Tema: Réplica a la anterior.
Hipona: Año 409/410
Agustín saluda en el Señor a Nectario, señor eximio y hermano justamente honorable y digno de ser acogido.
1. Leí la carta de tu benignidad, escrita mucho tiempo después de haberte enviado yo la mía. Yo te había escrito cuando mi santo hermano y coepíscopo Posidio estaba todavía aquí y no había atravesado el mar. En cambio, he recibido la que te has dignado entregarle para mí el 27 de marzo, después de casi ocho meses de haberte escrito yo. Ignoro por qué ha tardado tanto mi carta en llegar a ti o la tuya a mí. A no ser quizá que le haya parecido de pronto conveniente a tu prudencia consignar lo que anteriormente te pareció baladí. En ese caso me causa extrañeza el motivo de tu decisión. Tal vez has oído algo que yo todavía ignoro: por ejemplo, que mi hermano Posidio, el cual, dicho sea con perdón, ama a tus ciudadanos mucho más laudablemente que tú, haya solicitado que sean castigados los culpables con mayor severidad. En efecto, eso parece que temes en tu carta, cuando me amonestas a que ponga ante mí consideración «el espectáculo de una ciudad de la que se saca a los que han de ser llevados al suplicio; el espectáculo de los lamentos de las madres, cónyuges, hijos y padres. Imagina la vergüenza de los que volverán a la patria libres, pero torturados; a los que la vista de las heridas y cicatrices renueva los dolores y los gemidos». Dios nos libre de instar para que se inflija ninguno de esos suplicios a nuestros enemigos, ni por nuestra acción directa ni por la ajena. Mas, como te acabo de decir, si es eso lo que te ha anunciado algún rumor, dilo más claro, para que yo sepa o qué es lo que he de hacer para evitarlo o qué es lo que he de responder a los que lo creen.
2. Lo que debes hacer más bien es leer mi carta, a la que fuiste perezoso en contestar. Allí te declaré suficientemente mi intención. Al parecer, te has olvidado de lo que allí te dije, y ahora contestas cosas extravagantes. Porque, si recuerdas lo que mi carta decía, ¿por qué incluyes en la tuya lo que en modo alguno dije? Me acusas además de que en mi carta pido, «no la cabeza o la sangre de los culpables para vengar a la Iglesia, pero sí el despojo de lo que ellos más estiman». Para mostrar cuan gran mal es ése, añades y concluyes que crees que si tu opinión no te engaña, «es mayor mal ser despojado de los bienes que ser muerto». Y para explicar sin rebozo a qué bienes te refieres, continúas y añades que yo sé muy bien, por la literatura, que «la muerte quita el sentimiento de todos los males, mientras que la vida pobre engendra una eterna calamidad». Finalmente, concluyes que es más insoportable vivir en la desgracia que acabar la vida con una muerte desastrada.
3. Yo no recuerdo haber leído nunca que la vida pobre engendre una eterna calamidad, ni en la literatura nuestra, a la que confieso haber dedicado mi atención más tarde de lo que yo quisiera, ni en la vuestra, a la que me dediqué desde mi primera infancia. Porque la pobreza laboriosa no es nunca pecado, y es, por el contrario, un freno y una valla para el pecado. Por eso no hay que temer que la vida pobre le sirva a nadie, después de esta breve existencia, para merecer la calamidad eterna del alma. En esta vida que llevamos en la tierra no puede darse calamidad alguna eterna, pues ni la vida puede ser eterna ni siquiera duradera, aunque llegue a cualquier edad y senectud. Más bien he leído en esa literatura que es breve esta vida que gozamos, en la que tú crees que se puede dar una calamidad perdurable, cuando afirmas que lo tengo muy conocido. Es verdad que vuestra literatura dice, aunque no toda ella, que la muerte es el fin de cualesquiera males. Esa es mi opinión de los epicúreos y de todos los que tienen al alma por mortal. Pero hay otros a quienes Tulio llama filósofos consulares, porque estima en mucho su autoridad. Esos dicen que, cuando consumemos nuestro último día, no se extingue el alma, sino que emigra, y que permanecen sus méritos buenos o malos, ya para la felicidad, ya para la miseria. Esto está de acuerdo con nuestra literatura, de la que deseo ser profesor, aunque elemental. La muerte es el fin de los males para aquellos que deseen vivir una vida casta, piadosa, fiel e inocente. Pero no es el fin de los males para aquellos que arden por el deseo de fruslerías y vanidades temporales. Aunque éstos se consideran felices aquí, su misma perversidad de voluntad les convence de su miseria, y después de la muerte son obligados no sólo a llevar, sino también a sentir mayores y más graves miserias.
4. Y, pues consta esto en esa literatura vuestra que tenéis en mayor honor y se repite tanto en toda la nuestra, ¡oh buen amador también de tu patria terrena!, teme para tus ciudadanos la vida de derroche, no la laboriosa. O si temes la vida pobre, adviérteles que ha de evitarse más bien aquella egestad que nada en la opulencia de las cosas terrenas, pero que las anhela tan insaciablemente, que no disminuye «ni por abundancia ni por escasez», para usar las palabras de vuestros mismos autores. Así y todo, en mi carta, a la que ahora respondes, no dije que había de corregir a los enemigos de la Iglesia, tus conciudadanos, con la pobreza que priva de lo necesario para la vida, a la que hay que atender con misericordia. Según tu opinión, esa misericordia es la que debo yo recomendar, porque es lo que está indicando mi modo de proceder cuando sustento a los pobres, alivio con mi ayuda a los débiles y aplico la medicina a los cuerpos dolientes. Aun así, más provechoso es necesitar que abundar cuando se trata de los medios para satisfacer la malicia. Pero Dios me libre de haber pensado que había que reducir a la miseria a esos delincuentes, de quienes tratamos, con tal acción coercitiva.
5. Repasa mi carta, ya que la has creído digna, si no de ser leída para contestarla, por lo menos de ser aumentada para que de ella saliera lo que te plazca cuando así lo dispongas. Fíjate bien en lo que dije. Hallarás, en efecto, algo a lo que tendrás que confesar que no has contestado. Y voy a ponerte ahora las mismas palabras de aquella carta: «No tratamos de alimentar nuestra ira pidiendo venganza por cosas pasadas, sino que nos interesamos misericordiosamente pensando en el futuro. Los cristianos tienen sobre qué hacer recaer el castigo, no sólo con mansedumbre, sino también con provecho y ventaja, respecto a esos perversos. Estos tienen un cuerpo incólume, medios para vivir y medios para malvivir. Dejemos intacto el cuerpo y los medios para que vivan los arrepentidos; eso lo deseamos y lo procuramos con insistencia y con intervención activa cuanto nos es posible. En cuanto a los medios de malvivir, Dios castiga, si quiere, con mucha misericordia, cortándolos como miembros podridos y nocivos». Si hubieses repasado estas palabras mías cuando te dignaste contestarme, no se te hubiese ocurrido rogarme (con más malicia que sentimiento del deber) que evitase la muerte y también los daños corporales de esos por quienes te interesas, y de quienes te dije que quiero que queden incólumes en cuanto al cuerpo. No temerías que yo los redujera a una vida tan pobre que necesitaran recibir el alimento de limosna, pues te dije que quería salvar asimismo los medios necesarios para vivir, que era el segundo extremo. Vengamos al tercero, que se refería a los medios de malvivir. Por no decir otra cosa, éstos son los medios que les permitieron fabricar simulacros de plata de los falsos dioses. Para guardar, adorar y aun venerar con rito sacrílego esos simulacros, llegaron a incendiar la Iglesia de Dios, a entregar al despojo del mundo infeliz el sustento de unos piadosos pobres, a derramar sangre. ¿Por qué tú, que promueves el bien de tu ciudad, temes que eso se corte y quieres que se nutra y robustezca la audacia con una impunidad perniciosa?
Discúteme eso, enséñame eso, teniendo en cuenta la disputa de la índole del mal. Mira con diligencia lo que digo, no sea que, bajo la apariencia de hacerme una petición, me vengas a echar en cara de un modo oblicuo y acusatorio lo que te digo a ti.
6. Sean honrados tus ciudadanos, de buenas costumbres y no superfluamente ricos. No quiero reducirlos al arado de Quincio y al hogar de Fabricio por esa represión. Aquella pobreza no sólo no envileció a los príncipes de la República ante sus conciudadanos, sino que justamente por ella fueron más queridos y más aptos para regir la economía patria. Tampoco pretendo ni deseo que a los ricos de tu patria les queden únicamente las diez libras de plata de aquel Rufino dos veces cónsul; y ya ves que él, con una loable y severa censura, juzgó que debía liberarse aun de eso como de un vicio. Tanto nos invita la costumbre de esta edad corrompida a tratar con blandura las almas afeminadas, que a la mansedumbre cristiana le parece excesivo lo que a aquellos censores les pareció justo. Y mira la gran diferencia que hay entre el considerar como culpa digna de castigo el mero poseer, y el permitir que alguien se contente con lo justo por gravísimos delitos. Lo que en aquel tiempo se consideró como pecado queremos que ahora sea pena del pecado. Puede y debe hacerse que la severidad no llegue a este extremo ni la impunidad se regocije y desboque por estar demasiado garantizada, presentando a los infelices un ejemplo de imitación que ha de llevarlos a gravísimas, aunque ocultísimas penas. Concede, por lo menos, que teman demasiado por sus bienes superfluos los que tratan de incendiar y devastar nuestros bienes necesarios. Permítasenos hacer este beneficio a nuestros enemigos para que, mientras temen por esos bienes cuya pérdida no les perjudica, no traten de consentir lo que les es perjudicial. Esto no se ha de llamar venganza del delito, sino cautela dictada por la reflexión. Esto no es irrogar un suplicio, sino defenderse de padecer un suplicio.
7. Quien inutiliza a un imprudente, aunque sea causándole algún dolor, para que no incurra en penas atrocísimas por su costumbre de delinquir sin seso, es como el que tira del pelo a un niño para que no azuce las culebras. Mientras nuestro cariño le produce al niño molestia, sus miembros se conservan incólumes; se le aparta de aquello en que peligran su salud y su vida. No somos benéficos cuando hacemos aquello que nos piden, sino cuando hacemos aquello que no daña a los que lo piden. Con frecuencia beneficiamos cuando negamos, y dañaríamos si otorgásemos. De ahí vino el proverbio: «Niega al niño la espada». «Tú -dice Tulio-, niégasela aun a tu único hijo». Porque cuanto más amamos a uno, tanto menos debemos confiarle aquello que le pone en el trance de pecar. Y si no me engaño, Tulio hablaba de las riquezas cuando decía eso. Ya ves que las cosas que se confían con peligro a los que las utilizan mal, se sustraen casi siempre con provecho. Cuando los médicos ven que hay que cortar y cauterizar la gangrena, cierran con frecuencia bondadosamente los oídos al furioso llanto. Si cuando éramos niños, y aun jovencitos, los padres y maestros nos hubiesen otorgado el perdón siempre que lo pedíamos por haber pecado, ¿quién de nosotros podría ser tolerado de mayor? ¿Quién hubiese aprendido cosa útil? Estas cosas se hacen por previsión, no por crueldad. Quizá en este pleito sólo te cuidas de conseguir de mí lo que los tuyos te piden. Por favor, no hagas eso y considéralo con diligencia. Si desdeñas lo pasado, que no se puede evitar porque está ya consumado, mira un poco al porvenir. Fíjate, no en lo que ellos desean ni en lo que te piden, sino en lo que prudentemente debes pensar que les conviene. Demostramos que no les amamos con fidelidad cuando sólo tememos que disminuya el amor que nos profesan porque no hacemos lo que nos reclaman. ¿Y dónde queda aquella alabanza que vuestra literatura dedica al estadista cuando mira más a la utilidad que a la voluntad del pueblo?
8. «Nada importa, dices, cuál sea la índole del pecado cuando se pide la indulgencia». Tendrías mucha razón si se tratase de hombres a quienes se ha de castigar y no de corregir. Dios libre al corazón cristiano de dejarse dominar del apetito de venganza para castigar a cualquiera. Dios le libre de no adelantarse a las preces del peticionario o de no acceder al instante cuando se le pide que perdone el pecado. Esto se aconseja para que el cristiano no odie al hombre, para que no se deje dominar por el afán de castigar, para que no devuelva mal por mal, para que no desee gozarse en la venganza aun dentro de la debida ley. Pero no se le recomienda eso para que no se preocupe, para que no vea o para que no cohíba a otros de hacer el mal. Porque puede suceder que alguien satisfaga su enemistad refinada precisamente descuidando la corrección de aquel a quien odia intensamente, como otro puede con la reprensión mejorar a aquel a quien intensamente ama, aun causándole alguna molestia.
9. «El arrepentimiento, como escribes tú, otorga el perdón y redime al culpable». Pero eso se aplica al arrepentimiento que se practica en la verdadera religión, que piensa en el futuro juicio de Dios, y no a aquel arrepentimiento que los hombres exhiben o fingen durante una hora. Estos tales no pretenden que el alma se purifique de su delito para siempre. Sólo procuran que esta vida, que pronto ha de acabar, se libre de momento del actual miedo a una molestia. Por eso, para los cristianos confesos y suplicantes que se vieron complicados en el delito, o por no haber venido en socorro de la Iglesia que iba a arder o por haberse llevado algo en el infame desvalijamiento, creo que el dolor de la penitencia es fructuoso. He creído que para su corrección bastaba la fe que llevan en el pecho, pues por ella pueden considerar lo que deben temer al juicio divino. Mas ¿qué penitencia puede sanar a los que no sólo rehúsan reconocer la fuente misma de la indulgencia, sino que no cesan de burlarse y blasfemar contra ella? Así y todo, no retenemos enemistad contra los delincuentes en el corazón, que está patente y desnudo ante Dios, cuyo juicio tememos en la presente y en la futura vida y cuyo auxilio esperamos. Pero juzgamos que miramos algo por el bien de los mismos malhechores si, ya que no temen a Dios, temen algo que sirva, no para menoscabar su fortuna, sino para castigar su vanidad. No queremos que ese Dios a quien desprecian sea más gravemente ofendido si ellos acrecientan su audacia con tan dañosa impunidad; ni queremos que esa misma impunidad sea más ruinosamente propuesta a otros como ejemplo digno de imitación. En fin, si tú me ruegas a mí por ésos, yo ruego por los mismos a Dios para que los convierta a sí, para que purifique sus corazones con la fe y les enseñe a hacer una verdadera y saludable penitencia.
10. Mira cuánto más ordenada y útilmente los amo yo que tú, dicho sea con tu venia, aunque piensas que estoy irritado contra ellos. Yo rezo en su favor para evitar los mayores males y alcanzar los mayores bienes.
Si también los amases tú por obra del celeste don de Dios y no sólo por obra de la terrena costumbre de los hombres; si cuando te invito al culto y religión del altísimo Dios me contestases sinceramente algo que yo pudiera gratamente oír, no sólo les desearías lo que yo he dicho, sino que tú mismo irías delante de ellos. Así, todo este negocio de tu petición terminaría con sano y santo regocijo. Así también, por el amor verdadero y piadoso de la patria que carnalmente te engendró, merecerías aquella celeste patria a la que yo mismo te invitaba a levantar los ojos, cuya invitación dices que has recibido con el mayor regocijo. Así, en fin, mirarías por los tuyos, no para obtener una vana alegría temporal ni para lograr la impunidad de un delito grosero, sino para alcanzar la gracia de una felicidad perdurable.
11. Tienes expuestos, en lo que atañe al actual pleito, los pensamientos y votos de mi corazón. Hombre soy y confieso ignorar lo que está escondido en el pensamiento de Dios. Pero tengo la absoluta certeza de que sea lo que sea, es sin duda lo más justo, lo más sabio, lo más firmemente fundado con una incomparable excelencia sobre todos los juicios de los hombres. Porque es cierto lo que se lee en nuestros libros: Muchos pensamientos hay en el corazón del hombre, pero el pensamiento de Dios permanece para siempre1. Dios sabe y nosotros ignoramos lo que nos traerá el tiempo, las facilidades y dificultades que surgirán ante nosotros, la decisión, en fin, que podemos tomar de pronto en conformidad con la corrección o esperanza de corrección que nos traiga el pleito actual. No sabemos si Dios se indignará por esos acontecimientos de manera que castigue a los culpables más severamente con la impunidad que piden; o si los juzgará misericordiosamente con ese otro modo de represión que me place a mí; o si, finalmente, vendrá su corrección más dura, pero más saludable por ser espontánea, y entonces retirará Dios el terror que preparaba y lo convertirá en gozo por una conversión veraz a su misericordia divina y no a la de los hombres. Él lo sabe ya, yo lo ignoro. ¿Por qué vamos, pues, a devanarnos los sesos entre nosotros, tu prestancia y yo? Dejemos a un lado por un momento este cuidado, cuya hora no ha llegado aún, y, si te place, hagamos lo que siempre urge. Porque no hay tiempo alguno en que no sea conveniente y necesario hacer obras con que podamos agradar a Dios, aunque es imposible, o por lo menos muy difícil en esta vida, cumplir eso con tal perfección que no haya en absoluto pecado alguno en el hombre. Por eso, cortando todas las dilaciones, hemos de recurrir a la gracia de Dios. Podemos decirle con toda verdad lo que dijo el poeta lisonjero a no sé qué potentado, si bien confiesa que lo tomó del oráculo de la sibila de Cumas: Bajo tu gobierno, si aún quedan vestigios de nuestra maldad, desaparecerán, y la tierra quedará libre del eterno miedo. Porque con este divino guía quedan anulados y remitidos todos los pecados. Por este camino se va a la celeste patria, en cuya morada tanto te has deleitado cuando yo te invité con todas mis fuerzas a amarla.
12. Decías tú que todas las leyes tienden a esa patria por diversos caminos y trámites. Esto me hace temer que con ese camino que llevas tiendas a ella y te vuelvas más perezoso para buscar el único camino que a la misma conduce. Pero, fijándome con mayor diligencia en la palabra que has empleado, no seré imprudente si digo que me parece haber entendido tu intención. En efecto, no dices que todas las leyes por diversos caminos y trámites consigan, muestren, encuentren, penetren u obtengan aquella patria. Al emplear la palabra tender, una palabra bien escogida y pesada, no señalaste la conquista, sino el deseo de conquistar. De este modo, ni excluiste el camino que es verdadero ni admitiste los otros que son falsos. El camino que conduce allá tiende allá. Al mismo tiempo, no todos los que tienden allá conducen allá. Allá, digo, adonde es sin duda feliz quien es conducido. Todos queremos ser felices, esto es, todos tendemos, y, sin embargo, no todos los que queremos podemos, es decir, no todos alcanzamos lo que todos apetecemos. Alcanza la felicidad aquel que lleva un camino, en que no sólo se tiende a ella, sino que conduce a ella, dejando a los demás en el camino de tender sin el resultado de llegar. No habría error si nada se apeteciese o siempre se consiguiese la verdad apetecida. Quizá quieres decir que hay diversos caminos, pero de suerte que no son caminos contrarios sino en el sentido en que decimos que hay diversos preceptos, pero de modo que todos ellos contribuyen a informar la conducta. Hay unos preceptos sobre la castidad, otros sobre la paciencia, otros sobre la fe, otros sobre la misericordia, y así de lo demás. En este caso no sólo se tiende por caminos y trámites diversos a la patria, sino que se llega a ella. Así en las santas Escrituras se dice caminos y camino. Se dice «caminos» en aquel pasaje: Enseñaré a los inicuos tus caminos, y los impíos se convertirán a ti2. Se habla de «camino» en este lugar: Llévame por tu camino y marcharé por tu verdad3. No es que aquéllos sean una cosa y éste otra. Todos los caminos son uno, y de él dice la santa Escritura: Todos los caminos del Señor son misericordia y verdad4. Si eso se considera con diligencia, dará lugar a un largo discurso y a una evidencia suavísima. Si fuese menester, lo trataré en otra ocasión.
13. Ahora bien (y esto creo que basta para la obligación que acepté de escribir a tu prestancia), puesto que Cristo dijo: Yo soy el camino5, en Él hay que buscar la misericordia y la verdad, no sea que erremos si la buscamos en otro lugar, siguiendo un camino que tiende, pero que no lleva al término. Pongo por ejemplo ese mismo camino que citas, a saber, que todos los pecados son iguales. ¿No nos llevaría ese camino a vagar muy lejos de la patria de la verdad y de la felicidad? ¿Hay cosa más absurda y fútil que decir que el que se ríe algo inmoderadamente y el que incendia ferozmente a su propia ciudad pecan en igual medida? Tú creíste que debías tomar ese camino según la opinión de ciertos filósofos, y no según tu criterio, para favorecer la causa de tus ciudadanos. Sin embargo, ese camino no es de los diversos que llevan a la celeste morada, sino cabalmente perverso y que lleva a un perverso error. A tu juicio, debemos perdonar a esos bárbaros que incendiaron la iglesia, como les perdonaríamos si nos hubiesen ofendido con alguna petulante y leve injuria.
14. Pero mira cómo lo tramas: «Y si todos los pecados son iguales, dices, como place a ciertos filósofos, la indulgencia debe ser común para todos». Y luego, como pretendiendo probar que todos los pecados son iguales, derivas y dices: «¿Habla alguien con petulancia? Ya pecó; ha consentido en la injuria, en el crimen, cometió idéntico pecado». Esto no es demostrar, sino presentar sin documentación alguna una ocurrencia extravagante cualquiera. A eso que dices tú que igualmente pecó, se contesta: «No cometió idéntico pecado». Exigirás quizá que yo lo pruebe. ¿Es que tú probaste ya que cometió idéntico pecado? ¿O por ventura hemos de admitir lo que añades: «Si uno roba lo ajeno, ya se computa como delito»? Tú mismo te has ruborizado aquí. Te dio vergüenza decir que cometió idéntico pecado y ya lo computas como delito. Pero aquí no se trata de averiguar si el robo se computa como delito, sino de saber si un delito se ha de equiparar a otro. Si ambos son iguales porque ambos son delitos, entonces los elefantes y los ratones son iguales, porque todos son animales; las moscas y las águilas son iguales, porque todas son volátiles.
15. Pero todavía sigues adelante y relacionas: «¿Alguien violó los lugares sagrados y profanos? No hay que excluirle de la indulgencia». Así con este toque de violar los lugares sagrados, llegas a la hazaña de tus ciudadanos. Pero seguramente que con esa tu expresión petulante no habrás igualado el crimen de ellos. No has hecho más que pedir para ellos indulgencia, cosa que pueden hacer sin pecar los cristianos, por la abundancia de la misericordia, no por la igualdad de los pecados. Arriba dije yo que estaba escrito en nuestras letras: Todos los caminos del Señor son misericordia y verdad6. Conseguirán, pues, misericordia si no odian la verdad. Esta se debe justamente, no a los que pecaron en igual medida que si hubiesen hablado con petulancia, sino a los que se arrepintieron como es debido de un crimen enorme e impío. Por favor, a tu hijo Paradoxo no le enseñes esas paradojas de los estoicos, ¡oh varón justamente laudable! Deseo que el joven se te logre en la verdadera piedad y felicidad. Pues ¿qué cosa más inicua y más peligrosa para ti podría aprender ese generoso adolescente que equiparar, no digo ya el parricidio, sino el afrentar a su padre con la afrenta que se lanza contra cualquier extraño?
16. Obrarás bien ante mí en favor de tus ciudadanos si me sugieres la misericordia de los cristianos, no la dureza de los estoicos. Porque esa dureza no sólo no favorece en nada a la causa que defiendes, sino que la perjudica mucho. Porque los estoicos cuentan entre los vicios la misma misericordia; y si yo no la tengo, no podré aceptar ni tu petición ni las preces de los culpables. Los estoicos arrojan la misericordia del ánimo del sabio, porque le quieren totalmente férreo e inflexible. Mejor se te hubiere ocurrido citar a tu Cicerón, que hablando de César dice: «Ninguna de tus virtudes es más admirable y grata que la misericordia». ¿Cuánto mejor debe permanecer esa misericordia en la Iglesia, pues ésta sigue a Jesús, que dijo: Yo soy el camino, y lee: Todos los caminos del Señor son misericordia y verdad?7 No temas, pues, que maquinemos la destrucción de los inocentes los que no queremos llevar a los culpables al suplicio merecido; nos lo prohíbe aquella misericordia a la que con verdad amamos en Cristo. Por el contrario, quien perdona y fomenta los vicios, nutriéndolos para no apesadumbrar la voluntad de los que pecan, no es misericordioso, como no lo es quien no quiere quitar al niño el cuchillo para no oírle llorar, y, en cambio, no teme tener que lamentar sus heridas o su muerte. Guarda, pues, para el tiempo oportuno lo que tienes que tratar conmigo en favor de esos hombres, teniendo en cuenta, y perdona que te lo diga, que no sólo no me aventajas en amarlos, sino que ni siquiera me sigues. Y contéstame qué es lo que te impresiona en este camino que nosotros tenemos, y al que te invito a entrar, para que subas conmigo a la eterna patria, pues sé que te deleita, y lo celebro.
17. Dijiste que algunos ciudadanos de tu patria carnal, si no todos, eran inocentes. Sin embargo, no lo probaste, como debes advertirlo leyendo mi carta anterior. Ya repliqué (contestando a lo que tú decías, a saber, que deseabas dejar floreciente a tu patria) que habíamos experimentado más bien las espinas que las flores de esos ciudadanos. Tú crees que yo bromeaba. ¡Como si tuviese gusto de bromear en esas desgraciadas circunstancias! Porque así es la realidad. ¡Aún humean las cenizas de la iglesia incendiada, y yo bromeo en esa causa! Los únicos inocentes que vinieron a verme ahí son los que estuvieron ausentes del suceso, o lo padecieron, o no tuvieron fuerza ni autoridad alguna para prohibirlo. Sin embargo, hice distinción en mi respuesta entre los más y los menos culpables, y puse una culpa para los que temieron ofender a los poderosos enemigos de la Iglesia y otra para los que cometieron voluntariamente el delito; una para los perpetradores y otra para los instigadores. Adrede omití tratar de los inductores, que llevaron a los demás, porque quizá esto no puede averiguarse sin recurrir al tormento corporal, cosa que repugna a mi propósito. Tus estoicos conceden que todos son igualmente culpables, pues les place que todos los pecados sean iguales; y para conjugar su opinión con su dureza, por la que vituperan la misericordia, juzgan que en modo alguno se ha de perdonar a todos, sino que se ha de castigar a todos. Apártalos, pues, todo lo lejos que puedas de patrocinar esta causa; anhela más bien que nos portemos como cristianos y logremos (como lo deseamos) conquistar a esos a quienes perdonamos en Cristo, para que no les perdonemos con una perniciosa disolución. Dios, misericordioso y veraz, se digne otorgarlo, para obtener una paz verdadera.