Tema: Respuesta a la anterior.
Destinatario: Dióscoro.
Hipona: Poco después de la anterior.
1. Has creído que debías enredarme o más bien abrumarme de pronto con una muchedumbre innumerable de preguntas, suponiéndome libre y ocioso. Pero ¿cuándo podría yo solucionar, por mucha holgura que tuviese, tantas dificultades a un hombre que tiene tanta prisa y que ya casi está, como escribes, con un pie a bordo? El solo número de problemas me lo impediría, aunque las dificultades fuesen fáciles de solucionar. Pero es el caso que están envueltas en tantas perplejidades, que, aunque fuesen pocas en número, fatigarían mi atención durante largo espacio de tiempo hasta roerme las uñas aunque me encontrasen ocioso. Y ya ves lo que son las cosas: yo quisiera sacarte de en medio de tus deliciosos estudios y asociarte a mis cuidados, para que aprendieses a no ser vanamente curioso o a lo menos no osases imponer la carga de alimentar y nutrir tu curiosidad a un hombre cuya máxima preocupación es quizá el reprimir y refrenar a los curiosos. ¿Cuánto mejor será y cuánto más provechoso que, ya que tengo que emplear el tiempo y la actividad en escribirte una carta, lo emplee invitándote a que te desembaraces de tus vanos y falaces anhelos? Tanto más son de temer cuanto más fácilmente seducen, velados y enmascarados con el nombre de no sé qué sombra de bondad y disciplina liberal. ¿Cuánto peor sería que fuesen excitados y te dominasen con mayor violencia por obra de mi ministerio, y, por decirlo así, por mi refuerzo, y de ese modo oprimieran tu buen entendimiento?
2. Si tantos diálogos como has leído no te han obligado a ver y comprender el fin de todas tus acciones, ¿para qué te sirven, dime? Porque tu carta me indica bastantemente dónde has puesto el fin de este afán tuyo, para ti infructuoso y para mí molesto. Al demandarme en tu misiva la solución de los problemas que planteas, dices así: «Podría reforzar mi ruego valiéndome para ello de muchos amigos tuyos. Pero conozco tu alma; no deseas hacerte de rogar, sino ofrecerte a todos, con tal que no haya en ello nada indecoroso, como ves que sucede en este caso. Mas, sea lo que sea, te ruego que accedas a mi petición, pues me apresto a navegar». En estas palabras de tu carta piensas rectamente de mí: que deseo ofrecerme a todos si no obsta lo indecoroso. Pero que en esto no lo haya, eso ya no lo admito. En efecto, no me parece que tenga un aspecto decoroso este asunto, cuando pienso en un obispo agobiado y ocupado por tumultuosas preocupaciones eclesiásticas, que de repente se hace el sordo, se inhibe de todas ellas y se pone a explicar unas cuestioncillas de los Diálogos de Tulio a un único estudiante. Aunque tú, arrebatado por el ardor de tus estudios, no quieres ver cuán indecoroso es eso, lo sientes, sin embargo. Pues ¿qué otra cosa indicas cuando, después de afirmar que en eso nada hay de indecoroso, añades a continuación: «Sea lo que sea, te ruego que accedas a mi petición, puesto que me apresto a navegar»? Estas palabras parecen indicar que no ves en tu petición nada indecoroso, porque te aprestas a navegar; sin embargo, pides que haya lo que haya de indecoroso te lo conceda porque te aprestas a navegar. De lo contrario, dime, ¿por qué añadiste: «me apresto a navegar»? ¿Es que, sólo si no estuvieses a punto de embarcar, debería yo negarte algo improcedente? Sin duda piensas que el agua marítima limpia la falta de decoro. Y sí es eso, a mí me quedará sin expiar, pues, por cierto, yo no voy a navegar.
3. Escribes también que yo sé lo molestísimo que resulta agravar a otro y atestiguas que sólo Dios conoce que lo haces impelido por una necesidad extrema. Justamente, cuando yo leía tu carta, pude conocer tu necesidad, cuando de pronto me salías diciendo: «Bien conoces las costumbres de los hombres, inclinados al vituperio, y por cuan indocto y torpe es tenido quien no sabe contestar cuando le preguntan». Este pasaje me enardeció para escribirte. Con esta enfermedad de tu alma penetraste en mi corazón e irrumpiste en mis cuidados, para que no pudiera dejar de curarte en la medida que Dios me ayudare. No pensaba solucionar y explicar tus problemas, sino soltar las amarras de tu felicidad, que ahora se apoya en la lengua de los hombres y pende de tan endeble filamento, para atarte a un fundamento totalmente firme y estable. ¿No te das cuenta, ¡oh Dióscoro!, de que tu Persio te insulta con un versillo retorcido y te castiga y golpea esa cabeza infantil, si tienes sentido, con una bofetada oportuna: Tu saber consiste sólo en que otro sepa que sabes?
Como arriba dices, has leído hartos diálogos, has entrometido el corazón en muchas disputas de filósofos. Dime, te ruego, ¿quién de ellos ha puesto el fin de sus acciones en la fama del vulgo o en la lengua de los hombres, aunque sean buenos y sabios? Y he aquí que tú en el momento de embarcarte, lo cual es más vergonzoso, afirmas que has hecho grandes progresos en África, siendo así que te haces gravoso a un obispo, agobiado y atento a otros asuntos muy diversos, para que te explique a Cicerón, y no por otro motivo sino porque temes a los hombres, que son propensos a vituperar; temes parecerles indocto y necio si no contestas cuando te preguntan. ¡Oh tema digno de las vigilias y de las lucubraciones de los obispos!
4. Parece que meditas los días y las noches sólo para que los hombres te alaben en tus estudios y doctrina. Y si siempre estimé que eso es muy peligroso para los que aspiran a lo cierto y lo recto, ahora lo experimento en ti claramente. Sólo por esa desventura has dejado de ver el motivo que podría inducirme a darte lo que solicitabas. Te domina la perversa preocupación de aprender lo que me consultas por la exclusiva razón de ser alabado o no ser vituperado por los hombres. Por esas causas que alegas has pensado, con la misma perversidad, que yo me inclinaría a contestar. ¡Ojalá pudiese yo inmunizarte contra ese vano y falaz bien de la alabanza humana, cuando te indico que me he inclinado, no a darte lo que pides, como dices, sino a corregirte! «Las costumbres de los hombres, dices tú, son propensas a la vituperación». Y ¿qué concluyes? «Si alguien no sabe contestar cuando le preguntan, añades, es reputado por indocto y necio». He aquí que voy a preguntarte algo, no de los libros de Cicerón, cuyo sentido no pueda quizá averiguarse, sino algo de tu misma carta y del sentido de sus palabras. Deseo saber por qué no dijiste: «Quien no respondiere, manifestará ser indocto y necio», sino que preferiste decir: «Será tenido por indocto y necio». Seguramente que entiendes que ese individuo no es indocto y necio, sino que es tenido por tal. Pero yo te advierto que quien teme quedar podado por las lenguas de tales estimadores, leño árido es, y, por lo tanto, no sólo es tenido por indocto y necio, sino que verdaderamente lo es y demuestra serlo.
5. Quizá digas: «No soy necio de espíritu, y sobre todo trato de no serlo; por lo tanto, no quiero ni quisiera que me tengan por tal». Muy bien. Pero lo que yo deseo saber es por qué razón no lo quieres. Será fuerte la tal razón, ya que por ella pides decididamente que te aclare y explique esos problemas y no dudas en serme gravoso, añadiendo que esa causa y ese fin son tan necesarios que puedes hablar de urgente necesidad. Me explicas, pues, que los hombres son propensos a la vituperación; si te preguntan sobre dichos puntos y no respondes, te tendrán por indocto y necio. Y yo deseo ahora saber: ¿es esto todo lo que motiva esa consulta? ¿Temes ser tenido por indocto y necio por algún otro motivo? Si eso es todo, ya tenemos el fin de ese apasionado afán, por el que me has agobiado, como confiesas. Y ¿qué agobio puede producirme Dióscoro, sino ese que a él mismo le abruma sin advertirlo? Sólo se sentirá abrumado cuando trate de alzarse. ¡Ojalá que ese gravamen no le embarace de tal manera, que ya pretenda en vano desembarazarse! No digo esto porque aprendes tales doctrinas, sino porque las aprendes con tal fin. Estoy seguro de que ya comprendes que ese fin es pueril, vano y huero. Produce un tumor, bajo el cual trabaja la gangrena, y la pupila de la mente queda ofuscada sin poder advertir la opulencia de la verdad. Créeme, Dióscoro. Así es. Así me goce yo contigo en la misma voluntad y en la misma dignidad de la verdad, cuya sombra te desorienta. No encuentro otro medio para merecer crédito sobre el punto propuesto sino ése, y ojalá baste. Porque tú no ves la verdad, ni puedes verla en modo alguno mientras levantes gozos caedizos sobre lenguas humanas.
6. Y si no es ése el fin de tu conducta y de tu intención ¿no querrás ser tenido por indocto y necio por algún otro motivo? ¿Y qué motivo es éste? Quizá pretendes que no te sea tan difícil el acceso a las riquezas temporales, lograr un matrimonio ventajoso, conquistar honores y cosas semejantes, que pasan en vertiginosa corriente y arrebatan al abismo a los que caen en ellas. Tampoco es decoroso que yo te sirva para obtener ese fin. Más bien es decoroso que te aparte de él. No te prohíbo poner tu fin en la contingencia de la fama para que emigres del Mincio al Po. El río Mincio te estorbaría aunque no quisieses emigrar. En efecto, no saciará tu ávido espíritu la vanidad de la alabanza humana, ya que no ofrece otro alimento que el vacío y el aire. La misma avidez obliga a dirigirse a otro objeto que parezca más nutritivo y fructuoso. Pero, si el nuevo objeto fluye también en la corriente de la caducidad temporal, es como un río que lleva a otro río, de modo que no se termina la miseria mientras se coloque el fin de nuestros deberes en un fin inestable. Quiero, pues, que apoyes en algún bien seguro e inmutable la construcción de tu afán constante y el segurísimo reposo de toda tu buena y honrada actividad. Supongamos que pudieses llegar a esta felicidad temporal que te he mencionado mediante el aura de un próspero rumor, abriendo las velas a la brisa; y supongamos que piensas referirla a algún otro bien cierto, verdadero y plenario. No se puede llegar a ese bien por tantos rodeos y con tales gastos, cuando tan próximo está y tan gratuito es. Así lo creo yo, y la misma verdad lo atestigua.
7. ¿Piensas valerte de la alabanza humana como de un instrumento para prepararte con ella a entrar en las almas humanas, con ánimo de persuadir lo verdadero y lo saludable? ¿Y no temes que te tengan por indocto y necio? Pueden los hombres creer que no mereces que te den oídos atentos y pacientes cuando les exhortes a ejecutar algún bien o cuando reprendas la malicia y perversidad de su pecado. Si, al proponerme tales consultas, pensabas en ese fin de la justicia y la beneficencia, es que merezco poco ante ti. En tu carta no me has propuesto nada que pudiera moverme a darte alegremente lo que me pedías. Por lo menos, aunque no te lo diese porque quizá otro obstáculo lo prohibía, no me hubiese tenido que avergonzar, como me avergüenzo ahora, no sólo de servir a tu vana codicia, sino de oponerme a ella.
Por favor, ¡cuanto mejor y más saludablemente recibas las normas de la verdad, tanto más sobria y ciertamente las recibirás por sí mismas! Con esas normas podrás tú mismo refutar todo lo falso. Porque, si te dedicas a aprender, con un afán más hinchado que prudente, tantas anticuadas y decrépitas falsedades, emprendes un camino falso y bochornoso y te tendrás por docto e inteligente. No creo que en la actualidad te tengas por tal. Porque no en vano he declarado tan largas y verdaderas proposiciones a Dióscoro desde que comencé esta carta.
8. Ya no te juzgas indocto y necio por la ignorancia de estas cosas, sino por la ignorancia de la verdad. Por eso veamos ya el punto. Quienquiera que sea el que escriba o haya escrito acerca de esos problemas, ya los aceptes como ciertos, ya los ignores con seguridad por ser falsos, no te acongojes con tan vana solicitud por estudiar las diversas sentencias ajenas para no ser tenido por indocto y necio. Los hombres son propensos a la vituperación, como escribes, hasta el punto de que, si advierten que ignoras tales cosas, te han de tener por indocto y necio, aunque estén errados. Pero veamos, con tu beneplácito, si la falsa opinión de los demás es motivo suficiente para que pidas sin incongruencia a un obispo que te las exponga. Supongamos ahora que tu preocupación se dirige a persuadir a los hombres la verdad y a corregir su vida. Supongamos que te juzgan indocto y necio en dichos problemas de Cicerón y por eso se niegan a creer que han de recibir de ti alguna útil y saludable ciencia.
9. Eso no se da, créeme. En primer término, no veo en absoluto que haya en aquellas tierras, en que temes parecer inexperto y poco agudo, nadie que te pregunte acerca de estos puntos. Aquí mismo, adonde viniste a aprenderlos, y en Roma, has experimentado la negligencia con que son mirados, y por eso ni se enseñan ni se aprenden. En África no sólo no tendrás que sufrir a nadie que te pregunte por ellos, sino que no hallarás quien te sufra a ti si hablas de esto. Por esa escasez de curiosos te ves obligado a enviar tus problemas a los obispos para que te los expongan. Pero ¿crees que los obispos, aunque en su adolescencia se cuidaran de aprender tales discusiones, como si fuese cosa grande, con el mismo ardor o más bien error que a ti ahora te domina, podrían retenerlas en la memoria con sus canas episcopales y cátedras eclesiásticas? ¿Crees que, aunque ellos quisieran retenerlas, no las arrojarían a la fuerza del corazón otras preocupaciones mayores y más graves? ¿Crees que, si alguna de esas discusiones les quedase en el alma en fuerza de la inveterada costumbre, no querrían sepultar en el olvido sus mismos recuerdos, más bien que contestar preguntas importunas? Parece que actualmente enmudeció y se ha perdido esa ciencia en la frivolidad hasta el punto de que tú te decides a enviar una consulta desde Cartago a Hipona para que allí pueda ser evacuada. Ocurren aquí hartas cosas insólitas y peregrinas. Aunque yo quisiese echar mano a algún texto con intención de contestar, con ánimo de ver los antecedentes de la tesis que yo había de mantener o para tramar el contexto del discurso desde ella, no podría ni siquiera encontrar el códice. Además, no sólo no reprendo, sino que aplaudo a esos retóricos de Cartago, que te han defraudado en este punto, si se han dado cuenta de que tales puntos no son pleitos de foro romano, sino de gimnasio griego. Pero pusiste tu pensamiento en los gimnasios y los hallaste mudos y fríos para depositar en ellos tus preocupaciones. ¡Y entonces se te ha ocurrido pensar en la basílica de los cristianos de Hipona, porque en ella hay ahora un obispo que en algún tiempo vendía estas cosas a los niños! Ni quiero que tú seas niño ni a mí me es decoroso ya ser ni vendedor ni donador de tales niñerías. Esta es la realidad. Roma y Cartago, las dos metrópolis artífices de la cultura latina, no te molestan lo más mínimo. Ni te preguntan esas cosas ni se cuidan de que tú te enfades cuando ves que no escuchan estas tus preguntas. Por eso no puedo expresar la gran maravilla que me causa ver el temor que sientes, siendo un joven de tan buen ingenio, de encontrar en las ciudades griegas y orientales algún pesado que te pregunte tales cuestiones. Más fácil es oír en África hablar a las cornejas que oír en aquellas partes esa clase de preguntas.
10. Supongamos que me engaño y que por casualidad se encuentre allí un preguntón interesado en tales investigaciones. Será realmente tanto más odioso cuanto más inepto en aquel país. Más debías temer que existan numerosos griegos que, al hallarte en Grecia y sabiendo que fuiste educado desde la infancia en la lengua griega, te pregunten algo acerca de los libros de filosofía que Cicerón no citó en los suyos. Sí eso ocurre, ¿qué vas a contestar? ¿Dirás que quisiste informarte sobre tales cuestiones en los libros de los autores latinos más bien que en los griegos? Sí contestas eso, empezarás por hacer una injuria a Grecia, y ya sabes cuan intolerantes son los griegos en este punto. Una vez que se sientan heridos y encolerizados, se apresurarán a tenerte por necio, cosa que tanto temes, porque preferiste aprender en los diálogos latinos los dogmas de los filósofos griegos, o más bien ciertas partículas de dogmas arrancadas de su lugar y diseminadas al azar, en lugar de aprenderlos íntegros y coordinados en los libros griegos de sus mismos autores. Te tendrán también por inhábil: ignorando tantas cosas en la propia lengua, ambicionaste recoger trozos de ellas en la ajena. ¿Acaso responderás que no despreciaste los libros griegos que tratan de estas cuestiones, sino que te cuidaste de conocer primero los libros latinos y, una vez instruido en los latinos, quieres ya conocer los griegos? Si no es vergonzoso que un griego aprenda de niño los libros latinos y, ya barbado, quiera aprender los griegos, ¿será vergonzoso que ignore alguna cosa de los latinos, cosa que los mismos sabios latinos ignoran también? Tú mismo lo afirmas cuando dices que me eres gravoso por una extrema necesidad, y eso que te encuentras entre tantos sabios de Cartago.
11. En fin, supón que te preguntan y que puedes contestar a todas esas cosas que me consultas a mí. He aquí que va se dice que eres doctísimo y listísimo. He aquí que ya te levanta hasta el cielo con sus lisonjas el airecillo gréculo. No pierdas de vista la serenidad y el fin porque has pretendido merecer la lisonja. Ya han admirado frívolamente estas cosas frívolas, y ya penden con benevolencia y avidez de tu palabra, y tú te dispones a enseñarles algo importantísimo y salubérrimo. Quisiera saber yo si tú posees y sabes enseñar rectamente ese algo importantísimo y salubérrimo. Porque fuera ridículo que, después de aprender tantas cosas superfluas con intención de preparar el ánimo de los oyentes para las cosas necesarias, luego no conocieras esas cosas necesarias, para cuya recepción has preparado los oídos por medio de las superfluas. Sería ridículo que, mientras te ocupas en estudiar el modo de tenerlos atentos, no aprendas lo que has de enseñar cuando ya presten atención. Si dices que ya lo sabes y que se trata precisamente de la doctrina cristiana, pues sé que la antepones a todas y que en ella sola pones la esperanza de la vida eterna, te aseguro que ella no necesita la preparación de los diálogos ciceronianos y las mendigadas y discordantes sentencias para procurarse auditorio. Estén atentos a tus costumbres los que han de recibir de ti tales doctrinas. Para enseñar cosas verdaderas, no quiero que enseñes antes lo que después hay que olvidar.
12. Si el conocimiento de doctrinas extrañas, opuestas y contradictorias entre sí, ayuda algo al que enseña la verdad cristiana, para conocer cómo han de rebatirse las falsedades enemigas, es únicamente para que tu adversario no ponga la mira en refutar tu doctrina y oculte con empeño la suya. De por sí, el conocimiento de la verdad es idóneo para juzgar y confutar cualesquiera falsedades que se aduzcan, aun aquellas que nunca se han oído. Mas, como no sólo se han de combatir las cosas manifiestas, sino también sacar a relucir las escondidas, cuando se trata de condenar errores ajenos, abre los ojos y los oídos, por favor. Suponte que alguno aduce contra nosotros algo de Anaxímenes y Anaxágoras para levantar unas modestas chispas contra la fe cristiana, cuando ya están heladas las cenizas de los estoicos y epicúreos, mucho más recientes y harto más vocingleras. Suponte que te aturden los círculos y cenáculos, en parte fugaces y en parte organizados con audacia, de los donatistas, maximianenses, maniqueos, o también de los arrianos, eunomianos, macedonianos, catafrigios (con cuyas turbas y pueblos vas a encontrarte ahora) y de las demás pestes innumerables. Si da pereza aprender tantos errores, ¿qué nos importa para defender la religión cristiana saber lo que dijo Anaxágoras y remover por vana curiosidad pleitos tiempo ha desahuciados, cuando ahora se pasan en silencio cuestiones y disensiones de recientes herejes que quisieron gloriarse del nombre de Cristo, como son los marcionitas, sabelianos y muchos otros? Con todo, si, como dije, fuese necesario conocer algunas de esas doctrinas, opuestas a la verdad, y resucitar pleitos ya solucionados, hay que pensar más bien en los herejes que se llaman cristianos que en Anaxágoras y Demócrito.
13. A quien te pregunte eso que tú me preguntas a mí, dile que eres más docto y prudente ignorándolo. Temístocles no temió ser tenido por indocto cuando en un convite rehusó cantar acompañado por la lira. Al confesar que no sabía hacerlo, le replicaron: «Pues ¿qué es lo que sabes?» «Sé, contestó él, hacer la República, de pequeña, grande». ¿Tendrás reparo tú en confesar que ignoras esas cuestioncillas, cuando puedes responder a quien te pregunte por tu ciencia que sabes que el hombre puede ser feliz sin ella? Ahora, si no tienes esa ciencia, estudias tus problemas de forma equivocada; es como si contrajeras una peligrosa enfermedad corporal y buscases deliciosos y suaves vestidos en lugar de medicinas y médicos. No debes diferir en modo alguno tal conocimiento, ni debes anteponer a él otro alguno, aunque sólo sea por razón de método, especialmente en la actualidad. Mira cuan fácilmente puedes averiguar esto si quieres. Porque quien pregunta por dónde ha de llegar a la vida bienaventurada, no pregunta otra cosa sino en dónde se encuentra el fin del bien. Es decir, pregunta en dónde se halla, no por depravada y temeraria opinión, sino por inconcusa y cierta verdad, el sumo fin del hombre. Cualquiera ve que no puede residir sino en el cuerpo, en el alma o en Dios, en dos de esos sujetos o en todos ellos. Si descubres que ni el sumo bien ni parte alguna del sumo bien puede hallarse en el cuerpo, quedan sólo el alma y Dios como posible asiento. Si ahora sigues y averiguas que lo que se dice del cuerpo hay que decirlo también del alma, no te quedará sino Dios como sede del sumo bien del hombre. No es que no haya otros bienes, sino que se llama bien sumo aquel al que los otros dicen referencia. Se es bienaventurado cuando se goza de ese bien, por el cual se quieren poseer las demás cosas, mientras que a ese bien ya no se le ama por otro, sino por él mismo. Por eso se dice que el fin está en él, porque ya no se encuentra otro a quien referirlo ni a quien reducirlo. En él está el sosiego de la apetencia, la seguridad de la fruición y el gozo serenísimo de la óptima voluntad.
14. Cítame, pues, una persona que vea en seguida que el bien del alma no es el cuerpo, sino que más bien es el alma el bien del cuerpo. Dejará ya de investigar si aquel sumo bien, o parte de él, reside en el cuerpo. Mejor es el alma que el cuerpo, y sería estulticia el negarlo. Sería asimismo estulticia el negar que quien da la vida bienaventurada, o parte de ella, es mejor que quien la recibe. El alma no recibe del cuerpo ni el sumo bien ni parte de él. Quien esto no ve está cegado con la dulzura de los deleites carnales, y no ve que tal dulzura proviene de la falta de salud. La salud perfecta del cuerpo será la final inmortalidad de todo el hombre. Dios dotó al alma de una naturaleza tan potente, que de esa su felicidad plenaria, prometida a los santos para el fin de los tiempos, redundará también sobre la naturaleza inferior; no me refiero a la felicidad que es propia de quien disfruta y tiene inteligencia, sino la plenitud de la salud, es decir, el vigor de la incorrupción. Como antes dije, los que no ven eso se debaten en inquietos altercados y ponen en el cuerpo el sumo bien del hombre, cada cual según su entender, y así recluían turbas de carnales sediciosos. Entre éstos florecieron por su eminente autoridad los epicúreos ante la indocta muchedumbre.
15. Cítame igualmente quien vea en seguida que el alma misma no es feliz cuando lo es por su propio bien, ya que en ese caso nunca sería miserable. Renunciará al momento a averiguar si está en el alma aquel bien sumo y, por decirlo así, beatífico, ni parte alguna de él. Cuando el alma goza de sí misma, como si fuese su bien, es orgullosa. En cambio, cuando se reconoce mudable, aunque no sea más que por verse convertida de necia en sabia, y que ve que la sabiduría es inmutable, tiene que advertir que tal sabiduría está por encima de su naturaleza propia; tiene que ver que el alma goza de la participación e ilustración de esa sabiduría más abundante y seguramente que de sí misma. Por este medio desiste y se deshincha de la jactancia e inflamación propias, se adhiere a Dios y se esfuerza en ser rehecho y reformado por el Inmutable. Porque entonces comprende que de ese Inmutable proceden no sólo todas las especies de seres que captamos con el sentido corporal y con la inteligencia de la mente, sino la misma capacidad que tienen de ser formados antes de su formación; porque llamamos informe a lo que puede ser formado. El hombre siente su propia inestabilidad tanto más cuanto menos se adhiere a Dios, que es sumamente. Dios es sumamente, porque ni crece ni mengua por mutabilidad alguna. El hombre, en cambio, ve que la mutación le conviene cuando le ayuda a unirse perfectamente a Dios, del mismo modo que es viciosa toda mutación que entraña mengua. Toda mengua tiende a la destrucción; aunque no llegue a ella y aunque no aparezca; y todos ven que la destrucción lleva el ser a no ser lo que era. Ese hombre deduce que los seres decaen o pueden decaer, no por otro motivo sino porque fueron hechos de la nada. Lo que en ellos hay, lo que les da el ser y la permanencia y lo que los ordena en una organización universal con sus menguas, pertenece a la bondad y omnipotencia de aquel que es sumamente, y es el Creador, poderoso para hacer de la nada no sólo algo, sino algo muy grande. El primer pecado, es decir, la primera mengua voluntaria, es gozarse en la propia voluntad, porque se goza en algo que es inferior a la voluntad divina, la cual es mayor. Los que esto no ven y consideran las facultades del alma humana y la gran hermosura de sus hechos y dichos, colocando el sumo bien en el alma, aunque no osen ponerlo en el cuerpo, lo han puesto en lugar inferior a aquel en que por una auténtica razón hay que ponerlo. Entre los que así opinan, dentro de los filósofos griegos, se han distinguido los estoicos por su número y agudeza en la disputa. Al creer que todo es corpóreo en la naturaleza, pudieron separar el alma de la carne, mas no del cuerpo.
16. Entre los que dicen que gozar de Dios, quien nos hizo a nosotros y a todas las cosas, es el sumo bien del hombre, se han destacado los platónicos. Estos han creído, con razón, que era deber suyo el oponerse a los estoicos y epicúreos principalmente y casi a ellos solos. Los académicos no son sino los platónicos, como se ve por la sucesión de los discípulos. Arcesilao fue el primero que ocultó su propia sentencia, para dedicarse a refutar a los estoicos y epicúreos. Si preguntas quién le antecede, hallarás que es Polemón. Este sucede a Xenófanes, y a este discípulo le dejó la escuela de la Academia Platón. En el problema del sumo bien del hombre, que estamos comentando, hay que dejar aparte las personas para plantear el problema mismo. Hallarás, pues, que hay dos errores completamente contrarios entre sí: el uno pone el sumo bien en el alma y el otro en el cuerpo. Pero la auténtica razón con la que se entiende que nuestro sumo bien es Dios, se opone a ambos, refutando lo falso y después enseñando la verdad. Si vuelves a traer al problema las personas, hallarás que los estoicos y epicúreos combaten encarnizadamente entre sí, mientras los platónicos pretenden resolver el pleito empezando por ocultar la propia sentencia acerca de la verdad; después atacan y desvanecen la falsa confianza que ambos errores tienen en su falsedad.
17. Los estoicos y epicúreos pudieron representar descaradamente el papel del error, pero los platónicos no pudieron representar paladinamente el de la verdad y de la razón. A todos les faltó el modelo de la divina humildad, que a su debido tiempo fue esclarecido por nuestro Señor Jesucristo. Ante ese único modelo cede, se quebranta y muere toda soberbia en el ánimo del hombre más altivo y arrogante. Aquellos filósofos platónicos no pudieron conducir a la fe de las cosas invisibles a unos pueblos cegados por el amor de las terrenas. Vieron que la disputa de los epicúreos movía al pueblo no sólo a entregarse al placer del cuerpo, siguiendo el apetito natural, sino también a mantener ese placer como último fin del hombre. Vieron asimismo que los que posponían el placer del cuerpo, movidos por las alabanzas de la virtud, podían contemplar más fácilmente esa virtud en el alma humana, de la que proceden las buenas acciones, que ellos podían examinar a su modo. Pero si hubiesen pretendido los platónicos sugerir a su auditorio alguna realidad divina, cimera, inmutable, inaccesible a los sentidos corporales y sólo perceptible para la inteligencia, una realidad que trascendiese la naturaleza humana de la mente; si hubiesen dicho que esa realidad era Dios, que se ofrece para ser gozado por el alma ya purificada de toda mancilla de apetencias humanas; si hubiesen sugerido que en ese Dios hallaría sosiego todo afán de felicidad, porque en él estaba para nosotros el fin de todo bien; si hubiesen dicho eso los platónicos, hubieran experimentado que la gente no los entendía. Mucho más fácilmente que a ellos tenía que otorgar la victoria a los epicúreos o a los estoicos rivales. De ese modo se envilecía la verdadera y saludable doctrina, por la irrisión de los pueblos ignorantes, y eso sería fatal para el género humano. Esto por lo que atañe a los problemas morales.
18. Vengamos a los problemas cosmológicos: si los platónicos hubiesen dicho que la Sabiduría incorpórea es la creadora de todas las naturalezas, los otros nunca se hubiesen separado del cuerpo; porque los unos tenían por principio de los seres a los átomos, y los otros a los cuatro elementos, entre los que el fuego sobresalía por esa virtud eficiente de los seres todos. ¿Quién no hubiese visto a cuál de las partes daría sus votos la muchedumbre de los necios, entregada al cuerpo e incapaz de contemplar la naturaleza incorpórea creadora de los seres?
19. Queda la sección de los problemas lógicos. Ya sabes que todo lo que se estudia para alcanzar la sabiduría es un problema de costumbres, de naturaleza o de razón. Ahora bien, los epicúreos afirmaban que nunca se equivoca el sentido corporal; los estoicos concedían que se equivoca alguna vez, pero ambos grupos ponían en los sentidos la norma para percibir la verdad. ¿Quién hubiese escuchado a los platónicos, supuesta la común oposición de estos dos grupos? Supongamos que de pronto hubiesen hablado los platónicos de la existencia de una realidad que no puede ser percibida por el tacto, ni por el olfato, ni por el gusto, ni por los oídos o los ojos, ni puede ser pensada con imagen alguna de las cosas que se perciben sensorialmente; más aún, que esa realidad es el único ser auténtico y el único que puede ser entendido, porque es inmutable y sempiterno; que sólo la inteligencia puede percibirlo, porque sólo ella puede ponerse en contacto con la verdad, en cuanto la verdad puede ser tocada de algún modo. ¿Quién hubiese contado a esos platónicos, no ya en el número de los cuerdos, pero siquiera en el número de los hombres?
20. Los platónicos vieron, pues, que no podían instruir a los hombres vendidos a la carne, ni tenían ante ellos autoridad suficiente para exigir mantenerse en la fe, mientras el alma no adquiriese el hábito de percibir por sí misma dichas realidades; entonces prefirieron ocultar su sentencia y disputar contra los epicúreos y estoicos. Estos se jactaban de haber encontrado la verdad, cuando fundamentaban ese logro de la misma verdad en los sentidos de la carne. No interesa ahora averiguar cuál fue entonces el consejo de los platónicos. Ciertamente no fue divino ni estuvo dotado de autoridad divina alguna. Te baste saber que pusieron el fin del bien, la causa de las cosas y la garantía del raciocinio en una sabiduría no humana, sino claramente divina, de la que toma su luz la humana, es decir, en la sabiduría totalmente inmutable, en la verdad que siempre es del mismo modo. Así expone de muchas y evidentes maneras Cicerón a Platón. Bajo el nombre de los epicúreos y estoicos combatieron los platónicos a aquellos que ponían en la naturaleza del cuerpo y del alma el fin del bien, las causas de los seres y la confianza del raciocinio. Las cosas siguieron el curso de los tiempos hasta el principio de la fe cristiana. Entonces la fe en las cosas invisibles y eternas se dicó eficazmente, por medio de milagros visibles, a unos hombres que no podían ver ni pensar nada fuera de los cuerpos. Y entonces hallamos, en los Hechos de los Apóstoles, que los epicúreos y estoicos contradicen al apóstol Pablo, que se adelantaba a sembrar la fe entre los gentiles.
21. Paréceme bien demostrado que han durado hasta los tiempos cristianos esos errores de los gentiles, tanto en materia de costumbres y del origen de los seres como en el problema de hallar la verdad. Eran los errores muchos y variados y reinaban principalmente en aquellas dos sectas, mientras los doctos académicos los combatían y los desbarataban con la sutileza y copia de sus argumentos. Con todo pervivieron hasta los tiempos cristianos. Y vemos que en nuestra edad han enmudecido ya de tal modo, que apenas si se menciona en las escuelas de los retóricos cuál era la opinión de esas sectas. También han sido eliminados los certámenes en los vocingleros gimnasios de los griegos. Si ahora surge una secta del error contra la verdad, es decir, contra la Iglesia de Cristo, no osa presentarse en batalla, sino cubierta con el nombre de cristiana. Por donde se ve que los mismos filósofos de la escuela platónica deben cambiar algunos pocos puntos que reprueba la disciplina cristiana; tienen que someter la cerviz al único e invicto Rey, Cristo, y aceptar el Verbo de Dios, que se revistió del hombre, por cuyo mandato fue creído en el mundo aquello que ellos ni se atrevían a proponer.
22. Quisiera, mi Dióscoro, que te sometieras con toda tu piedad a este Dios y no buscases para perseguir y alcanzar la verdad otro camino que el que ha sido garantizado por aquel que era Dios, y por eso vio la debilidad de nuestros pasos. Ese camino es: primero, la humildad; segundo, la humildad; tercero, la humildad; y cuantas veces me preguntes, otras tantas te diré lo mismo. No es que falten otros que se llaman preceptos; pero si la humildad no precede, acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones, para que miremos a ella cuando se nos propone, nos unamos a ella cuando se nos allega y nos dejemos subyugar por ella cuando se nos impone, el orgullo nos lo arrancará todo de las manos cuando nos estemos ya felicitando por una buena acción. Porque los otros vicios son temibles en el pecado, mas el orgullo es también temible en las mismas obras buenas. Pueden perderse por el apetito de alabanza las empresas que laudablemente ejecutamos. A un nobilísimo retórico le preguntaron cuál era el primer precepto que se debía observar en la elocuencia. Contestó, según dicen, que era la pronunciación. Preguntáronle por el segundo precepto, y dijo que era la pronunciación. Le volvieron a preguntar por el tercero, y sólo contestó que era la pronunciación. Del mismo modo, si me preguntas, y cuantas veces me preguntes, acerca de los preceptos de la religión cristiana, me gustaría descargarme siempre en la humildad, aunque la necesidad me obligue a decir otras cosas.
23. A esta humildad salubérrima, para cuya enseñanza se humilló nuestro Señor Jesucristo; a esta humildad, digo, se opone principalmente una cierta ciencia ignorantísima, por decirlo así, que consiste en deleitarse en averiguar lo que dijo Anaxímenes y lo que dijeron Anaxágoras, Pitágoras y Demócrito, y asuntos parecidos. Entonces nos tienen por doctos y eruditos, cuando eso está muy lejos de la verdadera doctrina y erudición. Porque quien sabe que Dios no se difunde o extiende por espacios finitos ni infinitos, de modo que sea mayor en una parte y menor en otra, porque entero está y presente doquier; quien sabe que Dios se difunde como la verdad, de la cual nadie que sea sobrio puede decir que está parte en un lugar y parte en otro, ese tal no se dejará mover por lo que pudo opinar acerca del aire infinito un filósofo al afirmar que ese aire es Dios. ¿Qué importa que nuestro hombre ignore lo que entienden estos filósofos por forma del cuerpo? Siempre dirán que es por todas partes finita. Nada importa que nuestro hombre ignore que Cicerón combate a Anaxímenes a estilo de los académicos cuando le objeta que Dios deberá tener forma y hermosura, como si pensase en una apariencia corpórea; porque, de todos modos, Anaxímenes decía que Dios era corpóreo, ya que el aire es un cuerpo. Tampoco interesa que nuestro hombre sepa que para Cicerón tiene la verdad una forma y hermosura incorpórea, la cual informa al alma misma y por la cual juzgamos que son hermosas todas las acciones del sabio. Ni interesa que sepa que Cicerón no habla ya a estilo académico, sino con toda verdad cuando afirma que Dios debe estar dotado de una forma pulquérrima, porque nada hay más hermoso que la verdad inteligible e inmutable. Anaxímenes dijo que el aire tiene principio, y, sin embargo, cree que es Dios: no se dejará impresionar nuestro hombre, pues entiende que el Verbo de Dios, Dios en Dios, no fue engendrado como lo fue el aire; éste presupone una causa que le dé el ser, ya que no es Dios. El Verbo Dios junto a Dios fue engendrado de un modo muy distinto, que nadie puede entender sino aquel a quien Dios inspire. ¿Quién no verá que Anaxímenes yerra en los mismos cuerpos, cuando dice que el aire es engendrado y le hace Dios, y, en cambio, no llama Dios a quien da ser al aire, pues alguien tiene que producirlo? No porque Anaxímenes añada que el aire está siempre en movimiento se turbará nuestro hombre ni aceptará la divinidad del aire, si sabe que todo movimiento del cuerpo es inferior al movimiento del alma y que el movimiento del alma es mucho más torpe que el de la inmutable y eterna Sabiduría.
24. Del mismo modo, supongamos que Anaxágoras o cualquier otro llama mente a la misma verdad y sabiduría. ¿Qué me interesa discutir sobre palabras con él? Es evidente que la mente produce la forma y el modo de todas las cosas y que con motivo se la llama infinita, no porque ocupe espacios y lugares, sino por su potencia, incomprensible para el pensamiento humano. Pero de ahí no se sigue que la sabiduría sea informe. Únicamente los cuerpos carecerían de forma si careciesen de límites. Cicerón, para rebatir, a lo que parece a adversarios que eran materialistas, afirma que nada puede añadirse a lo infinito. Y la razón es que los cuerpos tendrán necesariamente un límite por aquella parte por donde reciben la añadidura. Por eso dijo Cicerón que Anaxágoras «no vio que no puede existir un movimiento unido a una sensación o conectado, es decir, adhiriéndose a él de forma continua, al infinito», como si se tratase de cuerpos, a los que nada se les podría añadir si no tuviesen límites locales. Y así añadió: «ni sensación alguna, que no la experimente la naturaleza entera al ser tocada por ella», como si él hubiese dicho que aquella mente ordenadora y moderadora de todas las cosas tiene sensibilidad como la que tiene el alma mediante el cuerpo. Porque es notorio que el alma siente toda entera cuando se produce una sensación por medio del cuerpo; cualquier cosa que sea sentida no pasa inadvertida para el alma entera. Dice Cicerón que toda la naturaleza sentiría, para desbaratar la opinión de Anaxágoras sobre la mente infinita. ¿Cómo siente toda entera, si es infinita? La sensación corporal debe empezar en un lugar y no recorre todo el cuerpo sino basta que alcanza el límite; y esto no puede aplicarse al infinito. Claro está que tampoco Anaxágoras había hablado de sensación corporal. Cosa muy distinta sería llamar entero a lo que es incorpóreo; se concibe sin límites espaciales, y así puede ser llamado entero e infinito; entero, por su integridad; infinito, porque no está circunscrito por límites espaciales.
25. «Además, prosigue Cicerón, si Anaxágoras presenta la mente como una especie de animal, llevará interiormente un alma que justifique ese nombre de animal». De este modo, la mente sería como un cuerpo y tendría dentro un alma para poder recibir el nombre de animal. Adopta Cicerón en sus argumentos la costumbre de los carnales, en conformidad con el sentido craso de aquellos con quienes discute. Por lo menos, ésa es mi opinión. Si ellos hubiesen podido despertar, les recordaría Cicerón que de todo lo que el pensamiento percibe como cuerpo vivo puede decirse que tiene un alma y que es un ser animado, pero no que sea un alma. Cicerón apunta: «Habrá interiormente algo que justifique ese nombre de animal»; y luego advierte: «Y ¿qué cosa más interior que la mente?» La mente no puede tener en su interior un alma para ser animal, pues ella es lo más interior. Luego debe tener un cuerpo exterior, y ella será lo interior, para que haya animal. Por eso añade: «Revístase, pues, de un cuerpo externo». Como si Anaxágoras hubiese dicho que no puede existir la mente si no pertenece a algún animal. Si Cicerón advertía que esa mente es la suma Sabiduría, la cual no es propia de ningún animal, porque la verdad se ofrece en común a todas las almas que pueden gozar de ella, mira cuan urbanamente concluye: «Eso no les place», es decir, no le place a Anaxágoras que aquella mente a la que llama Dios esté revestida de un cuerpo externo para poder ser animal. «Por consiguiente, concluye Cicerón, parece que escapa a la potencia y noticia de nuestro entendimiento una mente pura y simple que carezca de algo por lo que pueda sentir», esto es, que no tenga adherido cuerpo alguno para sentir mediante él.
26. Es evidente que esto escapa a la potencia y a la noción del entendimiento de los epicúreos y estoicos, los cuales no pueden imaginar sino lo corporal. Cuando dice «nuestro», se refiere el entendimiento humano. Atinadamente no afirma que escapa, sino que «parece escapar». Porque ellos opinan que nadie puede entenderlo, y por eso creen que no existe tal cosa. Pero no escapa al entendimiento de algunos selectos, en cuanto cabe entre hombres, la existencia de una pura y simple verdad, que no es propia de ningún ser animado, sino que hace sabias y veraces en común a las almas capaces de serlo. Si Anaxágoras advirtió que existía y vio que ella era Dios, y la llamó mente, no sólo no nos hace doctos y sabios su nombre, que para presumir de conocer la literatura antigua repiten con agrado todos los bisoños, hablando militarmente, ni tampoco el conocimiento por el que Anaxágoras supo que eso era verdad. Porque no debo amar la verdad porque la conoció Anaxágoras, sino porque es la verdad, aunque ninguno de aquellos filósofos la hubiera conocido.
27. No debemos, pues, jactarnos de conocer a quien vio quizá la verdad, de modo que por ese conocimiento nos tengan por doctos, sino que debemos fundamentarnos en el conocimiento de la verdad misma, por la cual podemos ser auténticamente doctos. Pero ¿cuánto menos podrán favorecer nuestra doctrina y hacer claro lo oscuro los nombres y opiniones de aquellos que tuvieron opiniones erradas? Por humanidad debiéramos lamentar los errores de tantos nobles entendimientos, si por casualidad los escucháramos. Eso sería más decente que ponernos con afán a averiguar sus opiniones para alardear con vanidad y jactancia entre aquellos que las ignoran. Mejor sería para mí no haber oído siquiera el nombre de Demócrito que pensar con dolor que un hombre tenido en su tiempo por grande afirmó lo siguiente: los dioses son imágenes que emanan de los cuerpos sólidos, aunque ellas no son sólidas; esas imágenes vagan de acá para allá con un movimiento propio y al penetrar en el alma humana hacen que se piense una virtud divina. Pero, en cambio, se estima que aquel cuerpo del que fluye la imagen tiene tanto más noble ser cuanto más sólidamente es. Por eso, como dicen ésos, fluctuó y varió la sentencia de Demócrito, pues algunas otras veces dijo que Dios era una cierta naturaleza de la que emanaban las imágenes, pero que no puede Dios ser pensado sino por medio de esas imágenes que destila y emite, es decir, que brotan por una continua emanación, a semejanza del vapor, de aquella naturaleza que por una aberración incomprensible tiene por corpórea, sempiterna y, por lo tanto, divina; añade que esas imágenes emigran y entran en nuestra alma y así podemos pensar a Dios y a los dioses. Estos filósofos opinan que no puede haber causa alguna de nuestro pensamiento si no entran en nuestra alma las imágenes de esos cuerpos que pensamos. Como si no pudiesen pensar muchas y casi innumerables realidades incorporales e inteligibles los que saben pensarlas; por ejemplo, la sabiduría y la verdad. Si ellos no la piensan, me admiro que discutan acerca de la misma; y si la piensan, desearía que me dijeran de qué cuerpo o qué imagen de la verdad llega a sus espíritus.
28. Se dice que Demócrito se diferenciaba de Epicuro en las cuestiones cosmológicas, porque Demócrito opina que el concurso de átomos tiene una cierta fuerza animal y vital. Dice, según creo, que por esa fuerza las mismas imágenes están dotadas de divinidad. Tales imágenes, a las que atribuye la divinidad, no son las de todas las cosas, sino las de los dioses, y son el principio mental en todos aquellos seres a quienes atribuye la divinidad. Las llama imágenes animadas, que suelen beneficiarnos o dañarnos. En cambio, Epicuro nada pone en los principios de los seres, sino los átomos, esto es, ciertos corpúsculos tan menudos, que ya no pueden dividirse ni sentirse por la vista o el tacto. Afirma Epicuro que por el concurso casual de estos átomos se forman los mundos innumerables, los animales, las almas y los dioses. A éstos les da forma humana y los coloca, no en el mundo, sino fuera del mundo y entre los mundos. No quiere admitir nada en absoluto fuera de los cuerpos. Y para que puedan imaginarse éstos, dice que de los mismos seres, que a su juicio están formados por átomos, fluyen unas imágenes más sutiles que las que hieren nuestra retina y entran en el alma. En cuanto a la causa de la visión, dice que se explica por otras imágenes enormes, que pueden abarcar todo el universo. Creo que ya entiendes quéimágenes se figuran éstos.
29. Cáusame extrañeza que Demócrito no haya advertido que su tesis es falsa, aunque no sea más que por esto: si nuestra alma es corpórea, como él quiere, es harto pequeña, pues se encierra en un pequeño cuerpo; y entonces es imposible que las enormes imágenes que vienen toquen por todas sus partes al alma. Cuando un cuerpo pequeño es tocado por uno grande, no puede ser tocado al mismo tiempo por todo el grande. Pues ¿cómo son pensadas a la vez todas esas imágenes, si para ser pensadas es preciso que vengan y toquen al alma? Ni pueden entrar enteras en tan pequeño cuerpo ni pueden tocar enteras una tan pequeña alma. No olvides que estoy hablando en la hipótesis de ellos. Yo no me imagino un alma tal. Si Demócrito piensa que el alma es incorpórea, por lo menos Epicuro puede ser refutado con esta razón. Mas ¿por qué no vio Epicuro que no es necesario y que, además, es imposible que el alma incorpórea piense por la presencia y contacto de las imágenes corpóreas? En lo que atañe al sentido de la vista, ambos son refutados: es absolutamente imposible que esas imágenes tan grandes toquen en su totalidad a unos ojos tan pequeños.
30. Si les preguntamos por qué se ve una sola imagen del cuerpo, siendo así que del dicho cuerpo fluyen innumerables imágenes, responden que fluyen y pasan con tal velocidad, que en la continuidad y sucesión de todas ellas se ve y percibe una sola. Cicerón refuta esa vanidad negando que pueda pensarse un dios eterno como el de dichos filósofos, puesto que se forma de innumerables imágenes que fluyen y pasan. Dicen ellos que las formas de los dioses son eternas, gracias a la innumerable sucesión de los átomos, porque del cuerpo divino van saliendo esos corpúsculos, de modo que otros y otros se van sucediendo, y por esa misma sucesión no permiten que se disuelva aquella naturaleza. «En ese caso, dice Cicerón, todo sería eterno», porque no hay ser alguno al que le falte ese relevo innumerable de nuevos átomos que van supliendo sin cesar a la fuga perpetua de los que se van. Por otra parte, «¿de qué modo no temerá muerte este dios, puesto que es zarandeado sin intermisión alguna, es agitado por la incursión sempiterna de los átomos?» Para Cicerón es zarandeado todo cuerpo herido por los átomos que irrumpen; dice que es agitado lo que es penetrado. Además, «puesto que de ese cuerpo siempre están saliendo las imágenes», de las cuales ya hemos dicho bastante, ¿cómo puede confiar en su inmortalidad?
31. Pero hay algo más lamentable en los delirios de los que tal opinan. La mera relación de tales delirios debiera bastar para rechazarlos sin oposición ni discusión de nadie; y, sin embargo, el ingenio agudo de los hombres tomó a pechos el refutarlos copiosamente, cuando aún los más torpes debieron reírse y apartarse de los mismos. Porque, aunque concedas que hay átomos, aunque concedas que se empujan y agitan mutuamente por choque fortuito, ¿por qué has de conceder sin más que esos átomos, que se embisten fortuitamente, forman un ser cualquiera, de manera que lo modifiquen mediante la forma, lo determinen mediante la figura, lo hermoseen mediante la igualdad, lo ilustren mediante el color y lo animen mediante el alma? Quienquiera que guste de mirar más bien con la mente que con los ojos y pide luz a aquel que hizo el ser, ve que todo eso no puede realizarse sino por intervención del arte de la divina Providencia. En modo alguno podría concederse ni siquiera la existencia de los átomos. Omitiré las sutilezas que los doctos enseñan acerca de los cuerpos, pero puedes advertir cuan fácilmente se comprueba la falsedad de esa teoría según la misma opinión de sus defensores. Ellos afirman que todo lo que hay en la naturaleza es cuerpo o vacío, o propiedades de ambos. En este último inciso, creo que aluden al movimiento, al choque y a las formas consiguientes. Digan, pues, en qué clase colocan las imágenes, que, según tal opinión, fluyen de los cuerpos más sólidos; no son sólidas, porque no pueden ser sentidas sino por el tacto de los ojos, cuando vemos, y por el tacto de la mente, cuando pensamos; y tales órganos son cuerpos. Juzgan ellos que las mencionadas imágenes salen de los cuerpos y vienen a los ojos y al alma, que, según ellos, es también corporal. Pregunto si también de los átomos brotan imágenes. Si brotan, ¿cómo pueden existir átomos indivisibles después que ciertos cuerpos se han desprendido de ellos? Si no brotan, ya podemos pensar algo sin imágenes, cosa que ellos niegan a toda cosa. Porque ¿cómo conocen los átomos, cuando no pudieron ni pensar en ellos? Vergüenza me da a mí refutar estas cosas, aunque a ellos no les dio vergüenza el afirmarlas. Y teniendo en cuenta que se atrevieron a defender su tesis, me produce vergüenza el género humano, cuyos oídos pudieron tolerar tales inepcias.
32. Tal es la ceguera de los entendimientos ofuscados por el cieno del pecado y por el amor carnal, que esas extrañas sentencias pudieron gastar en la discusión el ocio de los doctores. Dudarás tú, oh Dióscoro, o cualquier otro dotado de ingenio despierto, que para ayudar al género humano a seguir la verdad, no se podía pensar mejor modo que el providencialmente realizado? El hombre, inefable y maravillosamente asumido por la misma Verdad y representando a la Verdad en la tierra, con sus preceptos rectos y maravillas divinas invitó a creer saludablemente lo que todavía no podía entenderse prudentemente. ¿Puedes dudarlo? Al servicio de su gloria estamos, y te exhorto a creerle firme y constantemente. El hizo que no ya pocos, sino pueblos enteros se burlen de todo aquello apoyados en la fe, pues no pueden entender estas cosas con la razón hasta que, instruidos por los preceptos saludables, salgan de las perplejidades mencionadas a las auras de la auténtica y purísima verdad. Es preciso someterse a la autoridad de Cristo con tanta mayor devoción cuanto que vemos que ningún error tiene ya la osadía de organizar un partido de ignorantes sino amparado en los velos del nombre cristiano. De todos los antiguos, sólo perduran fuera de ese nombre cristiano los judíos; éstos tienen sus pequeñas reuniones algo más frecuentes, tienen las mismas Escrituras, hablan del mismo Señor Jesucristo y disimulan que entienden y ven. Los que no están en la comunión católica y se glorían, sin embargo, del nombre cristiano, se ven obligados a oponerse a los creyentes; osan engañar a los indoctos como si se valiesen de la razón, siendo así que el Señor vino cabalmente a traer esta medicina de la fe impuesta a los pueblos. Pero los herejes se ven obligados a hacer eso, como he dicho, porque sienten que serían repudiados con desdén si comparasen su autoridad con la de la Iglesia católica.
Tratan, pues, de superar la autoridad de la Iglesia inconmovible con el nombre y promesa de la razón. Esta temeridad es normal en todos los herejes. Pero aquel emperador clementísimo de la fe nos dotó también a nosotros del magnífico aparato de la invicta razón, valiéndose de selectos varones piadosos y doctos y verdaderamente espirituales. Y al mismo tiempo fortificó la Iglesia con la ciudadela de la autoridad, valiéndose de concilios famosos de todos los pueblos y gentes y de las mismas sedes apostólicas. Es una estupenda disciplina esa de recoger con cuidado a los débiles dentro de la ciudadela de la fe, para dar la dura batalla de la razón una vez que los débiles están ya en seguro.
33. En aquel tiempo en que los errores de los falsos filósofos proliferaban, no tenían los platónicos una autoridad divina capaz de imponer la fe. Por eso se decidieron a ocultar su doctrina, obligando a los demás a buscarla. Eso era mejor que exponerla obligando a los otros a pisotearla. Cuando ya empezó a resonar el nombre de Cristo, entre el asombro y turbación de los reinos terrenos, empezaron a asomar también los platónicos, dispuestos a exponer y manifestar la auténtica doctrina de Platón. Entonces floreció en Roma la escuela de Plotino, quien tuvo por discípulos en ella muchos, agudos y hábiles varones. Mas algunos de éstos se dejaron corromper por la curiosidad de las artes mágicas, mientras otros advirtieron que el Señor Jesucristo personificaba a la misma verdad y sabiduría inmutables que ellos iban buscando, y se pasaron a su milicia divina. De este modo quedaron apoyadas la cumbre de la autoridad y la lumbre de la razón en este único nombre salvador y en su única Iglesia, para rehacer y reformar al género humano.
34. No me pesa, en absoluto, haberme alargado tanto en esta carta, aunque a lo mejor tú querías que me alargase más aún. Tú mismo terminarás esta mi demostración cuando adelantes más en el conocimiento de la verdad. Entonces aprobarás mi consejo, que ahora juzgas menos oportuno para la utilidad de tus estudios. He procurado contestar poniendo, como pude, unas breves notas a tus problemas, no sólo a los pocos que me planteabas en tu carta, sino a casi todos los que me enviaste en los pergaminos. Si piensas que he sido breve o he contestado otra cosa de la que tú querías, no has meditado bien, mi Dióscoro, a quién hiciste tu consulta.
He pasado por alto todas las cuestiones del Orator y de los libros del De oratore. Me pareció que sería yo demasiado frívolo si me hubiese puesto a exponerlas. Porque los demás problemas cualquiera podría proponérmelos decorosamente sin citarme los libros de Cicerón, pidiéndome tan sólo que los plantease y los solucionase en su objetividad. Planteados en los libros de Cicerón, desdicen un poco de mi oficio. De todos modos, yo no hubiese osado tratarlos si no me hubiese sacado de Hipona una convalecencia, en la que me sorprendió la llegada de tu emisario. Algunos días después se me han presentado de nuevo la fiebre y los achaques. Por eso te remito la respuesta algo más tarde de lo que en otro caso hubiese podido remitirla. Te ruego me informes de la impresión que te ha producido.