Tema: Respuesta católica a la notificación de los donatistas a Marcelino
Aurelio, Silvano y todos los obispos católicos, al tribuno y notario Marcelino, hijo honorable y amadísimo, excelentísimo y digno de consideración.
Cartago. Finales de mayo de 411
1. Harto nos ha preocupado el manifiesto, es decir, la carta de nuestros hermanos donatistas, a quienes deseamos atraer de su pernicioso cisma a la paz católica: se niegan a aceptar el edicto de tu eminencia con el que atendías al sosiego y tranquilidad de nuestra misma disputa. Tememos que, si no todos, algunos de ellos a lo menos, impidan con el ruido y demostraciones de las masas la conferencia, que debe ser quieta y sosegada. ¡Ojalá nos engañe a nosotros esta sospecha y a ellos no les haya pasado por las mientes tal pensamiento! Pueden ellos, si gustan, reunirse todos, y, cuando les parezca bien, acudiremos nosotros a la reunión, para salir concordes todos y pacíficos. Una vez corregida la división cismática y unidos con el vínculo fraterno de la unidad de Cristo, nos dirigiremos juntos a la iglesia con una ardiente e impresionante caridad para dar gracias y alabanzas a Dios, con admiración y júbilo de todos los buenos, con dolor de sólo el diablo y de los que sean a él semejantes.
2. ¿Es mucho pedir que los ojos tranquilos vean y los entendimientos cristianos consideren y descubran que la Iglesia de Cristo hay que buscarla en aquellos escritos, en los que se presenta Cristo Redentor de ella, dejando a un lado las inculpaciones humanas, sean verdaderas o falsas? No damos oídos a los que dicen que el cuerpo de Cristo fue robado del sepulcro por sus discípulos1. Pues del mismo modo, tampoco hemos de dar oídos a los que dicen que la Iglesia no se encuentra sino entre los africanos, entre unos pocos amigos, ya que dice el Apóstol que los cristianos veraces son miembros de Cristo2. Así como no creemos que la carne muerta de Cristo haya desaparecido del sepulcro por hurto de nadie, así no debemos creer que tampoco sus miembros vivos hayan desaparecido por pecados de nadie. Supuesto que Cristo es la Cabeza y la Iglesia es los miembros3, no es difícil que en los evangelios se nos presenten juntos, la Cabeza contra las calumnias de los judíos, y los miembros contra las acusaciones de los herejes. Así leemos contra aquellos que afirman que el muerto fue robado del sepulcro: Era menester que Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día. Y a continuación, contra aquellos que afirman que ya no existe la Iglesia en el mundo, leemos: Y que prediquen en su nombre la penitencia y remisión de los pecados por todos los países, empezando desde Jerusalén4. De este modo, en un breve párrafo y en pocas palabras, quedan refutados el enemigo de la Cabeza y el enemigo del Cuerpo. Y son corregidos, si atienden con lealtad.
3. Tanto más nos duele esta enemistad de nuestros hermanos, cuanto mejor nos consta que tienen con nosotros en común las mismas Escrituras, en que se contienen tan evidentes testimonios. Los judíos, que niegan la resurrección de Jesucristo, por lo menos se niegan a recibir el Evangelio, mientras que estos hermanos nuestros, subyugados por la autoridad de ambos Testamentos, pretenden acusarnos de haber entregado el Evangelio y, entre tanto, se niegan a creer cuando lo oyen citar. Pero quizá ahora, con ocasión de esta conferencia, han estudiado la Escritura con mayor diligencia. Habrán encontrado en ella innumerables testimonios, en los que la Iglesia futura queda prometida a todas las naciones y a todos los países del mundo, como vemos que ya comenzó a constatarse y presentarse en el Evangelio, en las Epístolas apostólicas y en los Hechos de los Apóstoles. En efecto, allí se citan los lugares, ciudades y provincias por los que la Iglesia comenzó a extenderse, comenzando desde Jerusalén, y desde los que pasó al África, no por transmigración, sino por simple crecimiento. En cambio, no habrán encontrado en las Sagradas Escrituras un solo testimonio en que se diga que la Iglesia había de perecer en las restantes partes del mundo para conservarse tan sólo en África y en el partido de Donato. Quizá habrán visto fuera absurdo consignar tantos testimonios en favor de una Iglesia destinada a perecer, y no aducir, en cambio, ninguno en favor de una Iglesia destinada,según ellos piensan, a agradar a Dios.Quizá han pensado en esto y pretenden acudir todos al lugar señalado para nuestra conferencia, no para provocar un nuevo alboroto, sino para acabar con esas enemistades vanas, dañinas y opuestas a la eterna salvación, para liquidar la vieja discordia.
4. Suelen ellos enfurecerse, echándonos en cara que los príncipes terrenos promulguen leyes en favor de la paz católica contra los herejes y cismáticos. Estaba hace harto tiempo profetizado que esos príncipes habían de servir al Señor Jesucristo5. Creemos que algún día han de ver que no hay culpa alguna en ello. En efecto, los antiguos reyes, no sólo los de la nación hebrea, sino también los gentiles, impusieron a todos los pueblos de su reino, con terribles preceptos, que nadie osara hacer o decir nada contra el Dios de Israel, es decir, contra el Dios verdadero. Sus mismos antecesores en el cisma enviaron por medio del procónsul Anulino una acusación al emperador Constantino, remitiéndole la causa de Ceciliano, de la que nació el cisma. Eso no pudieron hacerlo sino para que Constantino diese algún decreto con autoridad real en contra de los que perdiesen la causa y a favor de los que la ganasen. Al consultar los archivos públicos, han podido averiguar (y quizá lo han hecho estimulados por la urgencia de la conferencia) que toda la causa se dio por terminada hace mucho tiempo. En los documentos aparece absuelto Ceciliano por la sentencia de aquel emperador, ante cuyo tribunal presentaron la causa y luego la tramitaron. Y quizá han averiguado también que ante el tribunal del procónsul Eliano, y por orden del mismo emperador, fue hallada sin mancilla la causa de Félix Aptungense, que fue quien ordenó a Ceciliano, y a quien ellos en su concilio apellidaron fuente de todos los males.
5. Quizá han visto y advertido, lo cual es harto fácil, que en las Sagradas Escrituras se promete una Iglesia, en la que entran la cizaña, la paja y los malos peces, hasta el tiempo de la siega, de la bielda y de la playa6. En ese caso habrán podido comprender que, aunque Ceciliano y sus partidarios en el episcopado hubiesen tenido una mala causa, no pudieron sentar prejuicio contra el orbe cristiano, anunciado hace tiempo por Dios, cuando creían unos pocos, y realizado ahora, cuando tantos lo pueden comprobar. A no ser que digan que un hombre que pecó pudo contra la Iglesia mucho más que Dios al jurar en su favor, y que lo destruido por la iniquidad es mucho más que lo prometido por la verdad. Pero quizá han advertido ya cuán necio e impío sería el pensar eso. Habrán pensado que para castigar a los maximianistas, que condenaron a Primiano, se valieron ellos de las potestades civiles y les expulsaron de sus basílicas; en esa conducta suya tan reciente habrán comprendido el que la Iglesia recabe algo parecido de esas potestades frente a los que se rebelan contra ella. Ellos han vuelto a recibir a algunos de los que antes anatematizaron; cuando anatematizaron a éstos, dieron a otros muchos de sus compañeros en el cisma un plazo, declarando, que habían permanecido contaminados en la comunión de la rama sacrílega de Maximiano; no se atrevieron a anular o a reiterar el bautismo administrado por los anatematizados o por sus compañeros, aunque lo habían administrado en el cisma; de ese modo demostraron que condenaban con el ejemplo lo que contra nosotros decían de palabra. Y pues actualmente ocupan las sedes episcopales juntamente con ellos y con el mismo Primiano, tanto los que anatematizaron a éstos como los que fueron condenados por anatematizarle, y todo para que haya paz en el partido de Donato, es de suponer que entenderán que es cosa indigna e intolerable el infamar a todo el orbe cristiano por causa de Ceciliano, para que no viva en paz la unidad cristiana.
6. Quizá han pensado todo esto, y, tocados por el temor de Dios, han querido acudir al lugar de la conferencia, pensando en la paz y no en el alboroto. Afirman que pretenden acudir todos, para que se patentice su número, puesto que sus adversarios han dicho falsamente que eran pocos. Si alguna vez dijeron los nuestros tal cosa, pudieron referirse con verdad a aquellos lugares en que es muy superior el número de nuestros coepíscopos, clérigos y laicos, máxime en la provincia proconsular. Por lo demás, exceptuando la provincia consular de Numidia, en las demás provincias africanas es muy superior el número de los nuestros. Además, podemos decir con toda verdad que son muy pocos en comparación de todas las naciones por las que se extiende la comunión católica. Mas, si sólo se trata de evidenciar su número, ¿no se lograría esa finalidad con mayor orden y sosiego por medio de las firmas que por edicto has mandado que pongan, ante ti, en su documento de comisión? Y entonces, ¿por qué pretenden presentarse todos en el lugar de la conferencia? Suponiendo que no vengan movidos por deseos de paz, todo lo perturbarán, si hablan; nada tienen que hacer allí, si callan. Aunque no griten, el solo rumor de tanta gente bastará para levantar un gran estrépito, con el que se impedirá la conferencia.
7. ¿Qué es eso que afirman en su manifiesto, a saber, que piden con razón la asistencia de todos, pues se les ha convocado para que vengan? ¿No podrían elegirse esos pocos que han de asistir, si no vinieran todos, para elegir entre ellos y para firmar la elección en tu presencia? De ese modo todos estarán presentes en unos pocos, pues esos pocos han sido elegidos por todos. Luego, o piensan en el alboroto o en la paz. Esto último es lo que deseamos, y lo primero tratamos de evitarlo. Y por si, lo que Dios no quiera, piensan eso que tratamos de evitar, más bien que lo que deseamos, consentimos en que se les permita acudir a todos, con tal que de los nuestros asistan también el número que parezca suficiente a tu eminencia. De ese modo, si el alboroto surge, a nadie podrá serle imputado sino a ellos, pues se empeñan en llevar una muchedumbre superflua para una causa que ha de ser tratada entre pocos. Y si es necesaria la muchedumbre para lograr la verdad, cosa que anhelamos con todos nuestros votos, que codiciamos con ardor, que pedimos a Dios con efusión, todos asistiremos, si quieren. Todos volaremos para obtener ese gran bien, con ayuda de Dios, que nos lo ofrece, diciendo: Hermanos nuestros sois. Se lo diremos, no ya a los que nos detestan, sino a los que nos han de abrazar una vez extinguido el odio, para que sea glorificado el nombre del Señor y para que con alegría suya y experiencia nuestra vean cuan bueno y agradable es que los hermanos moren en unión.
(Con otra mano:) Deseamos, hijo, que goces de salud en el Señor. (También con otra mano:) Yo, Aurelio, obispo de la iglesia católica de Cartago, he firmado. (De nuevo:) Silvano, primado de la provincia de Numidia, he firmado.