CARTA 153

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Contestación a la anterior.

Agustín obispo, siervo de Cristo y de su familia, saluda en el Señor a Macedonio, hijo amado.

Hipona. Después de la anterior.

1 1. No debo dejar de contestar ni entretener con preámbulos a un hombre tan ocupado en la administración pública, tan atento, no a los propios intereses, sino a los ajenos, como lo eres tú aun en los humanos. Por ellos te felicito. Acepta, pues, lo que o has querido llegar a saber por mi medio o tratar de experimentar si yo lo sabía. Si lo juzgases menguado y superfluo, no creerías que habías de ocuparte de ello entre tantas y tan grandes ocupaciones como las tuyas. Me preguntas por qué decimos que pertenece a nuestro deber sacerdotal el intervenir en favor de los reos, sintiéndonos ofendidos cuando no lo obtenemos, como si hubiésemos fracasado en lo que tocaba a nuestra obligación. Añades que sientes una duda muy grande sobre si eso procede de la religión, anotando luego la razón por la que tanta extrañeza te causa: «Porque si Dios prohíbe los pecados, de modo que ya no se conceda facilidad de penitencia después de la recaída, ¿cómo podremos exigir en nombre de la religión que se nos perdone ese crimen, sea cual fuere?» Y urges todavía con argumentos de más peso y afirmas que aprobamos lo que queremos que quede sin castigo y que, si consta que respecto al castigo de los pecados quedan obligados tanto quien los comete como quien los aprueba, es cierto que pecamos contra la sociedad siempre que queremos dejar impune a quien es reo de culpa.

2. ¿A quién no asustarás con esas palabras, si no conoce tu suavidad y humanidad? Yo que te conozco y sé de sobra que hablas inquiriendo y no aseverando, responderé al momento a éstas con otras palabras tuyas. Como si quisieras excluir toda duda mía en este punto, o previeses lo que yo iba a decir, o me sugirieses lo que tengo que decir, apuntaste: «Además, a eso viene a añadirse algo más grave: todos los pecados parecerán más merecedores de perdón cuando el reo prometa la corrección». Antes, pues, de discutir cuál es esa mayor gravedad que en tu carta aparece, me contentaré con lo que ya concedes y lo utilizaré para echar a un lado esa mole que parecía poder inutilizar nuestra capacidad de intercesión. En suma, intercedemos por todos los pecados en cuanto se nos deja, porque «todos los pecados parecen más merecedores de perdón cuando el reo promete la corrección». Esta es tu opinión y también la mía.

3. No es, pues, que aprobemos las culpas que queremos corregir, ni queremos que la maldad cometida quede sin castigo, porque nos place. Tenemos compasión del hombre, detestamos su crimen o su torpeza: cuanto más nos desagrada el vicio, tanto menos queremos que aparezca el vicioso sin enmienda. Cosa fácil es e inclinación natural odiar a los malos, porque son malos; raro es y piadoso el amarlos porque son hombres; de modo que a un mismo hombre has de condenar la culpa y aprobar la naturaleza y, por eso, es justo que odies la culpa porque afea a esa naturaleza que amas. No está atado por ningún lazo con la iniquidad, sino más bien con la humanidad quien persigue el crimen para librar al hombre. Ahora bien, no queda lugar sino en esta vida para corregir las costumbres; después de ella cada cual recogerá lo que aquí se hubiese conquistado. Por eso, por caridad para con el género humano, nos vemos compelidos a intervenir en favor de los reos para que no acaben su vida en el suplicio de manera que, al llegar a su fin, entren en un suplicio sin fin.

2 4. No dudes, pues, de que este nuestro oficio deriva de la religión. Dios mismo, en quien no cabe iniquidad alguna1, cuyo poder es supremo, quien no sólo ve quién es cada uno, sino que prevé quién ha de ser cada cual en lo futuro2, quien goza el exclusivo privilegio de no equivocarse al juzgar, pues no puede engañarse al conocer, no obstante eso, hace salir su sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos, como dice el Evangelio. Cristo Nuestro Señor nos exhorta a que seamos imitadores de esta admirable bondad, diciendo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, el cual hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos3. Verdad es que muchos, para ruina suya, abusan de esa indulgencia y mansedumbre divina. ¿Quién lo ignora? El Apóstol los recrimina e increpa duramente al decir: ¿Imaginas, oh hombre, cualquiera que juzgas a los que así obran, obrando tú igualmente, que esquivarás el juicio de Dios? ¿Acaso desprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad? ¿Ignoras que la benignidad de Dios te llama a penitencia? En conformidad con tu dureza y corazón impenitente, atesoras para ti la ira en el día de la cólera y revelación del justo juicio de Dios, que pagará a cada uno según sus obras4. ¿Acaso porque éstos perseveran en su malicia, Dios no perseverará en su paciencia? Pocas cosas castiga en este mundo, para que nadie ignore que existe la divina Providencia; y reserva la mayor parte para el último examen, para encarecer el juicio futuro.

5. Pienso que aquel Maestro celestial no nos mandó amar la impiedad cuando nos mandó amar a nuestros enemigos, hacer bien a los que nos aborrecen y orar por los que nos persiguen. No cabe duda de que, si servimos a Dios piadosamente, por fuerza nuestros enemigos, inflamados contra nosotros con odios y persecuciones, tienen que ser los impíos. ¿Hemos de amar a los impíos? ¿Hemos de hacer el bien a los impíos? ¿Hemos de orar también por ellos? Exactamente. Porque quien eso manda es Dios. Mas con esto no nos asocia a los impíos, a los que El perdona y otorga la salud y la vida, pero sin asociarse con ellos. El Apóstol expone esa voluntad, en cuanto le es dado conocerla, a un hombre piadoso, diciendo: ¿Ignoras que la paciencia de Dios te llama a penitencia? Y nosotros queremos empujar a penitencia a esos por los que intercedemos; no somos condescendientes ni favorecemos sus pecados.

3 6. A algunos, cuyos crímenes son manifiestos, y a los que hemos librado de vuestros rigores, los separamos de la comunión del altar para que con su penitencia puedan aplacar a aquel a quien ofendieron con sus pecados y se castiguen a sí mismos. Quien está verdaderamente arrepentido no hace otra cosa sino negarse a que quede en la impunidad la mala obra que ejecutó; y de este modo, a quien se castiga a sí mismo le perdona aquel cuyo alto y justo juicio nadie puede eludir con el desdén. Perdona a algunos inicuos y facinerosos y les otorga la salud y la vida, aun a la mayor parte de esos que sabe que no han de hacer penitencia. Y si El muestra tanta paciencia, ¿cuánto más debemos ser nosotros misericordiosos con aquellos que prometen la corrección, aunque ignoramos si harán lo que prometen, para detener vuestro rigor? Intercedemos por aquellos por quienes oramos con sencillez al Señor, pues El nos lo ordenó; a ese Señor que conoce perfectamente las obras de ellos, aun las futuras.

7. Tanto crece a las veces la iniquidad de los hombres, que, después de hecha la penitencia y después de reconciliados ante el altar, vuelven a cometer semejantes o mayores crímenes. Y, con todo, Dios hace salir también sobre ellos su sol5 y les sigue otorgando como antes los generosos dones de la vida y de la salud. Y aunque en la Iglesia no se les conceda el lugar de humillación y penitencia, Dios no olvida su aguante con ellos. Supongamos que uno de ellos me dice: «Dame otra vez ocasión de arrepentirme, o indicadme que no me queda esperanza alguna para lanzarme a ejecutar cuanto me venga en gana, cuanto mis medios me permitan y las leyes humanas me consientan en materia de impurezas y todo género de lujuria; Dios lo condena, pero la mayor parte de los hombres hasta lo alaban. Si me apartáis de esa iniquidad, decidme si me aprovecha algo para la vida futura el despreciar los incentivos voluptuosos en esta vida llena de ellos, el frenar las incitaciones de la libido, el prohibirme muchas cosas lícitas y permitidas para castigar mi cuerpo, el atormentarme con la penitencia con mayor rigor que antes, el gemir con mayor dolor, llorar con mayor abundancia, vivir mejor, sustentar con mayor generosidad a los pobres y arder con mayor fervor en caridad, la cual cubre la muchedumbre de los pecados»6. ¿Podríamos contestar a este hombre: «Todo eso de nada te aprovechará en el futuro; vete y, por lo menos, disfruta de la suavidad de la vida presente»? ¿Quién sería bastante necio para decirlo? ¡Dios nos aparte de tan cruel y sacrílega demencia! Cauta y saludablemente se ha prescrito que tan sólo una vez se le conceda en la iglesia el lugar de aquella humillación y penitencia, no sea que la medicina se envilezca y resulte menos útil para los enfermos, pues será tanto más saludable cuanto menos se la desprecie. Pero ¿quién osará decir a Dios: «Por qué perdonas de nuevo a ese hombre, que después de su primera penitencia vuelve a enredarse en los lazos de la iniquidad?» ¿Quién osará decir que no se realiza en estos tales lo que el Apóstol dice: ¿Ignoras que la paciencia de Dios te llama a penitencia?7, o que se ha exceptuado a éstos cuando se ha definido y escrito: Bienaventurados todos los que confían en El; o que no atañen a éstos las siguientes palabras: Obrad virilmente y manteneos fuertes de corazón, vosotros los que esperáis en el Señor?8

8. Es grande la paciencia y la misericordia de Dios para con los pecadores: no los condena para siempre si ellos enmiendan su vida y costumbres en esta vida temporal, aunque no espera recibir misericordia de nadie, pues que nadie es más bienaventurado, poderoso y justo que El. ¡Cómo deberemos ser los hombres para con los hombres, pues decimos que no carece de pecad esta vida nuestra, por mucho que la alabemos! Si eso decimos, a nosotros mismos nos engañamos, y la verdad no está en nosotros9, como está escrito. Una es la persona que acusa, otra la que defiende, otra la que intercede, otra la que juzga, oficios que sería demasiado largo y no necesario exponer aquí. Pero el severo juicio divino pesa sobre los mismos jueces del crimen, sobre los que cumplen su cometido, no llevados de la ira personal, sino como ministros de la ley; vengadores de las injusticias sufridas no por ellos, sino de los demás y examinadas con anterioridad, como deben ser los jueces. Es para que piensen que necesitan de la misericordia de Dios por sus propios pecados y para que piensen que no obran contra su oficio cuando se portan misericordiosamente con aquellos sobre cuya vida y muerte tienen legítima potestad.

4 9. Los judíos llevaron ante Cristo nuestro Señor a una mujer cogida en adulterio. Le tentaban diciendo que, según la ley, debía ser apedreada, y le preguntaron qué mandaba que se hiciese con ella. El les respondió: Quien de vosotros esté sin pecado, lance el primero la piedra contra ella10. De ese modo no recusó la ley, que mandó matar a los culpables de ese delito; pero, aterrándolos a ellos, los invitó a la misericordia hacia aquélla a quien podían matar según justicia. Pienso yo que, si el mismo marido, que pedía venganza por el ultraje inferido a su tálamo, estaba presente y escuchó esa sentencia del Señor, aterrado, inclinaría su ánimo del apetito de venganza a la voluntad del perdón. Sin duda le daban un aviso al acusador para que no vengase las injurias sufridas personalmente, cuando así se les prohibía la venganza a los mismos jueces, que al castigar a la adúltera se veían obligados a servir, no al dolor privado, sino a la ley. Por eso José, con quien se había desposado la Virgen María, madre del Señor, al descubrir que estaba encinta, no quiso que fuese castigada, aunque conocía que no se había unido a ella y que, por lo tanto, no podía creer sino que ser adúltera. Y no por ello aprobaba el delito. Su postura fue imputada como justicia, y así se escribió de él: Siendo hombre justo, no queriendo difamarla, se determinó a abandonarla ocultamente. Y pensando eso, se le apareció el ángel11 y le dio a conocer que era obra divina lo que él creía obra pecaminosa.

10. Y si al pensar en la común enfermedad se quebrantan el dolor que acusa y el rigor que juzga, ¿cuál opinas que deberá ser el oficio del defensor e intercesor en favor de los reos? En verdad vosotros, hombres buenos que ahora sois jueces, mientras que en otro tiempo llevabais en el tribunal las causas que se os ofrecían, sabéis que preferíais al defensor al acusar. Sin embargo, el defensor está todavía muy distante del intercesor: aquél trabaja cuanto puede para diluir o encubrir los delitos, mientras que el intercesor, aunque le consta de la culpa, trata de retirar o mitigar la pena. Esto es lo que hacen los justos por los pecadores ante Dios. Esto es lo que se amonesta a los pecadores para que lo hagan unos con otros, pues escrito está: Confesaos recíprocamente vuestros pecados y orad por vosotros12. Siempre que es posible, todo hombre reclama para sí ese papel humanitario delante de otro hombre. Cada cual castigaría en su propia casa la fechoría que en la ajena desea ver impune. Ya se trate de interceder ante un amigo, ya de intervenir ante el que en nuestra presencia, quizá sólo ocasional, se encoleriza con los que están sometidos a su venganza, se nos juzga, no justísimos, sino inhumanísimos, si no intervenimos. Sé que tú mismo con otros amigos intercediste en la iglesia de Cartago por un clérigo con quien estaba justamente irritado el obispo; y eso que allí, dentro de una disciplina incruenta, no era de temer el derramamiento de sangre. Y bien veis que, cuando deseabais dejar impune una culpa que también a vosotros os desagradaba, no os teníamos por aprobadores del delito, sino que os escuchábamos como intercesores humanísimos. Si, pues, os es lícito a vosotros mitigar con vuestra intercesión un castigo eclesiástico, ¿de qué modo deberá un obispo detener vuestra espada, siendo así que aquel castigo se pone para que el paciente viva bien y ésta se desenvaina para que deje de vivir?

11. En fin, el mismo Señor intercedió ante los hombres para que no fuese apedreada la adúltera: de ese modo nos recomendó el oficio de intercesores. La diferencia está en que El hizo con el terror lo que nosotros hacemos con una petición. Es que El era el Señor, y nosotros somos los siervos. De todos modos, El sembró el terror para que todos debamos temer. Porque ¿quién de nosotros está sin pecado? Cuando dijo a los que le traían a la pecadora para que la castigase que quien fuese consciente de estar sin pecado arrojase primero la piedra contra ella13, se rindió la crueldad por el temor de la conciencia; se desvaneció toda aquella reunión y dejaron sola a la mísera con la Misericordia. Ríndase la piedad cristiana a esta sentencia, a la que se rindió la impiedad de los judíos; ríndase a ella la humildad de los seguidores, pues se rindió la soberbia de los perseguidores; ríndase la confesión de los fieles, pues se rindió el disimulo del tentador. Perdona a los malos, hombre bueno. Sé tanto más benigno cuanto eres mejor. Hazte tanto más humilde cuanto más te encumbras por el poder.

5 12. Considerando tus costumbres, te he llamado hombre bueno. Pero, tú, considerando las palabras de Cristo, dite a ti mismo: Nadie es bueno sino sólo Dios14. Esto es verdad, pues la Verdad lo dijo. Con todo, no debo pensar que he dado un testimonio falaz o que he contradicho las palabras del Señor al llamarte a ti hombre bueno, cuando Él dijo: Nadie es bueno sino sólo Dios. En efecto, el mismo Señor se contradijo a sí mismo al decir: El hombre bueno saca cosas buenas del buen tesoro de su corazón15. Dios es único en la bondad y no puede perder su privilegio. No es bueno por participar de bien alguno, ya que ese bien por el que Él es bueno no es sino Él mismo. Cuando el hombre es bueno, recibe de Dios el serlo, y no puede serlo por sí mismo. Por el espíritu divino se hacen buenos los que son buenos, pues nuestra naturaleza creada es capaz de participar de Él mediante la propia voluntad. Para poder ser buenos tenemos que recibir y retener lo que nos da el que de suyo es bueno; despreciado lo cual, todo hombre es de suyo malo. Así, en tanto es bueno el hombre en cuanto obra rectamente, es decir, ejecuta consciente, amante y piadosamente el bien, y en tanto es malo en cuanto peca, es decir, en cuanto se aparta de la verdad, caridad y piedad. ¿Y quién está sin algún pecado en esta vida? Pero llamamos bueno a aquel en quien prevalece el bien, y óptimo a quien menos peca.

13. Por eso el mismo Señor, a esos que llama buenos porque participan de la divina gracia, los llama también malos por los vicios inherentes a la debilidad humana, hasta que todo el compuesto humano, curado de toda defectibilidad, pase a aquella vida en que ya absolutamente no pecará. En efecto, no a los malos, sino a los buenos enseñaba a orar, cuando les mandó diciendo: Padre nuestro, que estás en los cielos16. Eran buenos porque eran hijos de Dios, no engendrados por naturaleza, sino adoptados por gracia, como aquellos que le recibieron y a los que dio facultad de hacerse hijos de Dios17. Tal generación espiritual se llama también adopción18 en el estilo bíblico, para distinguirla de aquella otra generación de Dios a partir de Dios, del coeterno que procede del eterno, de la que está escrito: Su generación, ¿quién la describirá?19 Y después de demostrar que eran buenos esos que quiso que dijesen a Dios con veracidad: Padre nuestro, que estás en los cielos, les mandó que en esa misma oración dijesen entre otras cosas: Perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y aunque es evidente que tales deudas son los pecados, todavía lo dejó más claro al decir a continuación: Porque si perdonáis los pecados a los hombres, también vuestro Padre os perdonará los vuestros20. Esta oración la recitan los bautizados, y no se trata ya de pecados pasados, que a los no bautizados se les perdonan en la santa Iglesia. Como siguen viviendo en esta fragilidad mortal, contraen deudas que requieren el perdón, y por eso dicen con veracidad: Perdónanos nuestras deudas. Son, pues, buenos en cuanto son hijos de Dios; y son al mismo tiempo malos en cuanto pecan; eso es lo que atestiguan con esa su confesión, que no es mendaz.

14. Quizá alguien diga que unos son los pecados de los buenos y otros los de los malos, y es muy probable que ello sea así. Sin embargo, Jesús nuestro Señor llamó malos sin ambigüedad alguna a esos mismos a quienes decía que tenían a Dios por Padre. Pues en otro lugar de ese discurso en el que va intercalada dicha oración, les exhorta a rogar a Dios, diciéndoles: Pedid, y recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y os abrirán. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, le abren. Y poco después añade: Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar buenos dones a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará bienes a los que se los piden?21 ¿Acaso es Dios Padre de los malos? No. Pues ¿cómo dice vuestro Padre celestial, refiriéndose a aquellos a los que dice siendo malos, sino porque la Verdad evidencia ambas cosas, lo que somos por el don de Dios y lo que somos por el vicio humano, recomendando aquél y corrigiendo éste? Con razón dijo Séneca (que vivió en tiempo de los apóstoles, de quien se leen algunas cartas dirigidas al apóstol Pablo): «Odia a todos el que odia a los malos». Y, no obstante, hemos de amar a los malos para que no sean malos, como se ama a los enfermos, no para que duren, sino para que se curen.

15. Después de la abolición de todos los pecados que se realiza en el bautismo, todo lo que pecamos al permanecer en esta vida, aunque no sea tan grave que nos aparte por fuerza del altar divino, se expía, no con un dolor estéril, sino con sacrificios de misericordia. Sabed que lo que intentamos que obréis por nuestra intercesión, lo ofrecemos a Dios por vosotros. Porque necesitáis de la misericordia que otorgáis. Y mirad quién es el que dijo: Perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará22. Aunque viviésemos de modo que no necesitásemos decir: Perdónanos nuestras deudas, cuanto más exenta de iniquidad estuviese nuestra alma, tanto más llena de clemencia debería estar. Si no nos afectaba la afirmación del Señor que dice: El que de vosotros esté sin pecado, lance el primero la piedra contra ella23, seguiríamos el ejemplo del que eso dijo, ya que, estando sin pecado, dijo a la mujer abandonada por los pecadores aterrados: Tampoco yo te condenaré; vete y no peques en adelante24. Aquella impúdica mujer temer que, al alejarse los que, pensando en sus propios pecados, habían perdonado los ajenos, la condenase con toda justicia el que estaba sin pecado. Pero Él, no por terrores de conciencia, sino lleno de clemencia, al replicar ella que nadie la había condenado, añadió: Tampoco yo te condenaré. Como si dijera: «Si la malicia pudo perdonarte, ¿por qué temes a la inocencia?» Y para no parecer aprobador, más bien que condenador de los pecados, advirtió: Vete y no peques en adelante, mostrando que perdonaba al hombre, pero no se complacía con la culpa del hombre. Ya ves que deriva de la religión, aunque no nos asociemos con los criminales, el que los pecadores intercedamos con mucha frecuencia por los criminales, o si no son criminales, siempre son pecadores, y eso ante los pecadores, lo cual has de tomar por una verdad sincera y no por una injuria.

6 16. No por eso se ha instituido en vano la potestad regia, el derecho de vida y muerte del juez, la uña de hierro del sayón, el arma del soldado, la disciplina de la autoridad y aun la severidad del buen padre. Todo esto tiene sus medidas, causas, razones y utilidades. Por temor a esas cosas se reprimen los malos y viven los buenos más tranquilamente entre los malos. No es que hayan de ser tenidos por buenos los que por miedo a tales armas no pecan, ya que nadie es bueno por el temor de la pena, sino por el amor de la justicia. Pero no es inútil el reprimir la humana audacia por el temor de las leyes, para que la inocencia tenga seguridad entre los malvados, para que esos mismos malvados tengan por el temor del suplicio un freno a su poder de hacer el mal y así invoquen a Dios para que se cure su voluntad de hacerlo. La intercesión de los obispos no se opone a esta ordenación de las cosas humanas. Es más, si desapareciesen esas armas no habría causa ni lugar para interceder. Pues cuanto más justos son los suplicios de los que pecan, tanto son más gratos los beneficios de los que interceden y perdonan. Por eso, a mi juicio, fue más severa la venganza de la ley en el Antiguo Testamento, en tiempo de los antiguos profetas, para mostrar que las penas estaban rectamente instituidas contra los inicuos. Así, cuando ahora la inteligencia del Nuevo Testamento nos urge a perdonarlos, o bien se trata de un remedio saludable para que se perdonen también nuestros pecados, o bien de una recomendación de la mansedumbre para que los que perdonan no sólo teman la verdad que predican, sino que también la amen.

17. Mucho interesa saber con qué ánimo perdona cada cual. Porque así como hay a veces una misericordia que castiga, así hay una crueldad que perdona. A modo de ejemplo voy a poner algo que sea evidente. ¿Quién no llamaría con verdad cruel al que perdona al niño que se obstina en querer jugar con víboras? ¿Y quién no llamará misericordioso al que se lo prohíbe y castiga con azotes al niño por no obedecer a las palabras? Hay que imponer la disciplina antes de la raya de la muerte para que no desaparezca quien pueda aprovecharse de ella. Supongamos que un hombre mata a otro. Es muy diferente que lo haga, o bien por un apetito de dañar o de robar injustamente, como lo hacen el enemigo y el salteador; o bien por un orden de castigo o de obediencia, como lo hacen el juez y el verdugo; o bien por una necesidad de librarse personalmente de la muerte o de defenderse, como el caminante que mata al salteador o el soldado que mata al enemigo. A veces más culpa tiene el que fue causa de la muerte que el que mató; como cuando uno engaña a su garante y éste sufre en lugar de él el legítimo castigo. No todo el que fue causa de muerte ajena es culpable. Puede alguien solicitar a una mujer y darse la muerte si no consigue nada. Puede un hijo lanzarse por un precipicio por temer a los azotes piadosos de su padre. Puede alguien suicidarse porque otro se salvó o para que otro no se salve. ¿Acaso por estas causas de la muerte ajena hemos de consentir en el crimen o hemos de suprimir el castigo del pecado, que se ejecuta, no para dañar, sino para corregir? ¿Hemos de suprimir los castigos paternales o hemos de cohibir las obras de misericordia? Cuando estas cosas acaecen, les debemos nuestro dolor humano, pero no hemos de reprimir, para que ellas no acaezcan, la voluntad de obrar bien.

18. También es verdad que, cuando intercedemos por un pecador que debe ser condenado, se siguen a veces consecuencias que no queremos. A veces el mismo que se libra por nuestra intercesión da rienda con mayor libertad a su audacia impune, entregada al apetito, ingrata al perdón, y uno que se libró de la muerte quita la vida a muchos. A veces, el reo se mejora por nuestro beneficio y corrige sus costumbres. Pero otro perece por su mala vida y, fiándose de la impunidad del otro, comete iguales o mayores fechorías. Pero, a mi juicio, cuando intercedemos ante vosotros no se nos han de imputar a nosotros tales males, sino aquellos bienes que buscamos y pretendemos cuando lo ejecutamos, a saber: la recomendación de la mansedumbre, para que se consiga la caridad con la palabra de verdad, y el que los libertados de la muerte temporal vivan de manera que no incurran en la eterna, de la que nunca podrían escapar.

19. Útil es vuestra severidad, por cuyo ministerio se garantiza nuestra tranquilidad. Pero también es útil nuestra intercesión, por cuyo ministerio se templa vuestra severidad. No os desagrade el que os supliquen los buenos, pues no les desagrada a los buenos el que seáis temidos por los malos. El apóstol Pablo infundió pavor a la iniquidad de los hombres, no sólo con el juicio futuro, sino también con vuestras actuales segures. Asegurando que también ellas entran en el plan de la divina Providencia, dijo: Toda alma está sometida a las autoridades superiores, porque no hay poder sino de Dios; y todas las cosas que son, por Dios fueron ordenadas. Por eso, quien resiste al poder, resiste a la ordenación de Dios; y los que resisten, se procuran su propia condenación, ya que los príncipes no están para les tema quien obra el bien, sino quien obra el mal. ¿Quieres no temer a la autoridad? Haz el bien y ella te alabará. Porque es servicio de Dios para ti con vistas al bien. Pero, si haces el mal, teme, ya que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios y vengador y castigador para aquel que obra mal. Por ello aceptad la necesidad de la sumisión, no tan sólo por el castigo, sino también por la conciencia. Para eso pagáis los tributos, pues son ministros de Dios y perseveran en su oficio. Pagad a todos las deudas; a quien tributo, tributo; a quien alcabala, alcabala; a quien temor, temor; a quien honor, honor. A nadie debáis nada, a no ser la deuda del amor recíproco25. Estas palabras del Apóstol muestran la utilidad de vuestra severidad. Así, del mismo modo que a los que temen se les manda que amen a los que los atemorizan, así a los que infunden temor se les manda que amen a los atemorizados. Nada se haga por apetito de dañar, hágase todo por deseo de provecho, y nada se hará cruelmente, nada inhumanamente. Así se temerá el castigo del juez, de modo que no se desdeñe la piedad del que intercede. Tanto el castigar como el perdonar es obra buena cuando hay intención de corregir la vida de los hombres. Y si tan grande es la perversidad y la impiedad del reo, que ya no le aprovechan para su enmienda ni el castigo ni el perdón, los buenos no hacen sino cumplir la obligación de amar con intención y conciencia patente a Dios, tanto cuando castigan como cuando perdonan.

20. Sigues diciendo en tu carta: «Porque ahora, tal como están nuestras costumbres, tratan los hombres de librarse del castigo de su crimen, reteniendo aquello por lo que cometieron el crimen». Así recuerdas la pésima condición de los hombres, a los que en nada aprovecha la medicina de la penitencia. Porque, cuando no se restituye el bien ajeno por el que se pecó, pudiendo restituirse, la penitencia no es real, sino fingida. Obrando con veracidad, no se perdonará el pecado si no se restituye lo robado, siempre que, como dije, pueda hacerlo. A veces uno pierde lo que robó, ya por obra de otros malos, ya por la propia mala vida, y ya no se poste para restituir. A ese tal no podemos decirle: «Restituye lo que robaste», sino cuando creemos que lo tiene y se niega a devolverlo. Si entonces el robado le hace padecer a él algunos tormentos, pensando que tiene para restituir, no se comete iniquidad; porque, aunque no tenga dinero para restituir, padece justamente la pena del pecado, por el que robó contra justicia, cuando se le obliga a que la expíe mediante tormentos corporales. Pero no es inhumano interceder también por esos reos de crimen, no para cooperar a que no se restituya, sino para que el hombre no se ensañe con el hombre, especialmente la víctima del robo que ya perdonó la culpa, aunque todavía espera su dinero. Temió el engaño, pero no le conviene la venganza. En fin, en tales causas, si podemos persuadir a aquellos por quienes intercedemos no tienen lo que se les demanda, al momento se nos libra sus molestias. A veces los hombres misericordiosos, envueltos en la duda, renuncian a aplicar un castigo seguro por un dinero incierto. Es decoroso quo nosotros os invitemos y exhortemos a esa misericordia; es mejor que pierdas tu dinero, aunque el ladrón lo tenga, que atormentarle o matarle cuando no lo tiene. Bien es verdad que por esos tales conviene interceder mejor ante los robados que ante los jueces, no sea que se estime que el juez quiere él mismo robar, pues, pudiendo, no obliga a restituir. Y aun al obligar en tal manera, debe conservar la integridad sin perder la humanidad.

21. Me atrevería a decir que quien interviene por un hombre para que no restituya lo que injustamente robó, y quien no obliga a restituir, en cuanto honestamente puede, al ladrón que se refugia en su casa, coopera en el fraude y el crimen. Más misericordioso es negar nuestra ayuda a los tales que el dársela. No ayuda el que coopera al pecado, sino que abate y oprime. ¿Pero acaso eso significa que podemos o debemos exigir o que hemos de entregarles a los jueces para que se lo exijan? Obramos en cuanto lo consiente el poder del obispo, amenazando a veces con el juicio humano y sobre todo y siempre con el divino. Cuando se niegan a restituir los que sabemos que robaron contra justicia y que tienen con qué restituir, los argüimos, increpamos y detestamos, a unos en privado, a otros en público, según nos parece que por diversidad de carácter pueden tolerar la medicina y no van a abalanzarse a mayores locuras para ruina de otros. A veces también, si no lo impide algún otro mayor interés, los privamos de la comunión del santo altar.

22. Verdad es que muchas veces acontece que nos engañan, o bien negando que hayan robado, o bien afirmando que no tienen con qué restituir. También vosotros os engañáis muchas veces, o bien creyendo que no procuramos que restituyan, o bien que tienen con qué restituir. Todos o casi todos los hombres gustamos de llamar conocimientos o tener por tales a nuestras sospechas, cuando nos movemos por las señales creíbles de las cosas, aunque algunas cosas creíbles son falsas y algunas increíbles son verdaderas. Tú citas a algunos que «quieren sustraerse a la pena del crimen y retener aquello por lo que lo cometieron», y luego prosigues diciendo: «Vuestro sacerdocio opina que también por éstos se debe interceder»26. Puede ser que tú sepas lo que yo ignoro, y por eso estimo que debo intervenir en favor de alguno. Puedo engañarme yo y no tú, de modo que yo crea que el reo no posee lo que tú sabes que posee. Pero así sucede que, aunque tenemos distinta opinión respecto al reo, a los dos nos desagrada que no se restituya lo ajeno. Del hombre tenemos como hombres distinta opinión; pero en la misma justicia coincidimos. Del mismo modo puede acaecer que yo sepa que el reo no tiene con qué restituir, mientras tú crees que tiene, no con ciencia cierta, sino por sospechas creíbles; y por eso crees que se interviene en favor de un reo que «quiere substraerse a la culpa del crimen y retener aquello por lo que lo cometió»27. En resolución, ni ante ti ni ante otros como tú, si se hallan otros que sean como celebremos que eres tú; ni ante aquellos que «buscan con gran afán lo ajeno e inútil para ellos e incluso algo más peligroso y pernicioso», ni ante mi corazón, cuyo testigo es Dios, me atrevería a decir o decretar que se debe intervenir en favor de un reo para que, con la impunidad del crimen, retenga lo que obtuvo con él. Se interviene para que se le perdone la injuria y él devuelva lo que injuriosamente robó, con tal que tenga lo que robó o con qué compensarlo.

23. No siempre lo que se le quita al renitente se quita con injuria. Muchos ni al médico quieren dar sus honorarios, ni al obrero su jornal; y ellos reciben de un renitente, mas no con injuria, lo que se les negaría con injuria. Pero no debe el juez vender su justo juicio, ni el testigo su verdadero testimonio, porque el abogado vende su justo patrocinio y el jurista vende su consejo. Aquéllos están puestos para examinar entre ambas partes, mientras éstos asisten a una de ellas. A veces se venden juicios y testimonios inicuos y falsos, no obstante que no deben venderse aunque sean verdaderos. Entonces se comete un delito mucho mayor al recibir el dinero, porque es ya un delito el darlo, aunque se dé de buena gana. Suele reclamar el dinero, como si se lo hubiesen robado inicuamente, aquel que compra un justo juicio, pues éste no debió ponerse en venta; pero aquel que dio dinero por un juicio inicuo, aún querría reclamarlo, si no tuviese temor o se avergonzase de haberlo comprado.

24. Quedan otras personas de inferior condición como el oficial que reciben sin escrúpulo dinero de ambas partes, tanto de quien le contrata como de aquel para quien es contratado. A éstos suele reclamárseles el dinero cuando lo han exigido por una inmoderada maldad, pero suele dejárseles cuando se les ha dado por una tolerable costumbre. Y más reprendemos a los que lo reclaman con excesivo ahínco que a los que lo toman aprovechándose de la costumbre. Porque en las cosas humanas muchas personas, necesarias para un cometido, son atraídas o retenidas por las ventajas. Si tales funcionarios cambian de vida o ascienden a un más elevado grado de santidad, pueden repartir a los pobres, como propio, ese dinero que adquirieron por tales métodos, más fácilmente que restituirlo como dinero ajeno a aquellos a quienes se les recabó. En cambio, pensamos que quien adquirió ese dinero contra todo derecho de la sociedad humana, con hurtos, rapiñas, calumnias, opresiones y asaltos, tiene que restituirlo, más bien que donarlo. Tenemos el ejemplo evangélico del publicano Zaqueo. Este, al recibir en su casa al Señor, cambiando de repente a una vida santa, dijo: Doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo28.

25. Si se atiende con sinceridad a la justicia, mejor será decir al abogado: «Devuelve lo que recibiste cuando te opusiste a la verdad, cuando asististe a la iniquidad, cuando engañaste al juez, cuando oprimiste la causa justa, cuando venciste con una falsedad»; bien ves que muchos honestísimos y elocuentísimos sujetos creen deber retenerlo, no sólo impune, sino gloriosamente. Mucho mejor es eso que decir a cualquiera que presta sus servicios públicos: «Devuelve lo que recibiste cuando por orden judicial prendiste a un hombre que era necesario para una causa, cuando lo ataste para que no ofreciera resistencia, cuando le encarcelaste para que no huyera y lo mostraste ante el tribunal mientras la causa estaba en pie y lo soltaste una vez dictada la sentencia». ¿Por qué no se le ha de decir eso al abogado? Es claro: no quiere el hombre reclamar de su defensor lo que le dio para que venciese con una falsedad, del mismo modo que no quiere devolver lo que recibió del adversario después de haber vencido con el engaño. ¿Qué abogado o qué santo varón procedente de la abogacía encontraremos que diga a su cliente: «Toma lo que me diste cuando te asistí contra razón y devuelve a tu contrincante lo que le quitaste inicuamente por obra mía»? Y, no obstante, el que está sinceramente arrepentido de su anterior vida no buena, debe hacer también eso. Y si aquel que pleiteó contra razón no quiere corregir su iniquidad después de amonestado, el abogado no puede querer la paga de su iniquidad. ¡A no ser que digamos que hay que restituir lo ajeno cuando se hurta ocultamente y no hay que restituir lo que se adquiere en el mismo tribunal en que se castigan los pecados por engañar al juez y burlar las leyes! ¿Y qué diré de la usura, que los jueces y las mismas leyes obligan a restituir? ¿Acaso será más cruel quien hurta o roba algo a un rico que el que desuella a un pobre con el interés? Estas y otras tales cosas se poseen mal, y yo desearía que se restituyesen; pero no se halla juez ante quien reclamarlas.

26. Escrito está: Todo el mundo de la riqueza es del hombre fiel; pero del infiel no es ni un óbolo29. Si consideramos esto prudentemente, ¿no convenceremos de que poseen lo ajeno a todos los que creen gozar de lo legítimamente adquirido y no saben utilizarlo? Lo que conforme a derecho se posee, ciertamente no es ajeno. Pero sólo se posee conforme a derecho lo que se posee justamente, y sólo se posee justamente lo que se posee bien. Por lo tanto, todo lo que se posee mal es ajeno, y posee mal quien usa mal. Ya ves cuántos son los que deben restituir lo ajeno, si es que se hallan algunos pocos justos a quienes se pueda restituir. Pero, si éstos se hallan, tanto más desprecian esos bienes cuanto más justamente podrían poseerlos. Porque nadie posee mal la justicia, y quien no la ama no la posee. En cambio, el dinero, los malos lo poseen mal, y los buenos tanto mejor lo poseen cuanto menos lo aman. Entre tanto, se tolera la iniquidad de los malos poseedores y se establecen entre ellos ciertos derechos que se llaman civiles, no porque con ello se logre que usen bien, sino para que, aun usando mal, causen menos molestia. Así será hasta que llegue el día en que los fieles piadosos (a quienes por derecho pertenece todo) que salieron de entre los malos, o viviendo entre ellos no se enredaron, sino que se ejercitaron con ellos, lleguen a aquella ciudad en que radica la herencia de la eternidad, en que no tendrá lugar sino el justo, ni principado sino el sabio, en que todos los que en ella vivan poseerán cosas verdaderamente suyas. Pero aun aquí no intercedemos para que no se restituya lo ajeno conforme a las costumbres y leyes terrenas. Queremos que vosotros os aplaquéis frente a los malos, no para que se complazcan en ser malos o sigan siéndolo, sino porque de ellos se hacen todos los buenos y con el sacrificio de la misericordia es aplacado Dios. Si los malos no lograran tener propicio a Dios, no habría ningún bueno. Harto he gravado con mi charla, al parecer, tus ocupaciones, cuando brevemente habría podido resolverte lo que me preguntabas, siendo tú hombre docto y agudo. Debiera haber callado tiempo ha, si supiera que sólo tú habías de leer la contestación que me pedías. Vive feliz en Cristo, hijo amadísimo.