Tema: Respuesta a dos cartas de Marcelino con varios puntos
Agustín saludo en el Señor a Marcelino, señor eximio, justamente insigne, a la vez que muy amadísimo hijo.
Hipona. Verano de 412
1. He buscado, para contestarte, la carta que me enviaste por Bonifacio, santo hermano y compañero mío en el episcopado. No la hallé. Pero recuerdo que me preguntabas en ella cómo los magos de Faraón, al ver convertida en sangre toda el agua de Egipto, hallaron medio de hacer algo parecido1. Esa cuestión suele resolverse de dos modos. O porque les ofrecieron agua del mar, o, lo que es más creíble, porque aquella región en que estaban los hebreos estaba libre de las plagas2. En algunos lugares de la Escritura, aunque no se diga, se sobrentiende lo que debe entenderse.
2. La otra carta tuya, que me trajo el presbítero Urbano, me propone un problema no de los libros divinos, sino de los míos, de los que escribí sobre El libre albedrío. En tales cuestiones no me preocupo gran cosa. Porque, aunque mi sentencia no pueda defenderse con una razón evidente, es sentencia mía; no lo es de un autor, a quien sería ilícito contradecir aun en aquellos casos en que el sentido nos resulta inaceptable, porque no entendemos al autor. Confieso que me esfuerzo por pertenecer al número de aquellos que escriben progresando y progresan escribiendo. Si he escrito con menos conocimiento o cautela, deslices que no sólo pueden ver y reprender otros, sino también yo mismo, en la medida en que progreso, no hay que maravillarse ni lamentarlo. Basta con perdonarlo y congratularse, no porque era un error, sino porque se ha subsanado. Con demasiada perversidad se ama a sí mismo quien quiere que los otros yerren también para que su error no se descubra. Cuánto mejor y más útil es que, donde él erró, no yerren los otros, y que le saquen del error con un aviso. Si no quiere salir del error, por lo menos no tenga compañeros en él. Dios me otorgue lo que deseo, a saber, el recoger y mostrar en un librito compuesto con tal fin todo lo que con razón me desagrada de mis libros. Entonces verán los hombres qué poco aceptador de mi persona soy3.
3. Vosotros, que tanto me amáis, trabajáis en vano. Habéis tomado a pechos una mala causa. Seréis derrotados fácilmente ante mi propio tribunal si afirmáis, contra todos aquellos que me reprenden con malicia, ignorancia o inteligencia, que soy tal que no me he equivocado en ninguno de mis escritos. No me agrada que aquellos a quienes amo me tengan por tal cual no soy. Eso quiere decir que no me aman a mí, sino a otro bajo mi nombre, si aman no lo que soy, sino lo que no soy. Soy amado por ellos en cuanto me conocen o creen de mi lo que es verdad; pero en cuanto me atribuyen lo que no reconocen en mí, o lo que no es verdad, aman en mi lugar a ese que es tal cual ellos me pintan. Por esto, si ya al menos conoces de mí lo que yo digo humildemente de mi persona, no hables falazmente de mí, pues no soy tal como me alaban. Tulio, el máximo escritor de la lengua romana, dijo de alguien: «Jamás dijo palabra que hubiere deseado revocar».Esta alabanza, aunque parece nobilísima, es más creíble en boca de quien es demasiadamente fatuo, más que en la de quien es sabio perfecto. Esos que el vulgo llamaimbéciles, cuanto más lejos están del sentido común y cuanto más absurdos e insulsos son, tanto menos dicen palabras que deseen revocar, porque el arrepentirse de un dicho malo, necio o inoportuno es propio de gente cuerda. Si se tomó en el buen sentido, de modo que hemos de creer que hubo alguien que por haber hablado siempre sabiamente nunca dijo palabra que hubiese deseado revocar, hemos de referirlo más bien con piedad salvadora a los hombres de Dios, que hablaron movidos por el Espíritu Santo, antes que a ese a quien así alaba Cicerón. Por mi parte, tan lejos estoy de esa excelencia, que, si no digo palabra que no deseara revocar, he de estar más cerca del fatuo que del sabio. Sólo son dignos de la más alta autoridad los escritos de aquel que no dijo palabra, no que quisiera revocar, sino que tuviera obligación de revocar. Quien no naya conseguido eso, conténtese con el segundo puesto, el de la modestia, pues no pudo mantener el primero, el de la sabiduría; y pues no pudo decir cosas de las que no se tuviese que arrepentir, arrepiéntase de las que sabe que no debió decir.
4. Al contrario de lo que algunos carísimos míos piensan de mí, no he dicho pocas, sino muchas palabras, quizá más de las que los maldicientes opinan, que quisiera revocar si pudiera.Por eso no me seduce la sentencia de Tulio cuando dice: «No dijo palabra alguna que quisiera revocar», sino que me atormenta la sentencia de Horacio: «La palabra soltada no sabe volver». He ahí por qué retengo más de lo que queréis y toleráis los libros en que toco cuestiones harto peligrosas, a saber,sobre El Génesis ysobre La Trinidad. Si es inevitable que contengan puntos reprensibles, quiero que sean menos de los que serían si los publicase con menos prudencia y con precipitada ligereza. Vosotros me urgís para que se publiquen pronto, para que yo pueda defenderlos mientras vivo, como lo indica vuestra carta y como me lo ha escrito también nuestro hermano y compañero mío en el episcopado Florencio: quizá los enemigos mordaces o los amigos tardos de inteligencia comenzarán a denunciar algunos puntos. Así habláis, pensando que en ellos no ha de haber cosas que puedan vituperarse con razón; de otro modo no me exhortaríais a publicarlos cuanto antes, sino a corregirlos con mayor diligencia. Pero yo atiendo más bien a los jueces verdaderos y severos con verdad, entre los cuales quiero ante todo contarme a mí mismo; así los otros no hallarán qué reprender sino lo que yo no he podido descubrir después de un esmerado escrutinio.
5. Siendo esto así, lo que yo dije en el tercer libro sobre El libre albedrío, al tratar de la sustancia racional, es: «En los cuerpos inferiores, después del pecado, el alma ordenada gobierna su cuerpo, no a su albedrío puramente, sino en cuanto se lo permiten las leyes del universo». Los que piensan que establecí cosa fija y cierta sobre el alma humana, adviertan con diligencia que esa alma se propaga de los padres o cometió un pecado en las acciones de su vida superior y celeste para merecer ser encerrada en una carne corruptible. Vean que medí las palabras, de modo que retengo lo que tengo por cierto, a saber: que, después del pecado del primer hombre, todos los demás nacen en carne de pecado, que para sanarla vino el Señor en semejanza de carne de pecado. Pero, en lo demás, las frases suenan de manera que no sientan prejuicio sobre aquellas cuatro opiniones que luego distinguí y expliqué. No confirmé ninguna de ellas, sino que corté la discusión y traté lo que llevaba entre manos, para que, fuese cual fuese la verdadera, se diese sin duda alguna gloria a Dios.
6. Ya se propaguen todas las almas de la primera, ya sean creadas particularmente en cada persona, ya, creadas con anterioridad, sean enviadas al cuerpo, ya entren espontáneamente en los cuerpos, no cabe duda de que esta criatura racional, es decir, la naturaleza del alma humana, ordenada después del pecado en los cuerpos inferiores, es decir, terrenos, gobierna el suyo no enteramente a su albedrío, puesto que consta el pecado del primer hombre. No se dice allí «después de su pecado» o «después que pecó», sino simplemente después del pecado. Al discutir y declarar más tarde la razón, podía entenderse perfectamente que, ya fuese por un pecado personal, ya por un pecado del padre de su carne, podía decirse: «Ordenada después del pecado en los cuerpos inferiores, gobierna el suyo, pero no enteramente a su albedrío», puesto que la carne desea contra el espíritu4, y gemimos abrumados, y el cuerpo que se corrompe sobrecarga al alma5. ¿Quién describirá todas las incomodidades de la fragilidad carnal? Y, sin embargo, desaparecerán cuando esto corruptible se revista de incorrupción para que lo mortal sea absorbido por la vida6. Entonces gobernará el alma al cuerpo espiritual enteramente a su albedrío, mientras ahora no es así, sino en cuanto lo permiten las leyes del universo, por las que está establecido que los cuerpos que nacen mueran y que al crecer envejezcan. El alma del primer hombre, aunque antes del pecado no tenía un cuerpo espiritual, sino animal, sin embargo, lo gobernaba a su albedrío. Pero después del pecado, es decir, después que el pecado fue cometido en aquella carne, de la que después había de propagarse la carne de pecado, el alma racional ha quedado ordenada entre los cuernos inferiores, y ya no gobierna al cuerno a su puro albedrío. Puede alguien protestar por los niños, pues no han cometido pecados personales aún, pero ya son carne de pecado, pues hubo necesidad de medicina para sanarlos cuando se les bautizó7. Pero ni aun así puede nadie molestarse por mis palabras. Porque, si no me engaño, consta que esa carne comenzó a propagarse después del pecado, aunque la causa de su enfermedad no sea el vicio, sino la naturaleza. En efecto, ni Adán fue creado así ni engendró a nadir antes del pecado.
7. Busquen, pues, otras cosas que reprender no sólo en los libros que he publicado con excesivas prisas, sino también en esos mismos sobre El libre albedrío. No niego que encontrarán con qué hacerme, incluso, un beneficio. Si los libros no pueden ser ya corregidos, porque han ido a parar a muchas manos, yo puedo ser corregido aún, pues estoy vivo. En cambio, esas palabras que yo pesé cautamente, sin imponer a nadie una razón u opinión de las cuatro mencionadas acerca del origen del alma, podrán reprenderlas únicamente aquellos que me reprenden cabalmente por mi vacilación sobre un asunto tan obscuro. No me defenderé contra éstos, diciendo que hago bien vacilando en ese punto. No dudo de que el alma es inmortal, aunque no como Dios, el único que tiene la inmortalidad8, sino de un modo propio. Tampoco dudo de que es criatura, no sustancia del Creador, y algunas otras cosas que tengo por ciertas. Pero la obscuridad del intrincado problema del origen del alma me obliga a comportarme como lo hice. Traten, pues, más bien de alargar una mano al que confiesa su duda y anhela conocer qué hay de verdad en todo eso. Enséñenme, si pueden, o muestren si algo han logrado aclarar sobre este punto con una razón cierta o lo han creído por un testimonio divino claro. Porque si la razón se vuelve contra la autoridad de las Sagradas Escrituras, por muy aguda que sea, engaña con una apariencia de verdad. En ninguna forma puede ser verdadera. Igualmente, si a una razón evidente trata alguien de oponer la autoridad de las Sagradas Escrituras, no entiende quien eso hace: opone a la verdad, no el sentido de aquellas Escrituras, al que no ha logrado llegar, sino el suyo propio. Opone lo que encontró no en ellas, sino en sí mismo, como si fuese en ellas.
8. Por ejemplo, atiende bien a lo que voy a decirte. Casi al fin del libro que se llama Eclesiastés, al tratar de la disolución del hombre que se realiza por esta muerte que separa el alma del cuerpo, dice así la Escritura: El polvo se convierta en tierra, como fue, y vuélvase el espíritu a Dios, que fue quien lo dio9. La sentencia de esta autoridad es cierta sin duda y a nadie engaña con falsedad. Pero supongamos que alguien la cita para tratar de probar la propagación de las almas, diciendo que todas vienen de aquella que dio Dios al primer hombre. Parece favorecerle lo que en ese pasaje se dice de la carne bajo el nombre de polvo, pues por polvo y espíritu no se ha de entender en este lugar otra cosa que cuerpo y alma. Dirá, pues, que el alma se vuelve a Dios, pues viene de aquella alma que Dios dio al primer hombre, como se convierte la carne en tierra, pues viene de la propagación de la carne que en aquel primer hombre salió de la tierra; pretenderá que esto, que es tan claro cuando se trata de la carne, debemos creerlo del alma, aunque es tan obscuro. Porque la duda no afecta a la propagación de la carne, sino a la del alma, y ambas cosas se citan en ese testimonio, como si se correspondiesen las palabras con una misma razón, a saber: la carne se convierte en tierra, como fue tierra, pues de ésta fue tomada cuando fue hecho el primer hombre; el espíritu se vuelve a Dios, que lo dio cuando insufló el aliento de la vida en la faz del hombre que acababa de hacer, y el hombre se convirtió en alma viva10, para que de ambos principios se fuesen propagando ambas cosas.
9. Pero supongamos que es verdad que las almas no se propagan de aquella primera, sino que Dios, creándolas en otra parte, las va dando a cada uno de los hombres. También en este caso se interpreta bien la sentencia: Vuélvase el espíritu a Dios, que fue quien lo dio. Sólo parecen excluirse las otras dos opiniones. En efecto, si cuando son creados los hombres se les fuese haciendo un alma propia para cada individuo, parece que no debería decir Vuélvase el espíritu a Dios, que lo dio, sino a Dios, que lo creó. Porque el verbo dar parece que indica que ya existe en otra parte lo que se da. También podría apurarse la expresión vuélvase al Señor, diciendo: «¿Cómo se volverá a donde nunca había estado?» Los que eso critican, afirman que debería decir: «Vaya o marche a Dios», más bien que vuélvase a Dios, si hemos de creer que tal espíritu nunca estuvo en Dios. Tampoco se explicaría que las almas cayeran espontáneamente dentro de los cuerpos, pues se dice expresamente que Dios lo dio. Por eso, como dije, estas dos opiniones hallan dificultad bajo las palabras de ese testimonio, tanto la que defiende que cada alma es creada en cada cuerpo como la que defiende que las almas entran espontáneamente en sus cuerpos. En cambio, pueden acomodarse perfectamente a estas palabras las otras dos opiniones, ya se propaguen todas las almas de una sola, ya sean creadas primeramente en Dios y estén en Dios hasta que vayan siendo dadas a los cuerpos individuales.
10. Sin embargo, los que defienden que las almas son hechas con sus cuerpos individuales pueden afirmar que se dice que Dios dio el espíritu o el alma, como se dice justamente que nos dio los ojos, o los oídos, o las manos, o cualquier otra cosa, sin que hubiese hecho esos miembros en otra parte y los hubiese guardado para darlos cuando fuere menester, es decir, para añadirlos o pegarlos al cuerpo, sino que los hizo en el cuerpo cuando se dice que los dio. No veo que se les pueda objetar nada, a no ser que se aduzcan otros testimonios o se les refute con una razón cierta. Del mismo modo, aquellos que opinan que las almas entran espontáneamente en sus cuerpos entienden que se dijo Dios lo dio, como se dice: Dios los entregó a la concupiscencia de su corazón11. Por lo tanto, sólo nos queda la expresión vuélvase a Dios, explicando cómo puede el alma volver a donde nunca estuvo con anterioridad, si las almas son hechas en sus cuerpos individuales. Esa palabra pone en un aprieto a una de las cuatro opiniones. Pero no creo que por esa sola palabra hayamos de reprobarla temerariamente, pues quizá se demuestre que pudo decirse eso por un género de locución de los que suele usar la Sagrada Escritura; en ese caso se entenderá que vuelve a Dios el espíritu creado como al Hacedor que lo creó, no como a aquel en quien primero estuvo.
11. Te escribo para que quien quiera defender y sostener cualquiera de las cuatro opiniones mencionadas aduzca tales testimonios de las Sagradas Escrituran canónicas, que no puedan interpretarse de otro modo, como, por ejemplo, que Dios hizo al hombre, o una razón tan cierta que no admita contradicción, o la contradicción se equipare a una locura, como, por ejemplo, cuando uno dice que sólo quien está vivo puede conocer la verdad o equivocarse. Para saber que esto es verdad, no necesitamos la autoridad de las Escrituras. El mismo sentido común proclama con tal evidencia que esto es verdad, que quien lo contradiga será tenido por demente en extremo. Si alguien en esta oscurísima cuestión del alma puede presentar tales pruebas, ilustre mi ignorancia. Y si no puede, no me culpe por mi vacilación.
12. Si lo que he escrito acerca de la virginidad de Santa María no te convence que pudo ser así, hay que negar todos los milagros que se realizaron en los cuerpos. Si no se cree porque sólo una vez ocurrió, pregúntale a tu amigo si no ha leído en los autores profanos cosas que sólo ocurrieron una vez; y, no obstante, lo cree. No lo tiene por fabulosa vanidad, sino por fe histórica, según piensa. Pregúntaselo, por favor. Si niega que en sus autores se encuentran tales cosas, hay que instruirlo al respecto. Pero si lo confiesa, ya está resuelta la cuestión.