CARTA 125

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: El conflicto entre Piniano y los fieles de Hipona

Agustín y los que están con él saludan en el Señor a Alipio, señor beatísimo y hermano y colega en el episcopado, amadísimo con veneración, y a todos los hermanos que están con él.

Hipona. Comienzos del 411

1. Me lamento con toda el alma y no puedo inhibirme ante tantas injurias como el pueblo de Hipona lanzó contra tu santidad. Pero mucho más lamentable que esas injurias que contra ti lanzaron es, hermano bueno, que se sospechen de nosotros tales cosas. Pensáis ahí que queremos retener a los siervos de Dios por apetitos de riquezas y no por amor. Es preferible que los que tal piensan manifiesten en voz alta los secretos de su corazón -de este modo se buscarán grandes remedios, si los hay- antes de callarse y perecer en sus perniciosas sospechas. Según dije ya, antes de que este nuevo acaecimiento se presentara, lo principal aquí es ver cómo podremos convencer a los hombres -ante los cuales Dios nos ha colocado como modelos de buenas obras- de que sus sospechas son infundadas. Mejor es eso que averiguar cómo hemos de reprender a los que declaran en voz alta las propias suspicacias.

2. He aquí por qué yo no me irrito contra la santa Albina. No pienso reprenderla, sino curarla de sus sospechas. Verdad es que ella no aplicó a mi persona sus palabras cuando se lamentó de los hiponenses y dijo que habían evidenciado su codicia al retener a un hombre rico, menospreciador y repartidor de su riqueza, y eso no por la clericatura, sino por el dinero. Pero poco le faltó para decir lo que sospechaba de mí. Y no sólo ella. También sus santos hijos dijeron lo mismo ese día en el ábside. Te repito que pienso sanarlos de sus sospechas más bien que reprenderlos por ellas. ¿Dónde hallaré sosiego y seguridad contra tales espinas, si han podido brotar en unos corazones tan santos y queridos para mí? De ti abriga malas sospechas el vulgo indocto de Hipona. En cambio, de mí las abrigaron esos luminares de la Iglesia. Bien ves qué es más lamentable. Y, con todo, creo que no hemos de reprenderlo, sino de sanarlo. Ellos son hombres y sospechan de los hombres cosas tales, que, aunque sean falsas, no son increíbles. No son aquí tan torpes que vayan a creer que el pueblo tagastino anhela apoderarse del dinero. Además han visto que ese pueblo no tomó dinero alguno. Pues otro tanto hay que decir de Hipona. Lo curioso es que este encono sólo se inflama contra los clérigos, y principalmente contra los obispos, que parecen dominar en su preeminencia, como si ellos quisieran utilizar y gozar los bienes de la iglesia a modo de poseedores y dueños. Si es posible, Alipio mío, no llevemos a los débiles, a los que tratamos de gobernar y santificar, a esa codicia tan dañina y mortífera. Acuérdate de lo que habíamos hablado antes de que sobreviniese esta prueba, que ahora nos obliga a más. Esforcémonos por remediarlo tratándolo entre nosotros, con la ayuda del Señor. No nos contentemos con tener tranquila la conciencia, pues el pleito es tal, que no debe bastarnos ella sola. Si no somos siervos réprobos de Dios, si arde en nosotros un hilo de esa llamita de la caridad que no busca los intereses propios1, debemos hacer el bien, no sólo delante de Dios, sino también delante de los hombres. No bebamos el agua clara en nuestra conciencia, mientras se nos acusa de obrar con pie incauto, para que las ovejas del Señor no la beban turbia2.

3. En tu carta me hablas de un género de juramento arrancado por la violencia. Puesto que discutimos entre nosotros, te ruego que nuestra discusión no difunda nieblas en cosas evidentes. Si al siervo de Dios se le amenaza con muerte cierta para que jure hacer algo ilícito y pecaminoso, debe estar dispuesto a morir antes que jurar. Así no tendrá luego que cumplir su juramento con un nuevo crimen. Ahora bien, el clamor ininterrumpido del pueblo de Hipona no obligaba a Piniano a cometer alguna torpeza, sino a ejecutar una hazaña lícita. Se temía, es verdad, que algunos malvados-que por lo general se encuentran dentro de la muchedumbre de los buenos- hallasen coyuntura oportuna de sedición y como de justa cólera, y se lanzasen a alguna violencia criminal por el afán de lucro. Pero ese temor era de cosa incierta. ¿Quién dirá que por males inciertos -y no me refiero tan solo a malos tratamientos corporales, sino incluso a la misma muerte- se debe cometer un perjurio cierto? Aquel extraño Régulo no había leído las santas Escrituras acerca de la impiedad del juramento falso. Nada sabía de la guadaña de Zacarías3. Pues bien, hizo un juramento a los cartagineses no por los sacramentos de Cristo, sino por las torpezas de los demonios. Y despreció los tormentos certísimos de una muerte horrenda y ejemplar. Le obligaron a jurar. Libre y espontáneamente aceptó las consecuencias: había jurado y no quería ser perjuro. La censura romana se negó a recibir, no ya en el número de los santos, sino en el número de los senadores; no ya en la gloria celeste, sino en la curia terrestre, a todos aquellos que por miedo a la muerte o a los tormentos más crueles prefiriesen ser notorios perjuros a regresar a los bárbaros enemigos. Y lo que es más, excluyó a uno que ya se creía libre del reato de perjurio porque después de su juramento había vuelto a la patria por no sé qué necesidad fingida. Los que le arrojaron fuera del Senado no miraron lo que él pensó al jurar, sino lo que esperaban de él aquellos en cuyo nombre juró. Y, con todo, no habían leído lo que nosotros cantamos por doquier: el que jura a su prójimo y no le engaña4. Solemos ensalzar con asombro tales hazañas aun en hombres extraños a la gracia de Cristo. ¿Cómo pensar que debemos seguir buscando en los libros divinos si es lícito el perjurio alguna vez, pues se nos ha prohibido hasta el jurar para que no resbalemos hacia el perjurio con la costumbre de jurar?

4. No vacilo cuando afirmo que es necesario cumplir el juramento en conformidad, no con las palabras del que lo pronuncia, sino con la mente del que lo recibe, y que el que jura conoce muy bien. Porque las palabras de un juramento, sobre todo si es breve, abarcan muy difícilmente todas las circunstancias cuyo cumplimiento se exige luego al que juró. Son perjuros, pues, los que se atienen a las puras palabras y dejan burlada la creencia de aquellos que recibieron el juramento. Y no son perjuros, en cambio, los que no se atienen a las palabras, pero cumplen lo que se espera de ellos después del juramento. Los ciudadanos de Hipona quisieron retener consigo al santo Piniano, no como condenado, sino como amadísimo habitante de su ciudad. Aunque él no pueda ser cogido por sus palabras, está claro lo que el pueblo esperaba de él. Se ausentó después del juramento. Pero todos los que pudieron oírle están seguros de que se ausentó por un motivo justo, con voluntad de volver. Por lo tanto, no será perjuro ni nadie le tendrá por tal mientras no burle la creencia del pueblo. Y no la burlará si no cambia su voluntad de habitar aquí, si no se ausenta con determinación de no volver. Dios libre de esa determinación las costumbres y la fe que Piniano debe y mantiene a Cristo y a la Iglesia. Dejaré a un lado lo que tú sabes tan bien como yo, a saber: cuán tremendo es el juicio divino acerca del perjurio. Lo que yo sé es que en adelante no deberemos irritarnos contra nadie cuando no nos cree aunque juremos, si ahora no sólo se tolera con tranquilidad el perjurio de un hombre como Piniano, sino que hasta se pretende defender. Apártelo de nosotros y de él la misericordia de aquel que libra de la tentación a los que en él esperan5. Como tú escribes en el informe, cumpla Piniano la promesa con que se obligó a no ausentarse de Hipona en las mismas condiciones en que no nos ausentamos yo y los mismos ciudadanos hiponenses, aunque somos libres para irnos y volver. A no ser que opines que los que no se han comprometido con juramento son reos de perjurio si se van para no regresar.

5. Ignoro si podrá probarse que nuestros clérigos y hermanos que viven en el monasterio fueron partícipes e instigadores de las injurias que se lanzaron contra ti. Cuando traté de averiguarlo, se me dijo que sólo un hermano del monasterio cartaginés había unido sus gritos a los del pueblo; pero sólo cuando pedían a Piniano por presbítero, y no cuando te lanzaban injurias a ti. Te adjunto en esta carta una copia, tomada del mismo original, de la promesa que Piniano suscribió. Está corregida bajo mi vigilancia.