Tema: Pecado original y bautismo.
Agustín saluda en el Señora Bonifacio, compañero en el episcopado.
Hipona. ¿Año 408?
1. Me preguntas «si los padres dañan a sus hijitos bautizados cuando quieren curarlos por medio de sacrificios hechos a los demonios. Y si no los dañan, ¿por qué en el bautismo le beneficia al niño la fe de sus padres, siendo así que no puede perjudicarle su incredulidad?» Respondo que es tan grande la virtud del sacramento, es decir, del bautismo saludable dentro de la santa organización del Cuerpo de Cristo, que cuando alguien, que fue engendrado por deleite carnal, ha sido regenerado una vez por la voluntad espiritual de los otros, no puede ya quedar ligado por vínculos de ajena iniquidad si no consiente por su propio albedrío. El alma del padre, dice el Señor, mía es, y el alma del hijo mía es. El alma que pecare, ella morirá1. Es claro que no peca ella cuando no sabe que sus padres o cualquiera otro celebra sacrilegios a los demonios. Si heredó de Adán el vínculo que la gracia del sacramento tiene que desatar, fue porque entonces el alma no tenía vida independiente. No era otra alma de la que pudiera decirse: El alma del padre mía es, y el alma del hijo mía es. Cuando ya el hombre está en sí mismo y es persona distinta de quien le engendró, no queda ligado por pecados ajenos sin propio consentimiento. Heredó, pues, el reato, porque formaba una sola persona con aquel y en aquel de quien heredó. En el momento en que Adán pecó, admitió el reato que éste heredó. Pero, en cambio, no puede heredar uno de otro cuando cada uno vive su propia vida. En este caso cabe decir: El alma que pecare, ella morirá.
2. El poder ser regenerado por ministerio de voluntad ajena, cuando es ofrecido un bautizando, es obra del único Espíritu. Este es quien regenera al ofrecido, porque no está escrito: «Si alguien no naciere de la voluntad de los padres o de los oferentes o ministros», sino: Si alguien no naciere del agua y del Espíritu Santo2. Son, pues, el agua, que representa exteriormente el sacramento de la gracia, y el Espíritu, que obra interiormente el beneficio de la gracia, los que desatan el vínculo de la culpa y reconcilian el bien de la naturaleza con Dios. Estos son los que regeneran en un Cristo al hombre nacido de un Adán. Es, pues, común el Espíritu que regenera, obrando tanto en los adultos oferentes como en el párvulo ofrecido y renacido. Por esta sociedad de uno y mismo Espíritu es por lo que aprovecha la voluntad de los oferentes al párvulo ofrecido. En cambio, cuando los adultos pecan contra el párvulo ofreciéndole y tratando de ligarle con un sacrílego vínculo a los demonios, el alma de unos y otro no es común, para que puedan tener una culpa común. No se comunica la culpa por voluntad de otro, como se comunica la gracia por la unidad del Espíritu Santo. Puede el mismo Espíritu Santo estar en este y en aquel hombre, aunque mutuamente ignoren ambos por quién tienen una gracia común. Pero, en cambio, no puede el espíritu del hombre ser de este y de aquel hombre, para que pueda ser la culpa común cuando éste no peca y aquél sí. Por eso puede el párvulo, una vez engendrado por los padres en la carne, ser engendrado por el Espíritu de Dios, de modo que la ligadura contraída se desate por ellos. Pero, en cambio, nadie, una vez engendrado en el Espíritu de Dios, puede ser regenerado en la carne por los padres, de modo que la ligadura desatada se contraiga de nuevo. Por eso el párvulo no pierde la gracia de Cristo que una vez recibió, a no ser que se vuelva malo por su propia culpa una vez crecido en edad. Porque entonces comenzará a tener pecados propios, que ya no se borrarán por la regeneración, sino que deberán ser sanados por una curación personal.
3. Con todo, a los padres o cualesquiera adultos que tratan de ligar a los niños bautizados con sacrilegios a los demonios, se les llama con razón homicidas, porque, en cuanto depende de ellos, son criminales aun cuando el crimen no se verifique en los párvulos. Cuando se les prohíbe a los padres ese crimen, se les dice, y con razón: No matéis a vuestros hijos. En el mismo sentido dice al Apóstol: No queráis extinguir el Espíritu3, no porque pueda extinguirse el Espíritu, sino porque, por su parte, extinguen el Espíritu aquellos que tratan de extinguirlo con su modo de obrar. En el mismo sentido puede interpretarse perfectamente lo que escribió el beatísimo Cipriano en la carta sobre los apóstatas cuando arguye a los que en tiempo de la persecución habían sacrificado a los ídolos: «Y para que nada faltase para colmo del crimen, los infantes eran presentados y llevados por sus padres en brazos, y así perdieron en la infancia lo que habían alcanzado desde su nacimiento». Quiere decir que lo perdieron en lo que toca al crimen de sus padres, pues éstos querían obligar a sus niños a perderlo. Lo perdieron en la mente y voluntad de sus padres, que perpetraron en ellos tan gran crimen. Porque, si los niños en sí mismos lo hubiesen perdido, hubiesen permanecido dignos de eterna condenación por sentencia divina, sin posibilidad de defensa. Si fuera esto lo que hubiese querido decir San Cipriano, no hubiese añadido a continuación la defensa de los niños, diciendo: «Cuando llegue el día del juicio, esos niños dirán: Nosotros nada hicimos. No abandonamos la comida y bebida del Señor para lanzarnos espontáneamente a los contagios profanos. A nosotros nos perdió la perfidia ajena. Nuestros padres nos fueron parricidas. Ellos nos hicieron negar a Dios, nuestro Padre, y a la Iglesia, nuestra Madre. De este modo, pequeños, desvalidos e ignorantes de tan feo crimen como éramos, fuimos llevados por otros a la participación del crimen, fuimos cogidos en un fraude ajeno». No añadiría San Cipriano esa defensa si no creyese que es justísima y que habrá de valerles a los niños en el juicio de Dios. Porque, si se dice con verdad: «Nosotros nada hicimos» (lo que es tanto como decir: El alma que pecare, ella morirá4, no perecerán bajo la justa sentencia del Señor esos niños a quienes sus padres con su crimen perdieron en lo que de esos padres dependía.
4. En esa misma carta de San Cipriano se narra que una niñita fue abandonada a su niñera al ser obligados a fugarse los padres. La niña arrojada por su niñera a los sacrilegios de los demonios fue llevada más tarde a la iglesia y rechazó con extraños movimientos la Eucaristía que le presentaban. Pero me parece a mí que eso sucedió por divina disposición, para que no creyeran los adultos que no pecaban contra los niños con una tal iniquidad. También para que entendiesen por los significativos gestos corporales de los niños, incapaces de hablar, que se les daba un misterioso aviso acerca de sus deberes: se abalanzaban a recibir los sacramentos saludables después de una torpe caída, cuando debían abstenerse y hacer penitencia. Cuando la divina Providencia obra un prodigio semejante por medio de los niños, no hay que pensar que éstos tienen ciencia o conciencia de lo que hacen. Dios quiso reprimir la demencia de un cierto profeta por medio de una burra que habló5. Mas no por eso hemos de admirarnos de la sabiduría de los asnos. Por medio del animal irracional se produjo un sonido semejante al del hombre, pero esto hay que atribuirlo a un prodigio divino y no a un corazón asnal. Pues del mismo modo pudo valerse el Omnipotente del alma de un niño (que por lo menos tenía razón, aunque estuviese todavía adormecida en él) para manifestar en los gestos del cuerpo lo que debían procurar hacer aquellos que habían pecado contra sí mismos y contra sus hijos. En resolución, el niño no puede regresar a su padre para ser un solo hombre en él y con él, sino que tiene que ser otro con su carne y su alma; y, por lo tanto, el alma que pecare, ella morirá6.
5. No te cause extrañeza el que algunos lleven a bautizar a sus hijos, no para que sean regenerados para la vida eterna por la gracia espiritual, sino porque piensan que por este medio mantendrán o recobrarán la salud corporal. Los niños no dejan de quedar regenerados porque sus padres los ofrezcan con extrañas intenciones, con tal de que esos padres celebren los ritos necesarios y digan las palabras sacramentales, sin lo cual el niño no podría ser consagrado. Quien obra es el Espíritu Santo, que habita en los santos para formar con ellos aquella única paloma plateada al fuego de la caridad7, aunque utilice el ministerio de los que a veces no sólo son ignorantes, sino también culpablemente indignos. Porque no es tanto el adulto que lleva en brazos al párvulo como la universal sociedad de los santos y de los fieles quien ofrece a esos niños para que reciban la gracia espiritual, si bien también los ofrecen sus padres cuando son buenos y fieles. Se entiende con razón que ofrecen a los niños todos aquellos a quienes place la oblación y ayudan con su santa e individual caridad a la comunicación del Espíritu Santo. Toda la madre Iglesia es la que hace eso, porque toda ella es la que da a luz a todos y cada uno. El sacramento del bautismo cristiano cuando es uno y el mismo, es válido y suficiente para efectuar la consagración aun entre herejes, aunque no basta para dar la participación en la vida eterna. Esta consagración constituye en reo al hereje adulto, que lleva el carácter del Señor fuera de la grey del Señor. En este caso reclama una corrección con la sana doctrina, pero nunca una nueva consagración. Pues si eso sucede entre herejes, ¿cuánto mejor será llevado a limpiar el trigo por medio del ministerio de la paja dentro de la Iglesia católica, para que llegue a la masa social después de las labores de la era?
6. No quiero que te engañes pensando que el vínculo de reato heredado de Adán no puede romperse si no son los niños ofrecidos por sus padres para recibir la gracia de Cristo. Eso pareces sugerir cuando escribes: «Para que los niños sean justificados por la fe de sus padres, como fueron los padres los que causaron su condenación». Ya ves que muchos niños no son ofrecidos por sus padres, sino por otros extraños, como cuando los siervos son a veces ofrecidos por sus señores. A veces reciben el bautismo niños que han perdido a sus padres, y son ofrecidos por aquellos que pudieron prestarles esa misericordia. A veces las sagradas vírgenes recogen algunos de esos niños que los padres cruelmente exponen en la calle, para que los cuide no sé quién; ellas mismas los ofrecen para el bautismo; sin embargo, esas vírgenes ni tuvieron jamás hijos propios ni llevan intención de tenerlos. Por todo esto, ya ves que aquí se cumple lo que está escrito en el Evangelio. El Señor preguntó quién era el prójimo de aquel que fue malherido por los salteadores y abandonado en el camino. Y la respuesta fue la siguiente: Quien ejercitó la misericordia con él8.
7. Declaras que has planteado un problema dificilísimo al fin de tu consulta, con esa sinceridad con que tanto procuras evitar toda mentira. «Yo pongo delante de ti un niño; te pregunto si cuando creciere será casto y no será más bien un ladrón. Me contestarás sin duda: No lo sé. Y si te pregunto cómo son los pensamientos de ese niño: buenos o malos, me respondes también: No lo sé. No te atreves a prometer con certidumbre nada acerca de sus futuras costumbres ni de su presente intención. Pues ¿cómo en el ofrecimiento para el bautismo responden los padres como responsables y prometen que los niños harán lo que en esa edad ni siquiera pueden pensar, o, si pueden pensarlo, no lo sabemos? ¿Por qué hacemos la pregunta a los oferentes y les decimos: Cree en Dios? Ellos responden en nombre de aquella edad que ni siquiera sabe si Dios existe: ¡Cree! Y así van contestando a cada uno de los ritos que se practican. Me extraña que los padres en estos asuntos respondan con tanta confianza en nombre de un niño y digan que éste hace todas esas cosas buenas que el bautizador va preguntando en el momento del rito. Supongamos que en ese momento se hiciese esta pregunta: ¿Será casto el bautizando o bien será un ladrón? No sé si se atrevería alguien a afirmar que será o no será una de esas cosas con la misma seguridad con que contestan que el niño cree en Dios y que se convierte a Dios. Y para concluir tu escrito, añades aún: «Te pido que contestes brevemente a estas cuestiones. No me contestes alegando la costumbre, sino dame razones».
8. Después de leída y releída tu carta y después de meditarla cuanto la premura del tiempo lo consentía, me vino a las mientes la memoria de mi amigo Nebridio. Era éste un diligentísimo y agudísimo escudriñador de problemas oscuros, máxime de los que atañen a doctrinas piadosas, y odiaba el que se contestase brevemente a un problema grande. Cuando alguien pedía una respuesta breve, apenas podía tolerarlo Nebridio, y con voz y semblante indignados sonrojaba a la tal persona, si su dignidad lo permitía. Estimaba que era indigno de respuesta quien tales preguntas formulaba, sin saber cuántas cosas podrían y deberían decirse acerca de un tema tan alto. Yo no me encolerizo contra ti, como él solía hacerlo, porque eres un obispo lleno de quehaceres y preocupaciones como yo. Por eso, ni tú tienes tiempo para leer discursos prolijos ni yo lo tengo tampoco para escribirlos. Aquel joven que no quería escuchar respuestas breves y preguntaba mil cosas en nuestras discusiones, era un ocioso que preguntaba a otro ocioso. Tú, en cambio, piensas que el que pregunta ahora y el que contesta son lo que son, y por eso me reclamas que te conteste brevemente sobre un punto tan importante. Haré lo que pueda. Ayúdeme el Señor para que pueda hacer lo que tú demandas.
9. Según nuestro modo frecuente de hablar, solemos decir, cuando se acerca la Pascua: «Mañana o pasado mañana será la pasión del Señor». Pero el Señor ha padecido muchos años ha y la pasión no ha tenido lugar sino una vez. En el mismo día del domingo decimos: «Hoy resucitó el Señor», aunque han pasado ya hartos años desde que resucitó. Nadie es tan necio que nos eche en cara la mentira cuando hablamos así. Nombramos tales días por su semejanza con aquellos otros en que tuvieron lugar los acontecimientos citados. Decimos que es el mismo día, aunque no es el mismo, sino otro semejante a él en el girar de las edades. Así también, cuando nos referimos a la celebración del sacramento del altar, decimos que en ese día acontece lo que no acontece en ese día, sino que aconteció antaño. Cristo fue inmolado una sola vez en persona y es inmolado no sólo en las solemnidades de la Pascua, sino también cada día entre los pueblos, en dicho sacramento. Por eso no miente quien contesta que es inmolado ahora, cuando se lo preguntan. Los sacramentos no serían en absoluto sacramentos si no tuviesen ciertas semejanzas con aquellas realidades de que son sacramentos. Por esa semejanza reciben, por lo regular, el nombre de las mismas realidades. Así como a su modo peculiar el sacramento del cuerpo de Cristo es el cuerpo de Cristo, y el sacramento de la sangre de Cristo es la sangre de Cristo, así también el sacramento de la fe es la fe. Ahora bien, creer no es otra cosa que tener fe. Por lo tanto, cuando se contesta qué cree un niño que todavía no siente la afección de la fe, se contesta que tiene fe por el sacramento de la fe y que se convierte a Dios por el sacramento de la conversión, porque esa misma respuesta pertenece a la celebración del sacramento. Así, hablando del mismo bautismo, dice el Apóstol: Hemos sido sepultados con Cristo mediante el bautismo para la muerte9. No dice: «Hemos empezado a simbolizar la sepultura», sino: hemos sido sepultados. Luego al sacramento de una tan grande realidad le dio el nombre de la misma realidad.
10. Por lo tanto, aunque no hace fiel al niño aquella fe que reside en la voluntad de los que creen, con todo, le hace fiel el mismo sacramento de la fe. Los adultos contestan que creen, y así se los llama fieles, no porque el niño acepte la realidad con su propia mente, sino porque recibe el sacramento de esa realidad. Cuando el niño comenzare a ser consciente, no repetirá dicho sacramento, sino que lo entenderá simplemente y se ajustará a la verdad del mismo, poniendo su voluntad en consonancia con él. Mientras eso no llega, el sacramento tendrá eficacia para proteger al niño contra las potestades enemigas. Tanta eficacia tendrá, que, si el niño muriese antes de llegar al uso de la razón, se libertará, con la ayuda cristiana, de aquella condenación que entró en el mundo por un hombre10. Ello acontece gracias al mismo sacramento, garantizado por la caridad de la Iglesia. Quien no lo cree y piensa que eso no puede ser, es sin duda un infiel, aunque tenga el sacramento de la fe. Mejor es el niño mencionado, pues, aunque no tenga todavía el pensamiento de la fe, no pone a la fe el óbice de un pensamiento contrario, y por eso recibe para su salvación el sacramento de la fe. He contestado, a mi parecer, a tus consultas. Para los que son cortos de alcances y disputadores, quizá no he contestado bastante; por el contrario, para los sosegados e inteligentes, quizá, más de lo necesario. Ya ves que no he querido aducir para excusarme la costumbre inviolable, sino que te he dado la razón de esa costumbre salubérrima, en cuanto he podido.