CARTA 120

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Respuesta a la anterior.

Hipona: Poco después de la anterior.

Agustín saluda en el Señor a Consencio, hermano amadísimo y digno de honor en las entrañas de Cristo.

1. Te he rogado que vinieras aquí, porque me ha complacido el ingenio que muestras en tus libros. Creyendo que algunos de mis opúsculos te son necesarios, quiero que los leas en mi presencia y no lejos de mí. Si estás aquí, no hallarás inconveniente en preguntar cuando entiendas menos bien alguna cosilla; y en un sencillo cambio de impresiones y de conversación verás lo que tienes que enmendar en tus libros, y los enmendarás cuanto el Señor nos permita a mí aclarar y a ti entender. Porque tienes la facultad de saber explicar las cosas que piensas, y además posees la honradez y la humildad para merecer percibir las verdaderas. Sigo manteniendo esa misma opinión, que seguramente a ti no te desagrada. Por eso te advertí que en los libros míos que ahí lees pongas algún signo en los pasajes que te sorprendan y vengas aquí con todo, dispuesto a preguntarme cada uno de los puntos que te interesen. Te exhorto a que hagas lo que hasta ahora no hiciste. Podrías tener un razonable reparo en mostrarte remiso si lo hubieses intentado alguna vez y hubieses hallado dificultad en mí. Además, oí que te causaba enojo tener que utilizar códices infieles [de la Biblia], y en atención a ese inconveniente, también te advertí que utilizases los míos, cuya fidelidad, sin duda más satisfactoria, podrás comprobar.

2. Me pides que trate con prudencia y cautela la cuestión de la Trinidad, esto es, de la unidad de divinidad y de la distinción de personas, para que la cordura de mi doctrina e ingenio, como dices tú, disipe la niebla de tu mente y así puedas ver con tus ojos, iluminados por el fulgor de mi inteligencia, lo que ahora no puedes pensar. Pero mira, por de pronto, si esta súplica está conforme con tu anterior convicción. Al principio de la misma carta, en que me presentas tu súplica, afirmas haberte convencido de que «es menester averiguar la verdad por medio de la fe, más bien que por medio de la razón. Si la fe de la santa Iglesia, dices, hubiera de aceptarse por la razón y disputa y no por la piedad y la creencia, nadie alcanzaría la bienaventuranza sino los filósofos y oradores. Mas plugo a Dios elegir lo débil de este mundo para confundir lo fuerte, y salvar a los que creyeron por la estulticia de la predicación1. Por eso, no tanto hay que buscar la razón cuanto el seguir la autoridad de los santos». Según estas palabras tuyas, máxime en este punto fundamental en que se apoya toda nuestra fe, deberías pensar en tu deber de seguir la autoridad de los santos sin pretender de mí una razón para entender. En efecto, en cuanto comience a introducirte de algún modo en la inteligencia de este gran misterio (cosa que yo no puedo hacer si Dios no ayuda interiormente), no he de hacer en mi ensayo otra cosa que darte mi razón, como pudiere. ¿Eres razonable cuando pides que yo u otro cualquiera doctor hable, para que entiendas lo que crees? Pues debes corregir tu convicción. No es que vayas a rechazar la fe, sino que vas a contemplar también con la luz de la razón lo que ya con la firmeza de la fe admitías.

3. Dios está muy lejos de odiar en nosotros esa facultad por la que nos creó superiores al resto de los animales. Él nos libre de pensar que nuestra fe nos incita a no aceptar ni buscar la razón, pues no podríamos ni aun creer si no tuviésemos almas racionales. Pertenece al fuero de la razón el que preceda la fe a la razón en ciertos temas propios de la doctrina salvadora, cuya razón todavía no somos capaces de percibir. Lo seremos más tarde. La fe purifica el corazón para que capte y soporte la luz de la gran razón. Así dijo razonablemente el profeta: Si no creyereis, no entenderéis2. Aquí se distinguen, sin duda alguna, dos cosas. Se da el consejo de creer primero, para que después podamos entender lo que creemos. Por lo tanto, es conforme a la razón el mandato de que la fe preceda a la razón. Ya ves que, si este precepto no es racional, ha de ser irracional, y Dios te libre de pensar tal cosa. Luego si es razonable que la fe preceda a cierta gran razón que aún no puede ser comprendida, sin duda alguna antecede a la fe esa otra razón, sea la que sea, que nos persuade de que la fe ha de preceder a la razón.

4. Por eso amonesta el apóstol Pedro que debemos estar preparados a contestar a todo el que nos pida razón de nuestra fe y de nuestra esperanza3. Supongamos que un infiel me pide a mí la razón de mi fe y de mi esperanza. Yo veo que antes de creer no puede entender, y le aduzco esa misma razón: en ella verá (si puede) que invierte los términos, al pedir, antes de creer, la razón de cosas que no puede comprender. Pero supongamos que es ya un creyente quien pide la razón para entender lo que cree. En ese caso hemos de tener en cuenta su capacidad, para darle razones en consonancia con ella. Así alcanzará todo el conocimiento actualmente posible de su fe.

La inteligencia será mayor si, la capacidad es mayor; menor, si es menor la capacidad. En todo caso, no debe desviarse del camino de la fe hasta que llegue a la plenitud y perfección del conocimiento. Aludiendo a eso, dice el Apóstol: Y, sin embargo, si sentís cosas distintas, también al respecto os iluminará Dios. Al punto que hayamos llegado, en ése hemos de caminar4. Si ya somos fieles, hemos tomado el camino de la fe; si no lo abandonamos, no sólo llegaremos a una inteligencia extraordinaria de las cosas incorpóreas e inmutables, tal como pocos pueden alcanzar en esta vida, sino a la cima de la contemplación que el Apóstol llama cara a cara5. Hay algunos cuya capacidad no puede ser más modesta, y, sin embargo, marchando con perseverancia por este camino de la fe, llegan a aquella beatísima contemplación. En cambio, otros conocen a su modo la naturaleza invisible, inmutable e incorpórea, y también el camino que conduce a la mansión de tan alta felicidad; pero juzgan que no es válido este camino, que es Cristo crucificado, y rehúsan mantenerse en él, y así no pueden penetrar en el santuario de la misma felicidad. La luz de esta felicidad se contenta con emitir algunos rayos que tocan desde lejos la mente de tales sabios.

5. Hay cosas a las que no prestamos fe cuando las oímos; en cambio, en cuanto nos dan la razón, vemos que es verdad eso que de antemano no podíamos creer. Los incrédulos no creen los milagros de Dios porque no ven la razón de los mismos. Bien ves que hay cosas cuya razón no podemos dar, y, sin embargo, existen. Porque ¿hay algo en la naturaleza universal que haya sido hecho irracionalmente por Dios? Pero también es conveniente que permanezca un tanto oculta la razón de algunas maravillosas obras divinas, para que el conocimiento de su razón no amengüe la estima que de ellas pueden tener ciertos espíritus que en otro caso bostezarían de hastío. Sabes que hay, y no son pocos, quienes se dejan coger por la admiración de las cosas más que por el conocimiento de las causas, donde las maravillas dejan de ser maravillas. Es menester excitar a esos espíritus por medio de maravillas visibles a tener fe en lo invisible, para que la pureza los purifique y de este modo terminen por no maravillarse de la familiaridad de la verdad. Bien sabes que en el teatro la gente se maravilla ante el funámbulo y se deleita ante los músicos. En el funámbulo nos deja atónitos la dificultad; en los músicos nos subyuga y satisface la suavidad.

6. Permíteme hablar así para mover tu fe al amor de ese conocimiento al que conduce la razón verdadera, y para el cual el alma es preparada por la fe. Hay una razón que afirma falsamente que en la Trinidad, que es Dios, el Hijo no es coeterno al Padre o es distinta sustancia y desemejante a Él en alguna parte, y que el Espíritu Santo es inferior del mismo modo. Asimismo, hay una razón que falsamente afirma que el Padre y el Hijo son de la misma sustancia, pero que el Espíritu Santo es de sustancia distinta. Hay que prevenirse y rechazar esta razón, no porque sea razón, sino porque es una razón falsa. Ya que si fuese verdadera, no habría incurrido en error. ¿Vamos a decir que tenemos que rechazar toda palabra porque hay algunas falsas? Pues tampoco debes evitar toda razón porque hay alguna falsa. Lo mismo podría decir acerca de la sabiduría. No debe rechazarse toda sabiduría por el hecho de que haya también una falsa sabiduría, para la que es necedad Cristo crucificado que es el poder y la sabiduría de Dios. Por esa estulticia de la predicación plugo, efectivamente, a Dios hacer salvos a los creyentes, ya que lo más inepto de Dios es más sabio que los hombres6. He ahí lo que no pudieron aceptar ciertos filósofos y oradores; seguían un camino no verdadero, sino verosímil, y en él se engañaban a sí mismos y engañaban a los demás. En cambio, algunos de ellos lo aceptaron. Quien pudo ser convencido, no tuvo por escándalo ni por estulticia a Cristo crucificado. Entre ésos hay algunos llamados judíos y griegos, para quienes Cristo es la sabiduría y el poder de Dios7. Dentro de este camino, es decir, en la fe en Cristo crucificado, hay quienes han podido comprender la rectitud del mismo. Recibieron el nombre de filósofos u oradores, pero confesaron con humilde piedad que en dicho camino fueron mucho más eminentes que ellos los primeros pescadores. Y no sólo por la firmeza de la fe, sino también por la certísima verdad de la inteligencia. Aprendieron que lo débil e inepto del mundo fue elegido cabalmente para confundir a lo fuerte y sabio8. Conocieron que su sabiduría era falaz y su potencia endeble, y entonces se llenaron de saludable confusión y se hicieron necios y débiles, para llegar a ser con eficacia fuertes y con veracidad sabios. Se valieron de lo inepto y débil de Dios, que es más sabio y fuerte que los hombres9, y se contaron entre lo necio y débil que ha sido objeto de elección.

7. La piedad fiel no respeta sino a la razón totalmente verdadera. Por eso no dudamos en desvanecer una cierta idolatría que la debilidad del humano entendimiento trata de establecer en nuestro corazón por el hábito de pensar en las cosas visibles. No osemos afirmar que esa Trinidad invisible, incorpórea e inmutable a quien adoramos, es como tres moles vivas, todo lo grandes y bellas que se quiera, pero recortadas por sus propios límites y unidas recíprocamente entre sí en sus lugares. No importa que coloquemos una de ellas entre las otras dos, de modo que las separe y éstas vayan unidas cada una a uno de sus costados, o que supongamos que las tres se tocan en forma de triángulo, de modo que ninguna de ellas quede separada de las otras dos. Tampoco creamos que de esas tres tales y tan grandes Personas (limitadas por arriba, por abajo y por todas partes, aunque tengan proporciones enormes) se forme una divinidad, que sería ya una cuarta realidad, aunque estuviese toda en todas y cada una de las tres, aunque la Trinidad se llamase un solo Dios por esa divinidad. Tampoco vayamos a creer que las tres Personas están sólo en el cielo, mientras la divinidad está en todas partes siempre presente, y que por esa razón se dice muy bien que Dios está en el cielo y en la tierra (por la divinidad, que estaría en todas las partes y es común a las tres Personas), pero que no se diría bien que el Padre, o el Hijo, o el Espíritu Santo están en la tierra (por la Trinidad, cuya sede no está sino en el cielo).

La razón verdadera empieza por echar por tierra ese conglomerado y vana ficción del pensamiento carnal, mientras interiormente nos ayuda e ilumina aquel que no quiere habitar en nuestro corazón con tales ídolos. Entonces nos apresuramos a desmenuzar y arrojar de nuestra fe los simulacros, sin permitir que se nos quede dentro ni siquiera el polvo de tales quimeras.

8. Por lo tanto, en vano oiríamos predicar cosas verdaderas si la fe no revistiese de piedad nuestro corazón antes de que la razón crítica nos haga ver que son falsas esas ficciones que abrigamos. La razón nos avisa desde fuera, mientras la verdad nos ilumina interiormente. La fe desempeña el papel que a ella le toca, y, gracias a esa preparación, la razón subsiguiente encuentra alguna de las verdades que buscaba. Luego a la razón falsa hay que anteponerle, sin duda alguna, no sólo la razón verdadera, que nos hace entender lo que creemos, sino también la fe misma que tenemos en lo que no entendemos. Mejor es creer lo que es verdadero, aunque todavía no lo veas, que pensar que ves lo verdadero cuando es falso. También la fe tiene sus ojos; por ellos ve en cierto modo que es verdadero lo que todavía no ve, y por ellos ve con certidumbre que todavía no ve lo que cree. En cambio, quien a través de la verdadera razón comprende lo que tan sólo creía, ha de ser antepuesto a quien desea aún comprender lo que cree. Finalmente, quien ni siquiera desea entender y opina que basta creer las cosas que debemos entender, no sabe aún para qué sirve la fe, ya que la fe piadosa no quiere estar sin la esperanza y sin la caridad. El creyente debe creer lo que todavía no ve, pero esperando y amando la futura visión.

9. De las cosas visibles y pretéritas, que temporalmente ya pasaron, sólo podemos tener fe. No hemos de esperar verlas, sino creer que acaecieron y pasaron. Por ejemplo, creemos que Cristo murió una sola vez por nuestros pecados, y resucitó, y ya no muere, ni la muerte le dominará en adelante10. En cambio, las cosas que aún no acaecieron, sino que aún son futuras, como, por ejemplo, la resurrección de nuestros cuerpos espirituales, hemos de creerlas de modo que esperemos verlas también; pero ahora no podemos mostrarlas. Finalmente, las cosas que no son ni pasadas ni futuras, sino eternas, son en parte invisibles, como la justicia y la sabiduría, y en parte visibles, como el actual cuerpo de Cristo. Las cosas invisibles se ven con el entendimiento, y por eso podemos verlas de una manera peculiar11. Cuando las vemos, son para nosotros más ciertas que aquellas que percibimos con los sentidos corporales, pero se las llama invisibles porque en ningún modo pueden ser vistas por estos ojos mortales. En fin, las cosas visibles y permanentes podemos verlas con estos ojos corporales si nos las muestran como el Señor se mostró después de la resurrección a sus discípulos12; y después de la ascensión, al apóstol Pablo y al diácono Esteban13.

10. Creemos, pues, en esas cosas visibles y permanentes, de modo que, aunque no nos las presenten, esperamos verlas algún día. No tratemos de comprenderlas con la razón y con la inteligencia, sino para discernir más distintamente las visibles de las invisibles. Y cuando nos imaginamos con la fantasía su figura, sabemos de sobra que no las conocemos. Yo me imagino Antioquía aunque no la conozco; pero no como a Cartago, que me es conocida: en el primer caso, mi pensamiento crea la visión; en el segundo, la recuerda. Bien sé que doy crédito a mis ojos respecto de Cartago. Por el contrario, no podemos imaginar de un modo y ver de otro la justicia, la sabiduría y cosas semejantes. Son realidades invisibles que contemplamos, cuando las entendemos, con la simple atención de la mente y de la razón, sin forma alguna ni volumen corporal, sin líneas ni modelado alguno de miembros, sin límite alguno finito ni espacio infinito. Hay una luz con la que discernimos todas esas realidades mencionadas, y a esa luz discernimos qué es lo que creemos sin conocerlo, lo que sabemos por tenerlo ya conocido; qué forma de cuerpo recordamos, qué imagen producimos, qué percibimos con el sentido corporal, qué imagen puede crear el alma a semejanza de los cuerpos y qué es, tan cierto y tan diferente de todo lo corpóreo, lo que contempla la inteligencia. Esta luz, a la que discernimos todas estas cosas, no es como un resplandor de nuestro sol o de cualquiera otro cuerpo luminoso, luz que se difunde por doquier, por espacios locales, para iluminar nuestra mente como un fulgor visible. Esta luz fulgura invisible, inefable y, sin embargo, inteligentemente, y es para nosotros tan cierta cuanto son para nosotros ciertos los objetos que contemplamos por medio de ella.

11. Tres son las especies de realidades visibles: las corpóreas, como este cielo y esta tierra y otras que en el cielo y en la tierra toca y percibe el sentido corporal. A la segunda especie pertenecen las realidades que son semejantes a las corporales, como son las que evocamos o imaginamos con la fantasía cuando percibimos cuerpos recordados u olvidados. A ellas pertenecen también las visiones que con estas partes como espaciales se nos infunden en sueños o en los éxtasis de la mente. Finalmente, hay otra tercera especie distinta de las anteriores, porque ni se compone de cuerpos ni de cosa semejante a los cuerpos; por ejemplo, la sabiduría; la vemos cuando la entendemos con la mente, y a su luz juzgamos con veracidad todas las cosas. ¿En cuál de estas tres especies crees tú que se encuentra esa Trinidad que queremos conocer? Se encontrará en alguna o en ninguna. Si se halla en alguna, será, sin duda, en la especie que es superior a las otras dos, en aquella a la que pertenece la sabiduría. Ahora, si dentro de nosotros tenemos una sabiduría que es un don de la Trinidad, y ese don es menor que esa que se llama Sabiduría de Dios, suma e inmutable, no debemos pensar, a mi juicio, que el donante vaya a ser inferior a su don. Y si hay dentro de nosotros un resplandor de la Trinidad, que llamamos nuestra sabiduría, es menester que pongamos a la Trinidad separada de todos los cuerpos y de todas las semejanzas de los cuerpos, en tanto que nosotros podemos entender algo de ella por espejo y en enigma14.

12. Si hemos de creer que la divina Trinidad no pertenece a ninguna de estas tres especies, entonces es invisible, de tal modo que ni con el entendimiento podemos verla. Mucho menos podríamos tener una opinión acerca de ella, creyendo que es semejante a las cosas corporales o a las imágenes de las cosas corporales. Porque no supera a los cuerpos por su hermosura o magnitud de su volumen, sino por la desemejanza y diversidad de su naturaleza. No está permitida la comparación con los bienes de nuestra alma, cuales son la sabiduría, la justicia, la caridad, la castidad y realidades semejantes, que no pesamos por su mole corporal y cuyas formas corpóreas no podemos imaginar con la fantasía, sino que las contemplamos a la luz de la mente sin corpulencia ni semejanza de corpulencia, cuando rectamente las comprendemos. Pues ¿cuánto más distante ha de estar la Trinidad de toda comparación con cualesquiera cualidades y cuantidades corporales? Y, sin embargo, el Apóstol atestigua que no debemos desterrar la Trinidad de nuestro entendimiento, pues dice: Las cosas invisibles desde la constitución del mundo, por aquellas cosas que fueron hechas se entienden y contemplan, y también su sempiterna virtud y divinidad15. Puesto que la Trinidad hizo el cuerpo y el alma, no cabe duda de que es superior a ambos. Pero, si consideramos el alma, especialmente la humana, intelectual y racional, que fue hecha a imagen y semejanza de Dios, si no sucumbimos a nuestros propios pensamientos y opiniones y logramos comprender lo que es superior en ella, a saber, la mente y la inteligencia, quizá no fuese absurdo pensar en elevarla hasta entender a su Creador mediante la ayuda divina. En cambio, si el alma sucumbe en su propio poder y desmaya en sí misma, conténtese con la fe piadosa, mientras peregrinamos lejos del Señor16, hasta que se realice en ella lo que está prometido por obra de aquel que, como dice el Apóstol, es poderoso para hacer más de lo que pedimos o entendemos17.

13. Siendo esto así, quiero que leas entretanto todas las cosas que tengo escritas tocantes a la cuestión, y también otras muchas que tengo entre manos y que todavía no he podido exponer por la magnitud de este intrincado problema. Por ahora retén con fe inquebrantable que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son la Trinidad, pero un solo Dios; que no tienen en común como una cuarta divinidad, sino que ésta es la misma e inseparable Trinidad; que sólo el Padre engendró al Hijo, que sólo el Hijo fue engendrado por el Padre y que el Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Si cuando piensas en esto te viene a las mientes alguna semejanza corporal, evítala, niégala, ahuyéntala, húyela.

No es pequeño principio del conocimiento de Dios el conocer ya lo que Dios no es antes de que podamos saber lo que es. Ama intensamente el entender. Ni siquiera las Sagradas Escrituras (que imponen la fe en grandes misterios antes de que podamos entenderlos) podrán serte útiles si no las entiendes rectamente18. Todos los herejes que han admitido la autoridad de las divinas Escrituras, creen haberse atenido a ellas, cuando se atuvieron más bien a sus propios errores; pero son herejes no por haberlas menospreciado, sino por no haberlas entendido.

14. Tú, carísimo, ora intensa y fielmente para que el Señor te dé el entender19, y así puedan serte fructuosos los avisos que desde fuera te ofrece la inteligencia de los maestros o doctores. Porque ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el incremento20. A Él le llamamos: Padre nuestro, que estás en los cielos21, no porque esté allí y no aquí, pues está doquier íntegro con una presencia incorporal, sino porque se dice que habita en aquellos sujetos a cuya piedad asiste, y éstos están principalmente en el cielo. Allí está nuestra vida si nuestros labios contestan con veracidad que tenemos arriba el corazón22. Aunque entendiésemos carnalmente lo que está escrito: El cielo es mi sede, y la tierra el escabel de mis pies23, deberíamos creer que Dios está allí y aquí, pues no podría estar todo entero allí si tiene aquí los pies, y tampoco podría estar todo entero aquí si tiene en el cielo las partes superiores del cuerpo. Ese pensamiento carnal puede también librarnos de entender a la letra lo que está escrito: ¿Quién ha medido el cielo con la palma y la tierra con el puño?24 Porque ¿quién habitará en el espacio de su palma o pondrá los pies en tan corto espacio como puede abarcar con un puño? A no ser que los carnales hayan progresado tanto en su vanidad, que les parezca poco atribuir miembros humanos a la sustancia divina y empiecen a imaginarse esos monstruos en los que la palma es más ancha que las espaldas y el puño tiene más de dos palmos.

Digo esto para que veas que son absurdas estas expresiones si las entendemos carnalmente, y, advertido por el ridículo, pienses otras inefablemente espirituales.

15. Aunque nos imaginemos con apariencia y miembros humanos el cuerpo del Señor, que El sacó del sepulcro y elevó al cielo, no pensamos que está sentado a la diestra del Padre, como si el Padre estuviese sentado a su izquierda25. En aquella felicidad que sobrepasa todo entendimiento, sólo hay derecha, y esta derecha es el nombre de la felicidad.

Aquello que Cristo dijo a María después de su resurrección: No me toques, porque todavía no he subido a mi Padre26, tampoco hay que entenderlo absurdamente; no creamos que Cristo deseaba que le tocasen las mujeres después de subir, como se prestó a que le tocasen los hombres antes de subir. Cuando dijo esas palabras a María, en la cual estaba simbolizada la Iglesia, quiso que entendiésemos que subió a su Padre cuando María entendió que era igual al Padre. Con esa fe saludable le tocó; le hubiese tocado mal si hubiera creído que era solamente lo que aparecía en la carne. De este último modo le tocó Fotino cuando creyó que era únicamente hombre.

16. Quizá pueda entenderse otra cosa con mayor propiedad y exactitud, pero hay que rechazar de todos modos esa opinión que sostiene que la sustancia del Padre está sólo en los cielos, en cuanto que el Padre es una persona de la Trinidad, y que, en cambio, la divinidad está en todas partes como si el Padre fuera una cosa, y la divinidad (que tiene común con el Hijo y el Espíritu Santo) fuera otra cosa distinta. Si eso fuese cierto, la Trinidad estaría ocupando lugares espaciales y sería corpórea, mientras que la divinidad, común a las tres Personas y presente doquier, sería incorpórea y estaría entera doquier. Pero no es posible que en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo la cualidad sea una cosa, y la sustancia otra.

Y aunque esa divinidad pudiese ser cualidad de las Personas (y Dios nos libre de creer que en el Padre, o en el Hijo, o en el Espíritu Santo la cualidad es distinta de la sustancia), ni aun así podría estar en otra parte fuera de su sustancia. Y si es sustancia, pero distinta de las Personas, ya tenemos otra sustancia distinta de la sustancia que son las Personas. Lo cual es igualmente falso.

17. Si entiendes menos bien la diferencia que hay entre sustancia y cualidad, por lo menos puedes entender fácilmente esto: o es sustancia o no es sustancia esa divinidad de la Trinidad, de la cual se dice que es distinta de la misma Trinidad y por la cual se dice que hay un solo Dios. Porque la divinidad es común a las tres Personas. Si la divinidad es sustancia y es distinta de la sustancia que son el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, de la Trinidad en conjunto, sin duda es una sustancia distinta. Esto lo desecha y rechaza la verdad. Si la divinidad no es sustancia, Dios no es la Trinidad, sino que Dios es esa divinidad que está íntegra doquier; luego Dios no sería sustancia. ¿Qué católico dirá eso? Además, si esa divinidad no es sustancia, y la Trinidad es un Dios por ella, porque las tres Personas la tienen, no deberíamos decir que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo tienen una sustancia, sino una divinidad que no es sustancia. Y ya ves que en la fe católica está confirmado, pues es verdadero, que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son un Dios, porque son la Trinidad, porque las tres divinas Personas son una misma sustancia o esencia, si se prefiere esta palabra. Algunos de los nuestros, principalmente los griegos, dijeron que esa Trinidad, que es Dios, es una esencia, más bien que una sustancia; pensaron o entendieron que había alguna diferencia entre las dos palabras. No es necesario discutir eso aquí.

Sí decimos que esa divinidad, que se considera cosa distinta de la Trinidad, no es sustancia, sino esencia, se concluye la misma falsedad. Porque si esa divinidad es distinta de la Trinidad, ha de ser otra esencia. No permita Dios que el católico piense tal absurdo. Sólo resta, pues, que creamos que la Trinidad es una sola sustancia, de modo que la esencia no es otra cosa que la Trinidad. Por mucho que en esta vida progresemos para verla, lo que veamos será siempre por espejo y por enigma27. Cuando empezáremos a tener un cuerpo espiritual, como se nos ha prometido para el día de la resurrección, podremos verla ya con la mente, ya también con el cuerpo de un modo admirable, porque es un privilegio del cuerpo inefable y espiritual. Pero tampoco entonces la veremos, según nuestra capacidad, por intervalos de lugares, mayor en una parte y menor en otra, porque no es un cuerpo y está íntegra doquier.

18. En tu carta dices que creías, o más bien, «que te parecía a ti que la justicia nada tiene de vivo en cuanto a la sustancia y que por eso no podían aún pensar que Dios, que es una naturaleza viva, fuese semejante a la justicia; la cual justicia no vive en sí misma, sino en nosotros, o más bien somos nosotros los que vivimos según ella, mientras ella no vive en sí misma». Para que te contestes a ti mismo, fíjate y mira si podemos razonablemente decir que no vive la vida misma, por la cual vive todo lo que sin falsedad decimos que vive.

Pienso que te parecerá absurdo que se viva por la vida y que la vida misma no viva. Y si ante todo vive la vida misma, por la que vive todo lo que vive, recuerda, por favor, cuáles son esas almas que la Sagrada Escritura llama muertas. Hallarás que la Sagrada Escritura se refiere a las almas impías, incrédulas e injustas.

Por esas almas viven los cuerpos de los impíos, de quienes se dijo que los muertos entierren a sus muertos28. Bien se entiende en este texto que tampoco las almas inicuas carecen de vida. No podrían los cuerpos vivir de las almas sino por esa vida de que las almas no pueden carecer, y por eso se llaman inmortales. Pues, a pesar de eso, las almas que pierden la justicia se llaman muertas. Y no por otra razón sino porque también la justicia de las almas, que siempre tienen una vida inmortal, es una vida superior y más verdadera. La justicia es vida de esas almas, que cuando están dentro de los cuerpos están vivos los mismos cuerpos, que por sí mismos no pueden vivir. Las almas no podrán en forma alguna vivir sino dentro de sí mismas, pues por ellas viven los cuerpos; si ellas se salen, los cuerpos mueren. Pues ¿cuánto mejor hemos de entender que la verdadera justicia vive dentro de sí misma, pues por ella viven las almas, de modo que, sí ella se ausenta, las almas se denominan muertas, aunque a su manera no dejen nunca de vivir?

19. Pero esa justicia que en sí misma vive, es desde luego Dios y vive inmutablemente. Así como cuando esta vida nuestra está dentro de sí misma es vida nuestra, porque de algún modo nos hacemos partícipes de ella, del mismo modo, cuando la justicia está en sí misma, se hace también nuestra justicia, porque vivimos juntamente adhiriéndonos a ella. Y tanto somos más o menos justos, cuanto más o menos nos apeguemos a ella. Por donde está escrito acerca del unigénito Hijo de Dios (que es ciertamente Justicia y Sabiduría del Padre y está siempre en sí misma) que se hizo para nosotros sabiduría y justicia de parte de Dios y santificación y redención; para que, como está escrito, quien se gloría se gloríe en el Señor29.

Tú mismo lo has notado cuando añades: «a no ser que afirme, quizá, que la justicia es sólo la que es Dios, no ésta de la equidad humana». Es cabalmente aquel sumo Dios la verdadera justicia, o aquel verdadero Dios es la suma justicia. Nuestra justicia en esta peregrinación consiste en tener hambre y sed de la justicia suma; nuestra justicia plenaria en la eternidad consistirá en saciarnos de la suma justicia30.

No pensemos, pues, que Dios es semejante a nuestra justicia, sino pensemos más bien que somos tanto más semejantes a Dios cuanto más justos podemos ser por participación de su justicia.

20. Hemos de huir de pensar que Dios es semejante a nuestra justicia ya que la luz que ilumina es incomparablemente más excelente que el que es iluminado. Pues ¿cuánto más hemos de huir de creer que Dios es alguna cosa inferior y, por así decirlo, más descolorida que nuestra justicia? Y ¿qué otra cosa es la justicia que hay en nosotros, o cualquiera otra virtud que nos haga vivir recta y sabiamente, sino la hermosura del hombre interior? Y en verdad hemos sido hechos a imagen de Dios según esta hermosura, más bien que según el cuerpo. Por eso se nos dice: No queráis conformaros con este siglo, sino reformaos según la novedad de vuestra mente, para que probéis cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno y lo recto y lo perfecto31. Hablamos de la mente sin referirnos a corpulencia alguna ni a partes dispuestas en sus correspondientes localidades, como cuando vemos o imaginamos cuerpos; aludimos a una virtud inteligible, cual es la justicia, y la conocemos y la creemos hermosa, y, según esa hermosura, somos reformados a imagen de Dios. Pues mucho menos hemos de sospechar que la hermosura de Dios, quien nos formó y reforma a su imagen, ha de consistir en alguna corpulencia. Hay que creer que es tan incomparablemente más hermosa que la mente de los justos, cuanto es incomparablemente más justa. Basten esas advertencias que presento a tu dilección, quizá algo más prolijas de lo que tú esperabas si nos atenemos a la costumbre del estilo epistolar, pero breves si miramos a la importancia de tan alta cuestión. No lo hice para satisfacer tu erudición, sino para que con diligencia te instruyas leyendo y oyendo otras cosas y así corrijas con mayor competencia tus frases menos felices. Lo cual será tanto mejor cuanto con mayor humildad y más conforme a la fe se haga.