Nota sobre la siguiente carta
(Revisiones (II, 66 [40])
1. Escribí también un libro bastante voluminoso —creo yo— dirigido a los donatistas después del debate tenido con sus obispos. Lo hice para que en adelante no pudieran engañar más. Allí di respuesta, además, a unas cuantas objeciones insustanciales suyas que llegaron a mis oídos, y de las que —una vez derrotados en el debate— se envalentonaban jactanciosamente donde y cuando podían. Hago también la relación de las actas del debate. De ellas se deduce resumidamente todo lo allí ocurrido.
Con mucha más brevedad he tratado este asunto en una carta (Ep. 141) enviada a dichos obispos. Es de notar que esta carta se escribió con el placet de todos los obispos que estábamos presentes en el concilio de Numidia. No es, por tanto, una de mis cartas personales. Comienza así: Silvanus senex, Valentinus, Innocentius, Maxíminus, Optatus, Augustinus...
2. El libro comienza así: Quid adhuc, Donatistae, seducimini?
Tema: Lo acontecido en la conferencia de Cartago.
El primado Silvano, Valentín, Aurelio, Inocencio, Maximino, Optato, Agustín, Donato y los demás obispos de Zerta, a los donatistas.
Zerta. 14 de junio de 412
1. A nuestros oídos ha llegado el rumor de que vuestros obispos dicen que el juez instructor de la causa fue corrompido con dinero para que dictase sentencia contra ellos, de que vosotros lo creéis con facilidad y de que por eso muchos de vosotros no quieren someterse a la verdad. Así nos ha parecido bien, pues nos urge la caridad del Señor, dirigiros desde nuestro concilio este escrito para advertiros ante todo que tales mentiras os las presentan ellos tras haber sido vencidos y convencidos. En el rescripto que con ocasión de la conferencia compusieron y firmaron con sus nombres y rúbricas decían que éramos traidores y perseguidores suyos. Pero se averiguó su falsedad y mentira manifiesta, y se les convenció también de ella. De igual modo, tratando de gloriarse de la muchedumbre de sus coepíscopos, insertaron nombres de algunos ausentes y hasta de un muerto. Pero cuando les preguntamos dónde estaba, cegados por una turbación repentina, contestaron que había muerto en el camino. Al preguntarles cómo pudo subscribir el documento en Cartago, si había muerto en el camino, más ciegos aún, incurrieron en otra mentira, diciendo que había muerto en el camino a su regreso de Cartago. Pero de sus mentiras no pudieron librarse. Ya veis quiénes son esos a los que dais fe cuando hablan de la antigua tradición o de la corrupción del juez de causa, pues ni ese mismo rescripto, en que nos echaban en cara el crimen de traición, pudieron redactarlo sin crimen de falsedad. Por si no pudiereis llegar a conocer las voluminosas actas o tenéis por demasiado pesado el leerlas, os recogemos lo que hemos creído más necesario en esta carta como en compendio.
2. Llegamos a Cartago nosotros y vuestros obispos. Nos reunimos todos, aunque al principio ellos rehusaban hacerlo y decían que era indigno. De cada parte se eligieron siete delegados para hablar en nombre de todos. Se eligieron otros siete consejeros de cada parte para consultar con ellos cuando se estimase conveniente. Se eligieron además cuatro escrutadores de cada parte, para vigilar la formación de las actas, sin que se citaran falsamente palabras de nadie. Dimos de ambas partes cuatro notarios para que, alternando de dos en dos, asistiesen a los taquígrafos del juez con el fin de que ninguno de nosotros se quejase de que no se consignaban palabras dichas por él. A esta escrupulosa diligencia se añadió la de que cada uno de nosotros y el juez mismo fuésemos subscribiendo nuestras palabras, para que nadie alegara que sus palabras se habían alterado más tarde. Así las actas serán leídas en todos los lugares en que se estime conveniente darlas a conocer, en vida de todos los que las subscribieron, y la verdad llegará con suficientes garantías a la posteridad. No seáis, pues, ingratos hacia tan gran misericordia de Dios como la que os otorga con tantas previsiones. No quedó excusa alguna. Demasiado endurecidos, demasiado diabólicos son los corazones que todavía resisten a una tal demostración de la verdad.
3. Mirad. Los obispos de vuestro partido, elegidos por todos para que hablasen en nombre de todos, se esforzaron cuanto pudieron por que no se tratase esta causa, por la que se había reunido en Cartago tal muchedumbre de obispos de ambos partidos de toda el África y de tan distantes regiones. Cuando todos con la mayor expectación esperaban lo que se había de tratar, ellos exigían con vehemencia que nada se tratase. ¿Por qué así sino porque sabían que era mala su causa y no podían dudar de que serían vencidos con facilidad si se trataba? Esa su disposición y su miedo de tocar la causa demostraban que ya estaban vencidos. Si hubiesen logrado arrancarle al juez lo que pretendían, si no se hubiese celebrado la conferencia, y la verdad no hubiese aparecido en nuestras discusiones, ¿qué os hubiesen dicho al volver de Cartago? ¿Qué os hubiesen mostrado? Creo que os hubiesen mostrado las actas para deciros: «Nosotros insistíamos en que la conferencia no se celebrase, ellos en que se celebrase. ¿Queréis ver lo que hemos tratado? Ahí tenéis cómo los hemos vencido, pues nada se ha tratado». Vosotros quizá les hubieseis contestado, si es que tenéis razón: «Si nada habíais de tratar, ¿para qué fuisteis? O mejor, si nada hicisteis, ¿por qué volvisteis?»
4. En fin, no pudieron lograr lo que pretendían, es decir, el suprimir la conferencia. Y su desarrollo demostró qué era lo que temían, pues fueron derrotados en todo. Porque confesaron que nada tenían que decir en contra de la Iglesia católica, difundida por todo el universo. Fueron aplastados por los divinos testimonios de las Sagradas Escrituras, pues en ellos aparece la Iglesia, que comienza en Jerusalén, crece por los lugares en que los apóstoles predicaron1, cuyos nombres consignaron en las mismas cartas y Hechos, y desde allí se sigue difundiendo por todas las naciones. Manifestaron con voz clara que ninguna objeción tenían contra esta Iglesia, por lo que no puede ser más evidente nuestra victoria en el nombre de Dios. Porque, al confirmar esa Iglesia con la que nosotros comulgamos, mientras que es notorio que ellos no comulgan con ella, demuestran que llevaban ya mucho tiempo vencidos. A vosotros, si tenéis sentido, os demuestran lo que debéis rechazar y lo que debéis aceptar, no mediante esa falacia con que no cesan de predicaros mentiras, sino mediante aquella verdad que se han visto obligados a confesar en su derrota.
5. Cualquiera, pues, que se haya separado de esta Iglesia católica, aunque crea que vive virtuosamente, no obtendrá la vida por el único crimen de haberse separado de la unidad de Cristo, sino que la ira de Dios permanece sobre él. En cambio, quien viva bien en esta Iglesia no sufre daño alguno por ajenos pecados, porque en ella cada uno llevará su carga2, como dice el Apóstol. Y también: Cualquiera que —en ella— comiere el cuerpo de Cristo indignamente, come y bebe su propia condenación3, pues también esto lo escribió el Apóstol. Al decir come su propia condenación, muestra bien que no come la condenación para otro, sino para sí. Esto hicimos, demostramos y logramos, pues nadie se mancha por comulgar con los malos cuando participa de los sacramentos, sino cuando consiente en sus obras. Si uno no consiente en esas obras malas, el malo llevará su causa y su persona, pero no sienta prejuicio contra aquel que no fue su compañero de crimen por no haber consentido en su mal.
6. También esto se vieron obligados a confesarlo con voz clara, aunque no cuando se trató el punto, sino cuando se trataba de otra cuestión. En efecto, se tocó la causa de Ceciliano, causa que nosotros distinguíamos de la de la Iglesia. Dispuestos estábamos a anatematizarle si se descubría su iniquidad, pero sin abandonar por eso la Iglesia de Cristo, contra la que no podía sentar prejuicio Ceciliano con su mala causa. Entonces leyeron ellos lo establecido por el concilio de Cartago; citaron setenta sentencias, más o menos, pronunciadas por otros tantos obispos contra el ausente Ceciliano. Respondimos que ese concilio no perjudicaba a Ceciliano estando ausente, como el concilio más numeroso del partido de Donato no perjudicó a Primiano, ausente también, cuando le condenaron cien obispos, más o menos, en la causa de Maximiano. Al citarles la causa de Maximiano se turbaron. Saben por ella que han vuelto a recibir con todos los honores a los que condenaron; saben que han confirmado el bautismo administrado en el sacrílego cisma de Maximiano, y no lo han anulado; saben que, al anatematizarlos en el concilio de Bagai, a algunos de los que estaban en el cisma les dieron un plazo, afirmando que no los habían mancillado las plantas del sacrílego retoño de Maximiano. Por eso, cuando oyeron que se les citaba a esa causa, se estremecieron y turbaron. Olvidándose de lo que antes discutían con nosotros, dijeron de improviso: «Una causa no sienta prejuicio contra otra causa, ni una persona contra otra». Así confirmaron con sus palabras lo que antes decíamos nosotros de la Iglesia, a saber: la causa de Ceciliano, fuese la que fuese, no podía sentar prejuicio, no sólo contra la Iglesia transmarina, contra la que confesaron no tener nada que decir, sino tampoco contra la iglesia católica africana, que está unida y comulga con la transmarina, si es cierto que no sienta prejuicio contra el partido de Donato ni Maximiano que con otros compañeros suyos condenó a Primiano, ni Feliciano que condenó con él a Primiano y luego en el proceso a Primiano fue condenado por el partido de Donato, partido en el que ahora es recibido y al que se une en calidad de obispo, como lo era antes; si es cierto que Maximiano no sienta prejuicio contra sus compañeros, pues a estos se les concedió un plazo, afirmando que no habían sido mancillados por estar con él, puesto que «una causa no sienta prejuicio contra otra, ni una persona contra otra».
7. ¿Qué más queréis? Recargaron las actas de muchas palabras superfluas. Como no pudieron impedir que la causa se tratase, lograron, a fuerza de hablar, que sea muy difícil de leer lo que se trató. Pero estas pocas palabras deberán bastaros para que por no sé qué crímenes de no sé qué hombres no dejéis de amar la unidad de la Iglesia católica. Porque, como ellos dijeron, repasaron y subscribieron, «una causa no sienta prejuicio contra otra, ni una persona contra otra». La causa de Ceciliano no es la de la Iglesia. Pero nosotros nos encargamos de defenderle, para que también aquí se descubriese la calumnia. También aquí fueron derrotados netamente: no pudieron probar ninguno de los cargos que hacían a Ceciliano. Además, respecto a ese crimen de la entrega de los libros sagrados, nosotros alegamos las actas episcopales, y les citamos por ellas los nombres de algunos que condenaron a Ceciliano ausente y eran manifiestamente traidores. Ellos, que nada tenían que contestar, afirmaron que las actas estaban falsificadas, pero no pudieron probarlo.
8. Es más, confesaron, o más bien alardearon, como de un motivo de gloria, de que Ceciliano había sido acusado por sus predecesores ante el emperador Constantino. Y añadieron una mentira, a saber: que tras su acusación, el emperador lo condenó. Pero fueron derrotados de nuevo. Suelen ellos ofuscaros con la niebla del error, despertando la ira contra nosotros y haciéndonos odiosos a vosotros precisamente porque tratamos la causa de la Iglesia ante los emperadores. He ahí que sus mayores, de cuyos nombres se glorían, trataron la causa de la Iglesia ante el emperador, persiguieron con acusaciones a Ceciliano ante el emperador, dijeron que estaba condenado. Que no os seduzcan ya con esas vanas y mentirosas palabras. Volved a vuestro corazón, temed a Dios, acoged la verdad, abandonad la falsedad. Lo que ya habéis padecido por las leyes imperiales, no lo habéis padecido por la justicia, sino por la iniquidad. No podréis decir que somos injustos precisamente porque no se debió obrar con vosotros de manera que el emperador os apartara de vuestra iniquidad. Ahí tenéis a vuestros obispos: han confesado que sus mayores se condujeron con Ceciliano del modo como vosotros no queréis ser tratados. Bien claro quedó, por propia confesión y profesión de ellos, que persiguieron a Ceciliano ante el emperador. En cambio, no quedó constancia de que Ceciliano fuese condenado por el mismo. Quedó claro, por el contrario, que Ceciliano, a pesar de las acusaciones y persecuciones de los primeros donatistas, fue absuelto dos veces, primero por los concilios y luego por el emperador. Ellos mismos se encargaron de confirmarlo, al citarlo como si fuese a su favor, pues se descubrió que probaba más bien contra ellos, y hubo que leer a favor de Ceciliano lo que ellos aducían. A todos los que ellos trataron de acusar, tuvieron que absolverlos por falta de pruebas ciertas. En cambio, todo lo que nosotros dijimos en favor de la causa de la Iglesia y de la de Ceciliano, ellos mismos lo confirmaron con sus palabras y con los textos que citaron.
9. Citaron en primer término el libro de Optato para probar que Ceciliano había sido condenado por el emperador. Se leyó contra ellos el libro. Y al ver que demostraba la absolución de Ceciliano, todos se rieron de ellos. Y como la risa no pudo ser copiada por los taquígrafos, ellos mismos con sus palabras atestiguaron en las actas que los oyentes se habían reído de ellos. Sacaron también un libelo que sus mayores enviaron al emperador Constantino, en el que se quejaban de que el citado emperador los perseguía duramente. De ese modo se vio por la misma denuncia que habían sido vencidos por Ceciliano ante el emperador y que era falso lo que habían afirmado acerca de la condenación de Ceciliano. En tercer lugar citaron una carta enviada por el emperador Constantino a su lugarteniente Verino, en la que los detesta duramente y dice que hay que perdonarlos el destierro y abandonarlos a su propio furor, porque ya Dios había comenzado a tomar venganza de ellos. De ese modo, con esta carta del emperador confirmaron que habían dicho una falsedad al decir que Ceciliano fue condenado por Constantino. Más bien mostraba el emperador que ellos habían sido derrotados por Ceciliano, pues los detestaba con vehemencia y mandaba que se les revocase el destierro para que fuesen castigados por la justicia de Dios, como ya comenzaba a acaecer.
10. Luego sacaron a plaza la causa de Félix de Aptungi, que consagró a Ceciliano, diciendo que también él había sido un traidor. Adujeron una carta del mismo Constantino a favor de Ceciliano y contra ellos, en la que escribía al procónsul para que enviase a Ingencio a su Consejo. Este Ingencio, ante el tribunal del procónsul Eliano, confesó haber levantado falso testimonio contra Félix, consagrante de Ceciliano. Decían, pues, ellos que no sin motivo el emperador mandaba que le remitiesen a Ingencio, a saber, porque la causa de Ceciliano estaba todavía pendiente. Por aquí trataban de suscitar una vana sospecha: después de que Ingencio fue remitido al Consejo, pudo el emperador sentenciar contra Ceciliano, y de esa manera quizá había rescindido el juicio favorable que nosotros citábamos, en el que el emperador juzgó entre ambos partidos y absolvió a Ceciliano. Se les dijo que lo que podían hacer era leer la sentencia, pero no presentaron absolutamente nada. Esa carta del emperador en la que ordena que le remitan a Ingencio, y que ellos citaron contra sí y a favor de Ceciliano, contiene lo siguiente: el procónsul Eliano constituyó un tribunal legítimo para juzgar a Félix y le declaró inocente del crimen de la entrega de los libros; pero él emperador manda que remitan a su Consejo a Ingencio para poder presentarlo e intimar a los que allí estaban y no dejaban de molestarle cada día con sus interpelaciones que en vano trataban de suscitar su animosidad contra Ceciliano, y que habían querido imponerse violentamente contra él.
11. ¿Quién creería que han leído todos estos documentos en contra suya y a nuestro favor, si no hubiese sido por disposición de Dios omnipotente? No sólo se consignaron en las actas sus palabras, sino que también hubieron de repasarlas las manos de los que las firmaron. Cualquiera que se fije con diligencia en el orden de los cónsules y de los días, según está expreso en las actas, hallará primeramente que Ceciliano fue absuelto por un tribunal episcopal. No mucho después fue examinada la causa de Félix de Aptungi por el procónsul Eliano, y fue declarado inocente; durante este pleito fue reclamado Ingencio para presentarse al Consejo. Mucho más tarde, el mismo emperador examinó y acabó la causa entre ambos partidos, sentenciando que Ceciliano era inocente y ellos calumniadores. Por ese orden de cónsules y de días se demuestran la falacia y la calumnia de ellos al decir que el emperador mudó su sentencia al enviar a Ingencio al Consejo y que condenó a Ceciliano, a quien antes había absuelto. No sólo no pudieron presentar ningún documento sobre ese punto, aunque leyeron tantos que obraban contra ellos, sino que por el solo orden de los cónsules pueden ser convencidos. Ya estaba terminada la causa de Félix por el tribunal proconsular, y durante ella había sido Ingencio enviado al Consejo, cuando después de pasado mucho tiempo, no tras un pequeño intervalo, fue absuelto Ceciliano en el juicio entablado entre ambos partidos y resuelto por el citado emperador.
12. No os digan, pues, que hemos corrompido al juez con dinero. ¿No es eso lo que suelen decir los que salen derrotados? Si algo hemos dado al juez para que dictase sentencia contra ellos y as favor nuestro, ¿qué les hemos dado a ellos para que no sólo dijesen tantas cosas en contra suya y en nuestro favor como dijeron, sino también para que las leyesen? ¿Acaso quieren que les demos las gracias en vuestra presencia, pues afirman que corrompimos al juez y luego ellos mismos dijeron y leyeron tantos documentos en nuestro favor y en contra suya, resolviéndonos de este modo todo el asunto gratis? Si dicen que nos han vencido porque trataron la causa de Ceciliano mejor que nosotros, podéis creérselo sin dudar. Porque nosotros creímos que para salvar a Ceciliano bastaba la lectura de dos documentos, mientras ellos presentaron cuatro.
13. ¿Por qué os vamos a recargar estas páginas? Si queréis creernos, creednos y mantengamos juntos la unidad que Dios ama e impone. Y si no nos queréis creer, leed las mismas actas, o dejad que os las lean, y comprobad vosotros sí es verdad lo que os escribimos. Y si no queréis hacer nada de eso y deseáis seguir la manifiesta falsedad del partido de Donato, derrotada por la verdad, nosotros seremos inocentes de vuestra condenación, cuando ya sea tarde para el arrepentimiento. Mas si no despreciáis la ocasión que Dios os ofrece, y después de esta conferencia, tan diligentemente llevada, tan diligentemente hecha pública, abandonando vuestra perversa costumbre y asintiendo a la paz y unidad de Cristo, nos alegraremos de vuestra corrección. Los sacramentos de Cristo, que en el sacrilegio del cisma tenéis para vuestra condenación, os serán útiles y saludables cuando tengáis por cabeza a Cristo4 en la paz católica, donde la caridad cubre la muchedumbre de los pecados5.
Os escribimos esto a 14 de junio, noveno consulado del piadosísimo Honorio Augusto, para que pueda llegar a cada uno de vosotros esta carta tan pronto como sea posible.