Tema: La visión de Dios
Informe al santo hermano Fortunaciano.
Hipona. Año 413 ó 414.
1 1. Como te rogué de palabra, ahora te suplico que te dignes visitar al hermano de quien hablamos. Pídele que me perdone, si cree que hablé contra él con excesiva severidad y aspereza en aquella carta —no estoy arrepentido aún de haberla escrito—, porque dije que los ojos de este cuerpo ni ven ni verán a Dios. Añadí la causa de mi afirmación, a saber: que no se crean que Dios es corpóreo y visible a una distancia e intervalo local. En efecto, los ojos de este cuerpo no pueden ver de otro modo. También lo dije para que aquella expresión cara a cara1 no se tome como si Dios estuviese limitado por miembros corporales. Por eso no me pesa el haberlo dicho: no vayamos a tener tan impía opinión acerca del mismo Dios, que pensemos que no está íntegro en todas partes, sino que es divisible por espacios locales, pues divisibles son las cosas que conocemos con estos ojos.
2. Quizá alguien no tiene esa opinión de Dios, sino que cree que es un espíritu inmutable e incorporal, íntegro en todas partes; pero opina que la futura transfiguración de este cuerpo, cuando de animal se convierta en espiritual2, será tal que podamos ver también con el cuerpo la sustancia incorporal, indivisible por distancias e intervalos locales, no delimitada con rasgos y límites de miembros, sino íntegra en todas partes. En ese caso, deseo que me enseñe, si piensa estar en la verdad. Si, por el contrario, su opinión es falsa, mucho más tolerable es añadir indebidamente algo al cuerpo que quitárselo indebidamente a Dios. Y si esa sentencia resulta verdadera, no será contraria a las palabras que yo puse en aquella carta. Yo dije que los ojos de este cuerpo no han de ver a Dios, pensando que los ojos de este cuerpo no pueden ver en absoluto sino cuerpos, y éstos tienen que estar separados de los ojos por alguna distancia local; pues si no hay un espacio que los separe, ni siquiera los cuerpos podemos ver con ellos.
3. Ahora, si nuestros cuerpos han de transfigurarse de modo tan diferente del actual, que tengan ojos para ver aquella sustancia que no se extiendeolimita por espacios locales, que no tiene una parte en un sitio y otra en otro, menor en un lugar menor y mayor en uno mayor, sino que está íntegra incorporalmente en todos, en ese caso estos cuerpos serán una cosa muy distinta y ya no serán ellos mismos. No sólo serán otra cosa al perder la mortalidad, la corrupción y la gravedad de su peso, sino que se convertirán en cierto modo en la virtud de la mente, si es que han de poder ver como entonces podrá ver la mente, y ahora ni siquiera la mente puede ver. Si decimos que un hombre ya no es el mismo cuando ha cambiado de costumbres, si decimos que un cuerpo ya no es el mismo cuando cambia la edad, ¡cuánto menos será el mismo cuando haya sido trocado por un tal cambio que no sólo le permita vivir la inmortalidad, sino también ver lo invisible! Si aquellos ojos verán a Dios, no serán ciertamente los de este cuerpo; no será ya este cuerpo, si se le ha trocado hasta adquirir aquella fuerza y potencia; he ahí por qué no es contraria esta opinión a las palabras de aquella carta mía. Ahora el cuerpo es mortal y entonces será inmortal; ahora abruma al alma y entonces será facilísimo de mover en cualquier sentido por carecer de peso: en ese sentido podemos decir que no será el mismo. Pero, aun así, no verá en modo alguno una sustancia incorporal, íntegra en todas partes, pues sólo es apto para ver las cosas que se ven en espacios y distancias locales, si no se trueca en otra cosa distinta. Luego, ya sea verdad esto, ya lo sea aquello, en ambos casos será verdad que los ojos de este cuerpo no verán a Dios, porque o serán los ojos de este cuerpo y entonces no lo verán o no serán de este cuerpo si han de verle; porque con esa transformación tan grande serán de otro cuerpo enteramente distinto.
4. Estoy dispuesto, si ese hermano sabe algo mejor sobre este punto, a aprender de él o del que le enseñó. Si hubiese hablado burlonamente, al hablar del Dios corporal y divisible en sus miembros espaciales, diría que también estoy dispuesto a dejarme enseñar; pero no lo digo, porque no hablo burlonamente, y estoy seguro de que Dios no es así. Para que no se crea que es así, escribí aquella carta. Aunque en ella callé los nombres, al mostrarme solícito en la amonestación, fui escrupuloso e imprudente en la corrección. No pensé, como hermano y obispo, en la persona episcopal y fraterna, como era mi deber. No lo defiendo, sino que lo reprendo; no lo excuso, sino que lo acuso. Pido que me perdone, que recuerde nuestro antiguo amor y olvide la reciente ofensa. Haga él lo que tanto le molestó que yo no hiciese. Tenga, al otorgar el perdón, la mansedumbre que yo no tuve al escribir la carta. Se lo pido por mi caridad, y se lo pediría de palabra si pudiera. He tratado de hacerlo, y de hecho le escribí por medio de un varón venerable y digno de todos los honores para nosotros. Pero se negó a venir, sospechando quizá, a mi juicio, que se le trataba dolosamente, como suele acontecer en las cosas humanas. Ahora está muy lejos de mí, pero tú puedes con todo ahínco darle garantías, pues podrás hacerlo fácilmente de palabra. Indícale con qué profundo y sincero dolor de alma he hablado contigo de la ofensa que le hice. Sepa cuán lejos estoy de despreciarle, cuánto temo a Dios en él y cuánto pienso en nuestra Cabeza, en cuyo cuerpo somos hermanos3. He pensado que yo no debía ir a esa localidad en que él habita para no dar un espectáculo digno de risa a los extraños, de dolor a los nuestros y de vergüenza para nosotros. Todo puede tratarlo perfectamente por tu santidad y caridad, pues en realidad lo trata el Señor, que por su fe habita en tu corazón4. No creo que ese hermano le desprecie en ti, cuando le reconoce en sí.
5. Realmente no hallo en ese pleito cosa mejor que pedir perdón a un hermano, pues se lamenta de haber sido herido por la aspereza de mi carta. El hará, como lo espero, lo que le ordena aquel que dice por el Apóstol: Perdonándoos recíprocamente si alguien tiene querella contra otro, como el Señor os ha perdonado a vosotros en Cristo5; imitad, pues, a Dios como hijos queridos, y caminad en caridad como Cristo nos amó6. Caminando en esta caridad, investiguemos en concordia la cuestión del cuerpo espiritual que tendremos en la resurrección, si es que podemos adelantar algo con mayor diligencia. Aunque tengamos distinta opinión de la verdadera, también eso nos lo revelará el Señor, si permanecemos en Dios7. Quien permanece en caridad, permanece en Dios y Dios en él, porque Dios es caridad8, ya porque Él es la fuente de esa caridad de un modo inefable, ya porque nos la dará por medio de su Espíritu. Si es que puede enseñarse que la caridad podrá ser vista con los ojos corporales, podrá quizá ser visto Dios; y si la caridad nunca podrá ser vista, mucho menos ha de serlo su fuente o cualquier otro término que pueda emplearse con mayor excelencia y propiedad para tan gran objeto.
2 6. Hay algunos grandes varones, doctísimos en las Sagradas Escrituras, que con sus escritos han ayudado harto a la Iglesia y a los buenos afanes de los fieles. Ellos han dicho, cuando se les ha presentado la ocasión, que Dios, con ser invisible, puede ser visto invisiblemente, es decir, por medio de esa naturaleza que en nosotros es también invisible, a saber, por la mente o corazón puros. Al tratar el bienaventurado Ambrosio de Cristo en cuanto Palabra, dice: «Jesús es visto no con los ojos corporales, sino con los espirituales». Y algo después: «Los judíos no lo vieron porque estaba obcecado su insipiente corazón». De ese modo indicaba con qué se ve a Cristo. Del mismo modo, al tratar del Espíritu Santo, intercaló las palabras del Señor, que dice: Rogaré al Padre y os dará otro Paráclito, que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad, a quien este mundo no puede recibir porque no le ve ni conoce9. Y comenta: «Con razón se mostró corporalmente, ya que en la sustancia de su divinidad es invisible. Hemos visto el Espíritu pero en forma corporal; vemos también al Padre; pero como no podemos verlo, escuchémoslo». Y algo después: «Oigamos al Padre, puesto que es invisible; también el Hijo es invisible en cuanto a la divinidad10, puesto que a Dios nadie le vio jamás»11. Siendo, pues, Dios el Hijo, es invisible ese Hijo por el hecho mismo de ser Dios.
7. El santo Jerónimo dice: «Ningún ojo humano puede ver a Dios como Él es en su naturaleza; no sólo el hombre, pero ni los ángeles, ni los tronos, ni las potestades y dominaciones, ni sujeto alguno que tenga nombre, ya que ninguna criatura puede mirar a su Creador». Con estas palabras muestra bien tan docto varón su sentencia acerca de la vida futura por lo que toca a nuestro punto. Por mucho que nuestros ojos corporales cambien a mejor, lo más a que llegarán será a ser iguales a los de los ángeles. Y dice Jerónimo que también para ellos y para todas las criaturas celestes en absoluto es invisible la naturaleza del Creador. Si aquí surge el problema y aparece la duda de si llegaremos a ser superiores a los ángeles, tenemos la afirmación clara del Señor cuando habla de la resurrección para el reino: Serán iguales a los ángeles de Dios12. Por eso dice en otra parte el santo Jerónimo: «Luego el hombre no puede ver el rostro de Dios; en cambio, los ángeles de los más pequeños en la Iglesia siempre ven ese rostro13. Ahora vemos en espejo y enigma; entonces cara a cara14, cuando el progreso nos convierta de hombres en ángeles y podamos decir con el Apóstol: Todos nosotros con el rostro descubierto contemplando la gloria del Señor y somos transformados de gloria a gloria hasta la misma imagen como por el Espíritu del Señor15, aunque el rostro de Dios, según la propiedad de su naturaleza, no pueda verlo ninguna criatura y aunque se le vea con la razón justamente cuando se le cree invisible».
8. Muchas cosas hay que considerar en estas palabras del hombre de Dios. En primer lugar, y en conformidad con la afirmación del Señor, cree que veremos el rostro de Dios cuando seamos iguales a los ángeles en nuestro mejoramiento. Eso sucederá, sin duda, en la resurrección de los muertos. Después se vale del testimonio apostólico para demostrar que, cundo lo veamos cara a cara, ésta debe entenderse la del hombre interior y no la del exterior, pues el Apóstol hablaba de la cara del corazón al poner las palabras que arriba cité: Nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esa misma imagen16. Si alguno lo duda, examine ese pasaje y vea de qué hablaba el Apóstol, a saber: del velo que permanece en la lectura del Antiguo Testamento17 hasta que se pasa a Cristo y se retira el velo. Pues allí dice así: Nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor. No tenían la cara descubierta los judíos, de quienes dice: Un velo tienen echado sobre el corazón18, para mostrar que a nosotros se nos ha levantado el velo de la cara del corazón y se ha retirado. En fin, para que nadie por ligereza o falta de discernimiento crea que Dios es visible para los ángeles o para los hombres cuando sean iguales a los ángeles, ya en la actualidad, ya en lo futuro, manifiesta con claridad su opinión; dice que «ninguna criatura puede ver el rostro de Dios según la propiedad de su naturaleza, y que se le ve con la razón justamente cuando se le cree invisible». Así dejó suficientemente claro que, cuando los hombres le vieron con los ojos del cuerpo como si El fuese corpóreo, no lo vieron en la propiedad de su naturaleza, en la que es contemplado con la mente cuando lo creemos invisible. ¿Para qué ojos es invisible sino para los corporales, aun los celestes, como dijo antes de los ángeles, potestades y dominaciones? ¿Cuánto más invisible será para los terrestres?
9. En otro lugar nos dice, con mayor claridad, que « los ojos de la carne no pueden ver no sólo la divinidad del Padre, sino tampoco la del Hijo o la del Espíritu Santo, que son una sola naturaleza en la Trinidad, pero sí lo pueden los ojos de la mente de los que dijo el Salvador: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»19. ¿Hay cosa más clara que esta manifestación? Si hubiese dicho que «los ojos de la carne no pueden ver la divinidad del Padre, o la del Hijo, o la del Espíritu Santo», y no hubiese añadido «los ojos de la mente», quizá se dijera que ya no se podía hablar de carne, una vez transfigurada en cuerpo espiritual. Al añadir, pues, y decir que se le ve con «los ojos de la mente», sustrajo esta visión a todo género de cuerpos. Y para que nadie pensara que sólo hablaba del tiempo presente, citó el testimonio del Señor, aludiendo a los ojos de la mente mencionados, pues con ese testimonio se anuncia la promesa de la visión futura y no de la presente: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios20.
10. También el bienaventurado Atanasio, obispo de Alejandría, discutiendo contra los arrianos, que afirmaban que sólo el Padre es invisible, pero creen que el Hijo y el Espíritu Santo son visibles, afirma la invisibilidad indistinta de la Trinidad con el testimonio de las Santas Escrituras y con la diligencia de su disputa: insiste sin cesar en que Dios no ha sido visto sino cuando ha tomado una apariencia de una criatura y en que es en absoluto invisible según la propiedad de su deidad, a saber, tanto el Padre como el Hijo y el Espíritu Santo, a no ser en la medida en que se le puede conocer con la mente y el espíritu. Igualmente, Gregorio, santo obispo oriental, dice paladinamente que Dios es invisible por naturaleza; que cuando le vieron los Padres, por ejemplo Moisés, con quien hablaba cara a cara21, tomó la apariencia de alguna materia visible, quedando a salvo su invisibilidad. Eso es lo que dice también nuestro Ambrosio, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo son vistos en aquella apariencia que su voluntad eligió, no que la naturaleza formó. De ese modo es también verdad que a Dios nadie le ha visto jamás22, como el mismo Cristo dijo, y también: A quien ningún hombre ha visto ni puede ver23, como dice él Apóstol, o mejor dicho, Cristo por medio del Apóstol. No se desmientan aquellos testimonios de la Escritura en que se dice que Dios fue visto, porque es invisible por su propia naturaleza de Dios, pero puede ser visto cuando quiere en la criatura que El asume, según le parezca.
3 11. Pues bien, si es propio de la naturaleza divina ser invisible como ser incorruptible, esa naturaleza no se cambiará en el siglo futuro, pues no podría de incorruptible trocarse en corruptible. Juntamente es inmutable. Y a esa naturaleza encareció el Apóstol al decir: Al Rey de los siglos, invisible, incorruptible, al único Dios honor y gloria24. Por eso no me atrevería yo a distinguir diciendo: al que es incorruptible por los siglos de los siglos, pero al que es invisible en este siglo y no por los siglos de los siglos. Y como no pueden ser falsos estos testimonios: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios25, y sabemos que cuando apareciere, seremos semejantes a Él, porque le veremos como Él es26, no podemos negar que los hijos de Dios verán a Dios, pero como se ven las cosas invisibles, según prometía manifestarse a los hombres Jesús que decía, apareciéndose visible en su carne: Y yo lo amaré y me manifestaré a mí mismo en él27, cuando hablaba, visible, ante los ojos de los hombres. Ahora bien, ¿cómo se ven las cosas invisibles sino con los ojos del corazón? Ya he dicho antes lo que Jerónimo dice de ellos respecto a ver a Dios.
12. Por eso el citado obispo de Milán dice que en la misma resurrección no será fácil ver a Dios sino para aquellos que sean limpios de corazón, y que por eso está escrito: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. «Ya había citado, dice, algunas especies de bienaventurados, y, no obstante, no les había prometido la facultad de ver a Dios». Luego sigue diciendo: «Si, pues, verán a Dios aquellos que sean limpios de corazón, los demás no le verán sin duda». Y para que por esos otros no entendiésemos los bienaventurados, los pobres, los mansos y demás28, añade a continuación: «Los indignos no verán a Dios». Por indignos quiere que se entienda a los que, aunque resucitarán, no podrán ver a Dios, porque resucitarán para su condenación, por no haber querido limpiar el corazón por la fe que obra por la caridad29. Por eso sigue diciendo: «No podrá verlo quien no quiere verlo". Y como podría objetarse que todos los impíos quieren ver a Dios, explica por qué lo dice: «Los que no quieren ver a Dios». El impío no quiere ver a Dios de aquel modo, pues no quiere limpiar el corazón, con que se le ha de poder ver. Dice: «A Dios no se ve en un lugar, sino con un corazón limpio; no se le busca con ojos corporales, ni se le circunscribe con la mirada, ni se le abraza con el tacto, ni se oye su voz, ni se siente su paso». Por esas palabras el bienaventurado Ambrosio quiso indicar qué deben preparar los hombres que quieren ver a Dios, es decir, purificar el corazón con la fe que obra por la cariad30, mediante el don del Espíritu Santo, cuya garantía hemos recibido para que aprendamos a desear aquella visión.
4 13. Las Sagradas Escrituras hablan con frecuencia de los miembros de Dios. Mas para que nadie crea que seremos semejantes a Dios según la forma y figura de esta carne, la misma Escritura dice de Dios que tiene alas31, cosa que nosotros no tenemos. Como cuando oímos hablar de 'alas' entendemos protección, del mismo modo, cuando oímos decir 'manos', debemos entender operación; cuando oímos 'pies', presentación; cuando oímos 'ojos', visión por la que Él conoce; cuando oímos 'rostro', visión por la que se manifiesta. Y si la Sagrada Escritura cita algo semejante, pienso que hemos de entenderlo espiritualmente. Y no sólo yo, ni yo el primero, sino que todos los que tienen alguna inteligencia espiritual se oponen a los que por esa razón se llaman antropomorfitas. Para no detenerme mucho en citar testimonios de sus escritos, presento uno del santo Jerónimo; sepa ese hermano que no debe discutir conmigo solamente, sino con mis predecesores, si algo tiene en contra.
14. Dice, pues, ese varón doctísimo en la exposición de las Escrituras, al explicar el salmo que reza: Entended, pues, los que sois insipientes en el pueblo, y los necios sabed finalmente: Quien plantó el oído, ¿no oirá? O quien hizo el ojo, ¿no verá?32, y demás: «Este lugar tiene fuerza principalmente contra aquellos que son antropomorfitas y dicen que Dios tiene estos miembros que también nosotros tonemos. Se dice, por ejemplo, que Dios tiene ojos, porque los ojos de Dios lo registran todo; la mano del Señor lo hace todo. Y oyó, dice, Adán el sonido de los pies del Señor, que paseaba por el paraíso»33. Oyen esto con simplicidad y refieren las debilidades humanas a la magnificencia de Dios. Pero yo digo que Dios es todo ojos, todo manos, todo pies. Es todo ojos, porque lo ve todo. Es todo manos, porque todo lo hace. Es todo pies, porque está en todas partes. Ved, pues, lo que dice: Él que plantó el oído, ¿no oirá? No dijo 'El que plantó el oído, ¿no tendrá oídos?' No dijo: No dijo: '¿No tendrá ojos El?' ¿Pues qué es lo que dijo? El que plantó el oído, ¿no oirá? Quien hizo los ojos, ¿no verá? Excluyó de Dios los órganos. Presentó la función que les es propia".
15. He creído que debía citar estos testimonios de los escritos de los latinos y de los griegos que antes que nosotros expusieron las palabras divinas, viviendo en la Iglesia católica, para que sepa ese hermano, si tiene algo contra la opinión de ellos, lo que con una consideración diligente y tranquila hay que averiguar, aprender o enseñar, suprimiendo la amargura de la disensión y guardando la suavidad de la eterna caridad. No hemos de recibir los escritos de cualesquiera autores, aunque sean católicos y laudables, como las Escrituras canónicas: es lícito, salva siempre la reverencia que se debe a tales hombres, rechazar y refutar alguna de sus afirmaciones, si averiguamos que su opinión no está de acuerdo con la verdad, que otros han entendido con la ayuda divina o quizá entendemos nosotros. Así me comporto yo con los escritos ajenos y así quiero que los demás se comporten con los míos. En fin, en todos estos testimonios que he citado de las obras de los santos y doctores Ambrosio, Jerónimo, Atanasio, Gregorio, y si algunos otros he podido leer y no he citado por no alargarme, creo con firmeza y entiendo, en cuanto Dios me lo permite, lo siguiente: Dios no es cuerpo, ni tiene miembros de forma humana, ni es divisible por espacios locales; es inmutablemente invisible por naturaleza; no fue visto en esa naturaleza y sustancia, sino por una apariencia visible que El quiso tomar, como apareció a algunos cuando se dejó ver por los ojos de la carne, como se narra en las Escrituras santas.
5 16. Confieso que en ninguna parte he leído una doctrina completa que se pueda aprender o enseñar acerca del cuerpo espiritual que tendremos en la resurrección. ¿Hasta dónde llegará el cambio a mejor? ¿Se reducirá a la simplicidad del espíritu, de modo que todo el hombre sea espíritu? O lo que me parece mejor, aunque no lo afirmo con absoluta confianza, ¿el cuerpo espiritual será tal que por una cierta e inefable facilidad se le llame espiritual, pero subsistiendo como sustancia corporal, incapaz de vivir y sentir por sí misma y necesitada del espíritu que de ella usa? De hecho, ahora se le llama cuerpo animal; no por eso es igual la naturaleza del cuerpo que la del alma. Si se mantiene esa naturaleza del cuerpo, inmortal ya e incorruptible, ¿ayudará algo al espíritu a contemplar las cosas visibles, es decir, las corporales, como ahora no podemos verlas si no es por el cuerpo? O bien, ¿podrá entonces nuestro espíritu sin necesidad de órgano corporal conocer las cosas corporales, puesto que Dios las conoce, y no por sentido del cuerpo? Y aun quedan puntos que en esta cuestión pueden causar extrañeza.
17. Por lo tanto, si no le desagrada a ese hermano mi cautela, mientras se cumple lo que está escrito: Porque lo veremos como Él es34, dispongamos con todo ahínco un corazón limpio para aquella visión con la divina gracia. E investiguemos con mayor sosiego y diligencia la cuestión del cuerpo espiritual por si el Señor se digna mostrarnos algo cierto y claro según las Escrituras suyas, si es que El sabe que nos conviene. Si una investigación más diligente llega a averiguar que el trueque futuro de los cuerpos será tan grande que podrá ver lo invisible, esa potencia del cuerpo no quita, según creo, la visión a la mente; no es que pueda ver a Dios el hombre exterior y no pueda verle el interior, como si Dios estuviese fuera respecto al hombre y no estuviese dentro del hombre cuando está escrito con toda claridad: Para que sea Dios todo en todo35. No estará dentro el que sin espacio alguno local está íntegro en todas partes de modo que afuera sólo pueda verle el hombre exterior y no pueda verle dentro el interior. El pensar eso es absurdo; mejor es decir que serán los santos los que estarán llenos de Dios, y no estarán vacíos por dentro y rodeados por de fuera, ni estarán interiormente ciegos para ver a aquel de quien estarán llenos, conservando únicamente los ojos exteriores para ver a aquel que exteriormente los rodeará. Siendo esto así, sólo queda que, entre tanto, estemos persuadidos de la visión de Dios según el nombre interior. Y si el cuerpo, por una admirable transfiguración, adquiere esa facultad, se añadirá algo nuevo, no se perderá la visión mental.
18. Mejor será, pues, afirmar aquello de que estamos ciertos, a saber: el hombre interior verá a Dios, pues sólo él puede ver actualmente la caridad de quien se dijo en alabanza: Dios es caridad36. Sólo él puede ver la paz y santificación, sin la cual nadie podrá ver a Dios37. Los ojos de la carne no podrán en modo alguno ver la caridad, ni la paz, ni la santificación o cosas semejantes. En cambio, todo eso lo ve, en cuanto es posible, el ojo de la mente con tanta mayor claridad cuanto más limpio sea. Creamos sin dudar que hemos de ver a Dios, averigüemos o no lo que nos preguntamos acerca de la calidad del cuerpo espiritual. No dudemos de que el cuerpo ha de resucitar para ser incorruptible e inmortal, puesto que sobre ese punto retenemos las afirmaciones claras y ciertas de las Santas Escrituras. Quizás ese hermano asegura que es certísimo lo que yo todavía me pregunto acerca del cuerpo espiritual. Podrá irritarse con todo derecho si no me avengo a escuchar con placidez sus enseñanzas, con tal que él atienda con igual placidez a mis preguntas. Mas ahora te suplico por Cristo que le pidas perdón en mi nombre por aquella aspereza de mi carta, de la que sé que se ha molestado, y con razón, y me alegres con una contestación con la ayuda de Dios.