CARTA 183

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Controversia pelagiana. Contestación a la carta 177

INOCENCIO saluda a los obispos AURELIO, ALIPIO, AGUSTÍN, EVOMO y POSIDIO.

Roma. 27 de enero de 417

1. Por nuestro hermano y colega en el episcopado Julio hemos recibido con el mayor placer la carta de vuestra Frater­nidad, llena de fe, garantizada con todo el vigor de la fe ca­tólica, remitida por dos concilios. El tenor de la misma y su composición era fruto total y exclusivo de la consideración de la cotidiana gracia de Dios, y del deseo de corrección de aque­llos que tienen opinión contraria. Con ellas puede evitarse todo error; con los textos que citan de nuestra ley se indica quién es el doctor idóneo a quien deben seguir. Pero creo que ya he­mos dicho bastante sobre ese asunto cuando, al contestar a vuestras relaciones, hemos manifestado lo que pensamos acer­ca de su perfidia y de vuestra decisión. Contra ellos siempre pueden decirse nuevas cosas, y nunca pueden faltar argumen­tos decisivos, pues es tan mísero e impío lo que hemos de su­perar totalmente con la fortaleza de nuestra fe y con la misma verdad. Porque a quien desecha y desdeña toda esperanza de vida, entenebreciendo su mente con discusiones resentidas y condenables, desde el momento que opina que nada tiene que recibir de Dios y nada tiene que pedir para curarse, ¿qué le queda ya si se ha privado de esa posibilidad?

2.Quizá algunos, para defenderse a sí mismos, se han comprometido a tanta perversidad, que se entregan y rinden a esa doctrina, suponiendo que forma parte de la fe católica (cuando ésta desecha esa doctrina y aprueba todo lo contrario) inducidos y arrastrados a la caída por los consejos y discursos de esa gente. Quizá se apresurarán a regresar al camino recto, no sea que el error, alimentado en sus sentidos, llegue a asediar e invadir la mente. Quizá Pelagio, en los lugares por los que ha pasado, engañó con su afirmación a aquellos que fácil y sen­cillamente creen al orador; quizá los hay en Roma, pero no lo sabemos, y no podemos ni afirmar ni negar; si los hay, se es­conden y no osan defender a Pelagio que predica tales cosas o sus doctrinas delante de nosotros; no es fácil que sea descubierto y reconocido aquí nadie en medio de tan grande muche­dumbre popular; quizá los hay en otro lugar cualquiera. Por la misericordia y gracia de nuestro Dios, creernos que todos ellos se corregirán fácilmente al oír que ha sido condenado el inventor de esa doctrina por su pertinacia y resistencia. No in­teresa saber dónde se hallan los pelagianos, pues hay que curarlos dondequiera que se los encuentre.

3. No podemos persuadirnos de que Pelagio se haya justificado, aunque algunos laicos nos han traído actas en las que Pelagio dice que ha sido oído y absuelto. Dudamos de que sea verdad, pues las actas no son enviadas por el mismo Concilio, ni hemos recibido carta alguna de aquellos ante los que Pelagio presentó su causa. Si él hubiese podido confiar en su justifica­ción, creemos que hubiera tratado de hacer algo que hubiera sido más auténtico: obligar a los jueces a indicar en sus cartas lo que sentenciaron. Pero en esas actas hay puntos objetados, que Pelagio suprimió orillándolos; hay puntos dirigidos contra él, que él trató de aplicar a sus enemigos, embrollándolo todo con oscuridad total; hay puntos que justificó más con falsos argumentos que con argumentos verdaderos; según la presión del momento, se justificó negando unas cosas y cambiando otras con una falsa interpretación.

4. Pero ojalá -sería mucho mejor-, que Pelagio se convierta de su camino errado al camino genuino de la fe católica, y desee y quiera justificarse, admitiendo la gracia cotidiana de Dios, aceptando el auxilio, para que resplandezca la verdad, y él, corregido por la razón manifiesta, sea aprobado por todos al verlo convertido a la fe católica de corazón y no por el indicio de unas actas. No podemos inculpar ni aprobar el juicio de ese Concilio, pues ignorarnos si las actas son auténticas. Si lo son, más parece haberse librado Pelagio con subterfugios que justi­ficado en toda verdad. Si confía y sabe que no merece nuestra condenación, o alega que ha refutado todo lo que primero ha­bía dicho, es él quien debe apresurarse a pedir la absolución, y no nosotros los que hemos de ir a buscarlo. Si continúa en su sentir, ¿cómo se confiará a nuestro juicio aunque sea citado por carta nuestra, si sabe que ha de ser condenado? Si hay que po­nerse en contacto con él, mejor lo harán los que están junto a él que los que estamos separados por tanta distancia espacial. Pero sí él ofrece materia de medicina, no le faltará nuestro cuidado. Puede condenar lo que pensaba y enviarnos una carta, pidien­do perdón de su error para volver como conviene a nosotros, hermanos amadísimos.

5. Hemos hojeado el libro, que se atribuye a Pelagio, y que vuestra Caridad nos envió: hallamos muchos textos contra la gracia de Dios, muchas blasfemias, fiada placentero, nada que no sea desagradable, nada que cualquiera no tenga que condenar y pisotear; nadie recibiría en su corazón ni pensaría cosas semejantes a ellas, sino quien había escrito éstas. No creemos necesario disputar aquí sobre la Ley, como si Pelagio estuviera presente y objetase, pues hablarnos con vosotros, que la conocéis entera y gozáis con nosotros con igual asentimiento. Mejor aducimos esos testimonios cuando tratamos con aquellos que a las claras son ignorantes en esta materia. Si se trata de las posibilidades de la naturaleza, del libre albedrío, de todas las gracias de Dios, y de la gracia cotidiana, ¿quién que piense rec­tamente no podrá discutir abundantemente? Que Pelagio anate­matice lo que pensaba y que sus partidarios, arrastrados por sus palabras y consejos, reconozcan finalmente qué es lo que dice la fe auténtica. Ellos podrán volver con mayor facilidad si saben que su mentor ha condenado esas doctrinas. Pero si él se obstina pertinazmente en su impiedad, hay que atender al menos a aquellos a los que arrastró un error, no suyo, sino de Pelagio. No sea que también para éstos se pierda la medicina, cuya acción no admite ni solicita éste.

(Y con otra mano): Dios os guarde incólumes, hermanos amadísimos. Fechada el 27 de enero.