las llamas.

31. Pero, mientras nos han afligido estos males, nos ha consolado el fruto conseguido. Dondequiera que los perdidos cometieron sus desafueros, allí progresó con mayor fervor y perfección la unidad cristiana y es más glorificado el Señor. Él se dignó conceder que sus siervos rediman padeciendo a sus hermanos, y congreguen con su sangre dentro de la paz de la salud eterna a las ovejas de Cristo dispersas por el error mortífero. Poderoso y misericordioso es el Señor, a quien cada día suplicamos que conceda también a los otros la penitencia y que adviertan los lazos del diablo, que los tiene a su merced y cautivos47. Ellos tan sólo buscan medios de calumniarnos y devuelven mal por bien. No quieren entender la buena disposición y el amor que mostramos para con ellos, ni cómo pretendemos llamar a los errantes y encontrar a los perdidos, según el precepto del Señor dado a los pastores por medio del profeta Ezequiel48.

CAPÍTULO VIII

32. Ellos, como ya dije en otros escritos, no se imputan a sí mismos lo que nos hacen a nosotros, y nos imputan lo que se hacen a sí mismos. ¿Quién de nosotros quiere, no sólo que perezca ninguno de ellos, sino ni siquiera que pierda nada? La casa de David no mereció la paz hasta que Absalón su hijo cayó en la guerra declarada a su padre; con grandes precauciones mando el rey a los suyos que le guardasen vivo y sano a Absalón por todos los medios, para que se arrepintiese y el amor paterno le pudiese perdonar. ¿Qué le quedó sino el llorarlo perdido y consolar su pérdida y tristeza con la paz adquirida?49 Pues del mismo modo la madre Católica tuvo esos hijos que ahora la combaten; del gran árbol que extiende sus ramas y se difunde por toda la tierra se desgajó en África este leño; pero sigue dándolos a la luz en su caridad para que vuelvan a la raíz, sin la cual no pueden tener vida verdadera. Pierde algunos, pero recoge a muchos otros. Los que se pierden no perecen, como Absalón, por un accidente bélico, sino por su propia contumacia, y por eso la recuperación de tantos pueblos suaviza y cura el dolor del corazón materno. ¡Ojalá vieses en la paz de Cristo las alegrías, asambleas, afanes para oír y cantar los himnos, las reuniones solemnes y regocijadas para escuchar la palabra de Dios! Muchos recuerdan con gran pesadumbre su error pasado, y se indignan y detestan a sus mentirosos maestros, porque ahora comprenden cuántas falsedades decían de nuestros sacramentos. Otros muchos confiesan que ya antes querían ser católicos, pero no osaban convertirse entre hombres de tan inaudito furor. Si pudieses ver de una vez las asambleas de todos estos pueblos libertados de aquella perdición en tantos países africanos, no dudarías: hubiese sido una gran crueldad el abandonar a todos éstos a la perdición eterna y a los tormentos del fuego eterno por temor a que unos desesperados, número ridículo en comparación de esa innumerable muchedumbre, se abrasase en su fuego voluntario.

33. Supongamos que dos habitan en una casa y nosotros sabemos que la casa se va a hundir. Se lo anunciamos, no nos creen y persisten en quedarse. Si podemos sacarlos a la fuerza para demostrarles después la ruina inminente, de modo que no vuelvan a meterse en el peligro, ¿no se nos tendría justamente por crueles si no lo hacíamos? Pues supongamos que uno de ellos nos dijera: "En cuanto entréis a sacarnos, me suicidaré", mientras el otro ni quiere salir, ni que le saquen, ni suicidarse. ¿Qué haríamos? ¿Dejaríamos que los dos fuesen aplastados por la casa o libraríamos al uno por nuestra intervención misericordiosa, aunque el otro se matase, no por nuestra culpa, sino por la suya? No hay nadie tan infeliz que no vea fácilmente lo que conviene hacer en tales casos. Y he puesto la semejanza de dos hombres, uno que se pierde y otro que se libra. ¿Qué hemos de pensar cuando los que se pierden son muy pocos, y los que se libran son innumerable multitud de pueblos? No son tantos en número los individuos que por su propia voluntad perecen cuanto son los caseríos, aldeas, pueblos, villas, municipios y ciudades que por estas leyes se libran de esa ruina pestífera y eterna.

34. Si reflexionamos con mayor diligencia sobre la cuestión, digo yo: si fuesen muchos los que están en la casa que va a hundirse y pudiera ser extraído uno tan sólo, y al hacerlo todos los otros se suicidasen, lamentaríamos la suerte de los más y nos consolaríamos por haber salvado a uno; no permitiríamos que perecieran todos sin salvarse ninguno, para que los suicidas no se perdiesen. Pues ¿qué diremos de la obra de misericordia que debemos administrar a los hombres cuando se trata de alcanzar la vida eterna y evitar la pena eterna, cuando por esta salud, que no sólo es temporal, sino también muy breve, y que se salva por un breve plazo, nos fuerza la razón verdadera y benigna, a socorrerlos?

CAPÍTULO IX

35. Nos echan en cara que codiciamos y robamos sus bienes. ¡Ojalá se hagan católicos y posean no sólo los bienes que llaman suyos, sino también los nuestros con nosotros, en paz y caridad! Tanto les ciega el apetito de calumniar, que ya no ven sus contradicciones en los argumentos que emplean. Dicen, y parece que lo lamentan odiosamente, que les forzamos a venir a nuestra comunión con el imperio violento de las leyes; eso no lo haríamos si tratásemos de apoderarnos de sus bienes. ¿Qué avaro busca con quién repartir? ¿Quién, si está inflamado por el apetito de dominio o alucinado por el fausto del mando, desea tener compañeros de suerte? Atiendan a los que en otro tiempo eran compañeros suyos y ahora lo son nuestros: viven unidos a nosotros con amor fraterno y poseen no sólo las cosas suyas que tenían, sino también las nuestras que no tenían. Si somos pobres y ellos lo son también, esas cosas son comunes. Y si privadamente poseemos lo suficiente, no son nuestros, sino de los pobres, esos bienes cuya administración llevamos, sin arrogarnos la propiedad con usurpación vituperable.

36. Mandan los cristianos emperadores con sus leyes religiosas que todas las posesiones que estaban a nombre de las iglesias del partido de Donato pasen a la Católica con las iglesias mismas. Puesto que con nosotros están los pobres de las iglesias, que eran alimentados a expensas de esas posesiones, son ellos los que tienen que renunciar a codiciar lo ajeno una vez que se quedan fuera. Pero ingresen en la sociedad unitaria, y administraremos juntos no sólo los bienes que llaman suyos, sino también los nuestros. Escrito está: todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo, de Dios50. Bajo tal Cabeza todos somos una cosa en ese cuerpo de Cristo. Hagamos, pues, de esos bienes lo que está escrito en los Hechos de los Apóstoles: Tenían una sola alma y un solo corazón; y nadie llamaba propio a nada, sino que todos los bienes les eran comunes51. Amemos lo que cantamos: Mirad cuan bueno y cuan agradable es que los hermanos habiten en uno52. Así experimentarán y sabrán con cuánta sinceridad les dice la madre Católica lo que el bienaventurado Pablo escribe a los corintios: No busco vuestros bienes, sino a vosotros53.

37. Consideremos lo que dice el libro de la Sabiduría: Por eso los justos se quedaron con el despojo de los impíos54, y lo que se lee en los Proverbios: Las riquezas de los impíos se amontonan para los justos55. Entonces veremos que no hay que preguntar quiénes poseen los bienes de los herejes, sino quiénes están en la sociedad de los justos. Sabemos que ellos se arrogan tanta justicia que se jactan no sólo de poseerla, sino también de darla a los demás hombres. Dicen, en efecto, que ellos justifican a aquel a quien bautizan. Ya sólo resta que manden al bautizado creer en el que le bautiza. ¿Por qué no podrá hacerlo cuando el Apóstol dice: Al que cree en el que justifica al impío, esa fe se le reputa como justicia?56 Crea, pues, el bautizado en el bautizador, si es justificado por él, para que esa fe se le repute como justicia. Piense que ellos mismos se espantarán, si es que se dignan considerar ese punto. Porque el justo y el que justifica es exclusivamente Dios. Podemos decir de ellos lo que el Apóstol dice de los judíos, a saber: Ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la propia, no se subordinan a la justicia divina57.

38. No permita Dios que alguno de nosotros se diga justo para establecer su propia justicia, esto es, la que él se da a sí mismo, pues se le dice: ¿Qué tienes que no hayas recibido?58 O que se atreva a jactarse de que carece de pecado en esta vida, o como sus obispos dijeron en la asamblea: "Que están en una Iglesia que ya no tiene mancha ni arruga ni cosa parecida"59. No saben que eso se cumple tan sólo en aquellos que mueren inmediatamente después del bautismo o después de perdonar las deudas, como la oración dominical les exige. El que toda la Iglesia no tenga mancha ni arruga o cosa parecida sólo se cumplirá cuando se pueda decir: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado60.

39. Si en esta vida, en que el cuerpo corruptible abruma al alma61, su Iglesia es ya tal, no pidan a Dios lo que Dios nos mandó pedir: Perdónanos nuestras deudas62. Todas les fueron perdonadas en el bautismo. ¿Para qué va ya la Iglesia a pedir, si ya no tienen mancha ni arruga ni cosa semejante? Desdeñen también al apóstol Juan, que dice en su epístola: Si dijéremos que carecemos de pecado, nos engañamos, y la verdad no habita en nosotros. Pero si confesáremos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad63. Por esa esperanza toda la Iglesia dice: Perdónanos nuestras deudas. No ensoberbeciéndonos y confesando, nos limpiará El de toda iniquidad, y así Cristo nuestro Señor exhibirá en aquel día una Iglesia gloriosa, que no tenga mancha ni arruga ni cosa semejante. Ahora la lava con el baño del agua en la palabra, porque ninguno de los pecados pasados queda sin perdón en el bautismo, si el bautismo no se administra fuera y en vano, es decir, si se administra dentro de la Iglesia o (si se administra fuera) se entra en el seno de la Iglesia. Por razón de ese baño se perdonan luego todas las culpas que por fragilidad humana cometan los que fueran bautizados, pero continúan aquí viviendo. Porque de nada le sirve al no bautizado el decir: Perdónanos nuestras deudas.

40. Cristo limpia ahora a su Iglesia con el baño del agua en la palabra, de manera que entonces pueda mostrarla sin mancha ni arruga ni cosa semejante; es decir, toda hermosa y perfecta será entonces la Iglesia, cuando la muerte será absorbida en la victoria64. Ahora, en cuanto nos anima la gracia por la que nacimos de Dios, somos justos, porque vivimos de la fe. Pero, en cuanto heredamos de Adán las reliquias de la mortalidad, no vivimos sin pecado. Quien ha nacido de Dios no peca65. Esto es verdad, pero también es verdad esto: Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos, y la verdad no habita en nosotros66. Cristo nuestro Señor es el justo y el que justifica; nosotros somos gratuitamente justificados por su gracia67. Pero no justifica sino su Cuerpo, que es la Iglesia. Luego si el Cuerpo de Cristo se queda con los despojos de los impíos, y las riquezas de los impíos se atesoran para el Cuerpo de Cristo, no deben ellos quedarse fuera para calumniar, sino entrar dentro para ser justificados.

41. Sobre el día del juicio está escrito: Entonces los justos se alzarán con gran constancia contra aquellos que les angustiaron y les arrebataron sus trabajos68. Eso no se ha de entender como si el cananeo se levantase contra Israel porque Israel arrebató los trabajos del cananeo. Se alzará Nabot contra Acab, porque Acab arrebató el trabajo de Nabot. Porque el cananeo era impío, mientras que Nabot era justo. Del mismo modo, no se alzará el pagano contra el cristiano que arrebató sus trabajos cuando los templos de los ídolos fueron saqueados y derruidos; pero el cristiano se alzará contra el pagano que arrebató sus trabajos ruando abatió el cuerpo de los mártires. Pues del mismo modo, no se alzará el hereje contra el católico que arrebató sus trabajos cuando prevalecieron las leyes de los emperadores católicos; pero se alzará el católico contra el hereje que arrebató sus trabajos cuando prevaleció el furor de los impíos circunceliones. La misma Sagrada Escritura soluciona esa cuestión. Porque no dice: "Entonces se alzarán los hombres", sino: Entonces se alzarán los justos. Y con gran constancia, porque se alzarán con buena conciencia.

42. Aquí nadie es justo con su propia justicia, es decir, con una justicia fabricada por él, sino, como dice el Apóstol, tal como Dios ha repartido a cada uno la medida de la fe. Luego añade a continuación: Porque como en un cuerpo tenemos muchos miembros y todos los miembros tienen distinta función, así muchos somos un cuerpo de Cristo69. Por eso nadie puede ser justo cuando se separa de la unidad de este Cuerpo. Si amputamos un miembro del cuerpo del hombre vivo, ese miembro no puede ya retener el espíritu vital. Del mismo modo, el hombre que es amputado del Cuerpo de Cristo no puede ya retener el espíritu de justicia, aunque ese miembro retenga la figura que adquirió en el Cuerpo. Entren, pues, en el organismo de este Cuerpo y posean sus trabajos, no con apetito de dominio, sino con piedad de utilizarlos bien. Nosotros, juzgue lo que quiera el enemigo, limpiamos nuestra voluntad, como ya dije, de las mancillas de esa apetencia, cuando buscamos a esos que hablan de bienes propios para que utilicen con nosotros los suyos y los nuestros en la sociedad católica.

CAPÍTULO X

43. "Pero una cosa nos extraña-dicen ellos-. Si somos injustos, ¿para qué nos buscáis?" Les contestamos: "Injustos sois, y os buscamos por que no sigáis siendo injustos. Perdidos estáis, y os buscamos para felicitarnos de haberos encontrado y poder decir: Mi hermano estaba muerto y revivió, había perecido y fue recuperado"70. "Pues ¿por qué no me bautizas -insiste él- y me limpias de los pecados?" Respondo: "Porque no quiero hacer injuria a la divisa del emperador cuando corrige el error del desertor". "¿Por qué por lo menos-insiste aún-no hago penitencia en tu campo?" "Por el contrario, si no la hicieras, no podrás salvarte. ¿Cómo te alegrarás de haberte corregido, si antes no te dueles de haberte pervertido?" "¿Qué es lo que recibo -añade- de vosotros cuando me paso a vosotros?" "No recibes el bautismo -respondo-. Podías tenerlo fuera del organismo del Cuerpo de Cristo, aunque no podías aprovecharlo. Recibís la unidad de espíritu en el vínculo de la paz71, sin la cual nadie puede ver a Dios, y la caridad, que, como está escrito, cubre la muchedumbre de los pecados72. El Apóstol atestigua que ése es un bien tan alto, que sin él no aprovechan ni las lenguas de los hombres y de los ángeles, ni la profecía, ni una fe tan grande que transporte los montes, ni todos los bienes distribuidos a los pobres, ni la pasión del cuerpo entregado a las llamas73. Si pensáis que ese tan gran bien es pequeño o nulo, harto erráis; con razón perecéis si a la unidad católica no venís".

44. "Supongamos -añaden- que es necesario que nos pese de haber estado fuera de la Iglesia y contra la Iglesia para que podamos salvarnos. ¿Cómo es que después de este arrepentimiento seguimos siendo entre vosotros clérigos y aun obispos?" "No sería así, pues que en realidad hay que confesar que no debería ser así, si en vuestra salud no encontrásemos la compensación de la paz. Díganselo a sí mismos y duélanse con la mayor humildad los que yacen en la muerte causada por la amputación, para que revivan mientras es herida la madre Católica. Cuando la rama cortada vuelve a injerirse, se practica en el árbol un corte en el que pueda brotar y tomar vida la rama que perecía por carecer de la vida de la raíz. Cuando la rama prende en el árbol, se obtiene el vigor y el fruto. Si no prende, la rama se seca y la vida del árbol continúa. Hay todavía otro modo de injertar: sin cortar rama ninguna del árbol se injiere la rama extraña dando un corte pequeñito en el árbol. Así, cuando éstos vuelven a la raíz católica, y después de arrepentirse de su error, se les conserva en su honor de clérigos u obispos, se practica un pequeño corte en la corteza del árbol materno contra la íntegra severidad; pero como nada es ni el que planta ni el que riega74, cuando ofrecemos a la misericordia de Dios nuestras plegarias y los ramos injeridos prenden en paz, la caridad cubre la muchedumbre de los pecados".

45. Se ha establecido en la Iglesia que nadie, después de la penitencia por su crimen, reciba la clericatura o vuelva a ella o continúe en ella. Eso se cumple, no porque se desespere del perdón, sino por rigor de disciplina. En otro caso estaríamos discutiendo contra las llaves entregadas a la Iglesia, de las que está escrito: Lo que desatareis en la tierra será desatado en el cielo75. Quizá con la esperanza del honor eclesiástico, el alma soberbia hacía una orgullosa penitencia. Para que eso no suceda, agradó la severidad, y así, después de cumplida la penitencia por el crimen condenable, nadie será clérigo; desesperando de la dignidad temporal, será mayor y más sincera la medicina de la humildad. El santo David hizo penitencia por sus mortíferos crímenes y se mantuvo en su jerarquía. El bienaventurado Pedro, cuando derramó lágrimas amargas, se arrepintió de haber negado al Señor y siguió siendo apóstol. Mas no por eso hemos de suponer que es vana la diligencia de los que más tarde, sin quitar nada a la salud, añadieron a la salud un algo con lo que quedase ella mejor protegida. Sin duda tenían probado que algunos hacían penitencia por mantener el poder de su dignidad. La experiencia de muchas enfermedades obliga a buscar muchas medicinas. Sin embargo, en tales causas, en las que una grave división amenaza no a este o a aquel individuo, sino a pueblos enteros, hay que suavizar un poco la severidad, para que la caridad sincera ayude en los males mayores que hay que sanar.

46. Conciban ellos un amargo pesar por su error pasado y detestable, como Pedro lo tuvo de su temor mentiroso, y vengan a la auténtica Iglesia de Cristo, esto es, a la madre Católica. Y sean clérigos y obispos útiles en ella los que antes fueron sus enemigos. No los envidiamos, sino que los abrazamos, deseamos, exhortamos; hasta obligamos a entrar a los que hallamos en los caminos y setos, aunque no todos se dejan convencer; porque no buscamos sus bienes sino sus personas. Cuando el apóstol Pedro negó al Señor y lloró y siguió siendo apóstol, aún no había recibido el Espíritu Santo prometido. Menos aún lo habían recibido éstos; amputados del único organismo que el Espíritu Santo vivifica, retenían los sacramentos de la Iglesia fuera de ella y contra ella, y, como en una guerra civil, levantaban contra nosotros nuestros estandartes y nuestras armas. Pero vengan ya; hágase la paz en la virtud de Jerusalén, que es la caridad. A la santa ciudad se le dijo: Hágase la paz en tu virtud y la abundancia en tus torres76. No se engrían contra la solicitud que tuvo y tiene la madre por recogerlos a ellos y a tantos pueblos que ellos engañaban o engañan. No se engrían porque así los recibe; no conviertan en el mal de su orgullo lo que ella hace por el bien de la paz.

47. Tal es la costumbre que se observa cuando son los pueblos los que perecen a causa del cisma o herejías. Tal costumbre no le plugo a Lucifer cuando se recibieron y sanaron los que habían perecido con el veneno arriano. Al desagradarle, cayó en las tinieblas del cisma, perdida la luz de la caridad. La Católica de África observó con los donatistas la misma costumbre por decisión de los obispos que en la Iglesia de Roma juzgaron entre Ceciliano y el partido de Donato: condenaron tan sólo a Donato, probado que él había sido fautor del cisma; creyeron que a los otros se los debía recibir en sus dignidades, aunque hubiesen sido ordenados fuera de la Iglesia, una vez corregidos. Eso no significa que fuera de la unidad del Cuerpo de Cristo puedan tener también el Espíritu Santo. Se obró así en atención a aquellos que, por estar fuera, podrían ser víctimas de engaño por parte de los obispos donatistas: podrían ser apartados de recibir la gracia que se les ofrece. Se hace así para que, recibiendo más blandamente a los débiles, se curen en su interior, cuando ya ninguna obstinación les cierra los ojos frente a la evidencia de la verdad. Es lo que ellos pensaron cuando recibieron en sus dignidades a los maximianistas. Los habían condenado en el cisma sacrílego como lo proclamó su concilio, y ordenaron a otros en su lugar; pero cuando vieron que el pueblo los seguía, para no perderlos a todos, les recibieron y no promovieron ninguna cuestión o contradicción por el bautismo que los maximianistas habían administrado cuando estaban fuera y excomulgados. ¿Por qué entonces se extrañan y discuten y calumnian porque los recibimos por el bien de la paz de Cristo, y no recuerdan lo que ellos hicieron por el bien de la paz de Donato, que era contraria a Cristo? Si contra ellos se mantiene y afirma de un modo inteligente lo que ellos hicieron, nada tendrán que reprender.

CAPÍTULO XI

48. "Supongamos-dicen también-que hemos pecado contra el Espíritu Santo, porque hemos borrado vuestro bautismo. ¿Para qué nos buscáis, si ese pecado no puede en ningún caso perdonársenos, ya que dice el Señor: A quien pecare contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este siglo ni en el futuro?"77 No advierten que con esa interpretación nadie se salvaría. ¿No habla contra el Espíritu Santo y peca contra El todo el que no es cristiano, el arriano. eunomiano o macedoniano, pues todos éstos dicen que el Espíritu Santo es una criatura; el fotiniano, pues niega que el Espíritu Santo sea la misma substancia del Padre y no admite otra divinidad que la del Padre, y, finalmente, todo el que pertenece a cualesquiera otras herejías, que sería largo numerar? ¿No podrá salvarse ninguno de éstos? ¿Debe negarse el bautismo, aunque crean en Cristo, a esos mismos judíos a quienes el Señor dijo tales palabras? Porque no dijo el Salvador que el pecado no se les perdonaría en el bautismo, sino que no se les perdonará ni en este siglo ni en el futuro.

49. Entiendan, pues, que no se refiere a todos los pecados, sino tan sólo a alguno, ese pecado contra el Espíritu Santo que no será perdonado. Dijo también Jesús: Si yo no hubiese venido, no tendrían pecado78. Y no podía referirse a cualquier pecado, pues sin duda los tenían grandes y en gran número. Se refería, sin duda, a un pecado; si ellos no lo tuvieran, podrían serles perdonados los que tenían. Ese pecado era no creer que Cristo había ya venido. En efecto, si no hubiese venido, no tendrían ese pecado. Pues del mismo modo dijo: Quien pecare contra el Espíritu Santo o Quien dijere palabra contra el Espíritu Santo. No se refiere, pues, a cualquier palabra u obra dirigida contra el Espíritu Santo, sino a un pecado concreto y específico. Y ese pecado es la dureza de corazón hasta el fin de la vida. Por esa dureza rehúsa el hombre recibir la remisión de los pecados en la unidad del Cuerpo de Cristo, Cuerpo vivificado por el Espíritu Santo. Al decir a sus discípulos: Recibid el Espíritu Santo, añadió en seguida: A quien perdonareis los pecados, le serán perdonados, y a quien se los retuvieseis, le serán retenidos79. Quien este don de la gracia rehusare, o combatiere, o de cualquier modo excluyere hasta el fin de la vida temporal, no será perdonado ni en este siglo ni en el futuro, Porque es tan gran pecado, que por él son retenidos todos los otros. Pero no hay más que un medio para probar que alguien ha cometido ese pecado, y ese medio es la muerte. Mientras aquí viva, la paciencia de Dios le llama a penitencia, como dice el Apóstol. Puede obstinarse en su iniquidad, como a continuación dice el Apóstol: Según la dureza de su corazón y por su corazón impenitente, atesora contra sí la ira para el día de la ira de la revelación del justo juicio de Dios80. Y entonces no será perdonado ni en este siglo ni en el futuro.

50. No hay que desesperar de los donatistas, con quienes o de quienes tratamos: aún están en su cuerpo. Pero no busquen el Espíritu Santo sino en el Cuerpo de Cristo. Fuera tienen el sacramento, pero no la realidad de ese sacramento, y por eso comen y beben su condenación81. El pan es sacramento de la unidad, pues dice el Apóstol: Un pan, un cuerpo somos muchos82. Sola la Iglesia católica es el Cuerpo de Cristo, y Cristo es la Cabeza y el Salvador de su Cuerpo83. Fuera de este Cuerpo, a nadie vivifica el Espíritu Santo, ya que, como dice el mismo Apóstol, la caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha donado84. No será partícipe de la divina caridad quien es enemigo de la unidad. Y así no tienen el Espíritu Santo los que están fuera de la Iglesia. De ellos está escrito: A sí mismos se desvían; son animales, y carecen del Espíritu85. Tampoco recibe el Espíritu Santo quien entra en la Iglesia con intención fingida, pues también está escrito: El Espíritu Santo rehúye al que observa fingidamente la disciplina86. Luego quien quiera tener el Espíritu Santo, entre en la Iglesia y guárdese de entrar por disimulación. Si entró ya con mala intención, no persista en ella, para que pueda prender de veras en el árbol de la vida.

51. Te he compuesto un libro prolijo, pesado quizá para tus ocupaciones. Si te lo pueden leer, aunque sea por partes, el Señor te dará entendimiento para que tengas qué responder a los donatistas, para corregirlos y sanarlos. La madre Iglesia te los recomienda, como a hijo fiel, para que los corrijas y sanes, con la ayuda de Dios, donde pudieres y como pudieres, ya sea hablando y discutiendo, ya sea trayéndolos a los doctores de la Iglesia.