CARTA 119

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: La trinidad ante la razón.

Lugar: Desconocido: Año 410.

Consencio a Agustín, señor santo y beatísimo padre.

1. Ya había sugerido yo en pocas palabras a tu santo hermano y obispo Alipio, a quien admiro con todas las fuerzas del alma, el tema de mi petición, esperando que se dignara apoyar mis preces ante ti. Mas como la necesidad de marchar a la finca me ha cortado la posibilidad de encontrarme contigo, he preferido enviarte por carta mi súplica, antes que continuar en la misma incertidumbre de ánimo. Sobre todo, teniendo en cuenta que la soledad del lugar en que te encuentras contribuirá, a mi juicio, a afinar tu entendimiento, que penetra en los altísimos misterios, si vieres que puedes concederme lo que te pido. Para definir de algún modo mi postura personal, creo que es necesario percibir la verdad de las cosas divinas por la fe más bien que por la razón. Porque, si la fe de la santa Iglesia hubiese que percibirla por razones y discusiones, nadie alcanzaría la bienaventuranza sino los filósofos y oradores. Y pues plugo a Dios, el cual eligió lo débil de este mundo para confundir lo fuerte y salvar a los creyentes por la estulticia de la predicación1, no se trata tanto de pedir a Dios una razón cuanto de seguir la autoridad de los santos. Sin duda los arríanos, que hacen más joven al Hijo, mientras nosotros le confesamos «engendrado», no hubiesen persistido en su impiedad; ni los macedonianos hubiesen negado cuanto está de su parte la divinidad del Espíritu Santo, a quien nosotros confesamos ni engendrado ni ingénito, si hubiesen preferido acomodar su fe a las Sagradas Escrituras más bien que a sus raciocinios.

2. Pues bien, varón admirable, aquel nuestro Padre, único que conoce los secretos, que tiene la llave de David2, te ha concedido el penetrar la máquina de los cielos con la mirada serenísima de tu corazón y contemplar, como está escrito, a cara descubierta, la gloria del Señor3. Siendo esto así, en cuanto aquel que te dio ese entendimiento te haya dado también la facilidad de expresión, explícanos alguna porción de la sustancia inefable; descríbenos con tu palabra, en cuanto puedas y con la ayuda de ese mismo Dios, la imagen de su semejanza. Porque, si tú no te adelantas como guía y maestro en este problema, nuestro pensamiento, rechazado por el fulgor de tan grande luz, teme contemplarlo, como si fuese una mirada enferma. Entra, pues, en aquella oscurísima nube de los misterios de Dios que rechaza nuestras miradas. Y corrige, primero en mí y después en mis libros, esas pequeñas cuestiones; reconozco que he errado al solucionarlas; quiero por la fe seguir la autoridad de tu santidad, más bien que engañarme con la falsa imagen de una razón concebida en el corazón.

3. En mi circunspecta simplicidad he oído decir y creo que el Señor Jesucristo es luz de luz, como está escrito: Anunciad bien día tras día su salvación4; y en la Sabiduría de Salomón: Es candor de la luz eterna5. Creía yo, aunque no alcanzaba a creer como sería digno, que Dios era una infinita magnitud de una cierta luz inestimable: la mente humana no puede estimar su cualidad, ni medir su cantidad, ni figurarse la forma, aunque piense lo más sublime. Es, sin embargo, ese algo, que posee una forma incomparable, una hermosura inestimable, que por lo mismo Cristo contemplaba con sus ojos carnales. Al fin de mi primer libro, como sin duda recordarás, deseaba yo demostrar que el Señor Jesucristo, esto es, el hombre asumido, poseía la divina potencia sin perder la materia de carne humana que el Verbo había tomado, y no ha perdido de su organismo ninguna otra cosa sino la debilidad. Pero al enseñar yo eso, se me objetaba un punto complicado, diciéndome: Si aquel hombre a quien asumió Cristo, se convirtió en Dios, no debió ser sometido a las leyes del lugar. ¿Por qué dijo, entonces, después de su resurrección: No me toques, pues todavía no he subido a mi Padre?6

4. Tratando yo de demostrar que Cristo está en todas partes por su potencia, no por su cuerpo; por su divinidad, no por su carne, escribí las siguientes palabras acerca de la unidad de Dios y de la Trinidad de las Personas: «Dios, decía yo, es uno, pero las Personas son tres. En Dios no hay distinción, pero la hay en las Personas. Dios está dentro de todo, más allá de todo, incluye lo último, llena lo medio, trasciende lo sumo, se difunde más allá de todo y por todo; las Personas, en cambio, se mantienen independientes, se distinguen por su propiedad y no se mezclan por confusión. Dios es, pues, uno y está en todas partes, porque no hay otro fuera de Él, ni queda lugar vacío donde otro pueda caber. Todas las cosas están llenas de Dios, y fuera de Dios nada existe. Él está en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo: por ende, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no son varios dioses, sino un solo Dios. Pero el Padre no es el mismo que el Hijo, ni el Hijo es el mismo que el Espíritu Santo. El Padre está en el Hijo, el Hijo en el Padre y en ambos el Espíritu Santo; porque en esos tres, que se distinguen por el número, no por el orden; por las personas, no por la potencia, habita el único e indivisible Dios. Todo lo que es del Padre, es del Hijo; y lo que es del Hijo es del Padre; y todo lo que es de ambos, es también del Espíritu Santo, porque los tres poseen la misma sustancia de la divinidad unida, no separada. Por eso no precede el uno al otro por la majestad, o por la edad, ya que lo que es pleno no puede dividirse, y en la plenitud no hay nada que pueda separar la plenitud y ceder mayor porción a uno y menor a otro. En las Personas no ocurre así: la persona del Padre no es la del Hijo, y la persona del Hijo no es la misma que la del Espíritu Santo. La potencia que es una es también trina; la sustancia es única, y en ella subsisten las tres realidades subsistentes. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están en todas partes por su majestad, pues son la misma sustancia; pero cada Persona está en sí misma, puesto que son tres». Relacionando todo lo demás, llegué a la conclusión de que las Personas están doquier presentes, pero afianzaba al mismo tiempo esa sustancia que está sobre los cielos, más allá de los mares y de los infiernos, y que por su majestad es una y la misma. Así demostraba yo que se debe entender que el hombre a quien Cristo asumió, al convertirse en Dios, no perdió la naturaleza que había asumido, pero tampoco puede ser tomada como una cuarta persona.

5. Tú, varón a quien a mi juicio se le ha concedido penetrar en el mismo cielo con la sutileza de los pensamientos, puesto que es veraz el que dijo: Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios7; tú, que elevas el nivel del corazón puro hasta la misma contemplación por encima de todos los astros, aseguras que no debemos pensar a Dios como si fuese algo corporal. Aunque alguien pudiera imaginar en su alma una luz mil veces más clara y más grande que la de este sol, no descubrirá en ella ninguna semejanza de Dios, ya que todo cuanto puede ser visto es corporal. Y puesto que no podemos imaginarnos con rasgos corporales la justicia o la piedad, a no ser representándolas con vanidad gentil en hermosos cuerpos femeninos, tenemos que pensar a Dios según nuestro poder, sin ningún simulacro de imágenes. Mas yo, que todavía apenas alcanzo a percibir con mi corazón la sutileza de tu discusión, estimaba que la justicia no es ningún ser vivo en cuanto a la sustancia: no puedo, pues, pensar a Dios, esto es, a una naturaleza viva, al modo de la justicia. Porque la justicia no vive en sí, sino en nosotros; o mejor, nosotros vivimos según la justicia, pero la justicia por sí misma no vive, a no ser que afirmemos que la justicia es sólo la que es Dios, no ésta de la equidad humana.

6. Sobre todos estos puntos desearía confirmarme, no sólo por palabras de presente, sino por una carta más detallada. Porque no es suficiente que por tu amonestación sean apartados de este camino del error por el que tantos entramos tan sólo los pies. Cuando en esas ínsulas en las que habitamos muchos tratan de buscar el camino recto, pero se desvían por el tortuoso sendero del error, ¿habrá allí siempre un Agustín, a cuya autoridad se sometan, a cuya doctrina crean, por cuyo ingenio sean superados? ¿O es que por ese afecto de paternidad prefieres guiarme con unas advertencias secretas, más bien que reprenderme como a guía que lleva al mal camino? Yo deseo correr por la utilidad de mi alma más bien que por las alabanzas del siglo: tu reprensión no me será inútil y, por ende, tampoco amarga, sobre todo teniendo en cuenta que ha de producir para mí y para los demás la vida y la alabanza. Ningún juez puede ser tan injusto que pretenda tacharme de necio por haber estado algún tiempo en el error, en lugar de juzgarme prudente por haberme determinado a seguir la verdad. No hay que hacer caso de esos necios a quienes pedía el apóstol Pablo que no corriesen en vano el camino, diciéndoles: Corred de modo que lo alcancéis8. Por lo mismo, esta vía del error que corremos, no sólo tenemos que abandonarla, sino que tienes que cerrarla y cortarla, no sea que engañe a otros, por esa falaz simulación de amor. Yo te elegí, no como lector de los libros que he editado, sino como corrector de los que se han de aprobar, si no me engaño. Porque en esa carta que puse como prefacio a la cabeza de los opúsculos míos, escribí estas palabras: «Hemos querido asegurar el fluctuante esquife de nuestra fe con la sentencia del bienaventurado obispo Agustín». ¿Por qué, pues, tú que eres la cumbre de esa doctrina que es en Cristo, dudas de corregir públicamente a un hijo? ¿Podrá el áncora de tu sentencia asegurarnos con certidumbre si no se clava más profundamente? No es una culpa o un problema leve, en el que no sólo no se ha progresado nada, sino en el que también, como tú has dicho con tanta fuerza, la ceguera de nuestra mente va a parar en el crimen de una especie de idolatría. Yo quería, pues, que lo discutieras cauta y prudentemente, para que la serenidad de tu doctrina e ingenio disipe de tal modo la tiniebla de nuestra mente, que lo que ahora no podemos pensar, podamos al fin contemplarlo con los ojos del corazón, una vez que tú lo declares con la luz de tu inteligencia. Te deseo que, incólume y bienaventurado para siempre, alcances los reinos celestes, acordándote de mí, señor santo y beatísimo papa.