Tema: Invitación a cumplir la promesa hecha a Dios
Agustín saluda en el Señor a sus hijos Armentario y Paulina, señores eximios, y con toda justicia honorables y deseados.
Hipona. Finales de 410
1. Mi hijo Ruferio, egregio varón y pariente vuestro, me refirió el voto que habéis hecho a Dios. Alegrándome de la noticia y temiendo que el tentador os sugiera otra cosa, pues envidia desde antiguo a los buenos como vosotros, me he determinado a exhortar en pocas palabras a tu caridad, señor eximio justamente honorable y deseado hijo, para que medites lo que está escrito en los sagrados libros: No tardes en convertirte al Señor ni lo difieras de día en día1; y para que emprendas y cuides el cumplimiento del voto que sabes haber hecho a aquel que exige las deudas y cumple las promesas. Porque también está escrito: Prometed y cumplid al Señor vuestro Dios2. Aunque no hubieses prometido, ¿qué cosa mejor se te podría recomendar o qué cosa mejor puede hacer el hombre que reintegrarse a su Creador? Especialmente si tenemos en cuenta que la caridad de Dios para con nosotros se manifestó y dio de sí tan grande testimonio, que envió a su unigénito Hijo para que muriera por nosotros. Resta, pues, que se cumpla lo que el Apóstol dice: que Cristo murió para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió y resucitó3. A no ser que creamos que hemos de amar a un mundo, hoy tan desprestigiado por la ruina de todos los intereses, que hasta su apariencia de seductor ha perdido. Cuanto hemos de alabar y ensalzar a los que no se dignaron florecer en medio de la felicidad del mundo, otro tanto hemos de reprender y afrentar a los que gustan de perecer en medio de la perdición del mismo mundo.
2. Si se toleran las fatigas, peligros y catástrofes de, la vida transitoria por esa misma vida que un día tiene que terminar; si se toleran, no para suprimir la muerte, sino para diferirla un breve espacio de tiempo, ¿cuánto mejor hemos de tolerarlos por la vida eterna, en que la naturaleza no tiene que evitar con angustia la muerte, ni la cobardía es víctima del torpe miedo, ni la sabiduría tiene que sufrir con fortaleza? Para nadie habrá lo que no existirá. ¡Que la vida eterna te cuente, pues, entre sus amadores! ¿No ves cuan ardientes amadores tiene esta vida miserable y desamparada y cuánto los liga a su suerte? Turbados ellos por el riesgo que corre la vida, la ponen un término más rápido con ese mismo miedo de terminarla. Mientras huyen de la muerte, la aceleran. Son como aquel que se lanza a la corriente arrolladora del río por huir del ladrón o de la fiera. Cuando ruge la tempestad, lanzan a veces los alimentos; arrojan los medios de vida para vivir, para que no se acabe presto el vivir aunque sea en fatigas. ¡Con cuántos sudores se obtiene el poder sudar durante más tiempo! Y cuando la muerte comienza a amenazar, se la rehúye para que dure el miedo más y más. Entre tantos accidentes de la fragilidad humana, ¡cuántas muertes se temen, siendo así que con una que venga ya no hay que temer a las demás! Y, con todo, se huye de una para seguir temiéndolas todas. ¡Con qué sufrimientos se atormentan los que son curados y sajados por los médicos! ¿Y sufren acaso para no morir? No, sólo para morir algo más tarde. ¡Se toleran enormes torturas ciertas para obtener algunos días inciertos! A veces, agotados por esos mismos dolores, que soportan por temor a la muerte, mueren en el trance: así, mientras prefieren sufrir para no acabar la vida, en lugar de acabar la vida para no sufrir, les acontece que sufren y terminan. Y no sólo porque a veces sanan y después de los dolores acaban esa vida comprada a precio de tales tormentos y que no puede perdurar, pues es mortal, ni puede durar, pues es breve, ni puede estar segura de un determinado tiempo, pues es incierta; sino también porque la acaban en ese mismo dolor que quisieron sufrir para que no se acabase.
3. Tiene también el excesivo amor de esta vida otro mal execrable y horrendo en demasía: muchos, por querer vivir un poco más, ofenden gravemente a Dios, en quien está la fuente de la vida4. Así, mientras temen en vano ese fin de la vida que necesariamente ha de llegar, se privan de aquella en que se vive sin fin. A esto se ha de añadir que esta vida mísera, aunque pudiese ser perpetua, no se podría comparar con la vida bienaventurada, aunque fuese brevísima. Y éstos, al amar esta misérrima y caduca vida, pierden la felicísima y sempiterna, pues aun en esta vida, tan mal amada por ellos, aman lo que pierden en aquélla. Porque en esta vida no aman la miseria, pues quieren ser felices, ni la caducidad, pues quieren que no se acabe. Sólo por ser vida la aman tanto que por ella, mísera y breve, pierden la bienaventurada y sempiterna.
4. Considerando esto, ¿qué gran fatiga es la que impone la vida eterna a sus amadores, cuando les exige que la amen como ésta es amada por los suyos? ¿Es acaso digno o tolerable que, mientras se desdeñan todas las cosas amables del mundo para retener un poco más de tiempo en el mundo esa vida que presto ha de acabar, no se desprecie el mismo mundo para obtener la vida que durará sin fin en el seno de aquel que creó el mundo? Poco ha, cuando la misma Roma, domicilio del Imperio nobilísimo, era devastada por la irrupción de los bárbaros, ¡cuántos amadores de esta vida temporal dieron todo lo que guardaban, no sólo para alegrar y decorar, sino también para sustentar y asegurar esa vida, sólo para redimirla desnuda y prolongarla desventurada! Suelen los amadores hacer muchos regalos a sus amadas para poseerlas. En cambio, éstos no poseerían a su amada si con su amor no la hubiesen dejado en la miseria. No le hacen muchos dones, sino que se lo quitan todo para que el enemigo no se la quite a ellos. No es que yo reprenda su consejo, pues ¿quién no sabe que perecería esa vida si no pereciesen las cosas que se reservaban para ella? Lo malo es que muchos perdieron primero los accidentes y luego la perdieron a ella también, mientras otros muchos, que estaban dispuestos a perderlo todo por ella, la perdieron antes a ella. Pero sírvanos esto para saber cómo debemos ser los amadores de la vida eterna, para que despreciemos por ella todo lo superfluo, cuando por esta vida transitoria despreciaron aquéllos lo que les era necesario.
5. No despojamos a nuestra amada como ellos a la suya para poseerla. Únicamente obligamos a esta vida temporal a ceñirse para servir como esclava a aquella vida eterna que queremos poseer; por eso, no la atamos con lazos de vanos ornamentos ni la recargamos con pesos de preocupaciones nocivas. Oímos al Señor que con toda fidelidad nos promete eterna vida para que la deseemos con ardor extremado, como si gritase en un concurso delante de todo el mundo: Venid a mí todos los que estáis cansados y trabajados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, pues soy manso y humilde de corazón, y hallaréis sosiego para vuestras almas. Porque mi yugo es suave, y mi carga ligera5. La disciplina de la humildad piadosa arroja y expele del alma esa aérea y turbia codicia, esa avidez de cosas que están situadas fuera de nuestro alcance. Allí hay fatiga donde muchos objetos se buscan y se aman, porque la voluntad no se basta para alcanzarlos y retenerlos: carece de poder ejecutivo. En cambio, la vida justa la tenemos cuando queremos, puesto que el quererla a ella plenamente es la misma justicia. Y esa justicia no requiere para perfeccionarse sino una perfecta voluntad. Así se nos dijo divinamente: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad6. Donde hay paz, allí hay sosiego; donde está el sosiego, allí está el fin de las apetencias, y cesa la causa de las fatigas. Mas para que esa voluntad sea plena es necesario que esté sana; y sanará si no rehúye al médico, cuya sola gracia puede sanarnos de la enfermedad de los afanes nocivos. El es el médico que nos grita: Venid a mí todos los que estáis trabajados, diciendo que su yugo es suave y su carga ligera. Al difundirse por obra del Espíritu Santo la caridad en nuestros corazones7, amaremos el mandamiento que nos da, y ya no será áspero y pesado si servimos bajo este yugo con una cerviz tanto más libre cuanto menos hinchada. Y he aquí una carga que no grava, sino que alivia a quien la lleva. Si se aman las riquezas, hay que guardarlas donde no puedan perecer. Si se ama el honor, hay que colocarlo donde ningún indigno lo reciba. Si se ama la salud, hay que desear adquirirla allí donde nada temamos si la conseguimos. Si se ama la vida, adquirámosla allí donde no se termina con la muerte.
6. Dad, pues, lo que habéis prometido: se trata de vosotros mismos, y os dais a aquel cuyos sois. Lo que dais no disminuirá con la donación, más bien será conservado y aumentado. Benigno es el acreedor y no indigente. No crece El con lo que recupera, sino que hace crecer dentro de sí a los deudores. Lo que no se le devuelve a El, se pierde; lo que se devuelve, se añade al deudor. Es más, el deudor mismo se conserva en aquel a quien se reintegra. El que da y su don son una misma cosa, porque la deuda y el deudor no eran sino una cosa. El nombre se debe a Dios, y para ser feliz ha de donarse al mismo de quien recibió el ser. Esto es lo que significan las palabras que el Señor dice en el Evangelio: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios8. Las pronunció cuando le mostraron una moneda; preguntó qué imagen ostentaba, y le contestaron que la del Cesar. Por aquí habían de entender que Dios exige del hombre esa imagen divina que ostenta el hombre, como el Cesar exigía su imagen acuñada en la moneda. Pues si se le debe antes de prometer, ¿cuánto más habrá que pagar después de la promesa?
7. Podría, según mis facultades, ¡oh amadísimo!, cantar más largamente las alabanzas del fruto de ese santo propósito que sé que habéis hecho a Dios y mostrar la distancia que hay entre los cristianos que aman este mundo y los que lo desdeñan, aunque todos ellos sean llamados fieles. Todos quedaron limpios en el mismo baño de la sagrada fuente bautismal, todos fueron formados y consagrados en los mismos misterios, todos son no sólo oyentes, sino también predicadores del santo Evangelio. Pero no todos son partícipes del reino de Dios, de la luz, ni coherederos de la vida eterna, que es la única feliz. Así el Señor Jesús insinuó una notable diferencia, dentro de un amplio límite, entre los mismos que escuchaban sus palabras, excluyendo a los que no las oyen: El que oye estas mis palabras, dice, y las pone por obra, es semejante a un hombre prudente que edificó su casa sobre roca; cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y se abalanzaron contra aquella casa, pero no cayó, porque estaba asentada sobre roca. En cambio, quien oye estas mis palabras y no las pone por obra, es semejante a un hombre necio que edificó su casa sobre arena; cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y se abalanzaron contra aquella casa, y se desmoronó, y su ruina fue grande...9 Oír aquellas palabras es, pues, tanto como edificar. En esto todos son iguales. Pero en poner o no poner en obra lo que oyen, son tan distintos cuan distinto es el edificio asentado sobre la solidez de la roca de aquel que carece de fundamento y se derrumba por apoyarse en la movilidad de la arena. Claro es que el que no oye en absoluto, no obtiene apoyo más seguro, porque nada edifica. Por carecer de cobijo es entregado a las lluvias, a los torrentes y a los vientos para ser aplastado, arrebatado y destrozado.
8. Podría asimismo, según mis fuerzas, distinguir conforme a sus jerarquías y méritos a las personas que pertenecen a la derecha y al reino de los cielos y mostrar la diferencia que hay entre la vida conyugal de los padres y madres de familia, que crían hijos y son religiosos y piadosos, y aquella otra vida que habéis prometido vosotros a Dios, si ahora fuera tiempo de exhortaros a abrazarla. Mas, como ya la has prometido, ya te has atado y no te es lícito hacer otra cosa. Antes de ser reo de voto, eras libre para elegir un estado inferior; aunque no había de felicitarte por una libertad que permite no pagar lo que se devuelve con ganancia. Mas ahora que tu voto fue aceptado por Dios, no te invito a una gran justicia, sino que te quiero apartar de una gran iniquidad. Porque, si no cumples lo que prometiste, no quedarás en el mismo estado que tuvieras si nada hubieses prometido. Entonces hubiese sido no peor, sino menor tu estado. En cambio, si ahora quebrantases la fe que debes a Dios (El te libre de ello), serás tanto más miserable cuanto serás más feliz si se la mantienes. Por eso no te pese de haber prometido, antes alégrate: ya te es ilícito lo que antes te era lícito en propio detrimento. Mantente, pues, intrépido y pon por obra tus palabras. Te ha de ayudar aquel que antes solicitó tu voto. Feliz necesidad esa que nos obliga a ser más perfectos.
9. Una sola causa podría haber para que yo no te animase a cumplir lo que prometiste y aun te prohibiese cumplirlo, a saber: si tu esposa no quisiese aceptar contigo el voto por su debilidad corporal o espiritual. Porque los casados no deben hacer tales votos sino por común consentimiento o voluntad. Y en caso de que se haya hecho con demasiada prisa, hay que corregir la temeridad más bien que cumplir lo prometido. Dios exige que nadie prometa de lo ajeno, antes bien prohíbe usurpar lo ajeno. Sobre este asunto hay una sentencia divina, proferida por el Apóstol: La esposa no es dueña de su cuerpo, sino el esposo; igualmente, el esposo no es dueño de su cuerpo, sino la mujer10. Bajo el nombre de cuerpo designó el sexo. Pero ya que me dicen que tu esposa está tan dispuesta a prometer continencia a Dios, que no tiene otro impedimento para ello sino la obligación de pagar el débito, por deber conyugal para contigo, cumplid ambos a Dios lo que ambos prometisteis, y ofreced a Dios lo que no os exigís mutuamente. Si la continencia es una virtud, como lo es, ¿por qué está más dispuesto para guardarla el sexo más débil, siendo así que la virtud está más emparentada con lo viril, como la semejanza de palabras parece indicar? No te asustes, pues eres varón, de una virtud que la mujer está dispuesta a aceptar. Vuestro consentimiento sea la oblación ante el altar supremo, y el vínculo de vuestro amor sea tanto más fuerte cuanto más santo es, una vez dominada la concupiscencia. Felicitémonos por vuestra conducta, en la abundante gracia de Cristo, señores eximios, justamente laudables y deseados hijos.