Tema: Respuesta a la anterior.
Agustín obispo, siervo de Cristo y de su familia, saluda en el Señor a Macedonio, hijo amado.
Hipona. Después de la anterior, en el 413-414
1 1. Aunque no reconozco en mí la sabiduría que me atribuyes, te debo y te doy muchas gracias por tu benevolencia, tan sincera para conmigo. Me encanta el que el trabajo de mis estudios haya agradado a tal y tan destacado varón. Y mucho más el reconocer que tu alma alienta con el amor de la eternidad y de la verdad y con el afecto del mismo amor hacia aquella divina y celeste república, cuyo rey es Cristo, la única en la cual se ha de vivir siempre y bienaventuradamente, si aquí se vive recta y piadosamente.
Reconozco que tu alma está llena de anhelo hacia ella. La veo que se acerca a la misma y la abrazo en su ardor por poseerla. De allí mana igualmente la verdadera amistad, que no se mide por intereses temporales, sino que se bebe por amor gratuito. Nadie puede ser con verdad amigo del hombre si no lo es primero de la misma verdad; y si tal amistad no es gratuita, no puede existir en modo alguno.
2. Sobre este punto hablaron harto también los filósofos. Mas no se encuentra en ellos la verdadera piedad, es decir, elveraz culto de Dios, del que es menester derivar todos los deberes de una vida recta. Y no por otro motivo, a mi juicio, sino porque quisieron fabricarse a su modo una vida bienaventurada, y estimaron que esa vida había que labrarla más bien que suplicarla, pues el que la otorga no es otro que Dios. Tan sólo el que hizo al hombre hace bienaventurado al hombre. El que otorga a sus criaturas, buenas y malas, tan grandes bienes: el ser, el ser hombres, el sentir, la energía, la fuerza y la abundancia de riquezas, Él se dará a sí mismo a los buenos para que sean bienaventurados, pues es ya un bien suyo el que ellos sean buenos. Mas los filósofos que en esta fatigosa vida, en estos miembros que han de morir bajo la carga de esta carne corruptible, se empeñaron en ser autores y como creadores de su vida bienaventurada, como si pudieran alcanzarla y retenerla con las propias fuerzas, no la demandaron ni esperaron de aquella fuente de la fuerza, y así no pudieron sentir a Dios, que resistía su soberbia. Por donde cayeron en un error totalmente absurdo: mientras afirman que el sabio puede ser bienaventurado aun en el toro de Falárides, se ven forzados a confesar que a veces hay que huir de la vida bienaventurada. Se rinden a los exagerados infortunios del cuerpo y decretan que hay que huir de esta vida cuando sus molestias son muy graves. No quiero decir aquí cuán criminal es que un inocente se mate a sí mismo, cuando no debe matarse ni aun siendo criminal. De eso hablé ya largamente en el primero de aquellos tres libros que con la mayor benignidad y afán has leído. Considérese con deliberación y júzguese, no con soberbia, sino con modestia, cómo puede ser vida bienaventurada esa vida de la que el sabio no disfruta aunque la posea, sino que se ve compelido a quitársela con manos violentas.
3. En Cicerón, en la última parte del libro quinto de las Tusculanas, hay, como sabes, un lugar digno de tenerse en cuenta por este punto. Tratando de la ceguera corporal, afirma que el sabio puede ser bienaventurado aun estando ciego, y enumera las muchas cosas que puede percibir por los oídos y gozar. Si el sabio fuese sordo, Cicerón trasladaría a los ojos las cosas de que el sabio puede disfrutar. Pero, suponiendo que el sabio esté privado de ambos sentidos y sea ciego y sordo, ya no se atreve Cicerón a dar su opinión ni a llamarle bienaventurado. Apunta los dolores gravísimos del cuerpo, y aconseja al sabio que se mate, si los dolores no le matan, para liberarse con fortaleza y llegar al puerto de la insensibilidad. Se rinde, pues, el sabio a los crueles desastres y sucumbe, hasta el punto de que le obligan a perpetrar un homicidio contra sí mismo. ¿Y a quién perdonaría, para librarle de tales males, quien a sí mismo no se perdona? Decía, pues, Cicerón que el sabio era siempre bienaventurado; que la vida bienaventurada estaba al alcance de su mano; que no podía perderse por la violencia de calamidad alguna. Pero he aquí que, al presentarse la ceguera y la sordera y los atroces dolores del cuerpo, el sabio o bien pierde la vida bienaventurada, o bien, si esa vida sigue siendo bienaventurada en medio de tales aflicciones, resulta que, por obra de las lucubraciones de ese estilo de doctísimos filósofos, se da a veces una vida bienaventurada que el sabio no puede soportar; o bien (lo que todavía es más absurdo) una vida que el sabio no debe soportar, que ha de rehuir, cortar, arrojar y desembarazarse de ella con la espada, el veneno u otra muerte voluntaria; de ese modo llega al puerto de la insensibilidad, en el que el sabio ya no es nadie, como creyeron los epicúreos y otros tocados de la misma estulticia, o bien en el que es bienaventurado porque se desembarazó, como de una peste, de su vida bienaventurada. ¡Oh jactancia excesivamente orgullosa! Si en el tormento corporal es bienaventurada la vida, ¿por qué no se queda en ella el sabio para gozarla? Y si es mísera, ¿qué es lo que impide, por favor, fuera de la soberbia, el confesar, el orar a Dios, el suplicar al Justo y Misericordioso, que puede suprimir o mitigar los males de esta vida, o armarnos de fortaleza para soportarlos, o liberarnos totalmente de ellos, y después de ellos darnos la verdadera vida bienaventurada, en la que no se admite mal alguno, en la que jamás se pierde el Sumo Bien?
4. Tal es el premio de los justos. Con la esperanza de alcanzarlo, llevamos, más bien con tolerancia que con gozo, esta vida temporal y mortal. Toleramos con fortaleza, sus males tanto con el buen consejo como con el favor de Dios, porque ya nos gozamos con la fiel promesa divina de los bienes eternos y en nuestra fiel expectación de ellos. Exhortándonos a ello el apóstol Pablo, dice: Gozando en la esperanza, sufriendo en la tribulación1. Así nos explica el padecer en la tribulación, hablándonos antes del gozar en la esperanza. A esa esperanza te exhorto por Jesucristo nuestro Señor. Ese mismo Maestro divino, cuando aún ocultaba la majestad de la divinidad y mostraba la debilidad de la carne, no sólo nos lo enseñó con el oráculo de su palabra, sino también con el ejemplo de su pasión y resurrección. En lo uno mostró lo que hemos de soportar, y en lo otro lo que hemos de esperar. Los filósofos merecerían la divina gracia, si no fueran tan altivos e hinchados de soberbia, empeñados vanamente en fabricarse aquí una vida bienaventurada, que sólo Dios prometió que daría después de esta vida a sus adoradores. Más seso tiene la otra afirmación del mismo Cicerón que dice: «Porque esta vida es en realidad una muerte, de la cual podría lamentarme, si así lo quisiese». ¿Cómo se demostrará que es bienaventurada si se la lamenta con razón? ¿No es cierto que, porque se la lamenta con razón, se demuestra que es mísera? Por ende, te ruego, buen varón, que te acostumbres a ser ahora bienaventurado en la esperanza, para que llegues a serlo en la realidad cuando tu piedad perseverante sea premiada con el don de la felicidad eterna.
2 5. Si te resulto pesado con esta prolija carta, «tú te lo buscaste» al llamarme sabio. De ahí he tomado pie para ponerme a explicarte la sabiduría, no para ostentar la que yo tengo, sino para mostrar cómo ha de ser ella. En el presente siglo consiste en el verdadero culto del Dios verdadero, para que en el siglo futuro tenga un fruto seguro e íntegro. Aquí la perseverante piedad y allí la eterna felicidad. Si algo tengo de esta sabiduría, única verdadera, de Dios la recibí; no he presumido que fuera de mi cosecha; y espero fielmente que Dios la perfeccionará en mí, pues me regocijo humildemente de que El la haya incoado. Ni soy incrédulo respecto a lo que aún no me ha dado, ni ingrato por lo que ya me dio. Si algo tengo digno de alabanza, lo tengo no por mi ingenio o mérito, sino por su don. Ciertos ingenios sumamente agudos y excelentes cayeron en errores tanto más graves cuanto más confiadamente corrieron como con fuerzas propias, y no pidieron con humildad y sinceridad a Dios que les mostrase el camino. Mas ¿cuáles son los méritos de cualesquiera hombres, cuando aquel que acá vino, no con la recompensa debida, sino con la gracia gratuita, el único liberador y libre de pecados, nos halló a todos pecadores?
6. Si, pues, nos deleita la virtud verdadera, digámosle lo que leemos en las sagradas Letras: Te amaré, Señor, fortaleza mía2. Y si de verdad queremos ser bienaventurados (aunque no podemos no quererlo), retengamos en un fiel corazón lo que en las mismas Letras aprendimos: Bienaventurado el varón cuya esperanza es el nombre del Señor y no miró las vanidades y locuras embusteras3. El hombre es mortal, lleva una vida triste en un espíritu y en una carne mudables, va cargado de tantos pecados, está sometido a tantas tentaciones, es víctima de tantas corrupciones y está destinado a las más justas penas. ¡Cuánta vanidad, cuánta locura, cuánta mentira habrá en confiar en él mismo para ser bienaventurado, cuando ni siquiera esa parte de nuestra naturaleza que se distingue por su más elevada dignidad, es decir, la mente y la razón, puede desembarazarse del error si no le asiste Dios, luz de las mentes! Arrojemos, pues, por favor, las vanidades e insanias mentirosas de los falsos filósofos. Porque no tendremos virtud si no nos asiste Dios, que ha de ayudarnos; ni felicidad si no nos asiste Dios, de quien hemos de gozar y ha de absorber con el don de la inmortalidad y de la incorrupción nuestra parte mudable y corruptible, que por sí misma es flaca y materia de desventuras4.
7. Sé que eres un amador del estado. Mira, pues, cuán claro se habla en las sagradas Letras que la bienaventuranza del hombre y la del estado no tienen distinto origen. Alguien, lleno del Espíritu Santo, dice en forma de oración lo siguiente: Sácame de la mano de los hijos extranjeros, cuya boca habló vanidad, y cuya diestra es diestra de iniquidad. Sus hijos son como retoños que crecen en su juventud. Sus hijas van compuestas y adornadas a semejanza de un templo. Sus despensas están llenas y rebosan de todo. Sus ovejas son fecundas y se multiplican en sus partos; sus vacas están cebadas. No hay ruina de tapias, ni brecha, ni clamor en sus plazas. Llamaron bienaventurado al pueblo que esto tiene; bienaventurado el pueblo cuyo Dios es el Señor5.
8. Ya ves que no llaman bienaventurado al pueblo por la abundancia de su felicidad terrena sino los hijos extranjeros, es decir, los que no pertenecen a la regeneración que nos hace hijos de Dios; el Salmista suplica ser librado de sus manos, para que no le arrastren a esa opinión y a los pecados de impiedad. Hablando vanidad, llamaron bienaventurado al pueblo que tiene los bienes que antes enumeró, y que constituyen esa felicidad, la única que buscan los amadores de este mundo. Su diestra es diestra de iniquidad, porque anteponen lo que habían de posponer, como la derecha se antepone a la izquierda. Cuando esas cosas se poseen, no hay que poner en ellas la bienaventuranza; deben ser dominadas, no dominar; deben seguir, no dirigir. Quien así oraba, quería separarse y diferenciarse de los hijos extranjeros que llamaron bienaventurado al pueblo que tiene estos bienes. Como si le preguntásemos: «¿Cuál es tu opinión? ¿A qué pueblo llamas bienaventurado?», no contesta: «Bienaventurado el pueblo que tiene fortaleza de espíritu». Si hubiese contestado esto, hubiese diferenciado a este pueblo de aquel otro que ponía la vida bienaventurada en esta felicidad visible y corporal, pero no hubiese trascendido todas las vanidades y locuras embusteras. Porque como en otro lugar enseñan las mismas sagradas Letras, maldito todo el que pone su esperanza en el hombre6. Luego ni en sí mismo debe ponerla nadie, puesto que también él es hombre. Por eso, para trascender los límites de todas las vanidades y locuras embusteras y colocar la bienaventuranza allí donde verdaderamente se encuentra, dijo: Bienaventurado el pueblo cuyo Dios es el Señor.
3 9. Ya ves de dónde hemos de solicitar lo que desean todos, doctos e indoctos, aunque muchos por sus errores y altivez ignoran de dónde hay que solicitarlo y dónde hay que recibirlo. Hay un salmo divino que reprende a ambos, a los que confían en su fortaleza y a los que se glorían en la abundancia de sus riquezas7, es decir, a los filósofos de este siglo y a los que, aunque apartados de esa filosofía, llaman bienaventurado al pueblo que nada en la terrena opulencia. Por eso pidamos a nuestro Señor, pues El nos hizo, la fortaleza con que podamos superar los males de esta vida, y pidámosle la bienaventuranza de que hemos de gozar tras esta vida en su eternidad, para que, como dice el Apóstol, el que se gloría se gloríe en el Señor8, tanto en la fortaleza como en el premio de la fortaleza. Esto hemos de desear tanto para nosotros como para el estado cuyos ciudadanos somos; porque un mismo origen tiene la felicidad del estado y la del hombre, ya que el estado no es otra cosa que una multitud concorde de hombres.
10. Por lo tanto, si toda tu prudencia, con la que te esfuerzas en mirar por los asuntos humanos; si toda tu fortaleza, por la que no te dejas sobresaltar por la iniquidad adversa de nadie; si toda tu templanza, por la que evitas la corrupción delos hombres en tan grande perdición de las costumbres humanas; si toda la justicia, por la que, juzgando rectamente, distribuyes a cada uno lo suyo, se dirigen y tienden a mantener salvos corporalmente, tranquilos y garantizados contra la iniquidad ajena a todos para los que quieres el bien, para quetengan sus hijos establecidos como retoños crecidos, sus hijas adornadas a semejanza del templo, las despensas rebosantes de todo, fecundas las ovejas, cebadas las vacas, sin que la ruina de sus tapias afee las haciendas ni el clamor de los litigantes resuene en sus plazas; no serán las tuyas verdaderas virtudes, como no lo es verdadera la bienaventuranza de ellos. No debe estorbarme para decir la verdad aquí aquella modestia que con benignas palabras me loaste en tu carta. Si tu administración, repito, sea la que sea, adornada con esas virtudes que cité, queda determinada por el fin e intención de que los hombres no padezcan molestia alguna inicua según la carne, y piensas que no te toca a ti referir a otro valor ese sosiego que pretendes ofrecer, es decir (para hablar claro), si no tratas de que sirvan al Dios verdadero, en el que reside todo el fruto de la vida apacible, nada te aprovecha tanta fatiga para una vida verdaderamente bienaventurada.
11. Parece que hablo con menos recato del debido y que he olvidado mi costumbre de interceder. Pero si la vergüenza no es otra cosa que un cierto miedo a desagradar, no tengo en esta causa vergüenza de ser miedoso. Temo con razón desagradar en primer término a Dios, y en segundo, a esta amistad que te dignaste trabar conmigo, si en mi amonestación soy menos libre de lo que, a mi juicio, debo ser para tu salvación. Sienta yo vergüenza cuando intercedo ante ti por los otros. Mas, cuando intercedo por ti, tanto mayor debe ser mi libertad cuanto lo es mi amistad, porque tanto más amigo seré cuanto más fiel. Esto mismo no te lo diría si no obrase con cierto rubor: Si es ésta, como tú escribes, «lo que resulta más eficaz para resolver las dificultades entre los buenos», él me asista por ti ante ti, para que yo goce de ti ante aquel que me ha abierto esta puerta y esta confianza a tus ojos. Máxime si pienso que mi sugerencia tiene ya fácil acogida en tu alma, ayudada e instruida con tantos dones de Dios.
12. Has recibido las virtudes. Si sientes de quién las recibiste, y te muestras agradecido, y las empleas en servirle aun en tus honores seculares, y levantas y llevas a los hombres sometidos a tu jurisdicción para que le sirvan, ya con el miedo, ya con la ayuda, ya con el ejemplo de tu vida piadosa, ya con el mismo afán de atenderles, y no pretendes otra cosa en esa seguridad de vida que les proporcionas, sino que aquí merezcan a aquel en quien han de obtener la bienaventuranza, tus virtudes serán verdaderas. Y con la ayuda de Dios, que te las dio, crecerán y se consumarán de manera que te lleven sin duda a la vida verdaderamente bienaventurada, que no es otra que la eterna. Allí no será menester prudencia para separar de los bienes los males, pues no habrá males, ni habrá que tolerar con fortaleza las adversidades, pues allí sólo hay realidades dignas de amor, no de tolerancia; no habrá que frenar con la templanza la libido, pues no sentiremos sus estímulos; no habrá que atender con justicia al menesteroso, pues ningún menesteroso o indigente habrá allá. Allí habrá una sola virtud, y una misma cosa será la virtud y el premio de la virtud, como dice en las Santas Escrituras un hombre enamorado de él: Para mí el bien consiste en adherirme a Dios9. Este será allí la eterna sabiduría, que es vida realmente bienaventurada; porque el llegar al eterno y sumo bien y adherirnos a él para siempre es el fin de nuestro bien. Llámase también prudencia, pues muy avisadamente se adherirá al bien que no puede perderse. Y también fortaleza, ya que se adherirá firmemente al bien del que no se ha de separar. Y templanza, pues se unirá castamente al bien y en él no sufrirá corrupción. Finalmente, justicia, ya que se unirá rectamente al bien al que vivirá sumiso.
4 13. Verdad es que también en esta vida la virtud no es otra cosa que amar aquello que se debe amar. Elegirlo es prudencia; no separarse de ello a pesar de las molestias es fortaleza; a pesar de los incentivos, es templanza; a pesar de la soberbia, es justicia. ¿Y qué hemos de elegir para amarlo con predilección, sino lo mejor que hallemos? Eso es Dios. Si en nuestro amor le anteponemos algo o lo igualamos con El, no sabemos amarnos a nosotros mismos. Porque tanto mejor nos ha de ir cuanto más nos acerquemos a aquel que es el mejor de todos. Y vamos hacia El no con los pies, sino con el amor. Tanto más presente le tenemos cuanto más puro sea el amor con que a El tendemos. No se extiende o queda incluido en espacios locales, ni se puede ir con los pies, sino con las costumbres, a aquel que en todas partes está presente en su totalidad. Nuestras costumbres suelen juzgarse no según lo que cada uno sabe, sino según lo que cada uno ama. Y son los buenos y los malos amores los que hacen buenas o malas las costumbres. Por nuestra maldad estamos lejos de la rectitud de Dios; amando lo recto nos rectificamos, para poder adherirnos a lo recto, siendo rectos.
14. Tratemos, pues, con todas nuestras fuerzas de que lleguen también a El aquellos a los que amamos como a nosotros mismos10, si amando a Dios sabemos ya amarnos a nosotros mismos. Porque Cristo, es decir, la Verdad, dice que toda la ley y los profetas se condensan en dos preceptos: Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, y amar al prójimo como a nosotros mismos. En este lugar hemos de entender próximo o prójimo, no al allegado por los lazos de la sangre, sino por la comunidad de la razón en la que vivimos asociados todos los hombres. Si el dinero asocia a los hombres, ¿cuánto más los asocia esa razón de la naturaleza que es común, no por ley de negocio, sino por ley de nacimiento? El resplandor de la verdad no se oculta a los ingenios claros. Por eso el cómico pone en boca de un viejo estas palabras dirigidas a otro viejo:
¿Tan descansado estás de tus asuntos para preocuparte de los ajenos, que nada te atañen?
Y el otro viejo responde:
Hombre soy, y nada de lo humano deja de interesarme.
Dicen que esa salida la aplaudió el teatro en pleno, aunque estaba atestado de necios e ignorantes. De tal modo la comunidad de las almas humanas toca el afecto natural de todos, que no se halló en el teatro un hombre que no se sintiera próximo o prójimo de todos.
15. Con ese amor que la ley divina exige debe el hombre amar a Dios, a sí mismo y al prójimo. Mas no por eso se dieron tres mandamientos. No se dice «en estos tres», sino en estos dos preceptos se condensa la ley y los profetas; es decir, en el amor de Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y en el amor al prójimo como a sí mismo11. Así Dios nos dio a entender que no hay más amor con que uno se ame a sí mismo que el amor a Dios. Hay que decir que se odia quien se ama de otra manera, pues se hace inicuo y se priva de la luz de la justicia, cuando se aparta del bien superior y mejor y se vuelve hacia los bienes míseros e inferiores, aunque sea hacia sí mismo. Entonces se realiza en él lo que con verdad fue escrito: Quien ama la iniquidad, odia su propia alma12. Nadie, pues, se ama a sí mismo sino amando a Dios; por eso no era menester, al dar el precepto de amar a Dios, mandar al hombre que se amase a sí mismo, pues con amar a Dios se ama a sí mismo. Y debe amar a Dios y al prójimo como a sí mismo, llevando a quien pudiere a servir a Dios, ya con el consuelo de la beneficencia, ya con la instrucción de la ciencia, ya con el rigor de la disciplina, sabiendo que en esos dos preceptos se condensan la ley y los profetas.
16. El que esto elige con sobria discreción es prudente; quien de ello no se deja desviar por la aflicción, es fuerte; por ninguna otra delectación, es templado; por altivez, es justo. Dios da esas virtudes por la gracia del Mediador, Dios con el Padre y hombre con nosotros, mediante quien nos reconciliamos con Dios en el Espíritu de caridad, al borrarse las enemistades de la iniquidad. Con esas virtudes que Dios da, se vive ahora bien la vida presente y se obtiene después como premio la vida bienaventurada, que no puede ser sino eterna. Aquí tales virtudes están en acción, allí en fruto; aquí en actividad, allí en premio; aquí como deber, allí como término. Así, pues, todos los santos y buenos, aun cuando vivan en cualesquiera tormentos, apoyados en el favor divino, pueden ser llamados bienaventurados por esa esperanza que tienen en aquel fin en que serán bienaventurados. Si siempre hubiesen de vivir en tan atroces dolores y tormentos, la sana razón afirma que serían desventurados aunque tuviesen cualesquiera virtudes.
17. La piedad, es decir, el verdadero servicio del Dios verdadero, para todo aprovecha13. Porque evita o mitiga las molestias de esta vida o conduce a aquella vida o salud en que ya no padeceremos mal alguno y gozaremos del sumo y sempiterno bien. Te exhorto, tanto como me exhorto a mí mismo, a conseguirla más perfectamente y a retenerla con perseverancia. Si no fueses ya partícipe de ella o si no creyeses que tu dignidad temporal debe ponerse a su servicio, no hubieses dicho a esos herejes donatistas a quienes quieres reducir a la unidad de Cristo y a la paz: «Por vuestro bien obramos; por vuestro bien trabajan los sacerdotes de la incorrupta fe, el emperador Augusto y nosotros sus jueces», y tantas otras cosas que pusiste en tu edicto, de modo que, ceñido con el fajín de juez terreno, muestras que piensas no poco en la ciudad celeste. Si me determiné a hablar con cierto detenimiento contigo acerca de las verdaderas virtudes y de la vida realmente bienaventurada, no me juzgues cargante, por favor, en tus ocupaciones. Por el contrario, confío en que no lo soy, cuando tú muestras un ánimo tan grande y digno de toda loa, que sin abandonar las ocupaciones te ocupas con gusto y familiaridad en esto.