Tema: Respuesta a la carta 136
Agustín saluda en el Señor a Marcelino, señor eximio, justamente insigne, a la vez que hijo amadísimo y deseadísimo.
Hipona. Poco después de la 136.
1 1. Contesté ya a Volusiano, ilustre y elocuente varón, hijo muy querido; pero no más que en lo referente a la consulta que él me hizo. Tú, en cambio, debiste estudiar, solucionar y evitarme todos esos puntos que en tu carta me das a estudiar y solucionar, ya de parte de Volusiano, ya de parte de otros que te los hayan sugerido o enviado. No se necesitaba erudición de libros según suelen tratarse estas cuestiones. Bastaba lo que se puede hacer en una carta y estilo familiar. De todos modos, si lo estimas conveniente, tú, que experimentas cada día los sentimientos de los que discuten contigo, léeles esta carta. Y si te parece que no basta este modo de hablar para sus oídos poco trabajados por la piedad de la fe, podemos deliberar entre nosotros qué es lo que estiman suficiente, y entonces les entregarás lo que les hayamos preparado. Son muchas las cosas con qué quizá pueden dejarse persuadir, tanto en materia de razones abundantes y sutiles como en materia de autoridades a las que estimarán indigno el oponerse, aunque actualmente su mente se resista y forcejee.
2. Me dices en tu carta que algunos preguntan extrañados «por qué ahora Dios, del que se afirma que es el Dios del Antiguo Testamento, desdeña los antiguos sacrificios y se deleita con los nuevos. Afirman ellos que nada se puede corregir si no se demuestra que antes estaba mal hecho, o bien que no debe cambiarse lo que antes estaba bien hecho. Creen, pues, que lo bien hecho no puede cambiarse sino indebidamente». He copiado estas palabras de tu carta. Si quisiera contestar copiosamente a ellas, me faltaría tiempo, pero no ejemplos para mostrar que la naturaleza de las cosas y de las obras humanas puede cambiarse con razón suficiente según la oportunidad de los tiempos, sin que por eso se altere la razón por la que se hace el cambio. Bastará que cite unos pocos para que tu atención, excitada por ellos, descubra con solicitud otros muchos semejantes. ¿Acaso no sigue el verano al invierno, según va creciendo insensiblemente el calor? ¿Acaso no se trueca el día en la noche? ¡Cuántas veces se cambia nuestra edad! La infancia se va para no volver y cede el paso a la adolescencia. La juventud sucede a la adolescencia, que se va también. Llega la vejez y termina con la muerte lo que fue juventud. Todas estas cosas se cambian; no obstante, no se cambia el orden de la Providencia divina por el que se cambian. Me parece que, cuando el agricultor ordena en el verano unas labores y otras en el invierno, no cambia el orden de la agricultura. Y cuando se levanta por la mañana el que por la noche dormía, no cambia su modo de vivir. El maestro impone al adolescente cosas diferentes de las que le imponía cuando era niño. La doctrina, pues, permanece constante: sin cambiar ella, cambió al cambiar el precepto.
3. Vindiciano, ese gran médico de nuestros días, fue consultado por un paciente. Ordenó que aplicase a sus dolores lo que parecía oportuno para el tiempo. Se lo aplicaron y recobró la salud. Unos años más tarde surgió la misma causa corporal, y pensó el paciente que no tenía que pensar en otro remedio. Se lo aplicó él mismo, y empeoró. Maravillado, recurrió al médico y le contó el suceso. Pero el médico, que era agudísimo, le respondió así: "Te lo has aplicado mal, porque yo no lo ordené", para que todos los que lo oyesen y le conocieran poco creyesen que no curaba por arte de medicina, sino quién sabe por qué oculta virtud. Pero, habiéndole consultado más tarde algunos que quedaron estupefactos con su respuesta, les declaró lo que no habían entendido, a saber: que en aquella edad no hubiese recomendado semejante remedio. Ya ves cuánto vale el cambiar las cosas según la variedad de los tiempos en conformidad con la razón y las artes, aunque éstas no cambien.
4. Luego no es verdad lo que se dice, a saber, que lo que una vez está bien hecho no se ha de cambiar. Porque, cambiada la causa temporal, la razón verdadera exige, por lo general, que se cambie lo que antes estaba bien hecho. Ellos dicen que no estaba bien hecho si se cambia. Por el contrario, la verdad clama que no se hace bien si no se cambia. Ambas cosas estarán bien hechas si son diversas según la variedad de los tiempos. Puede acaecer al mismo tiempo en diversidad de personas que a una le «sea lícito hacer impunemente lo que a otra no le es lícito, no porque sea distinta la materia, sino porque es distinta la persona». Eso mismo puede acaecer en una misma persona en tiempos diversos, de modo que a veces convenga hacer una cosa y a veces no convenga; y no porque la persona sea distinta de sí misma, sino porque es distinto el tiempo.
5. La extensión de este problema puede verla quien puede descubrir en el universo la distancia entre lo bello y lo apto y se digna considerarla. Lo bello es contemplado y alabado por sí mismo, y su contrario es lo deforme o lo feo. En cambio, lo apto, cuyo contrario es lo inepto, va relacionado con otra cosa de la que depende: se lo juzga no por ello mismo, sino por el objeto de que depende. Con lo decente y lo indecente vienen a ser lo mismo, o se tiene por tal. Ahora, pues, refiere esta consideración a las cosas de que tratamos. Fue apto en los antiguos tiempos un sacrificio que Dios preceptuó, pero ahora no lo es. Porque ahora ha preceptuado algo que es apto para este tiempo, pues El sabe mejor que ningún hombre lo que se ha de utilizar convenientemente en cada tiempo, qué y cuándo ha de dar, añadir, quitar, eliminar, aumentar o disminuir, él que es Creador inmutable de las cosas mudables, y es también su gobernador. Así va transcurriendo la hermosura de las edades del mundo, cuyas partículas son aptas cada una a su tiempo, como un gran cántico de un inefable artista, para que los que adoran dignamente a Dios aun mientras dura el tiempo de la fe pasen a la contemplación eterna de la hermosura.
6. Yerran los que opinan que Dios ordena esto por su propio interés o regocijo. Con motivo se extrañan de que Dios cambie estas cosas, como si por su gusto mudable ordenase que en el antiguo tiempo se le ofreciese una cosa y en el presente otra. Pero ello no es así. Nada manda Dios por su propio interés, sino por interés de aquel a qu8ien se lo manda. Por eso es verdadero Señor, porque no necesita de su siervo, y, en cambio, su siervo necesita de Él. En esa Escritura que llamamos el Antiguo Testamento y en aquel tiempo en que se ofrecían aquellos sacrificios que ya no se ofrecen, se dijo: Dije al Señor: Tú eres mi Dios, porque no necesitas de mis bienes1. Luego no necesitaba Dios de aquellos sacrificios, ni necesitaba jamás de nada ni de nadie. Se trata de símbolos de las realidades que El reparte, ya infundiendo virtudes en el alma, ya para conseguir la salvación eterna. La celebración y ejecución de esas acciones simbólicas son obligaciones de piedad para utilidad nuestra y no de Dios.
7. Sería demasiado largo estudiar convenientemente la variedad de los símbolos que por pertenecer a la Divinidad se llaman sacramentos. Dios no es mudable porque manda que se le ofrezca por la mañana un don y por la tarde otro, uno en este mes y otro en el otro, en este año uno y otro distinto en el otro. Del mismo modo no es mudable Dios porque en el primer época de la historia mandó que le ofreciesen una cosa y en el segundo otra cosa distinta. Por ese método quedaban significados muy propios para la doctrina de la salvación, dispuestos según la mutabilidad de los tiempos, sin mutación alguna por parte de Dios. Los que se extrañan de ello deben conocer que ya estaba así determinado en la razón divina: cuando aparecen los nuevos sucesos, no piense nadie que de pronto le disgustó a Dios lo anterior, como si hubiese cambiado su divina voluntad, sino que ya estaba determinado y establecido en la misma sabiduría de Dios, de quien la misma Escritura dice, refiriéndose a las mayores mutaciones: Las cambiarás y serán cambiadas, pero tú siempre eres el mismo2. Hay que decirles a ésos que este cambio de ritos sagrados del Antiguo Testamento y del Nuevo estaba también anunciado en las palabras proféticas. Así verán, si pueden, que lo que es nuevo en el tiempo no es nuevo en la presencia de Dios, que creó los tiempos y sin tiempo tiene todas esas cosas que va distribuyendo en los diversos tiempos, según su variedad. En ese salmo del que antes cité unas palabras, para demostrar que Dios no necesita de nuestros sacrificios, a saber: Dije al Señor: Tú eres mi Dios, porque no necesitas de mis bienes, se dice luego, refiriéndose a la persona de Cristo: No convocaré sus reuniones con la sangre3, esto es, la sangre de las víctimas de animales, para las que se ordenaban las reuniones entre los judíos. En otra parte se dice: No recibiré de tu mano becerros, ni cabritos de tu rebaño4. Y otro profeta dice: He aquí que vienen días, dice el Señor, y confirmaré sobre la casa de Jacob mi testamento nuevo, no como el testamento que establecí con sus padres cuando los saqué de la tierra de Egipto5. Otros testimonios numerosos hay sobre este punto, en los que Dios anuncia lo que había de hacer, y que sería largo el citar.
8. Parece quedar ya probado que lo que se establece rectamente en un tiempo, puede cambiarse en otro tiempo por determinación de quien lo manda y sin cambiar el orden que tiene su correspondiente razón inteligible: en ésta coexisten sin tiempo las cosas que no pueden hacerse al mismo tiempo, puesto que los tiempos no corren conjuntamente. Así, quizá alguno espere que le demos las causas de esa mutación: es un asunto harto prolijo, como bien sabes tú. No obstante, podemos decir brevemente algo que baste para un entendimiento despierto, a saber: que era menester anunciar a Cristo en unos sacramentos antes de venir, y anunciarle con otros después de haber venido, del mismo modo que ahora diciendo la misma cosa me he visto obligado por la necesidad a cambiar de palabras. Porque una cosa es predecir y otra anunciar. Lo primero se hace respecto del futuro; lo segundo, respecto del presente.
2 9. Veamos ahora lo que pones a continuación en tu carta. Añades, pues, que ellos dicen «que la predicación y la doctrina de Cristo no conviene a la república por parte alguna, pues está preceptuado en ella que a nadie devolvamos mal por mal, que ofrezcamos la otra mejilla al que nos da una bofetada, que demos el manto al que se empeña en quitarnos la túnica y que con aquel que nos quiere llevar caminemos doble espacio». Y se afirma que todo eso es contrario a las costumbres de la república. Porque dicen: «¿Quién podrá tolerar tal cosa de parte de un enemigo, o no volverá el mal por derechos de guerra a los que devastan una provincia romana?» Yo podría refutar estas y otras expresiones de los calumniadores o de los que las emplean para preguntar más bien que para calumniar, si no tuviese que dirigirme a gente instruida en las artes liberales. No será, pues, necesario detenerse. Preguntémonos más bien a nosotros mismos cómo pudieron gobernar y engrandecer la república y hasta convertirla de pobre y pequeña en grande y opulenta «los que preferían perdonar las injurias recibidas a vengarlas». ¿Cómo, al ensalzar Cicerón las costumbres de César, gobernador por cierto de la república, decía de él que nada olvidaba sino las injurias? Eso decía tan gran apologista o tan gran adulador; aunque, si era apologista, conocía a César; y si era adulador, mostraba que un príncipe de la ciudad debía ser tal cual él falazmente le pregonaba. Pues ¿qué es lo que significa el no devolver mal por mal, sino apartarse del apetito de venganza? Eso es el preferir perdonar las injurias recibidas a vengarlas y no olvidar sino las injurias.
10. Cuando estas frases se leen en sus autores se rompe en exclamaciones y se aplaude; se tiene la impresión de que se están describiendo y pregonando las costumbres, debido a las cuales era digno que la ciudad fuese a más, que dominase sobre tantos pueblos, es decir, porque preferían perdonar a vengar las injurias recibidas. En cambio, cuando esos calumniadores leen que la autoridad divina prescribe que no se ha de devolver mal por mal6, cuando este aviso tan saludable, intimado al senado de los pueblos como a escuela pública de todas las edades y dignidades de ambos sexos, viene de parte de lo alto, es acusada la religión como enemiga de la república. Si ese consejo se escuchase, como se debe, establecería, consagraría, afianzaría y aumentaría la república mucho mejor que lo lograron Rómulo, Numa, Bruto y todos los demás preclaros varones de la estirpe romana. Porque ¿qué es la república sino el interés del pueblo? Luego el interés común es interés de la ciudad. ¿Y qué es la ciudad sino una muchedumbre reunida por el vínculo de la concordia? En esos autores se lee así: «Una multitud dispersa y vagabunda se convirtió, en breve, por la concordia, en una ciudad». ¿Y qué preceptos de concordia pensaron jamás que se debían leer en sus templos? Por lo contrario, en su miseria se veían obligados a inventarse un medio para poder honrar sin ofensa de nadie a sus dioses, discordes entre sí. Si hubiesen osado imitar a sus dioses en la discordia, la ciudad se hubiese desmoronado al romperse el vínculo de la concordia: es lo que luego empezó a acaecer con las guerras civiles, al desmoralizarse y corromperse las costumbres.
11. En cambio, ¡cuántos mandamientos de concordia, mandamientos no inventados por averiguaciones humanas, sino escritos con autoridad divina, se leen en las iglesias de Cristo! ¿Quién es tan sordo que lo ignore, aunque sea muy extraño a esta religión? A esto se refieren los preceptos que esos calumniadores quieren criticar en lugar de aprender: ofrecer la otra mejilla al que abofetea, ofrecer el manto al que quiere quitarnos la túnica, caminar doble espacio con el que nos quiere llevar7. Por este medio acontece que el malo es vencido por el bueno, más aún, que en el hombre malo, el mal es vencido por el bien8 y el hombre se libra del mal, no del mal exterior y ajeno, sino del mal propio e íntimo, por el que es arruinado más grave y perniciosamente que por la crueldad de cualquier enemigo exterior. Luego quien vence al mal con el bien pierde con paciencia las comodidades temporales, para mostrar cómo han de ser despreciadas en favor de la fe y la justicia; precisamente por amarlas demasiado era malo. De ese modo, el que injuria aprende del injuriado el valor de las cosas por los que hizo la injuria, se arrepienta y vuelva a la concordia, interés supremo de la ciudad, vencido no por enemigos crueles, sino por la benevolencia del que toleró la injuria. Ello se realiza rectamente cuando se ve que ha de aprovechar a aquel por quien se hace, para lograr su corrección y concordia. Con esa intención se ha de hacer, aunque el éxito no corresponda a la esperanza y el injuriador se niegue a corregirse y apaciguarse; porque por él se ha utilizado esta medicina, es decir, para corregirle y aplacarle, para curarle y sanarle.
12. Por lo demás, si atendemos a la expresión creyendo que hemos de tomarlos en su sentido propio, no hemos de ofrecer la mejilla derecha cuando nos golpean la izquierda. Porque dice el texto: Si alguien te golpeare en la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda9. Pero la que suele ser golpeada es la izquierda, pues le cae mejor al que golpea el hacerlo con la mano derecha. Por eso suele entenderse como si dijera: «Si alguien te quita lo mejor que tienes, ofrécele también lo peor, no sea que, preocupándote de la venganza más bien que de la paciencia, desprecies lo eterno por lo temporal, cuando se ha de desdeñar lo temporal por lo eterno, como si dijéramos lo de la mano siniestra por lo de la diestra». Tal fue siempre la intención de los santos mártires. Sólo se espera la venganza justa y última cuando ya no queda lugar de corrección, a saber, en el último y supremo juicio. Pero actualmente hay que cuidarse, no sea que por el apetito de venganza se pierda, si no otra cosa, la misma paciencia, que ha de ser estimada en más que todo aquello que pueden arrebatarnos contra nuestra voluntad los enemigos. Por eso, otro evangelista, al citar la misma sentencia10, no hizo mención de la mano derecha, sino que menciona únicamente la otra mejilla. Así, en el primero se explica con mayor distinción y en éste se recomienda simplemente la paciencia. Debe, pues, el hombre justo y piadoso estar preparado para tolerar con paciencia la malicia de aquellos a los que quiere convertir en buenos, para que el número de éstos crezca, antes que unirse él con igual malicia al número de los malos.
13. En fin, estos preceptos más bien pertenecen a la preparación del corazón que está dentro, que a las obras que se realizan al exterior. Quieren decir que se mantenga en secreto la paciencia de ánimo con la benevolencia, y que en lo exterior se ejecute aquello que parezca ha de aprovechar a los que debemos querer bien. Eso se demuestra claramente cuando el mismo Señor Jesús, ejemplo singular de paciencia, al ser golpeado en el rostro, respondió: Si he hablado mal, repréndeme por el mal; y si bien, ¿por qué me hieres?11 Si nos atenemos a la realidad, no cumplió su precepto, pues no ofreció la otra mejilla al que le golpeaba; más bien se lo prohibió, para que no aumentase la injuria. Y, sin embargo, venía dispuesto no sólo a dejarse golpear, sino también a dejarse crucificar y matar por aquellos que le hacían padecer, pues por ellos dijo pendiente de la cruz: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen12. Del mismo modo, tampoco parece que Pablo cumpliera el precepto de su Señor y Maestro, pues al golpearle en el rostro, también a él dijo al príncipe de los sacerdotes: Dios te herirá a ti, pared enjalbegada. ¿Estás sentado para juzgarme según la Ley, y mandas que me hieran contra la Ley? Los circunstantes le dijeron: ¿Injurias al pontífice?, y él quiso recordarles irónicamente lo que había dicho, para que los entendidos supiesen que después de la venida de Cristo ya se debía destruir la pared encalada, es decir, la hipocresía del sacerdocio judaico. Por eso dijo: No sabía, hermanos, que era el príncipe. Porque escrito está: al príncipe de tu pueblo no maldecirás13. Cierto es que Pablo había crecido en aquel pueblo y que había sido educado en la Ley; no podía ignorar que se trataba del príncipe de los sacerdotes ni podía servirle de excusa una tal ignorancia ante aquellos que le conocían.
14. Es, pues, suficiente que estos mandamientos de paciencia se retengan en la disposición del corazón y la misma benevolencia ha de cumplirse siempre en la voluntad para no devolver mal por mal14. Pero hay que hacer hartas cosas, aun el castigar a los renitentes con benigna esperanza, pues se ha de atender más a su interés que a su voluntad. Y eso es lo que pregonaba la frase de aquellos literatos romanos al referirse al príncipe de la ciudad. Un padre no pierde nunca el amor paterno aunque castigue a su hijo algo ásperamente. Se ejecuta lo que el niño rehúsa aunque le duela, pues aun a la fuerza hay que corregirle con dolor. Por lo tanto, si esta república terrena mantuviese los preceptos cristianos, las mismas guerras no se llevarían a cabo sin benevolencia, pues se miraría más fácilmente por los vencidos con vistas a una quieta sociedad, pacificada en la piedad y la justicia. Es útil la derrota para aquellos a quienes se les quita la licencia de la iniquidad. Porque no hay cosa más infeliz que la felicidad de los pecadores por la que se nutre la impunidad penal y se robustece la mala voluntad, que es como un enemigo interior. Sólo que los perversos y desviados corazones de los mortales tienen por felices las cosas humanas, atendiendo al esplendor de los edificios y no a la ruina de las almas, construyendo suntuosos teatros y minando los cimientos de las virtudes, glorificando la locura del derroche y burlándose de las obras de misericordia, despilfarrando los histriones lo que sobra a los ricos, mientras los pobres apenas tienen lo necesario. Los pueblos impíos blasfeman contra Dios, que con la pública voz de su doctrina clama contra este mal público, y se van tras unos dioses en cuyo honor se celebran en los teatros esas funciones teatrales que deshonran los cuerpos y las almas. Cuando Dios permite que todo esto vaya en aumento, sin duda está gravemente irritado; cuando lo deja sin castigo, lo castiga con mayor gravedad. En cambio, cuando les quita a los vicios su sostén y deja en la pobreza a las concupiscencias desbordadas, se opone misericordiosamente. Los buenos declararían también guerra misericordiosa, si es posible, para acabar con estos vicios, reprimiendo esos apetitos licenciosos, que en un imperio justo deben ser extirpadoso reprimidos.
15. Si la disciplina cristiana condenase todas las guerras, se les hubiese dado en el Evangelio este consejo saludable a los soldados, diciéndoles que arrojasen las armas y dejasen enteramente la milicia. En cambio, se les dijo: A nadie golpeéis, a nadie calumniéis y contentaos con vuestra paga15. A los que les mandó que se contentasen con su propia paga, sin duda no les prohibió la milicia. Por lo tanto, los que dicen que la doctrina de Cristo es enemiga de la república dennos un ejército de soldados tales cuales los exige la doctrina de Cristo. Dennos tales provinciales, tales maridos, tales esposas, tales padres, tales hijos, tales amos, tales siervos, tales reyes, tales jueces, tales contribuyentes y cobradores de las deudas del fisco, como los quiere la doctrina cristiana, y atrévanse a decir que es enemiga de la república. Más aún, no duden en confesar que, si se la obedeciera, prestaría un gran vigor a la república.
3 16. ¿Para qué he de responder a eso que dicen, que le han ocurrido muchos males al Imperio romano por obra de algunos emperadores cristianos? Un lamento tan general es resultado de la calumnia. Si trajesen a la memoria con claridad algunos hechos de los pasados emperadores romanos, también yo podría citar cosas semejantes y quizá mayores de los emperadores no cristianos, para que entendiesen todos que se trata de vicios de hombres, no de la doctrina, o que no se trata de fallos de los emperadores, sino de sus subordinados, sin los cuales los emperadores nada pueden hacer. Bien claro está desde qué tiempo empezó la decadencia del Imperio romano. De ello nos hablan sus mismos libros. Mucho antes de que el nombre de Cristo se difundiera por el mundo, se dijo ya: «¡Oh ciudad venal, pronto perecería si hallase comprador!» También en el librosobre la guerra de Catilina, por cierto anterior a la venida de Cristo, el mismo nobilísimo historiador no dejó de narrar cuándo «por primera vez el ejército del pueblo romano se acostumbró a hacer el amor, a beber, a contemplar las estatuas, tablas pintadas y vasos cincelados, a robarlos privada y públicamente, a desmantelar los templos y a mancillar todo lo sagrado y profano». Es decir, cuando la avaricia de sus costumbres corrompidas y perdidas y su rapacidad no perdonaron ni a los hombres ni a esos que creían dioses, entonces empezó a perecer el decoro laudable y la salud de la república. En cuanto a los progresos que esos pésimos vicios hicieron y a la prosperidad que logró tal iniquidad para desgracia de los intereses humanos, mucho habrá que hablar. Oigan a su satírico, que, aunque mordazmente, dice la verdad: "Un tiempo la humilde fortuna conservaba castas a las latinas. No permitían al vicio deslizarse las casas modestas, el trabajo, el sueño breve, las manos duras y encallecidas en preparar las lanas de Toscana. Ronzaba Aníbal, y los maridos velaban en la torre Colina. Hoy padecemos las plagas de una larga paz. El lujo, más cruel que las armas, ha caído sobre nosotros y se venga del orbe vencido. No se echa de menos ningún crimen ni hazaña de lascivia desde que la pobreza romana pereció".
¿Por qué esperas que yo exagere los inmensos males que la creciente iniquidad trajo con la fortuna próspera? Esos mismos autores que a veces se comportaron con harta prudencia, vieron que se había de lamentar más la abolición de la pobreza que la de la opulencia romana. Porque en aquélla se mantenía la integridad de las costumbres, mientras que por ésta irrumpió, no sobre los muros de la ciudad, sino sobre sus conciencias, una perversidad cruel, peor que cualquiera enemigo.
17. Gracias a Dios nuestro Señor, que contra estas desventuras envió un socorro singular. ¿Adónde no nos hubiese arrastrado, a quién no hubiese envuelto, en qué abismo no nos hubiese sumergido ese torrente de inmoralidad del género humano, si en lo más visible y firme no se hubiese clavado la cruz de Cristo con todo el peso de su autoridad? Al asirnos a su fuerza, pudimos recobrar vigor, cierta estabilidad para no ser arrebatados por ese vasto torbellino de los malos consejeros y de los malos inductores. Cabalmente en esta inundación de costumbres corrompidas, cuando la antigua disciplina estaba desbordada, debió acudir a nuestro socorro la divina autoridad, para persuadirnos la pobreza voluntaria, la continencia, la benevolencia, la justicia, la concordia, la verdadera piedad y las más vigorosas virtudes de la vida. Y esto no sólo para ordenar honestamente este vivir, ni sólo para lograr la concordia social de la ciudad terrena, sino también para alcanzar la eterna salvación y la celeste y divina república de un pueblo eterno, de la cual nos hacen ciudadanos la fe, la esperanza y la caridad. Mientras peregrinemos lejos de ella, soportaremos, si no podemos corregir, a los que quieren que se apoye sobre la impunidad de los vicios una república que los primeros romanos fundaron y aumentaron con las virtudes. Aunque es verdad que no tenían la verdadera piedad hacia el Dios verdadero, piedad que hubiera podido conducirlos también, con una religión salvadora, a la eterna ciudad. Pero por lo menos guardaban cierta probidad en su clase, la suficiente para constituir, aumentar y conservar la ciudad terrena. Así mostró Dios en el opulento y célebre Imperio romano cuánto valen las virtudes civiles aun sin la religión verdadera, para que se entendiese que si la religión verdadera se une a ellas, constituye a los hombres en ciudadanos de otra ciudad, cuyo rey es la verdad, cuya ley es la caridad, cuya norma es la eternidad.
4 18. ¿Quién no juzgará digno de risa el comparar con Cristo a Apolonio, Apuleyo y demás entendidos en las artes mágicas o aun el anteponerlos a Él? Cierto que es más tolerable que los comparen con Cristo que con sus dioses. Hay que confesar que Apolonio era mucho mejor que ese autor y perpetrador de innumerables estupros a quien llaman Júpiter. Ellos dicen que se trata de fábulas. En ese caso alaben la felicidad lujuriosa, licenciosa y totalmente sacrílega de la república, pues inventó esas torpezas de los dioses, no sólo para que se lean en las fábulas, sino para que se representen también en los teatros. Más crímenes habría en ellos que divinidades, cuando los dioses permitieron de buen grado que se les atribuyeran, mientras debieran castigar a sus adoradores por sólo contemplar esas torpezas con paciencia. Pero dicen que no son los dioses los que son celebrados con las mentiras de tales fábulas. ¿Pues quiénes son esos que se aplacan con la celebración de tales bajezas? Es la doctrina cristiana la que pone de manifiesto la perversidad y falacia de tales demonios, por medio de los cuales engañan las artes mágicas a los hombres. Las ha manifestado a todo el universo, ha distinguido a todos los santos ángeles de la perversidad de estos tales; nos ha advertido que hemos de huir de ellos y nos ha enseñado el modo de rehuirlos. ¡Y por eso se la considera enemiga de la república! ¡Como si no hubiéramos de preferir la infelicidad a la felicidad si hubiésemos de alcanzar ésta por medio de esos demonios! Dios no nos permitió dudar sobre este punto. El pueblo judío adoraba al único Dios verdadero y despreciaba a los dioses falsos en tanto que duró el Antiguo Testamento, que es un velo del Nuevo; y Dios le llenó de tanta felicidad temporal, que ya cualquiera puede entender que la misma felicidad temporal no está en poder de los demonios, sino en el de aquel a quien sirven los ángeles y ante quien tiemblan los demonios.
19. Para hablar concretamente de Apuleyo, ya que, como africano, nos es más conocido a los africanos, es notorio que no pudo llegar a reinar, ni siquiera a obtener un puesto elevado en los tribunales de la república, a pesar de todas sus artes mágicas, aunque había nacido en un lugar noble de su patria, había sido educado liberalmente y estaba dotado de una gran elocuencia. ¿Acaso se dirá que, como filósofo, despreció estas cosas, cuando, siendo sacerdote de provincia, tuvo en mucho aprecio el celebrar los juegos, vestir a los cazadores y promover un pleito contra la oposición de algunos ciudadanos cuando se trató de colocarle una estatua en Oea, de donde era su mujer? Para que la posteridad lo supiese, confió a la historia, por escrito, el discurso pronuncia en tal pleito. Esto quiere decir que, por lo que atañe a la felicidad temporal, ese mago fue tan feliz como pudo. No fue más, no porque no quiso, sino porque no pudo. Cierto que se defendió con harta elocuencia contra los que le echaban en cara el crimen de las artes mágicas. Por eso cabalmente me causan mayor extrañeza sus actuales apologistas, cuando afirman que con aquellas artes hizo no sé qué prodigios, que se empeñan en llevar la contraria al mismo autor de la defensa. Ellos verán si dicen verdad, mientras que Apuleyo hizo una falsa defensa. Los que por la felicidad terrena o por una culpable curiosidad aprenden las artes mágicas, o los que, libres de ellas, las alaban con peligrosa admiración, fíjense en esto, si tienen sentido: nuestro David, sin necesidad de tales artes, llegó a la dignidad real, de pastor de ovejas que era. La Escritura fiel no nos calló ni sus pecados ni sus méritos, para que sepamos los modos de no ofender a Dios y los modos de aplacarle si le hemos ofendido.
20. Por lo que toca a esos milagros que los humanos sentidos tienen por algo que causa estupor, mucho yerran los que comparan a los magos con los santos profetas que sobresalen por la celebridad de sus grandes prodigios. ¡Cuánto más errados estarán si los comparan con Cristo, a quien aquellos profetas, incomparablemente superiores a los magos, anunciaron que había de venir, tanto según la carne, que tomó de la Virgen, como según la divinidad, en la que no se separó del Padre!
Veo que he escrito una carta muy prolija, sin haber dicho acerca de Cristo todo lo que había que decir, tanto para los torpes de entendimiento, que no pueden alcanzar las cosas divinas, como para los agudos, que no pueden entender, pues les estorba su afán de contender y las preocupaciones de su viejo error. Con todo, averigua las objeciones que pongan a esta carta y comunícamelas para que les conteste a todas con la ayuda de Dios, ya sea por carta, ya en un libro. Por la gracia y misericordia de Dios, sé feliz en El, señor eximio y justamente insigne, muy amado y deseado hijo.