Nota sobre las dos siguientes cartas (147 y 148)
(Revisiones (II, 67 [41])
Escribí un libro sobre la visión de Dios. En él, hablando del cuerpo espiritual que existirá cuando resuciten los santos, diferí el hacer una investigación más esmerada sobre si o en qué medida se podrá ver a Dios, que es espíritu, mediante tal cuerpo. Pero esa cuestión, difícil en extremo, la dilucidé abundantemente, según pienso, en el último, es decir, en el vigésimo segundo libro de La ciudad de Dios. Incluso he hallado en cierto manuscrito mío en el que se encuentra el escrito de que estoy hablando, una especie de memorándum sobre este tema, elaborado por mí y destinado a Fortunato, obispo de Sica, que, sin embargo, no se halla elencado ni entre mis libros ni entre mis cartas.
El libro comienza así: Memor debiti; el memorándum: Sicut praesens rogaui et nunc commoneo.
Tema: Libro sobre la visión de Dios
A Paulina, salud.
Primavera de 413
1. No olvido la deuda que nació de tu ruego y de mi promesa, piadosa sierva de Dios Paulina, ni debo ser negligente en cancelarla. Me pides que te escriba prolija y copiosamente acerca del Dios invisible: si podemos verle con los ojos del cuerpo. No me he podido negar para no ofender ase tu santo afán. Sólo que he diferido mi tarea, ya por otras ocupaciones mías, ya porque me pides algo que era necesario meditar con algún sosiego. Pero dado que el tema era tan delicado que se haría más difícil al pensar, no tanto lo que había de opinarse o decirse de él, cuanto la manera de persuadir a los que piensen diversamente, he juzgado que tenía que poner fin a mis dilaciones. Espero que la ayuda divina me asistirá mejor, si me pongo a escribir, que si sigo dando largas al asunto. En primer término, me parece que en esta investigación vale más el modo de vivir que el modo de hablar. Porque los que aprendieron del Señor Jesús a ser mansos y humildes de corazón1, más progresan meditando y orando que leyendo y escuchando. No por eso la palabra dejará de cumplir su cometido: cuando el que planta y el que riega cumplen su propio ministerio, dejan lo demás a aquel que da el incremento2. Porque El formó también al que planta y al que riega.
2. Percibe, pues, el sentido de las palabras según el hombre interior. Este se renueva de día en día, incluso cuando el exterior se corrompe3, ya por la mortificación de la abstinencia, ya por la falta de salud, ya por algún accidente, ya, en todo caso, por aumento de edad, cosa que ha de ocurrirles aun a los que gozan por largo tiempo de perfecta salud. Levanta, pues, el espíritu de tu mente, que se renueva en conocimiento según la imagen del que le creó4; en él habita Cristo por la fe5; en él no hay judío ni griego, siervo ni libre, varón ni mujer6; en él no morirás cuando empiece a disolverse tu cuerpo, pues en él no habrás envejecido, aunque tus años sean hartos. Levantada en ese tu interior, mira y ve lo que hablo. No quiero que sigas mi autoridad de modo que pienses que es necesario creer algo porque lo digo yo. Cree a las Escrituras canónicas, si todavía no ves cuán verdadero algo es, o cree a la Verdad, que te lo ilumina en tu interior para que lo veas perfectamente.
3. A modo de ejemplo voy a presentarte algo que te introduzca al conocimiento de lo que digo; por cierto, atañe a la materia que nos hemos tomado la fatiga de estudiar. Creemos que Dios es visto; pero ¿acaso porque le vemos con los ojos del cuerpo, como vemos a este sol, o con la mirada del entendimiento, como cada uno ve que él mismo vive, quiere, busca, sabe o no sabe? Mientras lees esta carta, recuerdas que has visto el sol con los ojos de tu cuerpo, puedes volver a verlo al instante, si el tiempo lo permite y te encuentras en lugar despejado para poderlo ver. En cambio, para ver esas cosas que, según dije, se perciben con la mente, por ejemplo, que vives, que quieres ver a Dios, que lo preguntas, que sabes que vives, quieres y preguntas, pero que no sabes cómo se le ha de ver, no empleas los ojos corporales ni buscas o sientes distancias locales para tender la mirada, para que llegue a los objetos que quieres ver. Así ves tu vida, tu voluntad, tu búsqueda, tu ciencia, tu ignorancia, pues tampoco se ha de desdeñar esta vista con que ves que no sabes. Digo que todas esas cosas las ves en ti, las tienes en ti; y las ves sin líneas de figuras o resplandor de colores y con tanta mayor claridad y certidumbre cuanto más simples interiormente las veas. Resulta, pues, que ahora no vemos a Dios con los ojos del cuerpo, como vemos los cuerpos celestes o terrestres, ni tampoco con la mirada de la mente, como esas cosas que ves con certidumbre dentro de ti misma, algunas de las cuales te he citado. Pues ¿por qué creemos que Dios puede ser visto, sino porque prestamos fe a la Escritura, en la que se lee: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios?7 Este y otros testimonios fueron escritos por divina autoridad. Pensamos que sería ilícito no creerlos, y no dudamos de que el creerlos es propio de la piedad.
4. No olvides esa distinción. Si al hablar te cito algo que tú puedas ver con tus ojos de carne o percibir con cualquiera otro sentido, o recuerdas que lo has percibido con anterioridad, como se perciben los colores, ruidos, olores, sabores, ardores o cualquiera otra cosa que percibamos por medio del cuerpo, mirando, oyendo, oliendo, gustando y tocando; o si lo ves con tu mirada mental, como ves tu vida, voluntad, pensamiento, memoria, inteligencia, ciencia, fe y cualquier otra cosa que veas con la mente, no sólo creyendo que son así, sino afirmándolo porque lo ves con evidencia, piensa que ya te lo he mostrado. En cambio, lo que no te muestre de ese modo, de manera que lo aceptes por haberlo visto o percibido con el sentido del cuerpo o del alma, y te digo, sin embargo, algo que necesariamente ha de ser verdadero o falso, pero que no puede verse con ninguno de esos dos modos, sólo te queda el creerlo o el no creerlo. Si va garantizado por una autoridad neta de las Sagradas Escrituras, de aquellas, digo, que se llaman canónicas en la Iglesia, sin duda alguna hay que crearlo. En cambio, puedes creer o no creer a los demás testigos y testimonios que te invitan a creer algo, según la importancia que tengan, a tu juicio, para merecer fe o no merecerla.
5. Suponte que no creyésemos nada que no hayamos visto, es decir, que no hayamos tenido presente ante el sentido de nuestra alma o de nuestro cuerpo, o que no hayamos aprendido leyendo u oyendo la Escritura Sagrada. ¿Cómo sabríamos que existen ciudades en que nunca estuvimos, o que Rómulo fundó Roma, o, para hablar de hechos más cercanos a nosotros, que Constantinopla fue fundada por Constantino? ¿Cómo sabríamos quiénes fueron los padres que nos engendraron y cuáles son nuestros ascendientes, abuelos y mayores? Sabemos muchas de esas cosas, pero no las hemos tenido presentes ante el sentido, como el sol, o la voluntad de nuestra alma, ni están garantizadas por testimonio de autoridad canónica, como el que Adán fue el primer hombre o que Cristo nació en carne, padeció y resucitó. Nos las han referido otros, de cuyo testimonio en este género de materias hemos pensado que no podíamos dudar. Si a veces nos equivocamos en esas materias por creer que es de un modo lo que es de otro, o que no es de un modo lo que efectivamente es de ese modo, no vemos peligro alguno en ello mientras no vayamos contra esa fe que ha de informar nuestra piedad. Este prólogo mío no afronta la cuestión propuesta, pero te prepara a ti y a otros que leerán esto para juzgar mis escritos o los de cualquier otro, para que no creáis que sabéis lo que no sabéis, ni creáis temerariamente lo que no habéis percibido en la evidencia del objeto que ha de ser conocido, ni por los sentidos del cuerpo, ni por la mirada del alma, ni aprendisteis, por la autoridad de las Escrituras canónicas, que debíais creerlo, aunque no se haya presentado ante el sentido de vuestro cuerpo o alma.
1 6. ¿Entramos ya al asunto o todavía hay que instruir al lector? Pues algunos piensan que eso que llamamos creer no es otra cosa que ver con la mente, cuando se trata de creer cosas verdaderas. En cuyo caso mi prólogo está equivocado, pues he distinguido un percibir por el cuerpo el sol en el cielo, los montes en la tierra, los árboles y cualesquiera cuerpos, y un ver con la mente algo que es evidente, como vemos dentro de nosotros nuestra voluntad cuando queremos algo, o nuestro pensamiento cuando pensamos, nuestra memoria cuando recordamos, o algo parecido que percibimos directamente en el alma sin necesidad del cuerpo; y hemos dicho que era otra cosa muy distinta el creer lo que ni tenemos ni recordamos haber tenido ante el sentido del cuerpo o del alma, por ejemplo, que Adán fue creado sin padres, que Cristo nació de una virgen y murió y resucitó. También estas cosas se realizaron corporalmente: hubiéramos podido percibirlas con nuestro cuerpo si hubiésemos estado presentes a ellas. Pero ya no son presentes, como lo es esta luz que vemos con los ojos o esta voluntad con la que actualmente queremos algo y la contemplamos con la mente. Y como mi distinción no es falsa, sin duda mi primera explicación estaba falta de distinción y claridad al señalar la diferencia entre creer y contemplar con la mente algo que está presente: pudiera creerse que es absolutamente una misma cosa.
2 7. ¿Qué diremos, pues? ¿Bastará que digamos que la diferencia entre ver y creer consiste en que se ven las cosas presentes y se creen las ausentes? Quizá sea en verdad suficiente, con tal que por cosas presentes entendamos en este lugar las que se presentan al sentido del alma o del cuerpo, pues por esa presentación las llamamos presentes. Así veo esta luz con el sentido corporal, y veo ciertamente mi voluntad porque se ofrece a los sentidos del alma y está presente en mi interior. Pero supongamos que uno me indica su voluntad: aunque sus labios y su voz me son presentes, esa voluntad se esconde al sentido de mi alma y de mi cuerpo; por eso creo y no veo o, si pienso que ese sujeto miente, no le creo aunque diga la realidad. Se creen, pues, las cosas ausentes de nuestros sentidos si se estima idóneo el testimonio que se da sobre ellas. Se ven, en cambio, las cosas que se presentan a los sentidos del cuerpo o del alma, y por eso se llaman presentes. Cinco sentidos corporales hay: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. La vista se refiere principalmente a los ojos, aunque a veces se atribuye a los otros sentidos; así, no sólo decimos: «Mira cómo brilla», sino también: «Mira cómo suena, mira cómo huele, mira qué sabor tiene, mira qué caliente está». Aunque digo que se creen las cosas que están ausentes de nuestros sentidos, no quedan aquí comprendidas aquellas realidades que hemos visto con anterioridad y recordamos y estamos ciertos de que las vimos, aunque no estén presentes cuando las recordamos. Esas no se cuentan entre las cosas que se creen, sino entre las que se ven; por eso son conocidas no por la fe que prestamos a otros sentidos, sino porque recordamos y sabemos que sin duda las vimos.
3 8. Nuestra ciencia consta, pues, de cosas vistas y creídas. Respecto a las cosas que vemos o vimos, nosotros somos testigos. Respecto a las que creemos, otros testigos nos mueven a creer, cuando nos dan señales de esas cosas que no vemos ni recordamos haber visto, mediante palabras, escritos o cualesquiera documentos; vistos los cuales, creemos lo que no vimos. Con razón decimos que sabemos no sólo las cosas que vemos o vimos, sino también aquellas que creemos porque nos movió a creer un testimonio o testigo idóneo. Podemos con razón hablar de ciencia cuando creemos algo con certidumbre; de aquí resulta que decimos que vemos con la mente esas cosas que con razón creemos, aunque no estén presentes a nuestros sentidos. En efecto, la ciencia se atribuye a la mente, mientras retenga algo que ha percibido y conocido, ya por el sentido del cuerpo, ya por la misma alma; realmente la fe se ve con la mente, aunque con la fe se crea lo que no se ve. Por eso el apóstol Pedro dice: En quien ahora creéis aunque no le veis8; y el mismo Señor dice: Bienaventurados los que no vieron y creyeron9.
9. Suponte que se le dice a un hombre: «Cree que Cristo ha resucitado de entre los muertos». Fíjate en lo que ve y en lo que cree cuando cree y distingue bien ambas cosas. Ve a un hombre cuya voz oye; esa misma voz es considerada entre las cosas que corporalmente se ven, según arriba dijimos. Aquí tienes dos cosas: un testigo y un testimonio, uno que pertenece a los ojos y otro a los oídos. Pero quizá la autoridad de algunos otros testimonios garantiza a este testigo, a saber, los de la Sagrada Escritura o de cualesquiera otros, y por ellos se ha movido a prestar fe. Las Escrituras pertenecen a los objetos que se ven con los ojos del cuerpo, si las lee, o con los oídos, si las oye. Con su mente ve todo lo que entendió que querían significar los rasgos escritos o los sentidos. Ve su misma fe, por la que responde sin dudar que cree. Ve su pensamiento, por el que piensa lo que le es de provecho eso que cree. Ve su voluntad, por la que se apresta a aceptar la religión. Ve también una cierta imagen de la misma resurrección, imagen que la forma en su alma, sin la cual no puede entender lo que se dice que sucedió corporalmente, se crea o no se crea.
4 Creo que ya distingues el modo de ver la fe con que crees y el modo con que ves la imagen de la resurrección, imagen que produces en tu alma; puede verla cualquiera que la oiga narrar, aunque no la crea.
10. Todas estas cosas ve, parte con el cuerpo, parte con el alma. Pero, en cambio, no ve, sino que cree, la voluntad del testigo que le invita a creer y la misma resurrección de Cristo. No obstante, se dice que la ve con cierta mirada de la mente, más bien por la fe en los testimonios que por la presencia de las cosas creídas. Las cosas que ve están presentes a los sentidos de su cuerpo o de su alma; las que cree están ausentes de esos sentidos. La voluntad del testigo que le invita a creer no es pasada, sino que está presente en el testigo, que puede verla en sí mismo cuando habla. Pero el que escucha no la ve, sino que la cree. Por su parte, la resurrección de Cristo es pasada, pues ni la presenciaron los hombres que entonces vivían. Los que vieron vivo a Cristo, a quien habían visto muerto, no vieron la resurrección cuando ésta se realizó, sino que creyeron con toda certidumbre en ella viendo y tocando a Cristo vivo después de haberlo visto muerto. Nosotros, en cambio, lo creemos todo: que resucitó, que entonces fue visto y palpado por los hombres, que actualmente vive en el cielo, que ya no muere y que la muerte no le dominará10. La realidad misma no está presente ante nuestros sentidos corporales, como el cielo y la tierra, ni a las miradas de nuestra mente, como la fe misma con que creemos.
11. Creo que con estos preámbulos habrás reconocido bien qué es ver, ya sea con los ojos, ya con la mente, y en qué se distingue de eso el creer. El creer se realiza con la mente y se ve con la mente, pues nuestra fe queda patente a nuestra mente. Pero las cosas que con esa fe creemos distan tanto de la mirada de nuestros ojos, cuanto dista el cuerpo con que Cristo resucitó, y de la mirada de la mente ajena, cuanto dista tu fe de la mirada de mi mente; creo que la tienes, aunque no la veo con el cuerpo, pues ni tú la ves con el cuerpo ni yo la veo con la mente, como la ves tú; en cambio, veo la mía, cosa que no puedes hacer tú. Porque nadie sabe lo que se obra en el hombre sino el espíritu del hombre que está en él11, hasta que venga el Señor quien iluminará también los secretos de las tinieblas y manifestará los pensamientos del corazón12 para que cada cual vea no tan sólo los propios, sino también los ajenos. Dice el Apóstol que nadie sabe lo que se obra sino el espíritu del hombre que está en él13, refiriéndose a lo que vemos en nosotros; pues en cuanto a lo que no vemos y creemos, sabemos que hay muchos fieles, y muchos fieles nos conocen a nosotros.
5 12. Sentadas estas distinciones, vengamos al problema. Sabemos que Dios puede ser visto, puesto que está escrito: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios14. ¿O quizá no debí decir «sabemos», sino «creemos», ya que nunca hemos visto a Dios con el cuerpo, como vemos esta luz, ni con la mente, como la fe con que creemos, sino simplemente porque lo hallamos escrito en aquella Escritura en la que creemos, y no podemos dudar de que es verdad? Pero el apóstol Juan, al referirse a algo parecido, dice: Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos como es15. He aquí que dice que «sabe» una cosa que no se ha realizado, y que no conoce por la vista, sino por la fe. Con razón, pues, he dicho: «Sabemos que podemos ver a Dios», aunque no le hayamos visto; basta que creamos a la divina autoridad contenida en los sagrados Libros.
13. ¿Por qué entonces dice esa misma autoridad: A Dios nadie le vio jamás?16 ¿Responderemos que este testimonio habla del pasado y aquéllos hablan del futuro? Se dice que ellos verán a Dios, pero no que le vieron. Le veremos como es, pero no: le hemos visto. Por eso nada obsta este testimonio que dice: A Dios nadie le vio jamás. Le verán los que no le vieron, los que por su limpieza de corazón quieran ser hijos de Dios. ¿Qué significará entonces: Vi a Dios cara a cara y quedó salvada mi alma?17 ¿Acaso esto no se opone a lo que dijimos antes: A Dios nadie le ha visto jamás? También de Moisés está escrito que hablaba con Dios cara a cara, como quien habla con su amigo18; e Isaías, hablando de sí mismo, dice: Vi al Señor de los ejércitos sentado en su trono19. Estos testimonios y otros que puedan alegarse de la misma autoridad, ¿cómo no serán contrarios a la sentencia que dice: A Dios nadie le ha visto jamás? Hasta en el mismo Evangelio podemos pensar que se halla la contradicción. Porque ¿cómo será verdad lo que allí se dice: Quien me ve, ve a mi Padre20, si a Dios nadie le ha visto jamás? ¿Cómo será verdad que los ángeles de ellos siempre ven el rostro de mi Padre21, si a Dios nadie le ha visto jamás?
14. ¿Con qué norma de interpretación demostraremos que estos textos, que al parecer se contradicen y oponen, no son contrarios ni se contradicen? Porque no puede suceder que esta autoridad de las Escrituras diga mentira por parte alguna. Podemos decir que la frase a Dios nadie le ha visto jamás se refiere solamente a los hombres, como aquella otra: Nadie sabe lo que se obra en el hombre sino el espíritu del hombre, que está en él22, es decir, nadie de los hombres, pues no puede referirse a Dios, ya que de Cristo está escrito que no necesitaba que nadie le diese testimonio del hombre, porque El sabía lo que había en el hombre23. Esto lo explica más claramente el Apóstol cuando dice: A quien nadie de los hombres vio ni puede ver24. Si la frase a Dios nadie le ha visto jamás se refiere sólo a los hombres, parece solucionada la cuestión. Ya no parece contraria la del Señor: Los ángeles de ellos siempre ven el rostro de mi Padre. Así creeríamos que los ángeles ven a Dios, a quien no vio ninguno de los hombres. Pero entonces ¿cómo le vio Abrahán25 y le vieron Isaac26, Jacob27, Job28, Moisés29, Miqueas30, Isaías31 y quizá algunos otros, de quienes la Escritura veracísima da testimonio de que vieron a Dios, si a Dios ningún hombre le ha visto ni le puede ver?
15. Algunos pretenden demostrar que aun los impíos han de ver a Dios. Con ese intento dicen que el mismo diablo le vio, entendiendo de ese modo lo que está escrito en el libro de Job: que el diablo vino en compañía de los ángeles a la presencia de Dios32. Tenemos, pues, que preguntarnos por qué se dijo: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios33. Y también: Mantened con todos la paz y santificación, sin la cual ninguno podrá ver a Dios34. Mucho me extrañaría que los que piensan que los impíos han de ver a Dios y que el diablo lo ha visto, lleguen hasta pensar que son limpios de corazón y asegurar que buscan con todos la paz y la santificación.
16. El Señor dijo: Quien me ha visto a mí, ha visto también al Padre35. Considerándolo con mayor atención, no parece contrario a la frase a Dios nadie le ha visto jamás. No dice: «Pues me visteis a mí, visteis al Padre», sino: Quien me ha visto a mí, ha visto también al Padre, queriendo mostrar la unidad de sustancia en el Padre y el Hijo, para que nadie creyera que eran diferentes en algo. Dice, pues, con verdad: Quien me ha visto a mí, ha visto también al Padre, como si dijera: Ya que a Dios ningún hombre le ha visto jamás, no piense nadie que ha visto al Padre, ni tampoco al Hijo en cuanto que también el Hijo es Dios, y un solo Dios con el Padre; pues en cuanto que es hombre, ha sido visto en la tierra y ha tratado con los hombres36.
6 17 Un gran problema es deshacer la contradicción de que tantos antiguos hayan visto a Dios, si a Dios nadie le ha visto jamás, El a quien ningún hombre ha visto ni puede verle. Ya ves cuán difícil cuestión me has consultado cuando me has escrito prolija y copiosamente con ocasión de aquella cartita mía, que te pareció que te la debía explicar más cuidadosa y ampliamente. ¿Quieres escuchar entre tanto lo que he hallado en otros comentadores egregios de las divinas Escrituras respecto a la visión de Dios, pues acaso bastará para tu deseo, aunque quizá ya los conozcas? Escucha brevemente, si te place. Al exponer el Evangelio el bienaventurado Ambrosio, obispo de Milán, llega a aquel texto en que un ángel se aparece en el templo al sacerdote Zacarías; mira lo que con tal ocasión dice acerca de la visión de Dios.
18. «Con razón es visto el ángel en el templo37. Porque ya se anunciaba la venida del verdadero sacerdote y se preparaba el sacrificio celeste, en el que los ángeles iban a ser ministros. Con razón se dice que se apareció a aquel que de repente le vio. Esto acostumbra a decirlo la Sagrada Escritura de un modo especial de los ángeles y de Dios, indicando con 'aparecer' lo que no puede preverse. Así tienes: Apareció el Señor a Abrahán junto al roble de Mambré38. Pues se dice que se aparece aquel al que no se le presiente antes y se le ve de repente. No se ven de un modo semejante los objetos sensibles y aquel en cuya voluntad está el ser visto. Este por su naturaleza es invisible, pero puede ser visto por su voluntad. Si no quiere, no es visto. Si quiere, es visto. Así, se apareció a Abrahán porque quiso; a otros, porque no quiso no apareció. Esteban, cuando fue apedreado por el pueblo, vio que se abría el cielo; vio también a Jesús que estaba a la diestra de Dios39, y, en cambio, eso no lo vio el pueblo. Vio Isaías al Dios de los ejércitos40, y ningún otro pudo verlo, porque apareció a quien quiso. ¿Y qué hablamos de los hombres, cuando referido a las mismas virtudes y potestades celestes leemos que a Dios nadie le ha visto jamás? Y añadió algo que sobrepasa a las celestes potestades: El Hijo unigénito que está en el seno del Padre, El lo narró41. Si a Dios Padre nadie le ha visto jamás, es menester que o se conceda que el Hijo fue visto en el Antiguo Testamento: dejen los herejes de señalar su principio en la Virgen, pues ya fue visto antes de nacer de la Virgen; o al menos no puede negarse que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —suponiendo que haya visión del Espíritu Santo— fueron vistos en una forma elegida por la voluntad no formada de la naturaleza. Porque leemos que el Espíritu Santo fue visto en forma de paloma42. A Dios nadie le ha visto jamás, porque nadie contempló la plenitud de la divinidad43 que habita en Dios, nadie la abarcó con sus ojos ni con su mente, pues las palabras ha visto se han de referir a ambas cosas. En fin, cuando se añade: El Hijo unigénito mismo lo narró, se habla más bien de una vista de la mente que de los ojos; porque se ve la forma, se narra la virtud; aquélla se abarca con los ojos, ésta con la mente. Pero ¿qué diré de la Trinidad? Un serafín apareció cuando quiso, y sólo Isaías oyó su voz44. Apareció un ángel, y presente está ahora, pero nadie le ve. Porque no está en nuestro poder el verlo, sino en el suyo el aparecer. Aunque no está en nuestro poder el verle, existe la gracia de merecer que podamos verle. Por eso, quien obtuvo la gracia mereció ese poder. No lo hemos merecido nosotros, porque no hemos obtenido la gracia de ver a Dios. ¿Por qué maravillarse de que no podamos ver a Dios en este siglo sino cuando El quiere? En la misma resurrección no será fácil ver a Dios sino para aquellos que son limpios de corazón; por eso está escrito: Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios45. ¡Cuántos otros bienaventurados había contado el Señor y, sin embargo, a ellos no les había prometido ver a Dios! Si, pues, los que son puros de corazón verán a Dios, los demás no le verán sin duda. Ni los indignos verán a Dios, ni podrá verle quien no quisiere verle. A Dios no se le ve en un lugar, sino con un corazón limpio; no se le busca con los ojos corporales, ni se le circunscribe con la vista, ni se le sujeta con el tacto, ni se oye su voz, ni se le siente cuando pasa. Se le ve cuando se le cree ausente, o no se le ve cuando está presente. Ni siquiera todos los apóstoles veían a Cristo, y por eso dijo: Tanto tiempo llevo con vosotros y todavía no me habéis conocido46. En efecto, quien conoció cuál es la anchura, y la longitud, y la altura, y la profundidad, y la supereminente caridad de la ciencia de Cristo47, ha visto a Cristo y ha visto también al Padre48. Nosotros ya no conocemos a Cristo según la carne49, sino según el espíritu. Dado que el espíritu que está ente nuestro rostro es Cristo el Señor50, dígnese llenarnos por su misericordia de toda la plenitud de Dios51 para que pueda ser visto por nosotros».
7 19. Si entiendes estas palabras, ¿qué me queda a mí por averiguar, pues ya queda resuelta la cuestión que parecía tan difícil? Porque ya se ha hecho la distinción entre el sentido en que se ha dicho: A Dios nadie le ha visto jamás, y aquel en que los antiguos justos vieron a Dios. Lo primero se dice porque Dios es invisible por su naturaleza; mientras que quienes vieron a Dios le vieron porque a quien quiere y como quiere Dios se aparece en aquella apariencia que quiere, permaneciendo invisible la naturaleza. Si cuando los Padres vieron a Dios hubiese aparecido la naturaleza divina (aunque si no hubiese querido no hubiese aparecido), ¿cómo se diría que a Dios nadie le ha visto jamás? La naturaleza divina fue contemplada por muchos Padres, tan sólo por divina voluntad. Aunque se diga que lo que vieron los Padres fue al Hijo, mientras es al Padre a quien ha de referirse el nadie le ha visto, no perdió la ocasión Ambrosio para rebatir a ciertos herejes, a saber, a los fotinianos, que ponen el origen del Hijo de Dios en el seno de la Virgen y se niegan a creer que existiera con anterioridad. Pero veía a otros, a saber, a los arríanos, que acechan más dañinamente; cuyo error se confirma, si se cree que la naturaleza del Padre es invisible y la del Hijo visible. Por eso afirmó que la naturaleza de ambos es única e igualmente invisible, e incluyó todavía al Espíritu Santo. Eso lo expresó breve, pero admirablemente, al continuar: «Por lo menos no puede negarse que o el Padre, o el Hijo, o seguramente el Espíritu Santo —suponiendo que se haya visto al Espíritu Santo— fueron vistos en una forma elegida por la voluntad, no formada por la naturaleza». Pudo decir «no mostrada por la naturaleza», pero prefirió decir «formada», para que no se creyese que la forma en que Dios quiso aparecer estaba formada de su divina naturaleza y por ahí se concluyera que esa naturaleza era pasible de transformación y cambio. ¡Y Dios misericordioso y benigno libre a la fe de los piadosos de pensarlo!
8 20. Dios es, pues, invisible por naturaleza, no sólo el Padre, sino la Trinidad, un solo Dios. Y como no sólo es invisible, sino también inmutable, aparece a quienes quiere en la forma que quiere, pero de modo que permanece en El íntegra su invisible e inmutable naturaleza. Sin embargo, ese anhelo de los verdaderamente piadosos, que desean ver a Dios y se inflaman con el deseo, no mira, a mi juicio, a la forma en que Dios aparece como quiere, pero que no es El, sino a aquella sustancia por la que Dios es lo que es. El santo Moisés, fiel siervo suyo, descubrió la llama de este su deseo cuando dijo a Dios, con quien hablaba como amigo cara a cara: Si he hallado gracia en tu presencia, muéstrateme a ti mismo52. ¿Qué diremos? ¿No era Dios El mismo? Si no era el mismo, no le hubiese dicho: Muéstrateme a ti mismo, sino «muéstrame a Dios». Y por otra parte, si hubiese visto la naturaleza y sustancia de Dios, mucho menos le hubiese dicho: Muéstrateme a ti mismo. Era, pues, Dios, pero sólo en aquella apariencia en que había querido aparecer; no apareció en su naturaleza propia, y ésta era la que Moisés quería ver. Esa es también la que se promete a los santos para la otra vida. Luego es verdad lo que se le contestó a Moisés, porque nadie puede ver la faz de Dios y vivir53, es decir, ningún vivo puede verle en esta vida como Él es. Muchos le vieron, pero en esa apariencia que su voluntad eligió, no en lo que la naturaleza formó. Juan dijo también: Carísimos, ahora somos hijos de Dios y todavía no ha aparecido lo que seremos. Sabemos que, cuando apareciere, seremos semejantes a Él, pues le veremos como Él es54. Se entenderá bien si no lo referimos a lo que los hombres vieron en aquella forma que quiso y cuando quiso, aunque nunca en su naturaleza propia, en la que permanecía oculto cuando le estaban viendo. Le veremos, pues, como Él es, que es lo que pedía Moisés cuando le decía: Muéstrateme a ti mismo, mientras hablaba cara a cara con Él. Eso no quiere decir que alguien haya abarcado la plenitud de Dios, ni con los ojos del cuerpo ni siquiera con los de la mente.
9 21. Una cosa es ver y otra muy distinta abarcarlo todo con la vista. Se ve lo que de cualquier modo se siente presente; pero abarcarlo todo con la mirada significa ver de modo que nada del objeto se oculta al que ve o que los límites de ese objeto pueden ser abarcados. Por ejemplo, a ti nada se te oculta de tu voluntad presente, y puedes circunscribir los límites de tu anillo con la vista. Pongo dos ejemplos, uno que se refiere a la vista mental, otro que pertenece a los ojos corporales. Porque, como dice Ambrosio, se refiere tanto a los ojos como a la mente.
22. Ahora bien, si nadie ha visto a Dios jamás, pues, como dice Ambrosio, cuyas palabras estamos comentando, a saber, «nadie contempló la plenitud de su divinidad, nadie le abarcó con sus ojos ni con su mente, pues las palabras ha visto se refiere a ambas cosas». Por lo tanto, sólo nos falta averiguar cómo los ángeles ven a Dios, por aquella cita del Evangelio que traje: Los ángeles de ellos siempre ven el rostro de mi Padre55. Porque si tampoco ellos le ven como Él es, sino en aquella forma en que quiere aparecer, pero dejando escondida su naturaleza, tendremos que averiguar mejor cómo le veremos nosotros como Él es y como Moisés quería, cuando le pidió a Dios, en cuya presencia estaba, que se descubriera a sí mismo. Esto se nos promete para la resurrección como premio supremo, a saber, que seremos semejantes a los ángeles de Dios56. Por eso, si los ángeles no ven a Dios como Él es, ¿cómo le veremos nosotros de ese modo, pues seremos semejantes a los ángeles en la resurrección? Pero mira lo que dice a continuación nuestro Ambrosio: «En fin, cuando se añade: el Hijo unigénito mismo lo narró, se habla de una vista de la mente más bien que de los ojos; porque se ve la forma, pero se narra la virtud; aquélla se abarca con los oíos; ésta, con la mente». Poco antes había dicho que la palabra ver se refería a ambas especies, mientras ahora la atribuye a los ojos yno a la mente. Según mi opinión, no es que emplee con negligencia las palabras, sino que en el uso ordinario atribuimos a los ojos la visión, como la hermosura a los cuerpos. Ese modo de hablar se emplea con mayor frecuencia en los objetos que ocupan lugar y varían con los colores. Pero si con la mente no hubiésemos de contemplar hermosura alguna, no nos dirían Hermoso de forma, más que los hijos de los hombres57. Esto no se dice según la carne tan sólo, sino también según la hermosura espiritual. Se habla también de una hermosura que atañe a la mirada del entendimiento. Pero como ese lenguaje se emplea más corrientemente cuando se habla de cuerpos o de semejanzas de cuerpos, dice: «Se ve la forma, pero se narra la virtud; aquélla se abarca con los ojos; ésta, con la mente». Narra, pues, el Unigénito, que está en el seno del Padre, con una narración inefable, que la criatura racional limpia y santa es colmada con la visión inefable de Dios, visión que conseguiremos cuando seamos iguales a los ángeles. A Dios nadie le ha visto jamás como se ven estas cosas visibles, conocidas por los sentidos corporales. Si alguna vez fue Dios visto de este modo, no fue vista su naturaleza como se ven estas cosas, sino que fue visto según su voluntad en la forma que quiso, quedando oculta su naturaleza, que permanece inmutable dentro de Él. Pero en la forma en que es visto como Él es, quizá le ven ahora algunos ángeles y le veremos nosotros cuando seamos semejantes a los ángeles.
10 23. Añade luego que ni las potestades de los cielos, como los serafines, son visibles sino cuando ellas y como ellas quieren, para deducir cuan invisible será la Trinidad, diciendo: «Pero, aunque no está en nuestro poder el verle, existe la gracia de merecer el poder verle. Por eso, quien obtuvo la gracia mereció el galardón; no lo hemos merecido nosotros porque no hemos obtenido la gracia de ver a Dios». Con esas palabras no enseña doctrina propia: expone el Evangelio. No quiere decir que algunos verán a Dios, mientras otros no lo verán cuando a todos los creyentes dio potestad para llegar a ser hijos de Dios58. A todos ellos se refiere lo que está escrito: Le veremos como Él es59. Al decir Ambrosio: «No hemos merecido el galardón porque no hemos obtenido la gracia de ver a Dios», indica que habla de este mundo, en el que Dios se dignó aparecerse a algunos, aunque no en su naturaleza, sino en la forma que quiso, como, por ejemplo, a Abrahán, a Isaías y a algunos otros. A todos los demás innumerables, aunque pertenecían a su pueblo y herencia eterna, no se mostró ni siquiera en esa forma. En cambio, en el siglo futuro, todos los que reciban el reino que les tiene preparado desde el principio, le verán con su corazón limpio. En aquel reino no habrá sino limpios de corazón.
11 24. Mira ahora lo que Ambrosio añade, comenzando a referirse al siglo futuro: «¿Por qué maravillarse de que no podamos ver a Dios en este siglo, sino cuando Él quiere? En la misma resurrección no será fácil ver a Dios sino para aquellos que sean limpios de corazón. Por eso, bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Ya había nombrado otras especies de bienaventurados, y, no obstante, no les había prometido la facultad de ver a Dios. Si, pues, verán a Dios aquellos que sean limpios de corazón, no podrá verle quien no quisiere verle». Ya ves con cuánta circunspección habla de los que en el siglo futuro verán a Dios, pues no le verán todos, sino los que sean dignos. Resucitarán tanto los dignos como los indignos para aquel reino en que se verá a Dios, porque todos los que están en los sepulcros oirán su voz y surgirán, pero con gran diferencia, pues los que obraron bien, para la resurrección de la vida, mientras que los que obraron mal, para la resurrección del juicio60. Juicio significa aquí la pena eterna, como en aquel otro lugar: El que no cree, ya está juzgado61.
25. El santo Ambrosio dice: «No podrá verle quien no quisiere verle». ¿Qué otra cosa quiere decir sino que el que no quiere emplear para limpiar el corazón un cuidado digno de tan gran negocio no quiere ver a Dios? Por eso, mira lo que añade: «A Dios no se le ve en un lugar, sino con un corazón limpio». No podía expresarse con mayor evidencia y claridad. Sin género alguno de duda quedan excluidos de esta visión el diablo, sus ángeles y todos los impíos con ellos, porque no son limpios de corazón. Por eso lo que nos dice el libro de Job, a saber, que vinieron los ángeles a la presencia de Dios y que vino con ellos el diablo62, no debe inducirnos a creer que el diablo vio a Dios, pues se dice que vinieron ellos a la presencia de Dios, no fue Dios a la presencia de ellos. Vienen a nuestra presencia las cosas que vemos, no las personas que nos ven a nosotros. Vinieron, pues, ellos, como se lee en muchos códices, para asistir delante de Dios63, pero no se apareció Dios ante ellos. No vale la pena detenernos en este punto para tratar de mostrar según nuestras fuerzas cómo se realiza también en el tiempo esa visión, puesto que todas las cosas están siempre en presencia de Dios.
26. Ahora queremos saber cómo es visto Dios, no en esa forma en que quiso mostrarse a algunos en este mundo, cuando habló no sólo con Abrahán y con otros justos, sino también con Caín el fratricida64. Queremos saber cómo es visto en aquel reino en que sus hijos le verán como Él es. Entonces quedará satisfecho con los bienes el deseo de ellos65, ese deseo que inflamaba a Moisés, a quien no bastaba hablar con Dios cara a cara66, y decía: Muéstrateme a ti mismo claramente para que te vea67, como si dijese lo que canta en el Salmo bajo la influencia de ese mismo deseo: Quedaré satisfecho cuando se me manifieste tu gloria68. Con ese deseo ardía también Felipe y codiciaba ser satisfecho cuando decía: Muéstranos al Padre, y nos basta69. Hablando de esa visión el mismo Ambrosio, que la amaba y deseaba, dice: «Dios no es visto en un lugar», como en el roble de Mambré, en el monte Sinaí, «sino con el corazón limpio». Y continúa, sabiendo lo que desea, lo que anhela, lo que espera: «No se le busca con los ojos corporales», como se mostró a Abrahán, Isaac, Jacob y algunos otros, «ni se le circunscribe con la vista», refiriéndose a lo que está escrito: Verás mis espaldas70; «ni se le sujeta con el tacto», como luchó con Jacob71; «ni se oye su voz», como la oyeron no sólo muchos santos, sino también el mismo diablo72; «ni se siente su paso», como alguna vez cuando en el paraíso paseaba por la tarde73.
27. Ya ves cómo este varón santo se esfuerza en apartar nuestra mente de todos los sentidos de la carne con el fin de hacerla apta para ver a Dios. Y, no obstante, ¿qué hará el que desde fuera planta y riega, si no obra interiormente Dios, que da el crecimiento?74 ¿Quién podrá sin el auxilio del Espíritu Santo pensar que existe algo que es superior a todas las cosas que se sienten por el cuerpo, algo que no se ve en ningún lugar, ni se busca con los ojos, ni se oye su voz, ni es sujetado por el tacto, ni se siente su paso, y, sin embargo, puede ser visto por los limpios de corazón? No hablaba Ambrosio de esta vida al decir eso, pues con una distinción manifiesta distinguió la vida futura de la de este siglo, en el que Dios apareció no como Él es, sino en la forma que quiso y a quienes quiso, diciendo: «¿Por qué maravillarse de que no podemos ver a Dios en este siglo sino cuando El quiere?En la misma resurrección no será fácil ver a Dios sino para los limpios de corazón. Por eso bienaventurados los Limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Y toma pie de aquí para hablar del siglo futuro, en el cual verán a Dios los que resuciten para la vida eterna, no todos los que resuciten, no los indignos, de quienes se dijo: Sea arrebatado el impío, para que no vea la claridad de Dios75. Sólo le verán los dignos, como dijo el mismo Señor cuando estaba presente y nadie le veía: Quien me ama, guarda mis mandamientos. Y también: Quien me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a mí mismo ante él76. No le verán aquellos a quienes se dice: Id al fuego eterno que está preparado para el diablo y para sus ángeles77, sino aquellos a quienes se dirá: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que tenéis preparado desde el principio del mundo. Porque aquéllos irán a la eterna combustión, mientras los justos irán a la vida eterna78. ¿Y qué es esta vida eterna sino lo que la misma Vida dice en otra parte: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste?79 Lo cual se refiere a la visión en que prometió manifestarse a sus amadores, formando un solo Dios con el Padre, no a la visión con que los buenos y los malos le vieron en este mundo cuando estaba en carne.
28. En el juicio futuro, para el cual ha de venir como fue visto subir al cielo80, es decir, en la misma forma de Hijo del hombre, verán esa forma también los malos, a quienes se dijo: Tuve hambre, y no me disteis de comer81, ya que los judíos verán a aquel a quien traspasaron82. Pero los malos no verán aquella forma de Dios, en la cual no creyó que era usurpación el hacerse igual a Dios83. Entonces le verán en aquella forma de Dios los que han de verle como Él es. Pero no le verán porque en esta vida fueron pobres de espíritu, o mansos, o porque lloraron, o tuvieron hambre y sed de justicia, porque fueron misericordiosos o pacíficos, o sufrieron persecución por la justicia, aunque ellos serán todas estas cosas, sino porque son limpios de corazón. Por lo que atañe a las bienaventuranzas, las tiene todas el que tiene el corazón limpio. Pero no se dice verán a Dios sino cuando se dice: Bienaventurados los limpios de corazón. Con el corazón limpio será visto aquel que no es visto en lugar, ni buscado con ojos corporales, ni circunscrito con la vista, ni sujetado con el tacto, ni oído por su voz, ni sentido por su paso. A Dios nadie le ha visto jamás en esta vida como Él es, ni en la vida de los ángeles como se ven estas cosas visibles que se contemplan con vista corporal, porque el Hijo Unigénito mismo que está en el seno del Padre lo narró84. Es decir, lo que narra no pertenece a la visión de los ojos corporales, sino a la de la mente.
12 29. Y para que nuestro deseo no pasara de un sentido corporal a otro sentido corporal, es decir, de los ojos a los oídos, al decir Ambrosio: «No es buscado Dios con ojos corporales, ni circunscrito con la vista, ni sujetado con el tacto», añadió también «ni oído por su voz». Entendamos, pues, si podemos, que el Unigénito, que está en el seno del Padre, narra en cuanto que es Palabra; no es un sonido que hiere los oídos, sino una especie que se muestra a la mente para que bajo la luz interna e inefable aparezca lo que está escrito: Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre85. Eso es lo que le decía a Felipe cuando veía y no veía. Sigue, pues, diciendo Ambrosio, gran codiciador de esta visión: «Se le ve cuando parece ausente, y no se le ve cuando está presente». No dijo «cuando está ausente», sino «cuando parece ausente». Porque nunca está ausente quien llena el cielo y la tierra; no queda encerrado en los espacios pequeños ni se derrama por los grandes, sino que está íntegro doquier sin estar contenido en lugar alguno. Quien con entendimiento superior entiende esto, ve a Dios aunque parezca ausente. Quien no pueda entenderlo, ore y obre para merecer poder entenderlo. No llame a las puertas de un hombre disputador, para leer lo que no ha leído, sino a Dios Salvador para que pueda lo que no ha podido. Así, cuando dice Ambrosio: «Y no le ve cuando está presente», concluye diciendo: «En fin, ni todos los apóstoles veían a Cristo, y por eso dijo Él: ¡Tanto tiempo llevo con vosotros, y aún no me habéis conocido!» He ahí como Dios estaba presente y no era visto.
30. ¿Por qué no se atrevió Ambrosio a decir: «En fin, tampoco los apóstoles veían a Cristo», sino que dijo «todos los apóstoles», suponiendo que algunos le veían entonces con esa visión en la que El y el Padre son una misma cosa?86 ¿Acaso pensaba que cuando Pedro dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo, recibió aquella respuesta: Bienaventurado, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo ha revelado la carne y la sangre, sino mi Padre, que está en los cielos?87 Me parece que no está claro si esa revelación se hizo en su mente al prestar fe a una realidad tan difícil de creer o por una visión directa de esa realidad. Pedro mostró ser tan pequeño, que llegó a temer la pérdida de Cristo por la muerte, aunque le había confesado poco antes Hijo de Dios vivo, es decir, fuente de la vida88.
13 31. Puede causar extrañeza el que la misma sustancia de Dios haya podido ser vista por alguno en esta vida, considerando que a Moisés se le dijo: Nadie puede ver mi rostro y vivir89. Sólo que la humana mente puede ser arrebatada por Dios de esta vida a la angélica aun antes de que se aparte de la carne por la muerte común. Así fue arrebatado quien oyó allí palabras inefables, que no se le permite al hombre decir; tan intensamente se apartó la atención de los sentidos de esta vida, que afirmó que no sabía si se había realizado en el cuerpo o fuera del cuerpo90. Ignoraba si la mente en esta vida había quedado enajenada en la otra, perdurando el vínculo con el cuerpo, como suele acaecer en el éxtasis muy vehemente, o si el vínculo había desaparecido, como acaece en la muerte completa. Resulta, pues, ser verdad lo que se dijo: Nadie puede ver mi rostro y vivir91, pues es menester que la mente sea apartada de esta vida cuando es arrebatada a la inefabilidad de aquella visión. Y no es increíble que les haya sido otorgada la excelencia de esta revelación a algunos santos todavía no tan muertos, que quedasen allí sus cadáveres para la sepultura. Pienso que eso mismo creía Ambrosio al no decir «ni los apóstoles veían a Cristo», sino «ni todos los apóstoles veían a Cristo». Creía que a algunos de ellos pudo Dios también entonces darles la visión de la divinidad de que venía hablando; ciertamente lo dice por el bienaventurado Pablo, quien, aunque el último, era también apóstol, y no ocultó su inefable revelación.
32. Por lo demás, sería muy extraño que no se hubiese concedido lo que pidió a aquel fidelísimo y antiguo siervo de Dios Moisés, quien tenía que trabajar en esta tierra y seguir gobernando al pueblo. Pidió ver la claridad del Señor diciendo: Si he hallado gracia delante de ti, manifiéstate a mí claramente92. Allí mismo recibió una congrua respuesta, a saber, que no podía ver el rostro de Dios, porque nadie podía verle y vivir. Dios significa de ese modo que aquella visión pertenecía a otra vida mejor. Además, en las palabras de Dios quedó simbolizado el misterio de la futura Iglesia de Cristo. Porque Moisés representaba allí al pueblo judío, que había de creer más tarde en el Cristo y su pasión. Por eso se le dijo a Moisés: Cuando yo pase, verás mis espaldas93. Eso y todo lo demás que allí se dice, simboliza, por un admirable sacramento, a la Iglesia futura, lo cual sería largo de exponer ahora. Pues bien, había comenzado yo a decir que ese deseo que Moisés manifestó fue satisfecho, como aparece luego demostrado en el libro de los Números, cuando el Señor reprende la contumacia de la hermana de Moisés y dice que a los otros profetas se aparece en visión durante el sueño, pero a Moisés directamente y no por enigmas. Y añade también esto: Y vio la gloria del Señor94. ¿Por qué hizo esa excepción con Moisés, sino quizá porque estimó digno ya entonces de esta contemplación a un tal conductor de su pueblo, leal ministro en toda su casa95, de modo que viera a Dios como Él es96, según lo había deseado? Esa es la contemplación que se promete a todos los hijos hasta el fin.
14 33. Ese varón santo cuyas palabras explicamos al considerar, según creo, todo esto, dijo: «Ni todos los apóstoles veían a Cristo», ya que quizás algunos le habían visto en este tiempo, según lo que acabo de decir. Y para probar lo dicho, a saber, que no todos los apóstoles le veían, añadió luego: «Y por eso dijo: ¡Tanto tiempo llevo con vosotros, y no me habéis conocido!» Después nos explica quiénes son los que ven a Dios como Él es por esa contemplación: «Quien conoce cuál es la anchura, y la longitud, y la altura, y la profundidad, y la supereminente caridad de la ciencia de Cristo, ha visto a Cristo y ha visto también al Padre».
34. Yo suelo entender así estas palabras del apóstol Pablo: en la anchura veo las buenas obras de la caridad; en la longitud, la perseverancia hasta el fin; en la altura, la esperanza de los premios celestes; en la profundidad, los profundos juicios de Dios, de los que esta gracia viene a los hombres. Suelo además aplicar este sentido al sacramento de la cruz. Entiendo por la anchura el palo transversal en que se extienden las manos, que simbolizan las obras; en la longitud, el tronco que baja a la tierra, en que se mantiene el cuerpo del crucificado, pues eso significa la persistencia, es decir, la permanencia con longanimidad; en la altura veo el trozo que sube desde el palo transversal en que se coloca la cabeza, por razón de la esperanza de los bienes de arriba, para que no se piense que las buenas obras y la perseverancia en ellas se consuma por los beneficios temporales y terrenos de Dios, sino que más bien se ejecuta por ese premio sempiterno que espera la fe que obra por la caridad97. En la profundidad veo la parte del leño que se hinca y esconde en la tierra, y de donde surge todo lo que sale hacia arriba, como por una oculta voluntad de Dios es llamado el hombre a la participación de gracia tan alta, uno de un modo, otro de otro modo98. Por la supereminente caridad de Cristo entiendo aquella en la que se funda la paz que sobrepasa a todo entendimiento99. Pero ya lo haya entendido así nuestro expositor del evangelio en esas palabras apostólicas o ya lo haya entendido de otro modo mejor y más exacto, ya ves, si no me engaño, que tampoco se aparta en esto de la regla de la fe.
35. Refiriéndose a esa contemplación espiritual de que ahora tratamos, dice Ambrosio: «Quien conoció cuál es la anchura, y la longitud, y la altura, y la profundidad, y la supereminente caridad de Cristo, ha visto a Cristo y ha visto también al Padre». Y para que ningún torpe creyese que se refería a la visión corporal, añade: «Nosotros ya no vemos a Cristo según la carne, sino según el espíritu». Porque el Espíritu que está ante nuestro rostro es Cristo el Señor. Al decir «conocemos» en este lugar, se refiere a la fe que actualmente tenemos, no a la contemplación que tendremos un día. En efecto, conocemos por la fe todo lo que retenemos por una fe no fingida100, aunque todavía no lo contemplemos por visión. En fin, al decir que ya no conoce a Cristo en carne, como dice el Apóstol, y al añadir el testimonio del profeta, que dice: El Espíritu que está ante nuestro rostro es Cristo el Señor, continúa al momento: «Dígnese llenarnos por su misericordia de toda la plenitud de Dios, para que pueda ser visto por nosotros». Se ve con evidencia que ese conocimiento a que se refiere la palabra conocemos no es otra cosa que la fe, de la cual vive actualmente el justo101, y no la contemplación en que veremos a Dios como Él es102. Esta contemplación es la que, en consecuencia, desea para sí y para nosotros, entendiendo que es futura cuando dice: «Dígnese llenarnos por su misericordia de toda la plenitud de Dios, para que pueda ser visto por nosotros».
15 36. Algunos, al interpretar las palabras del Apóstol que hablan de plenitud, pensaron que nosotros llegaremos a ser plenamente lo que Dios es. Las palabras que el Apóstol pone, si las reconoce, son éstas: Conocer también la supereminente candad de la ciencia de Cristo, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios103. Dicen ellos: «Si hemos de tener algo menos que Dios, en algo hemos de ser menores. Y entonces, ¿cómo seremos llenados de toda la plenitud de Dios? Seremos llenados, y, por lo tanto, seremos iguales». Bien sé que rechazas y detestas este error de la mente humana, y haces bien. Luego, si Dios quiere, explicaré, según las fuerzas que El me diere, cómo ha de entenderse esa tal plenitud cuando se dice que seremos llenados de toda la plenitud de Dios.
37. Atiende ahora con diligencia, y recuerda lo que hemos dicho; mira a ver si queda explicado lo que me proponías y parecía tan difícil de explicar. Si preguntas si Dios puede ser visto, respondo: puede. Si me preguntas cómo lo sé, respondo: porque en la veracísima Escritura se dice: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios104, y en otros testimonios semejantes. Si me preguntas cómo se dice que es invisible, si puede ser visto, respondo: es invisible por naturaleza, pero es visto cuando quiere y como quiere. En efecto, muchos le vieron, no como Él es, sino en la apariencia en que quiso aparecer. Si me preguntas cómo le vio el criminal Caín cuando fue interrogado y juzgado por Él105, cómo le vio el diablo cuando vino con los ángeles para asistir en su presencia106, si son bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios, respondo: no se sigue que vean a Dios los que oyen alguna vez voces producidas por Dios, pues tampoco le vieron los que le oyeron cuando dijo a su Hijo: Te he glorificado y te glorificaré todavía107. Además, tampoco es maravilla que vean a Dios los que no son limpios de corazón en esa forma que la divina voluntad crea, quedando oculta e inmutable en Él su naturaleza invisible. Preguntas si Dios puede ser visto alguna vez como Él es en sí. Respondo: eso es lo que se ha prometido a los hijos con aquellas palabras: Sabemos que, cuando apareciere, seremos semejantes a Él, porque le veremos como Él es108. Si me preguntas cómo le veremos, te respondo: como le ven ahora los ángeles, a quienes entonces seremos iguales109. Al modo que vemos estas cosas que llamamos visibles, nadie vio jamás a Dios ni puede verle, porque habita en una luz inaccesible110 y es por naturaleza invisible, como es incorruptible; eso lo relaciona el Apóstol en aquel texto: Al Rey de los siglos invisible, incorruptible111. Como ahora es incorruptible y lo seguirá siendo, así ahora y siempre es y será invisible. «No se le ve en un lugar, sino que se le ve con el corazón limpio. No se le busca con ojos corporales, ni se le circunscribe con la mirada, ni se le sujeta con el tacto, ni se oye su voz, ni se siente su paso». Sólo el Hijo unigénito que está en el seno del Padre112, narra sin sonidos la naturaleza y la sustancia de la deidad, y la muestra, aunque invisiblemente, a los ojos de aquellos que son dignos de tan alta visión. A esos ojos se refiere el Apóstol diciendo: Los ojos iluminados de vuestro corazón113; y de ellos dice: Ilumina mis ojos para que nunca se duerman en la muerte114. Porque el Señor es espíritu115, y en consecuencia los que se adhieren al Señor se hacen un espíritu con Él116, y el que puede ver invisiblemente a Dios, ése puede adherirse incorporalmente a Él.
16 38. Creo que ya no queda nada por preguntar en esa cuestión que me proponías. Pero en esta averiguación nuestra considera qué es lo que has visto, qué es lo que has creído y qué es lo que no sabes aún, o porque no lo he dicho, o porque no lo has entendido, o porque crees que no debes creerlo. Y las mismas cosas que has visto ser verdaderas, advierte cómo las has visto, si recordando que las has visto con el cuerpo, como los cuerpos celestes o terrestres, o si nunca las has tocado con la vista corporal, sino que las has contemplado con la mente y has visto que son ciertas, como ves tu voluntad, acerca de la cual puedo yo creerte cuando tú hablas, porque yo no puedo verla como tú la ves. Cuando hayas distinguido ambas cosas, advierte cómo las has distinguido. Porque, aunque vemos unas cosas con el cuerpo y otras con la mente, la distinción entre ambas especies de visión se ve con la mente y no con el cuerpo. Lo que se ve con la mente no tiene necesidad de ningún sentido corporal para que sepamos que es verdadero. En cambio, las cosas que se ven por el cuerpo, si no hay una mente que reciba sus anuncios, no pertenecen a la ciencia, pues la facultad que recibe los anuncios deja fuera los objetos, encomendando incorporalmente a la memoria las imágenes, es decir, las semejanzas incorpóreas de los cuerpos; así después, cuando quiere y puede, las va sacando de su depósito, las ofrece a la mirada de la imaginación y las juzga. Cuando puede, distingue también la forma corporal, que queda afuera, y la imagen de esa forma, que contempla adentro; sabe que aquélla está ausente y ésta está presente. Tú, por ejemplo, imaginas el rostro de mi cuerpo, aunque estoy ausente; pero la imagen la tienes presente, aunque esté ausente el rostro cuya imagen es. El rostro es un cuerpo, pero la imagen es una semejanza incorpórea de un cuerpo.
39. Consideradas y distinguidas con diligencia y confianza esas cosas que ves, advierte las que crees en toda la explicación que he puesto en esta carta desde el principio. Pesa con tu ponderación la gravedad de los testigos en esas mismas cosas que no ves, a las que aplicas tu fe. A mí no me has de creer como a Ambrosio, de cuyos libros puse testimonios tan grandes. Y si crees que a ambos nos has de creer con iguales motivos, ¿acaso nos podrás comparar con el Evangelio o igualarás nuestros escritos con las Escrituras canónicas? Si eres recta en tus juicios, verás que estamos muy distantes por debajo de aquella autoridad. Yo estoy todavía más lejos, pero, sea lo que quiera lo que opines de nosotros dos, no podrás compararnos en modo alguno con aquella excelencia. Por lo tanto, aquel texto: A Dios nadie le he visto jamás117, y también: Habita en una luz inaccesible a quien nadie de los hombres ha visto ni puede ver118; y también: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios119, y todos los demás testimonios que cité de los sagrados Libros, eso lo crees con mayor firmeza que aquellas palabras: «A Dios no se le ve en un lugar, ni se le busca con ojos corporales, ni se le circunscribe con la vista, ni se le sujeta con el tacto, ni se oye su voz, ni se siente su paso». Ambrosio entendió o creyó que así es Dios, a quien se le ve con el corazón limpio; y confieso que ésa también es mi opinión.
40. Pero tú crees de distinta manera estas las palabras nuestras y las divinas. Respecto a nosotros, te queda quizás algún escrúpulo, no sea que entendamos menos bien algo en esas mismas frases divinas y las expongamos no como fueron dichas, sino como nosotros sospechamos que lo fueron. Quizá dices dentro de ti misma: ¿Y si Dios es visto con el corazón limpio, pero es visto en un lugar? O bien: ¿Y si vieran a Dios con los ojos corporales los que son limpios de corazón, cuando esto corruptible se revista de incorruptibilidad, cuando seamos iguales a los ángeles de Dios?120 Quizá no sabes hasta qué punto debes o no debes creernos, y quizá temes equivocarte por creernos más o menos de lo que debes. En cambio, no dudas de que debes creer a las divinas Escrituras, aunque no las entiendas perfectamente. Ahora consideras y ves en tu mente esta consideración de creer o no creer la dificultad de la ciencia, la inquietud de la duda y la fe piadosa que se debe a las palabras divinas, tal como en tu mente están. Pero no dudas que están en ti todas esas cosas, como yo las dije o como quizá tú las conoces. Ves, pues, tu fe, tu duda, tu afán y voluntad de aprender. Te mueves por la autoridad divina a creer lo que no ves, pero ves sin vacilar que crees todas estas cosas; todas ellas las percibes y disciernes.
17 41. ¿Acaso podrás comparar con los ojos corpóreos esos otros ojos de tu corazón, con los que adviertes que tales cosas son verdaderas y ciertas, y las contemplas y disciernes presentes, aunque invisiblemente? Ni siquiera juzgas con los ojos carnales esos mismos objetos visibles que la mirada de los ojos carnales ilumina, ni esos mismos ojos carnales ni su mirada, para sentenciar si es buena o mala, grande o pequeña y cuán distante queda de las cosas invisibles, no sólo de las más excelentes, a las que debes prestar fe aunque no las veas, sino de todas las otras que he citado, aunque no las crees ausentes, sino que las contemplas presentes con la mente. Aun esas cosas corporales no las juzgas con los ojos carnales, sino con los interiores. Los ojos interiores son, pues, jueces de los exteriores. Estos tienen en cierto modo la función de siervos, el ministerio de anunciar, pues los interiores ven muchas cosas que los exteriores no ven; nada ven éstos sobre lo cual no emitan su juicio los interiores, como si fuesen sus presidentes. ¿Quién no antepondrá con una estimación incomparable los interiores a los exteriores?
42. Siendo esto así, te ruego que repares en que este tan gran negocio se realiza dentro de ti. Distingues lo interior de lo exterior y antepones infaliblemente aquello a esto. Abandonas lo exterior afuera y te quedas dentro con lo interior, y lo juzgas midiéndolo con ciertas normas incorporales. ¿Crees que todo eso lo realizas bajo una luz o bajo ninguna? Yo opino que sin luz no pueden verse tantas y tales realidades tan verdaderas, tan claras y tan ciertas. Contempla, pues, esa luz en la que ves todas aquellas realidades y mira si puede acercarse a ella algún rayo de los ojos corporales. No puede en modo alguno. Considera si a esa luz ves espacios o intervalos locales, y responde. No hallarás, según creo, que nada semejante si apartas con vigilancia de tu mirada íntima todas las imágenes del hombre exterior que el sentido introdujo. Quizá esto te resulta difícil. Porque una turba de fantasmas semejantes a los cuerpos ha invadido los mismos ojos interiores por la costumbre de la vida carnal. Tratando de resistir y apoyándome en la autoridad divina, me lamenté en mi cartita y dije: «Oiga la carne embriagada de pensamientos carnales: Dios es Espíritu»121. Con el reproche me intimé la abstención de esa vanidad a mí mismo más que a ningún otro. Nos inclinamos con mayor facilidad a lo acostumbrado, y le resulta dulce a la humana debilidad el introducir o admitir en sus adentros el trato corporal, no para mantenerse en salud, sino para dormir o yacer en él en su languidez.
43. Si no puedes serenar y aclarar la mirada de tu mente apartando la nube de las imágenes corporales, contempla con vigilancia en ti misma esas imágenes. Contempla con la imaginación el cielo y la tierra, como sueles contemplarlos con los ojos corporales. Mira que esas imágenes del cielo y de la tierra que surgen ante la mirada de tu imaginación, son semejanza de cuerpos, no cuerpos. Juzga, pues, contra ti misma y en favor de ti misma, si no puedes apartar de la vista de tu mente cualesquiera formas imaginarias de cualidades corporales. Así convéncete con las imágenes por las que eres convencida sobre esas mismas imágenes que te vienen. Nadie hay, a mi juicio, tan entregado a tales imaginaciones que crea que en su memoria o en la mirada de su imaginación están el sol, la luna, estrellas, ríos, mares, montes, collados, ciudades, paredes de su casa, o también de su habitación y todo lo demás de este jaez que vio y retuvo por medio de los ojos corporales, de modo que se encuentren y muevan dentro de espacios y distancias locales. Pues bien, si esos objetos, tan semejantes a los cuerpos y lugares, están en nuestra alma y no están contenidos en espacios y límites locales ni se instalan en nuestra memoria por espacios locales, mucho menos se hallarán separados por intervalos, ni tendrán espacios locales, ni necesitarán estar separados del ojo del corazón, de modo que éste puede enviar sus rayos para verlas, todas esas realidades que no tienen semejanza alguna con los cuerpos: la caridad, gozo, longanimidad, paz, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia122. ¿Acaso no están todas esas realidades juntas en uno, sin estrecheces, y son conocidas dentro de sus límites sin periferias regionales? O si no, dime en qué lugar ves la caridad. Sin embargo, la conoces en tanto en cuanto que la puedes contemplar con la mirada de la mente. Sabes que no es grande porque al contemplarla hayas tenido que iluminar una inmensa corpulencia. Cuando ella te habla interiormente para que vivas según ella, no te turba con sonido alguno. Para verla no diriges la luz de tus ojos corporales. Para retenerla con fortaleza, no dispones las fuerzas de tus brazos corporales. Cuando te viene a las mientes, no sientes su paso.
44. He ahí la caridad. Por mucha que haya en nuestra voluntad y por muy clara que la veamos, «no se la ve en lugar, ni se la busca con ojos corporales, ni se la circunscribe con la mirada, ni se la abarca con el tacto, ni se oye su voz, ni se siente su paso». ¿Qué será cuando se trata de Dios, cuyo don en nosotros es la caridad? Nuestro hombre interior, que es una mísera imagen de Dios, no engendrada, sino creada por El, aunque aun se renueva de día en día123, ya habita, sin embargo, en esa luz a la que ninguna sensación de los ojos corporales tiene acceso. Esas cosas que contemplamos en dicha luz con los ojos del corazón se distinguen entre sí, y, no obstante, no están separadas por ningún espacio local. ¿Qué será Dios, que habita en una luz inaccesible124 para los sentidos corporales, a la que no puede tener acceso el mismo corazón a no ser que esté limpio? Anteponemos, pues, esta luz a toda luz corporal, no sólo por un juicio de la razón, sino también por una apetencia del amor. Cuanto mejor podamos hacerlo, tanto mayor será nuestro poder, hasta que sean curados todos los achaques de nuestra alma125 por aquel que tiene compasión con todas nuestras iniquidades. Espiritualizándonos en esa vida más vivaz, podremos juzgarlo todo y por nadie seremos juzgados. Pero el hombre animal no percibe las cosas que son del espíritu de Dios, ya que son estulticia para él; y no puede saberlas, porque habría de juzgar espiritualmente126.
18 45. Si no podemos anteponer la luz que juzga a la luz que es juzgada, preferir la vida intelectiva a la vida únicamente sensitiva, preferir la naturaleza que no tiene una parte aquí y otro allí, sino que las tiene todas juntas en unidad como es nuestra inteligencia, a aquella otra naturaleza que consta de partes tales que la menor es menor que la totalidad, como acontece con los cuerpos, perdemos el tiempo en disputar acerca de tales y tan grandes realidades. Y si ya eso podemos, creamos que nuestro Dios es algo mejor que nuestro entendimiento para que su paz, que sobrepasa a todo entendimiento, guarde nuestros corazones y nuestras inteligencias en Cristo Jesús127. Esa paz que sobrepasa a nuestro entendimiento no es menor que nuestro entendimiento, de modo que, dado que éste es invisible para los ojos corporales, no vayamos a pensar que aquélla es visible. ¿Acaso son distintos la paz de Dios y el esplendor de Dios?128 Ambas no son sino el unigénito Hijo, cuya es también aquella caridad que sobrepasa a la ciencia, por cuyo conocimiento quedaremos llenos de toda la plenitud de Dios129; no es inferior a la luz de nuestra mente que El nos otorga cuando nos ilumina. Y si esa luz es inaccesible a los ojos de la carne, ¿qué será aquella luz que sobrepasa incomparablemente a ella? Tenemos, pues, en nosotros algo que es visible, como el cuerpo, y algo que es invisible, como el hombre interior. Y si lo mejor que tenemos, es decir, la mente y la inteligencia, es invisible para los ojos del cuerpo, ¿cómo aquello que es muy superior a lo mejor que tenemos será visible para lo peor que tenemos?
19 46. Considerado todo esto, pienso que ya comprenderás: está bien dicho que «a Dios no se le ve en un lugar sino con un corazón limpio; que no se le busca con ojos corporales, ni se le circunscribe con la mirada, ni se le abarca con el tacto, ni se oye su voz, ni se siente su paso». Y si en esas frases entendemos algo menos bien, o sentimos de otro modo, también nos revelará Dios eso, si nos mantenemos en el camino al que hemos llegado130. Hemos llegado a creer que Dios no es cuerpo, sino espíritu131; hemos llegado a creer que a Dios nadie le ha visto jamás132 y que Dios es luz y que en El no hay tiniebla alguna133; que en Dios no hay vicisitudes ni sombra de momento134, y que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver135; que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son un Dios sin diversidad alguna ni separación de naturaleza136; que le verán los limpios de corazón137; que seremos semejantes a Él, porque le veremos como Él es138; que Dios es caridad y que quien permanece en caridad permanece en Dios y Dios en Él139; que debemos seguir la paz y la santificación, sin la cual nadie podrá ver a Dios140; que este cuerpo nuestro, corruptible y mortal, se cambiará en la resurrección y se revestirá de incorrupción e inmortalidad; que se siembra un cuerpo animal y resucitará un cuerpo espiritual141, transfigurando el Señor el cuerpo de nuestra humildad para hacerle conforme al cuerpo de su gloria142; que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza143; que por el espíritu de nuestra mente nos renovamos en el conocimiento de Dios según la imagen del que nos creó144. Con estas y otras semejantes autoridades de las Santas Escrituras caminaron por la fe145 aquellos que mediante el auxilio divino progresaron espiritualmente en el entendimiento y pudieron comparar unas con otras las realidades espirituales; ésos vieron que es mejor ver con la mente que con el cuerpo, y que se ven con la mente las cosas que no están contenidas en lugares, ni se separan entre sí por distancias espaciales, ni son menores en una parte que en su totalidad.
47. Por eso dice confiadamente Ambrosio que «a Dios no se le ve en lugar sino con el corazón limpio, ni se le busca con ojos corporales, ni se le circunscribe con la mirada, ni lo se le abarca con el tacto, ni se oye su voz, ni se siente su paso». Se presenta la sustancia divina en las Santas Escrituras como invisible y se lee en las mismas autoridades que muchos le han visto con el cuerpo en lugares corporales, es decir, han visto imágenes incorporales de cosas corporales, como acaece en los sueños y éxtasis. Por eso distinguió el santo varón la naturaleza de Dios de estas visiones, y dice que ésas son elegidas por la voluntad de Dios, no formadas por la naturaleza. Dios hace que éstas aparezcan a algunos, como, cuando y a quienes quiere, permaneciendo oculta e inmutable dentro de El su sustancia. Si nuestra voluntad, permaneciendo latente e inmutable su naturaleza, puede manifestarse mediante palabras, ¡cuánto más fácilmente un Dios todopoderoso podrá aparecer en la forma que quiera a quien quiera, permaneciendo oculta e inmutable su naturaleza, pues de la nada creó todas las cosas y, permaneciendo en sí mismo, todo lo renueva!146
20 48. Nos amonesta Ambrosio a purificar el corazón para aquella visión con que veremos a Dios como Él es. Y pues lo visible se llama cuerpo en el lenguaje corriente, de Dios se dice que es invisible147, para que no se piense que es un cuerpo, no porque haya de privar a los limpios de corazón de la contemplación de su sustancia. Ese grande y supremo galardón es prometido a los que adoran y aman a Dios; el mismo Señor, cuando manifestaba visiblemente y prometía darse a ver a los limpios de corazón, aunque es invisible, dijo: Quien me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré y le manifestaré a mí mismo148. Su naturaleza es invisible como la del Padre, como es también incorruptible149. Ambas cosas, como antes dijimos, las pone juntas el Apóstol al presentarnos la divina sustancia a los hombres con las palabras que pudo. Si han de verla también los ojos corporales en la resurrección, una vez transfigurada la cualidad de los cuerpos, véanlo los que puedan demostrarlo. A mí me place más la sentencia que no otorga tal visión sino a los limpios de corazón y se la niega a los ojos corporales en la misma resurrección.
21 49. Respecto a la cualidad del cuerpo espiritual, que se promete a los que resuciten, no rehúso el aprender algo o el investigarlo. Pero, al disputar sobre este asunto, hemos de librarnos de los vicios, que ordinariamente perturban los estudios humanos y discusiones, porque, pasando sobre lo que está escrito, hay quien se engríe en favor de otro sobre un tercero150. No sea que, mientras con nuestros altercados tratamos de averiguar cómo puede ser visto Dios, perdamos la paz y la santificación, sin la que nadie puede ver a Dios151. Dios lo aparte de nuestros corazones y los haga y los conserve limpios para su contemplación. Puesto que no dudo de que la naturaleza de Dios nunca es vista localmente, no me detengo en investigarlo. Preparado estoy en la paz de la caridad para escuchar a quienes puedan mostrarlo discutiendo y presentar en común mis advertencias sobre si podemos ver con los ojos corporales algo que no se ve en lugar. Hay quienes presumen que Dios mismo es un cuerpo, pensando que lo que no es cuerpo no tiene sustancia alguna. Juzgo que a éstos hay que rechazarlos en absoluto. Y hay quienes creen sin vacilar que Dios no es cuerpo; pero piensan que los que resuciten para la vida eterna verán a Dios con el cuerpo también, porque esperan que la cualidad del cuerpo espiritual será tal que lo que antes era carne se ha de convertir en espíritu. Si ello es así, pienso que es fácil juzgar cuan diferente es esta opinión, mucho más tolerable aunque no sea verdadera, de la opinión antes mencionada. En primer lugar, porque hay gran diferencia en si se piensa respecto al creador a la creatura, algo diverso de lo que es verdad. En segundo lugar, porque se ha de tolerar ese afán de la mente que quiere convertir un cuerpo en un espíritu, no a Dios en un cuerpo. En fin, porque sigue siendo verdad lo que yo dije en aquella mi carta152 respecto a los ojos corporales, a saber, que ni ahora pueden ni entonces podrán ver a Dios. En efecto, yo hablaba de ojos corporales, y no serán entonces corporales los ojos si el cuerpo se convierte en espíritu. Por eso los ojos corporales nunca verán a Dios, porque cuando Dios sea visto, le verá el espíritu, no el cuerpo.
50. Ya sólo nos queda la cuestión del cuerpo espiritual, en cuanto estará revestido de incorrupción e inmortalidad este cuerpo que ahora es mortal y corruptible, y en cuanto de animal se convertirá en espiritual153. Vamos a tratarla con mayor diligencia y cautela, teniendo en cuenta especialmente el cuerpo del Señor, que transfigura el cuerpo de nuestra humildad en conformidad con el cuerpo de su gloria para poder subordinar a sí todas las cosas154. Dios Padre ve al Hijo, y el Hijo al Padre. Luego hemos de rechazar a los que sólo otorgan la visión a los cuerpos. No es lícito decir que el Padre no ve al Hijo; tendría el Padre que estar revestido de un cuerpo para poder ver, si sólo los cuerpos pueden ver. En el mismo principio del mundo, antes de que el Hijo tomase forma alguna de siervo, vio Dios que era buena la luz, el firmamento, el mar, la tierra todo heno, todo árbol, el sol, la luna, las estrellas, los reptiles de alma viviente, las aves del cielo y el alma viva; en fin, vio Dios todas las cosas que había hecho, y eran muy buenas155. Eso lo repite con frecuencia la Escritura respecto a las criaturas. Me causa, pues, extrañeza cómo pudo nacer esa opinión que dice que sólo a los cuerpos les compete la visión. De cualquiera modo de hablar que esa opinión haya nacido, las Escrituras santas no suelen hablar de esa manera. Si ellas no atribuyesen la visión, no sólo al cuerpo, sino también al espíritu, y más al espíritu que al cuerpo, no hubiesen llamado a los profetas con toda propiedad videntes156, pues veían las cosas, aun las futuras, no con el cuerpo, sino con el espíritu.
22 51. Pero cuidemos de no hablar con insolencia, diciendo que el cuerpo ha de perder no sólo la mortalidad y la corruptibilidad, sino también su mismo ser cuerpo por la gloria de la resurrección, para convertirse en espíritu. De ese modo, o se duplicará la sustancia del espíritu, si el cuerpo se convierte en espíritu, o se formará un solo espíritu del hombre, que, al trocarse y convertirse el cuerpo en espíritu, el espíritu no recibirá aumento ni duplicación, ni se producirá aumento alguno de cuantidad. Pero en ese caso es de temer que no se diga otra cosa sino que los cuerpos no sólo no resultarán inmortales con ese cambio, sino que no habrá cuerpos, y que han de perecer sin remisión. Por eso, mientras, con la ayuda de Dios, no podamos averiguar con una investigación esmerada qué es lo que dicen las Escrituras acerca de ese cuerpo espiritual que se promete para la resurrección y qué es lo que hemos de creer con mayor probabilidad, bástenos saber que el Hijo unigénito y Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús157, ve al Padre como Él es visto por el Padre. Y para esa visión de Dios que se nos promete con la resurrección158, no pretendamos llevarnos de este mundo nuestra actual concupiscencia de los ojos159, sino esforcémonos por purificar el corazón con piadoso afecto. No imaginemos una faz corporal cuando el Apóstol dice: Ahora vemos por espejo y enigma, pero entonces faz a faz. Especialmente teniendo en cuenta que el mismo Apóstol dijo más claramente: Ahora sé en parte, pero entonces conoceré como soy conocido. Si entonces hemos de conocer a Dios por su faz corporal, por su faz corporal somos actualmente conocidos. Entonces conoceré —dice— como soy conocido160. Todos entenderán que ese lugar quiere referirse a aquella nuestra faz de la que dice en otro lugar: Nosotros, descubierta la faz y contemplando la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria, como por el espíritu del Señor161, es decir, llevados de la gloria de la fe a la gloria de la contemplación. Eso obra aquella transformación por la que el hombre interior se renueva de día en día162, del cual dice también el apóstol Pedro al tratar de amonestarle sobre la manera de adornarse: No se adornen por fuera con cabellos ondeados, con oro, perlas o vestidos preciosos; sino adórnese aquel escondido hombre del corazón que es rico en la presencia de Dios163. Esa faz que tienen los judíos cubierta por no pasar a Cristo, ya que al pasar cualquiera a Cristo se le quitan los velos, esa misma faz es la que nos descubre a nosotros para que seamos transformados en aquella imagen. Claramente se dice: Un velo ha sido puesto sobre el corazón de ellos164. Ahí, pues, está la faz que ahora se descubre por la fe, aunque vemos en espejo y enigma; entonces veremos faz a faz165.
23 52. Si apruebas esto, admite conmigo la sentencia del bienaventurado Ambrosio, garantizada no ya sólo por su autoridad, sino por la misma Verdad. No me place tan sólo porque principalmente por boca de Ambrosio me libró el Señor del error y por su ministerio me otorgó la gracia del bautismo saludable, como si quisiese devolver el favor a quien me plantó y regó, sino porque en este asunto dijo lo que el mismo Dios, que da el incremento166, dice a quien piensa con piedad y entiende con rectitud: «En la misma resurrección no será fácil ver a Dios sino para aquellos que sean limpios de corazón. Por eso bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Ya había nombrado otras especies de bienaventurados, y, no obstante, no les había prometido la facultad de ver a Dios. Si, pues, verán a Dios aquellos que sean limpios de corazón, los demás no le verán sin duda. Ni los indignos verán a Dios ni podrá verle quien no quisiere verle. A Dios no se le ve en un lugar, sino con un corazón limpio; no se le busca con ojos corporales, ni se le circunscribe con la vista, ni se le abraza con el tacto, ni se oye su voz, ni se siente su paso. Se le ve cuando se le cree ausente y no se le ve cuando se le tiene presente. Ni siquiera todos los apóstoles veían a Cristo, y por eso dijo: ¡Tanto tiempo llevo con vosotros y todavía no me habéis conocido! Sólo quien conoció cuál es la anchura, la longitud, y la altura, y la profundidad, y la supereminente caridad de la ciencia de Cristo, ha visto a Cristo y ha visto también al Padre. Nosotros ya no vemos a Cristo en su carne, sino en espíritu. Puesto que el espíritu que está ante nuestro rostro es Cristo el Señor, dígnese llenarnos, por su misericordia, de toda la plenitud de Dios, para que pueda ser visto por nosotros».
53. Estas son las palabras del santo varón, que no son carnales, sino espirituales. Reconoces, en cuanto puedes entender, que son verdaderas, y no porque las dijo él, sino porque la verdad clama sin estrépito. En cuanto entiendes esto, en tanto entiendes por dónde te has de adherir a Dios, y te preparas en tu interior un lugar incorporal para su mansión, para escuchar el silencio de su narración167 y para ver su forma invisible. Pues bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios168. No se les presentará como un cuerpo a una cierta distancia local. Al venir a ellos y al hacer mansión en ellos, quedarán llenos de toda la plenitud de Dios, no para convertirse ellos en Dios infinito, sino para llenarse ellos plenamente de Dios169. Si sólo podemos imaginar cuerpos y no podemos siquiera pensar en esa facultad con que imaginamos los cuerpos, no busquemos qué decir contra nosotros mismos; más bien purifiquemos el corazón de esa costumbre carnal con la oración, y con la mirada hacia lo que tenemos delante. Para no contentarme con las palabras del bienaventurado Ambrosio, citaré también las del santo Jerónimo: «No son los ojos de carne, sino los de la mente, los que pueden contemplar la divinidad del Padre y aun la del Hijo y la del Espíritu Santo, pues en la Trinidad sólo hay una naturaleza. De esos ojos dijo el mismo Salvador: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Como el mismo Jerónimo afirmó veraz y brevemente en otro lugar, «una cosa incorporal no puede verse con ojos corporales».
54. No he querido presentar las opiniones de tan graves varones sobre un punto tan importante para que pienses que has de seguir la autoridad de cualquier hombre como la autoridad de la Escritura canónica, sino para que los que tienen distinta opinión se esfuercen en ver con la mente lo que es verdad y en buscar a Dios con simplicidad de corazón; así no reprenderán temerariamente a tan doctos expositores de la palabra divina. Y no te mueva lo que algunos dicen con escasa consideración. ¿Qué es lo que entonces han de ver los ojos corporales, si no han de ver a Dios? ¿Acaso quedarán ciegos o nos serán inútiles? No se fijan en lo que dicen: si no hay allí cuerpos, aquellos ojos no serán corporales; si, por el contrario, hay cuerpos, habrá algo que puedan ver los ojos corporales. Pero baste que consideres lo dicho. Leyéndolo y releyéndolo desde el principio de mi carta, quizá advertirás sin vacilación alguna que debespreparar un corazón limpio para ver a Dios con su ayuda. En cuanto al cuerpo espiritual, si Dios me da fuerzas, veré en otro libro lo que soy capaz de averiguar.