Tema: Castigar a los donatistas, sin causarles la muerte.
Hipona: A finales del año 408
Agustín saluda en el Señor a Donato, señor eximio y justamente honorable, e hijo digno de toda alabanza.
1. ¡Ojalá no se encontrase la Iglesia de África agitada por tan graves aflicciones, que tenga necesidad del auxilio de poder alguno temporal! Mas el Apóstol dice: No hay potestad sino de Dios1. Y, puesto que eres tú el que socorres a la madre Iglesia, favoreciendo a sus sincerísimos hijos, nuestro auxilio está en el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra2. ¿Quién no verá que hemos recibido del cielo un no pequeño alivio en estas aflicciones, cuando un tal varón como tú, amantísimo del nombre de Cristo, ha ascendido a la dignidad proconsular? De este modo, el poder, asociado a la buena voluntad, podrá cohibir a los enemigos de la Iglesia en sus criminales y sacrílegos atrevimientos, ¡oh señor eximio, justamente honorable e insignemente laudable hijo! En fin, sólo hay una cosa que me cause temor en tu justicia. Es verdad que todo el mal que cometen contra la sociedad cristiana esos impíos e ingratos es, sin duda, más grave y atroz que si se cometiera contra otra clase de gentes. Por eso temo que tu pienses quizá reprimirlo atendiendo a la enormidad de los delitos y no a la mansedumbre cristiana. Te suplico por el mismo Cristo que no lo hagas. Porque no buscamos en esta tierra la venganza de nuestros enemigos. Los males que nos hacen padecer no deben reducirnos a tal angustia espiritual, que olvidemos lo que nos impuso aquel por cuya verdad y nombre padecemos: amamos a nuestros enemigos y rezamos por ellos3. Por eso, cuando se presenta la ocasión de llevarlos a los temibles tribunales o aplicarles el rigor de las leyes, deseamos corregirlos, no darles muerte, para que no incurran en la pena de la condenación eterna. No queremos que sigan rebeldes a la disciplina ni que se les someta a los suplicios que merecen. Reprime sus pecados de manera que tengamos gente arrepentida de haber pecado.
2. Te ruego, pues, que, cuando asistas a los pleitos de la Iglesia y veas que se le ha hecho objeto y víctima de graves injurias, olvides la potestad que tienes de matar y no olvides esta mi petición. No te parezca ruin e indigno, hijo honorable y dilectísimo, el que yo te pida que no los mates, pues pido al Señor que se corrijan. Además, no debemos nunca separarnos de nuestro propósito invariable de vencer el mal por el bien4. Tenga además en cuenta tu prudencia que solos los eclesiásticos tienen la misión de presentarte las causas eclesiásticas. Por lo tanto, si piensas que debes dar muerte a los que incurren en tales delitos, nos amedrentarás para que no lleguen tales causas a tu tribunal por iniciativa nuestra. Y si eso se sabe, los donatistas se entregarán a una más licenciosa audacia, para nuestra ruina, mientras a nosotros se nos impone la necesidad de dejarnos matar por ellos espontáneamente antes de llevarlos a tu tribunal para que los mates. Por favor, no recibas con desdén esta amonestación, demanda y súplica mía. Supongo que recordarás que podría tener una gran confianza en ti, aunque yo no fuera obispo y tú estuvieses encumbrado en una mucho más alta dignidad. Conozcan cuanto antes los herejes donatistas, por un edicto de tu excelencia, que siguen en vigor las leyes promulgadas contra su error, pues creen que ya no son válidas y se jactan de ello. Por lo menos de ese modo podrán dejarnos en paz un tanto. Mucho nos ayudarás para que nuestros trabajos y peligros rindan su fruto si consideras esto. No es cuestión de reprimir con leyes imperiales a esa secta baladí, llena de insano orgullo; los criminales aparecerán ante su conciencia y ante sus partidarios como mártires de la verdad y de la justicia. Lo que importa es que los criminales aparezcan convictos e informados con documentación fehaciente de sus delitos en las actas de tu prestancia o de tus jueces subordinados, para que los detenidos por tus órdenes dobleguen, si es posible, su endurecida voluntad y lean a otros el proceso para su salud. La mera represión, sin la instrucción, es una diligencia pesada más bien que útil, aunque se ejecute para evitar tan grande mal y lograr tan grande bien.