A Pedro y Abrahán
Principios del 417
A Pedro y Abrahán, señores dilectísimos y santos hijos, Agustín, salud en el Señor.
CAPÍTULO I
1. Ni la justicia debe ni la caridad puede desdeñar ese santo afán vuestro por el que os creéis obligados a preguntarme tantas cosas para poder resistir con preparación a ciertas impiedades contenciosas. Una carta, aunque sea prolija, no puede abarcar una respuesta adecuada a tantos puntos. Sin embargo, debéis saber que en muchos de mis opúsculos he contestado ya según mis fuerzas a todo o casi todo lo que me consultáis. Y como oigo que habéis organizado vuestra vida en el servicio de Dios, de modo que os queda tiempo para leer, leed esos opúsculos, y creo que todo lo veréis claro o no os faltará mucho; máxime teniendo en cuenta que lleváis un Doctor interior, por cuya gracia sois lo que sois. ¿Cómo podrá ayudar a entender a un hombre otro, si vosotros y yo somos discípulos del Señor?1 Pero, con todo, no defraudaré vuestra expectación en esta breve carta con la ayuda de Dios.
2. El Señor ha dicho: Quien creyere y fuere bautizado, será salvo; pero quien no creyere, será condenado2. No es vana palabrería, sino auténtica realidad el contar entre los fieles a los niños cuando son bautizados. Por eso todos los cristianos coinciden en llamarlos "prole nueva". En cuyo caso es cierto que serán condenados si no creyeren. Ellos no han añadido nada con su mala vida al pecado original, y con razón podemos decir que en esa condenación su pena será mínima, pero no será nula. Quien opine que en la condenación no habrá diversidad de penas, lea lo que está escrito: Más tolerable será la suerte de Sodoma en aquel día que la de esa ciudad3. No anden los engañadores buscando para los niños un lugar medio entre el reino y el suplicio; que los niños pasen del diablo a Cristo, esto es, de la muerte a vida, para que no pese sobre ellos la ira de Dios: únicamente la gracia de Dios libra de esta ira. ¿Y en qué consiste esta ira sino en la pena justa y en la venganza? Dios no padece turbación o conmoción alguna, como el alma mudable que se encoleriza; esa que llamamos ira de Dios no es otra cosa que la pena justa del pecado; no es extraño que esa pena pase a la posteridad.
3. Es que la concupiscencia carnal, en la que los niños son engendrados y concebidos, no existía antes del pecado. Ni hubiese existido nunca si a la desobediencia del hombre no hubiese seguido, como pena recíproca, la desobediencia de su carne. Aunque el bien nupcial utilice bien ese mal, no puede realizarse sin ese mal la concepción nupcial, es decir, la concepción lícita y honesta con el fin de engendrar hijos. Se hubiese podido realizar sin ese mal si la naturaleza humana no hubiese pecado, permaneciendo en el estado en que fue creada. Entonces podrían los miembros de la generación, como los demás miembros, emplearse en su propio cometido bajo el imperio de la voluntad, sin excitarse con el fuego de la libido. ¿Quién negará que aquellas palabras: Creced y multiplicaos4, no significan la maldición de los pecados, sino la bendición de las bodas? Cristo no fue engendrado ni concebido mediante esa concupiscencia, ya que el parto de la Virgen fue cosa muy distinta. Fuera, pues, de Cristo, todo lo que mediante esta concupiscencia los hombres engendran o conciben, cuando nace, tiene que renacer, para huir del castigo. Aunque nace de padres renacidos, no puede recibir en la generación carnal lo que los padres no recibieron sino de la regeneración espiritual. De la semilla del cabrahigo y de la oliva no nace sino el cabrahigo, aunque la oliva no sea cabrahigo. Muchas otras cosas he dicho en mis escritos; mejor es que los leáis vosotros y no me obliguéis a repetirlo.
CAPÍTULO II
4. Más difícil es contestar a los infieles, que no dan autoridad alguna a los sagrados libros. No podemos corregir su malicia con el solo peso de la divina Escritura. Más bien debemos defender contra ellos esa Escritura, que ellos rechazan abiertamente. Si el Señor os ayuda a lograrlo, poco habréis hecho en favor de esos a quienes queréis hacer cristianos, cuando refutáis su infidelidad con discusiones veraces, si no pedís para ellos con oraciones humildes la fe. Como sabéis, esa fe es don de Dios, el cual a cada uno reparte una medida de fe y un tal don, que debe necesariamente preceder a la inteligencia. Porque no se engaña el profeta al decir: Si no creyereis, no entenderéis5. El Apóstol oraba para que creyeran los judíos, no los ya fieles, sino los aun infieles, cuando decía: En favor de ellos y por ellos y por su salvación pongo la buena voluntad de mi corazón y mi oración a Dios6. Esto es, en favor de aquellos que habían dado la muerte a Cristo, y que hubiesen matado también al Apóstol si hubiesen podido. Por ésos oró también el Señor cuando le escarnecían en la cruz7, y lo mismo hizo el bienaventurado Esteban8.
CAPÍTULO III
5. A dos especies se reducen estos infieles, que solemos llamar gentiles o paganos, con una palabra ya corriente. La primera antepone a la religión cristiana las supersticiones que esos incrédulos estiman. La segunda no se adscribe a nombre ninguno de religión. Tengo unos libros que titulé De la Ciudad de Dios, cuya noticia supongo habrá llegado a vosotros y cuyo remate quiero poner en medio de mis ocupaciones, si Dios quisiere. Algunos de ellos van contra la primera especie de paganos, a los que se refiere el Apóstol cuando dice: Los gentiles sacrifican a los demonios y no a Dios9. Terminé ya diez libros no pequeños. Los cinco primeros refutan a aquellos que defienden como necesario el culto de muchos dioses y no el de uno solo, sumo y verdadero, para alcanzar o retener esta felicidad terrena y temporal. Los otros cinco van contra aquellos que rechazan con hinchazón y orgullo la doctrina de la salud y creen llegar a la felicidad que se espera después de esta vida, mediante el culto de los demonios y de muchos dioses. En los tres últimos de estos cinco libros refuto a sus filósofos llamados nobles. De los que faltan, sean los que sean, ya he terminado tres, y traigo entre manos el cuarto. En ellos explicaré lo que nosotros mantenemos y creemos acerca de la ciudad de Dios. No sea que parezca que sólo he querido refutar lo ajeno y no defender lo nuestro en esa obra. En este que estoy preparando, cuarto a partir del diez y el decimocuarto de toda la obra, discutiré, si Dios quiere, todos los problemas que me habéis planteado en vuestra misiva.
6. No sé si es conveniente tratar asuntos de piedad con la otra especie de infieles, que piensan que la potencia divina es nula o no atañe a las cosas humanas. Verdad es que en nuestros tiempos apenas se halla alguien que ose decir, aun en su corazón: No hay Dios10. No faltan, en cambio, los otros necios que dicen: No verá el Señor11, es decir, no tiene providencia de estas cosas terrenas. Quiero que vuestra caridad lea esos libros En ellos, La Ciudad de Dios afirma, no sólo que existe Dios, afirmación que está inoculada en la naturaleza y apenas puede extirparla la impiedad, sino también que Dios gobierna las cosas humanas desde la creación misma de los hombres hasta que beatifique a los justos con los ángeles santos y condene a los impíos con los ángeles malignos.
7. Por lo tanto, queridos, no debo recargar más esta carta. Ya os he dicho dónde podréis encontrar lo que queréis saber por mi ministerio. He procurado, según mis humildes facultades y por medio de mi santo hermano y compresbítero Firmo, que podáis tener esos libros, si aún no los tenéis. Él os ama mucho. Se ha apresurado a indicarme que da gracias a Dios por vuestra recíproca dilección.