CARTA 151

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Actitud de Agustín ante el nuevo Comisario imperial.

Agustín saluda en el Señor a Ceciliano, señor justamente ilustre e hijo merecedor del honor que yo le debo.

Hipona. Primavera de 414.

1. La queja que me presentas en tu carta me resulta tanto más grata cuanto más llena está de caridad. Si me esforzase por defender mi silencio, ¿qué otra cosa haría sino mostrar que no tienes motivos para quejarte de mí? Pero lo que más me satisface en ti es que te hayas dignado ofenderte de mi silencio, pues pensé que eso no tendría importancia para tus cuidados. Por eso, si quisiera defenderme, perdería mi causa. Porque, si no debiste indignarte porque yo no te escribiese, seo quería decir que te importo muy poco y te tiene sin cuidado el que yo hable o calle. Ya que llevaste tan a mal el que yo me callase, sin duda tu indignación es benevolencia. Por eso, en lugar de dolerme por no haberte enviado una carta, más bien me alegro porque la has deseado. Es, pues, un punto de honor y no de tristeza el haber merecido, por no haberle dado el consuelo de mí palabra, el reproche de un viejo amigo. Varón —cosa que yo debo reconocer, aunque tú debas callarla— de tal categoría y grandeza que se halla en tierra extranjera ocupado en la vida pública. Perdona, pues, a quien te da las gracias por haberme estimado tanto, que te has enfadado porque me callaba. Ahora creo en tu benevolencia: sin duda es mayor que tu excelencia cuando dices que entre tantas y tan grandes ocupaciones, no tuyas, sino públicas, es decir, de todos, no sólo no te son onerosas mis cartas, sino que pueden llegar a serte gratas.

2. Los hermanos me entregaron la carta del santo y, por especiales méritos, venerable papa Inocencio, que por indicios claros me fue remitida por tu excelencia. Llegué a creer que tú no añadías carta tuya, porque, ocupado en asuntos más graves, no querías imponerte la preocupación de escribir y contestar. Me parecía natural que, pues te dignabas remitirme la carta del santo varón, yo la recibiera junto con una tuya. Por eso pensé que no debía sobrecargar tu atención en mis cartas, a no ser que me viese obligado a recomendar a alguien a quien no pudiese negarme por mi obligación de interceder. Mi costumbre suele ser, es cierto, condescender con todos, y ésa es también mi profesión, por cierto importuna, pero no reprobable. Así lo hice, puesto que a mi amigo lo recomendé a tu benignidad. Ya he recibido de él una carta, en que me da las gracias, que yo te brindo a mi vez.

3. Aunque hubiese sospechado algo malo de ti, especialmente en ese asunto que no mientas expresamente, pero que se trasluce por todas partes en tu carta, jamás te hubiese escrito yo para pedirte algún favor para mí ni para algún otro. Hubiese callado esperando la ocasión de poder hablar en tu presencia, o, si hubiese estimado necesario el hacerlo por carta, hubiese tocado el punto, y lo hubiese tocado de tal modo, que apenas hubieras podido soportar mi dolor. Fue impía y cruel la perfidia de ese sujeto: con vehemencia le insistí, amparado en la preocupación que compartes conmigo, pero en vano, a que no destrozase mi corazón con aquel dolor y diese muerte a su propia conciencia con un crimen tan enorme. Después de eso partí de Cartago, sin dar a conocer mi partida. No quería que me retuviesen con violentos llantos y gemidos tantos y tan nobles varones que dentro de la iglesia temían la espada del sujeto dicho y pensaban que podía ayudarles en algo mi presencia. ¡Me hubiese visto compelido a interceder por los cuerpos de éstos, cuando a él no pude reprenderle dignamente en favor de su propia alma! Bastaban las paredes de la iglesia para proteger la salud de aquellos cuerpos. En cambio, yo me veía sobrecogido de dolorosa angustia porque el sujeto dicho no me soportaba en mi propio papel como convenía. Por otro lado, se me compelía a hacer lo que no era decente. Lamentaba también con dolor la suerte de mi venerable colega en el episcopado, rector de una iglesia tan principal. Se decía, después de la infame falacia de ese sujeto, que era obligación de la víctima mostrarse humilde para que se perdonase a los demás. Lo confieso: no tuve vigor do corazón suficiente para soportar tan gran desastre, y partí.

4. Esta que fue la razón de mi partida, lo sería también de mi actual silencio ante ti, si creyese que estabas en inteligencia con aquel sujeto para que vengase tan cruelmente las injurias sufridas por ti. Eso creen los que no saben cómo, cuántas veces y qué cosas me has dicho cuando nos preocupábamos con angustiosa solicitud de que, cuanto te estaba más cercano, cuanto con mayor frecuencia te veías con él, cuanto mayor era la facilidad tuya de hablarle a solas, tanto más tuviese en cuenta tu estima para que, a los que se decían enemigos tuyos, no les diese tal fin, que se llegase a creer que tu intervención no tenía otra mira que ésa. Eso no lo creemos ni yo ni los hermanos que oyeron tus conversaciones y de oídas y por todos los indicios vieron las señales de tu benigno corazón. Pero, por favor, perdona a los que lo creen. Hombres son, y en el alma del hombre hay tantos escondrijos y tantos rincones, que todos los suspicaces, aunque eso es una culpa, piensan que merecen alabanza cuando son cautos. Motivos había. Sabíamos que te había injuriado uno de aquellos que el dicho sujeto había mandado detener de repente. Se decía que también te había lanzado al rostro no sé qué inconveniencia ese hermano suyo, en quien ha sido principalmente perseguida la Iglesia. Todos creían que ambos eran para ti sospechosos. Se les citó a juicio y se les permitió irse, mientras tú te quedabas hablando secretamente con el sujeto tantas veces citado, según se decía. Y de pronto se ordenó su detención. La gente hablaba de vuestra antigua, no reciente amistad, y esa opinión se veía confirmada por vuestro concierto y por aquella conversación tan sostenida y tan a solas. El poder de él era entonces muy grande. La facilidad de la calumnia cundía. No costaba gran cosa el comprar a alguien prometiéndole la impunidad para que dijese lo que le mandasen decir. En tal circunstancia todo contribuía a que quitasen de en medio a cualquiera, por deposición de un solo testigo y sin peligro para el que lo ordenara, a quien se acusara de un crimen creíble y odioso.

5. Yo, entre tanto, fui engañado. Corrió el rumor de que la mano eclesiástica podía librarlos. Se dio la falsa promesa de que el sujeto dicho no sólo quería, sino que insistía para que se enviase un obispo a la Corte en favor de los dos, prometiendo a los oídos de los obispos que, mientras allá se tramitase el asunto, no se procedería al examen de la causa de ambos. En fin, a la víspera de su ejecución, vino a mí tu Excelencia. Me diste una esperanza, tal cual nunca me habías dado, de que te concedería perdón para ellos al marcharte; le habías dicho con gravedad y prudencia que el hecho de que hablara contigo con tanta asiduidad, familiaridad y secreto no te honraba, sino que más bien te era un peso; y que sólo servía para que nadie dudase del fin que había de tener el asunto después de todo esto, pues entre vosotros habíais concertado y tratado el consejo de la muerte de los infelices. Cuando me contabas que le habías dicho eso, hablando aún, saliste y te encaminaste hacia el lugar en que se celebran los sacramentos de los fieles. Y como yo me admiraba, me juraste que lo habías dicho, de modo que no sólo entonces, sino también ahora, después del final horrendo e inesperado, recordando todos tus movimientos, sería yo excesivamente imprudente sí creyera algo malo de ti. Me decías entonces que él se había emocionado tanto con tus palabras, que al marcharte tenías la esperanza de que había de entregarte el perdón de ambos como regalo de amistad para el viaje.

6. Doy fe ante tu dilección de que al día siguiente, cuando salió a luz ese torpe feto que parió el sujeto dicho, me anunciaron de pronto que los habían sacado de la cárcel y que los conducían a su tribunal. Aunque quedé hondamente turbado, consideré lo que me habías dicho el día anterior, y recordé que era la víspera de la fiesta del bienaventurado Cipriano. Pensé, pues, que había elegido un buen día para concederte lo que le habías pedido y alegrar de un modo repentino a toda la Iglesia de Cristo, y que para eso quería subir al lugar en que fue condenado un tan gran mártir, manifestándose más lleno de gloria por la benignidad del perdón que por la potestad de dar muerte. Cuando he aquí que nos sobrecoge un aviso, según el cual supimos que estaban muertos, antes de que pudiésemos preguntar cómo se les había juzgado. Había sido dispuesto un local próximo, no destinado para tormento de los hombres, sino para adorno de la ciudad. En él, según se cree, y con razón, se había mandado degollar a algunos unos días antes para que la muerte de estos dos no fuese una novedad odiosa. Se había pensado que podían ser arrebatados al poder de la Iglesia, si no sólo se ordenada rápidamente su muerte, sino que se les daba en un lugar próximo. Así demostró ese tipo que no temía aplicar la tortura a aquella madre cuya intervención tanto temía, a saber, a la santa Iglesia, entre cuyos fieles, bautizados en su regazo, le contábamos a él mismo. Después del desenlace de una trama tan fea, vi que se había obrado conmigo con tanta diligencia, que tú mismo, sin saberlo, serviste de medio para asegurarme y certificarme casi en absoluto del perdón de ambos en la misma víspera. ¿Quién de los hombres, siendo como suelen ser en su generalidad, no hubiese creído sin vacilar que la misma palabra que me diste les quitaba la vida a los reos? Por eso, cómo dije, buen varón, aunque yo no lo creo, perdona a los que lo creen.

7. Muy lejos estarían mi corazón y mi vida, cualquiera que sea, de interceder por nadie ante ti o de solicitar de ti beneficio alguno, si te creyese autor de un crimen tan feo y de una crueldad tan refinada. Sin embargo, te confieso llanamente que, si después de lo sucedido mantenéis tan estrecha amistad como antes —sin intención de defenderte, dejo en libertad de hablar a mi dolor—, mucho me obligas a creer lo que no quiero. Es, pues, muy natural que tampoco esto lo crea, ya que no creo aquello. Tu amigo, valiéndose del poder caprichoso que le ha otorgado un éxito inopinado, no se ha ensañado tanto contra la vida de ellos como contra tu reputación. Al hablar así, no trato de encender tu odio contra él, olvidándome de mi alma y de mi profesión, sino que te empujo hacia un amor más fiel. Quien se comporta con los malos de modo que se arrepientan de su maldad, sabe también mirar por su bien con la indignación; así como los malos hacen daño con su adulación, así los buenos causan provecho con su oposición. Tu amigo hirió más grave y profundamente su propia alma con el mismo hierro con que en su insolencia dio muerte a los otros. Se le obligará a que lo vea y sienta después de esta vida, sí no corrige la suya con la penitencia y se aprovecha para su bien de la paciencia divina. Con frecuencia, los juicios de Dios permiten a los malos quitar la vida presente aun a los buenos, para que no se crea que es un mal el padecer tales perjuicios. Porque la muerte carnal, ¿qué perjuicio les causa a los que en todo caso han de morir? ¿Y qué hacen los que temen morir, sino el retardar un poquito su muerte? Lo que perjudica a los que mueren no es lo que viene de la muerte, sino lo que viene de la vida. Si sus almas son de las que socorre la gracia cristiana, su muerte no será el ocaso de una buena vida, sino ocasión de otra mejor.

8. Las costumbres del hermano mayor parecían conformarse mejor con la amistad del mundo que con la de Cristo, si bien al casarse había corregido en gran parte su vida juvenil y mundana. Y quizá Dios misericordioso no quiso en su misericordia que su muerte ocurriera sino en compañía de su hermano. Este era muy religioso, de corazón y vida cristiana. La fama le había precedido cuando vino a defender la causa de la Iglesia, y la fama le ha seguido después de su venida. ¡Cuánta honradez en sus costumbres, fidelidad en la amistad, celo por la doctrina, sinceridad en la religión, castidad en el matrimonio, moderación en el juicio, paciencia para con los enemigos, afabilidad para los amigos, humildad para los santos, caridad para todos, facilidad para otorgar beneficios, pudor para pedirlos, amor por las buenas acciones, dolor por las malas! ¡Qué decoro el de su honradez, qué esplendor el de su gracia, qué preocupación por la piedad, qué misericordiaen socorrer, benevolencia en perdonar, confianza en la oración! ¡Con qué modestia decía lo que saludablemente sabía! ¡Con qué diligencia investigaba lo que era dañino ignorar! ¡Qué desdén el suyo para las cosas presentes! ¡Qué esperanza y qué anhelos los suyos para los bienes eternos! Para abandonar todos los negocios seculares y tomar el cíngulo de la milicia cristiana, no tenía más impedimento que el vínculo conyugal. Cuando ya estaba atado con él, había comenzado a apetecer cosa mejor, pero ya no le era lícito romperlo, aunque fuese cosa inferior.

9. Cierto día le dijo su hermano, cuando ya estaban detenidos en la prisión: «Si yo padezco esto por mérito de mis pecados, ¿por qué malos méritos te han alcanzado a ti estos males, pues conocemos tu vida, tan atenta y fervorosamente cristiana?» Le contestó el otro: «¿Acaso piensas que Dios me otorga pequeño beneficio, supuesto que el testimonio que das de mi vida sea verdadero, si con estos padecimientos, aunque lleguen hasta el derramamiento de mi sangre, son castigados aquí mis pecados y no se me reservan para el juicio futuro?» Quizá piense aquí alguno que tenía conciencia de algunos ocultos pecados de impureza. Diré, pues, lo que el Señor Dios quiso que yo oyese do su boca y supiese con evidencia para mi gran consuelo. Preocupado yo por esa respuesta, pues son cosas humanas, traté a solas con él cuando ya estaba en la prisión, si tenía algo por lo que debiera aplacar a Dios con una mayor y más insigne penitencia. El se ruborizó, pues era de una modestia singular, al escuchar mi falsa sospecha. Recibió con suma complacencia mi amonestación, y sonriendo con dulzura y gravedad, tomando mi diestra con ambas manos, me dijo: «Juro por los sacramentos que ofrecen estas manos, que jamás tuve unión carnal con otra mujer que con la mía, ni antes ni después de la boda».

10. ¿Qué mal le ocurrió a éste en la muerte, sino más bien ventura, pues, teniendo estos dones, pasó desde esta vida a Cristo sin el cual esos dones se tienen en vano? No te contaría yo estas cosas si creyera que te ofendes con su elogio. Y como no creo esto, tampoco creo que haya sufrido la muerte, no digo ya por tus exigencias, sino ni por tu voluntad, ni siquiera por tu deseo. Juzgas conmigo, tanto más sincera cuanto más inocentemente, que el juez obró con mayor crueldad con su propia alma que el cuerpo de éste; me despreció a mí, despreció sus propias promesas, despreció tantos y tan grandes consejos y súplicas tuyas, despreció la Iglesia de Cristo (y en ella, ¿a quién despreció sino a Cristo?) y así llegó con la muerte de este hombre al fin de toda su trama. ¿Acaso se ha de comparar el honor del juez con la cárcel de la víctima, cuando aquél se enfurecía en su altura y ésta estaba alegre en la prisión? La conciencia de un criminal supera a las más horrendas tinieblas penales; no sólo a todas las cárceles, sino a los mismos infiernos. ¿En qué te dañó a ti? Aunque lesionó tu fama, no asesinó tu inocencia. Por lo demás, también la fama quedó a salvo, ya ante aquellos que te conocen mejor que yo, ya ante mí, que pude ver la solicitud que te asociaste a mí con el fin de que no se perpetrase crimen tan horrendo. Tan clara y afectuosamente la manifestaste, que casi vi con mis ojos lo más invisible de tu corazón. Todo el daño que hizo el juez, se lo hizo a sí mismo: degolló su alma, su vida, su conciencia y, finalmente, su fama; pues cuando es buena suelen codiciarla aun los peores, y él la destrozó con ciega crueldad. Tanto más odioso se ha hecho a todos los buenos, cuanto más se esforzó por agradar a los impíos o se felicitó de haberles agradado.

11. Se puede demostrar claramente que no tenía necesidad alguna de hacer lo que hizo, aunque fingió tenerla para cometer tal atrocidad bajo capa de bondad, por el hecho de que tampoco agradó a aquel mismo cuyo mandato puso él por excusa. A tu excelencia se lo puede referir el santo diácono Quinciano, que era el acompañante del obispo a quien enviamos a interceder por ellos. El te contará cómo los del Consejo no quisieron concederle indulgencia para que no se les tachase a ellos de criminales. Sólo expidieron una nota para que los dejase ir libres de toda molestia. Ha entristecido, pues, a la Iglesia de una manera atroz con crueldad gratuita, sin necesidad alguna, aunque quizá haya habido en otras causas que yo sospecho y no es menester anotar por escrito. Su hermano, temiendo la muerte, se había refugiado en el seno de la Iglesia, para encontrarle a él vivo como consejero de tal atrocidad. El mismo, cuando ofendió a su patrón, pidió asilo a la Iglesia, y no pudo serle denegado. Si le amas, detéstalo. Si no quieres que sea eternamente castigado, horrorízate de él. Así trabajarás por tu reputación y por su vida. Porque quien ama en él lo que Dios odia, no sólo le odia a él, sino que se odia también a sí mismo.

12. Siendo esto así, no creo que tu benignidad sea autora ni partícipe de acción tan bárbara, ni que hayas tratado de engañarme con maliciosa crueldad. ¡Apártelo Dios de tu vida y de tus costumbres! Pero no quiero que vuestra amistad sea tal, que él se gloríe de su crimen para su perdición, y se confirme la sospecha humana. Quiero que sea tal, que disponga su actitud, dispuesto a hacer penitencia, tan gran penitencia como medicina requieran tan horrendas heridas. Y serás tanto más amigo de él, cuanto más enemigo seas de sus delitos. Deseo en verdad saber por la carta de tu excelencia dónde estabas el día del crimen, cómo recibiste la noticia, qué hiciste después, o qué dijiste al juez si le viste, y qué te dijo él. Porque yo, desde el día siguiente en que partí de pronto, nada pude oír de ti sobre este punto.

13. Leo en tu carta que te ves obligado a creer que reniego de Cartago para que no me veas. Con esas palabras me obligas tú a decir las causas de mi ausencia. Una de ellas es el trabajo que es preciso sostener en esa ciudad. Si quisiere describírtelo, tendría que doblar la carta. Yo no puedo ya sobrellevar tanto peso, pues aparte mi propia debilidad, notoria para todos los que me conocen íntimamente, se me ha echado encima la vejez, enfermedad común del género humano. Otra causa es la determinación que he tomado, si Dios me ayuda: todo el tiempo que me dejen libre las ocupaciones que me exige la necesidad de la Iglesia, a la que sirvo por obligación personal, pienso entregarlo íntegro a cultivar las investigaciones que pertenecen a las letras eclesiásticas. De ese modo pienso, si place a la misericordia de Dios, que serviré de algún provecho a la posteridad.

14. Si deseas oír la verdad, hay una cosa que me molesta mucho en ti, a saber, que, siendo tales tu edad y honradez de conducta, quieras ser todavía catecúmeno. ¡Como si no pudiesen los fieles administrar la república mejor y con más fidelidad cuanto son mejores y más fieles! ¿Qué procuráis con tantos trabajos y preocupaciones de vuestra parte, sino el bienestar de los hombres? Porque, si no hacéis eso, lo que hacéis es dormir a mayor satisfacción de día y de noche, más bien que velar en los cuidados públicos, sin servir para nada al interés de los hombres. Pero no dudo de que tu excelencia al prudente...