CARTA 145

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: La renuncia del mundo, y la gracia.

Agustín saluda en el Señor a Anastasio, señor y hermano santo y deseado.

Hipona. Año 413 ó 414.

1. Se me presenta una magnífica ocasión de saludar a tu sinceridad con la ida a ésa de los honorables siervos de Dios y hermanos nuestros Lupicino y Concordial, por quienes tu caridad podrá saber todo lo que acaece por aquí, aunque yo no te escribiera. Sé cuánto me amas en Cristo, y también sabes con cuánto amor te correspondo en El mismo. Por eso he pensado que podría causarte pesadumbre si vieses a los hermanos sin carta mía, sabiendo que han partido de aquí y que están a mí unidos con tan estrecha familiaridad. Estoy además en deuda contigo, pues desde que recibí tu carta no sé que te haya contestado. Tales son los cuidados que me oprimen y acosan, que ni aun esto sé.

2. Deseo con ansia saber cómo os va y si el Señor os ha otorgado algún sosiego, el que es posible en esta tierra. Porque, si es glorificado un miembro, participan en el gozo todos los otros miembros1. Sucede con frecuencia que, cuando pienso en algunos hermanos míos que gozan de cualquier tranquilidad, en medio de mis angustias me regocijo harto, como si yo mismo viviera tranquila y sosegadamente. Bien es verdad que, cuando las molestias se multiplican en la fragilidad de esta vida, me obligan a desear el descanso eterno. Más peligroso es este mundo cuando es dulce que cuando es molesto, y más hay que huir cuando nos acaricia para que le amemos que cuando nos mueve y obliga a que le despreciemos. Todo lo que en él hay es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición del siglo2; por eso aun a aquellos que anteponen a esto lo espiritual, invisible y eterno, se les desliza la afición a la terrena suavidad y con tales dulzuras acompaña nuestras obligaciones. Cuanto mejores son para la caridad los bienes futuros, tanto más violentos son para la debilidad los presentes. ¡Y ojalá que aquellos que han merecido verlos y lamentarlos merezcan dominarlos y rehuirlos! Eso no lo realiza la voluntad humana sin la gracia de Dios en modo alguno. No puede llamarse libre esa voluntad cuando está sometida a las concupiscencias que la aprisionan y dominan. Porque quien está aprisionado por otro es siervo de él3. Y también dice el mismo Hijo de Dios: Si el hijo os libertare, entonces seréis verdaderamente libres4.

3. La ley nos enseña y nos manda lo que no podemos cumplir sin la gracia. De este modo le muestra al hombre su enfermedad para que la enfermedad descubierta busque al Salvador, el cual sana la voluntad, y entonces pueda cumplir lo que en su enfermedad no podía. La ley, por lo tanto, nos lleva a la fe, la fe reclama un Espíritu más generoso, el Espíritu difunde la caridad, y la caridad cumple la ley. Por eso la ley es llamada pedagogo5, pues bajo su amenazadora severidad será salvo el que invocare el nombre del Señor. ¿Y cómo invocarán a aquel en quien no creyeron?6 Para que la letra no mate, por faltarle el espíritu7, el Espíritu vivificante se otorga a los que creen e invocan. La caridad, por su parte, se difunde en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha donado8, para que se realice lo que el mismo Apóstol afirma: La plenitud de la ley es la caridad9. Buena es la ley para quien usa legítimamente de ella; pero usa legítimamente de ella quien sabe para qué fue dada y bajo su amenaza recurre a la gracia libertadora. Quien es ingrato hacia esta gracia, que justifica al impío, confiando en sus poderes para cumplir la ley, ignora la justicia de Dios y pretende establecer la suya; no es súbdito de la justicia de Dios10, y por eso la ley es para él, no una ayuda para liberarse del pecado, sino algo que lo ata a él. No porque la ley sea un mal, sino porque, como está escrito, el pecado produce la muerte por el bien para los tales11. Porque con mayor gravedad delinque bajo el mandato el que por el mandato sabe cuán malo es lo que hace.

4. En vano se tiene por vencedor del pecado quien no peca por temor del castigo. Porque, aunque no ejecuta al exterioreldeseo de la mala apetencia, la mala apetencia queda dentro como enemigo interior. ¿Quién será considerado inocente en la presencia de Dios, si desea hacer lo que está prohibido, y lo haría si se suprimiese el castigo que teme? Por eso es reo en su propia voluntad quien quiere hacer lo que es ilícito y sólo deja de hacerlo porque no puede hacerlo impunemente. En cuanto de él depende, querría que no hubiese una justicia que prohíbe y castiga los pecados. Si quiere que no exista la justicia, ¿quién duda que la suprimiría si pudiera? ¿Y cómo será justo un tal enemigo de la justicia, que, si pudiera, la suprimiría cuando manda, para no tener que sufrirla cuando amenaza o juzga? Enemigo es, pues, de la justicia quien no peca por temor al castigo; sólo es amigo de ella quien por su amor no peca. Entonces es cuando de veras temerá pecar. Porque quien teme al infierno, no teme pecar, sino arder; teme pecar quien odia al pecado como al infierno. Ese es el temor casto de Dios, que permanece para siempre. En cambio, el temor del castigo lleva su tormento, no radica en la caridad y la perfecta caridad lo lanza afuera12.

5. Cabalmente, en tanto odia uno al pecado en cuanto ama la justicia. Eso no podrá lograrlo mediante la ley, que amenaza con la letra, sino mediante el Espíritu, que cura con la gracia. Entonces se realiza lo que nos avisa el Apóstol: Hablo humanamente en atención a la debilidad de vuestra carne: como entregasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad para vivir en la iniquidad, así ofreced ahora vuestros miembros para servir a la justicia para la santificación13. Ese como aquello... así esto quiere decir: Así como ningún temor os obligaba a pecar, sino que pecabais por la misma concupiscencia y placer del pecado, así para vivir justamente no os lleve el miedo del suplicio, sino el deleite de la caridad y de la justicia. Y aun ésta, a mi juicio, no es una justicia perfecta, sino simplemente adulta. Porque no en vano antepuso Pablo estas palabras: Hablo humanamente en atención a la debilidad de vuestra carne. Eso significa que les hubiese dicho algo más, si ellos lo hubiesen podido soportar. Porque mayor servidumbre se debe a la justicia que la que suelen los hombres ofrecer al pecado. La pena corporal no nos retrae del deseo, sino de la ejecución del pecado; es fácil que nadie cometa el pecado en público, aunque sienta una ilícita e inmunda voluntad, si sabe con certeza que ha de seguirse al instante el tormento del castigo. Pero la justicia hay que amarla de modo que las penas corporales no nos retraigan de ejecutar sus obras; así, aun entre las manos de los más crueles enemigos deben brillar nuestras obras delante de los hombres, para que aquellos a quienes pueden agradar esas obras, glorifiquen a nuestro Padre, que está en los cielos14.

6. He ahí por qué aquel vigoroso amador de la justicia exclama: ¿Quién nos separará de la caridad de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el riesgo, o la espada? Como está escrito: Que por ti somos llevados a la muerte todo el día; estamos destinados como ovejas al matadero15. Pero en todo esto obtenemos la victoria por aquel que nos amó. Por eso estoy cierto de que ni la muerte, ni la vida, ni el ángel, ni el principado, ni lo presente, ni lo futuro, ni la virtud, ni la profundidad, ni la alteza, ni criatura alguna nos podrá separar de la caridad de Dios, que es Cristo Jesús16. Mira cómo no dijo simplemente: ¿Quién nos separará de Cristo?, Sino que, para mostrar cómo nos hemos de unir a Cristo, dice: ¿Quién nos separará de la caridad de Cristo? Nos unimos, pues, a Cristo por la caridad, no por el temor de la pena. Cita luego algunos instrumentos que parecen revestir cierta violencia, pero no pueden consumar la separación; y concluye de modo que llama caridad de Dios a la que antes llamaba caridad de Cristo. ¿Y qué es la caridad de Cristo sino la caridad de la justicia? De Él está escrito: Fue hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia y santificación y redención, para que, como está escrito, quien se gloríe se gloríe en el Señor17. Como es inicuo aquel a quien ni las penas corporales apartan de las inmundas obras de su sórdido placer, así es justísimo aquel a quien ni el terror de las penas corporales aparta de las santas obras de la luminosa caridad.

7. Esa caridad de Dios, y esto no hay que arrojarlo del pensamiento, se difunde en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha donado, para que quien se gloríe se gloríe en el Señor18. Cuando nos sentimos pobres y necesitados de esta caridad, con la que de veras se cumple la ley, no debemos exigir sus riquezas desde nuestra pobreza; debemos pedir, buscar y llamar en la oración19, para que aquel en quien está la fuente de la vida nos permita embriagarnos en la fertilidad de su casa y abrevarnos en el torrente de sus delicias20. Para que, sumergidos y vigorizados en ese torrente, no sólo no nos embargue la tristeza, sino que nos gloriemos en la tribulación, sabiendo que la tribulación obra la paciencia; la paciencia, la prueba; la prueba, la esperanza, y la esperanza no confunde21. Y no porque nosotros tengamos ese poder por nosotros mismos, sino porque la caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha donado.

8. Me gusta decirte estas cosas, por lo menos por carta, ya que no puedo hablar en tu presencia. Y eso no por ti, que consientes con los humildes22 y no tienes altos pensamientos, sino por algunos otros, que atribuyen excesivo poder a la humana voluntad, diciendo que ella se basta para cumplir la ley, una vez que se la dan, aunque ninguna gracia de santa inspiración venga a añadirse a la manifestación de la ley. Sus discusiones persuaden a esta mísera e indigente debilidad humana que no debemos orar para librarnos de caer en la tentación. No osan decirlo así abiertamente, pero, quieran o no, se sigue de su sentencia. ¿Por qué se nos dice: Vigilad y orad para que no caigáis en la tentación?23 ¿Por qué, al exhortarnos así, cuando nos enseñan a orar, nos mandan decir: No nos dejes caer en la tentación24, si no se cumple por la ayuda de la gracia divina, sino que todo depende del albedrío de la voluntad humana? ¿Para qué más? Saluda a los hermanos que están contigo y orad por mí para que sea salvo, según aquella salvación de la que se dice: No es necesario el médico para los sanos, sino para los enfermos; no vine a llamar a los justos, sino a los pecadores25. Orad, pues, por mí, para que sea justo. Es cierto que eso no lo logrará el hombre si no conoce y quiere, y lo logrará si quiere plenamente. Pero no querrá plenamente si el Espíritu no le sana con la gracia y le ayuda para que pueda.