Tema: Agustín pide excusa
Agustín saluda en el Señor A Albina, Piniano y Melania, señores ilustres en el Señor y hermanos amadísimos y deseadísimos por su santidad.
Hipona. Comienzos del 411
1. O por mi estado de salud o por mi complexión, no puedo tolerar el frío. Pero nunca padecí mayores ardores que en este cruel invierno, al no poder correr ni volar a veros ahora que estáis tan cerca. ¡Merecíais que cruzáramos volando el mar para encontraros, y vosotros habéis venido de tan lejos sólo para visitarnos! Quizá vuestra santidad crea que el rigor de la estación es el único motivo de mi pesar, pero no es así, amadísimos. Las lluvias no serían tan fuertes, molestas o peligrosas, que no estuviera yo dispuesto a afrontarlas y sobrellevarlas para visitaros: sois luminares que irradian el mayor consuelo en nuestras actuales y desaforadas desventuras; faros encendidos desde el alto foco y colocados en medio de esta generación tortuosa y pervertida; fulgores sublimes en la humildad que habéis adoptado y resplandecientes en el boato que habéis desdeñado. Al mismo tiempo podría yo celebrar la buena suerte espiritual de mi patria carnal, que ha merecido teneros presentes. Antes, cuando estabais ausentes, ella oía quiénes erais por nacimiento y quiénes os hicisteis por la gracia de Cristo; lo creía por caridad, pero no se atrevía quizá a difundirlo, temiendo que alguien lo contradijese.
2. Os voy a confesar, pues, por qué no fui y cuáles son las desventuras que me impidieron gozar de tan gran bien. De este modo mereceré no sólo vuestro perdón, sino también, por vuestras oraciones, la misericordia de aquel que en vosotros hace que viváis para El. El pueblo de Hipona, a cuyo servicio me dedicó el Señor, es tan débil en su mayoría y casi en su totalidad, que bajo la influencia de la más leve tribulación puede peligrar gravemente. Ahora le oprime un contratiempo tan grave, que, aunque no fuese él tan débil, apenas podría tolerarlo aun gozando de cierta salud en el alma. Al volver a mi sede, hallé al pueblo gravemente escandalizado por mi ausencia. Vosotros, cuya fortaleza espiritual celebramos en el Señor, tenéis paladar para saborear lo que está escrito: ¿Quién enferma, que no enferme yo con él? ¿Quién se escandaliza y no me abraso yo?1 Hay muchos aquí que al censurarme tratan de prevenir contra mí los ánimos de los que al parecer me aman, y así hacen lugar al diablo dentro de ellos. Esos se encolerizan contra mí, mientras yo me preocupo de su salud. Su determinación de difamarme es un afán que les mata, no el cuerpo, pero sí el corazón, en el que se oculta el lazo. El cadáver se hace notar por su hedor antes de que mi pensamiento lo descubra. Sin duda otorgáis vuestro perdón benévolo a estos miramientos. Además, si os enojáis y queréis vengaros, no hallaréis seguramente mayor castigo que el que sufro al no poderos ver en Tagaste. Ayudado por vuestras oraciones, espero que podré visitaros cuanto antes en cualquiera lugar de África en que os encontréis, una vez que haya pasado el peligro que ahora me detiene. Quizá esta ciudad en que trabajo no es digna de unirse a mi regocijo de celebrar aquí vuestra presencia. Yo, por lo menos, no me atrevo a deciros que lo sea.