CART A 103

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Patriotismo e indulgencia.

Hipona: Comienzo del año 409.

Nectario saluda en el Señor a Agustín, señor digno de justa acogida y hermano merecedor de todos los honores.

1. Al leer la carta de tu eminencia, en la que condenas el culto de los ídolos y los ritos de sus templos, me pareció escuchar la voz de un filósofo. Pero no de ese tipo a quien mencionan en el Liceo de la Academia, sujeto escondido en algún ángulo tenebroso de la tierra, sumido en algún pensamiento profundo, que reclina la cabeza en las rodillas encogidas hasta la frente, para combatir (como pobre en doctrina y calumniador) los preclaros descubrimientos de los demás, o para acusar (ya que él nada propio tiene que defender) lo que otros dijeron sabiamente. Por el contrario, pareció surgir ante mí, despertado por tu oratoria, M. Tulio el ex-cónsul, quien, después de salvar innumerables cabezas de ciudadanos, aparecía laureado con los signos de las victorias en el campo forense, delante de las atónitas escuelas de Grecia. Todavía anhelante, retiraba aquella trompeta de su voz y lengua canora que había hecho resonar con un soplo de justa indignación contra los reos de crimen y parricidas de la República, y, sueltos los pliegues de la toga, la echaba sobre la espalda imitando la forma de un palio.

2. Te escuché con agrado cuando nos excitabas al culto y religión del supremo Dios. Te acepté complacido cuando nos persuadías de que hay que contemplar la patria celeste. Me parece que no te referías a esta ciudad, que se estrecha dentro del círculo de las murallas, ni tampoco a esa que los tratados de los filósofos llaman «cósmica» y que declaran común a todos, sino a esa ciudad en la que el gran Dios y las almas que en verdad lo merecen habitan y viven, ciudad a la que tienden todas las leyes por diferentes caminos o trámites, ciudad que no podemos expresar con palabras y que quizá podemos encontrar con el pensamiento. Yo pienso que, aunque debamos apetecer y amar principalmente a ésta, no debemos descuidar a esa otra, en la que fuimos engendrados y criados: ella fue la primera en infundirnos esta luz, en alimentarnos y educarnos. Refiriéndome ya a mi tema propio, diré que, según muchos doctos afirman, los que son beneméritos de ella lograrán en el cielo domicilio tras la muerte del cuerpo: de ese modo se brinda una elevación a lo alto a aquellos hombres que son beneméritos de la ciudad en que nacieron. Así habitan con Dios principalmente aquellos que muestran haber contribuido a la salvación de la patria con sus consejos o con sus hazañas. En cuanto a esa sentencia que has estampado un poco por broma, de que nuestra ciudad no hierve tanto de armas cuanto de llamas y de incendio, y de que produce espinas más bien que flores, creo que tu reproche no es muy grave, pues sabemos que las flores nacen casi siempre de las espinas. ¿Quién duda de que las rosas brotan de los espinos y de que ponemos a las mieses un valladar de púas? De ese modo, casi siempre se mezclan las cosas ásperas con las suaves.

3. Dice tu eminencia al fin de su carta que no se pide, para vengar a la Iglesia, la cabeza o la sangre de nadie, sino esas cosas de que ellos tienen tanto miedo de ser despojados. Pero yo, si no me engaña mi opinión, estimo que el ser despojado de los bienes es peor que la muerte. Bien sabes cuánto se repite en nuestra literatura que la muerte quita el sentimiento de todas las desgracias, mientras que la vida pobre engendra una sempiterna calamidad: más insoportable es vivir en la desgracia que acabar la vida con una muerte desastrada. Eso está demostrando vuestro mismo comportamiento, pues sostenéis a los pobres, aliviáis con la curación a los enfermos, aplicáis medicinas a los cuerpos afligidos, en una palabra, tratáis por todos los medios de que los condenados no sientan la duración de su calamidad. En cuanto a la gravedad de los pecados, no interesa pesar un pecado cuya indulgencia se demanda. En primer lugar, el arrepentimiento otorga el perdón y redime al culpable; y es claro que está arrepentido quien suplica y se arroja a abrazar los pies: y si, como les agrada a algunos filósofos, todos los pecados son iguales, común deberá ser la indulgencia para todos. Peca quien habla con cierta petulancia; peca igualmente quien profiere injurias o comete crímenes; el robar lo ajeno se cuenta ya entre los delitos; no habrá, pues, que excluir de la indulgencia a la profanación de lugares comunes o sagrados. En segundo lugar, no habría nunca ocasión de perdón si no se dan antes los pecados.

4. He contestado, no como debo, sino como puedo; quizá demasiado, quizá demasiado poco, como suele decirse. Por eso ahora te ruego y suplico (¡ojalá estuviese presente, para hacerlo mejor y que vieses también mis lágrimas! ), que pienses una y otra vez quién eres, qué profesión ostentas, qué obras ejercitas. Imagínate el espectáculo de una ciudad de la que se saca a los que han de ser llevados al suplicio; piensa en los lamentos de las madres, cónyuges, hijos y padres; imagina la vergüenza de los que regresan a la patria ya libres, pero torturados, a los que la vista de las heridas y cicatrices renueva los dolores y los gemidos. Tratado ya todo eso, piensa primero en Dios y luego en la fama, en la bondad amigable y en la unión familiar de los hombres, y conquista la alabanza con el perdón más bien que con la venganza. Todo esto lo he dicho por aquellos que ya han confesado su condición de reos. No me cansaré de alabarte por haber otorgado ya el perdón mirando sólo a tu ley. Mas apenas podré ya explicar cuan cruel sería apoderarse del inocente y citar para una sentencia capital a los que consta que no participaron en el crimen. Si acontece que los absuelven, piensa, por favor, con cuánta animosidad hacia los acusadores serán liberados, puesto que, después de haber dejado espontáneamente en libertad a los culpables, tuvieron que dejar también, por haber sido vencidos, a los inocentes. Que el Dios supremo te guarde y conserve muralla de su ley y ornamento nuestro.