CARTA 91

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Respuesta a la anterior.

Agustín a Nectario, señor eximio y hermano merecidamente honorable.

Hipona. Verano del año 408/409.

1. No sólo no me causa extrañeza; celebro que, mientras tus miembros ceden al frío de la ancianidad, tu alma se inflame con el amor de la patria. Igualmente admito espontáneamente y aun con agrado que no sólo retengas en la memoria, sino que demuestres también con tu vida y costumbres, que los buenos se deben a la patria sin límites de modo o de fin. Por eso quisiera afiliar a un ciudadano tan bueno como tú a una patria más alta, por cuyo santo amor peligro y me fatigo y empleo mis fuerzas en medio de los hombres a quienes yo gobierno, para que la consigan. Si fueses ciudadano de ella, pensarías que no has de poner límite ni tasa en servir a esa pequeña porción que todavía peregrina en esta tierra. Serías tanto más bueno, cuanto que ofrecerías tus debidos servicios por una ciudad mejor, en cuya paz eterna no tendría fin tu felicidad, si no te fijaste límite alguno en servirla con trabajos temporales.

2. Quizá esto llegue. No hay que desesperar de que puedas o alcanzar aquella patria o pensar con prudencia en ella para alcanzarla. Ya sabes que te ha precedido en llegar a ella el mismo padre que en esta patria terrena te engendró. Mas, mientras esto llega, perdona si produzco pesar a esta tu patria, que deseas dejar floreciente, por amor a la mía, que yo deseo no abandonar jamás. Si quisiese disputar con tu prudencia acerca del florecer de tu patria, me atrevo a asegurar que sería fácil disuadirte de tu opinión. Tú mismo comprenderías cómo debe hacerlo una ciudad. Un poeta brillantísimo de vuestra literatura citó varios de esas flores en Italia. Pero, hablando de vuestra patria, aquí no hemos conocido por experiencia esos varones gracias a los cuales floreció Italia, sino más bien las guerras en que ardió. A decir verdad, ni siquiera hemos conocido las guerras, sino las llamas. Y no sólo ardió aquella tierra, sino que la devoró el incendio. ¿Piensas que vas a dejar floreciente tu patria si el crimen de la guerra queda sin castigo, sin satisfacción alguna digna de tales delincuentes? ¡Oh flores que no dan frutos, sino espinas! Ahora compara y di: ¿prefieres que tu patria florezca en la piedad o en la impunidad, en costumbres correctas o en atrevimientos impunes? Compara y mira si nos superas en el amor de tu patria, si deseas más que nosotros verla adornada de auténtico esplendor y verdad.

3. Repasa un poco los mismos libros de La República, en que has mamado ese afecto de ciudadano devoto, de acuerdo con el cual los buenos no tienen tasa ni límite en el servicio de la patria. Mira, te ruego, y averigua con qué alabanzas tan espléndidas se predican allí la frugalidad y la continencia, la fidelidad y el vínculo conyugal, las costumbres castas, honestas y honradas; cuando la ciudad se distingue por ellas, entonces hay que decir que florece de veras. Ahora bien, todas esas costumbres se enseñan y se aprenden en nuestras iglesias, que crecen por doquier, como en santas escuelas de pueblos. Especialmente se enseña y aprende la piedad, con que se adora al Dios verdadero y veraz. Y este Dios no sólo nos manda, sino que nos propina su ayuda para alcanzar todas esas virtudes que informan y forman al alma humana en la sociedad divina y la dignifican para habitar la celeste ciudad. Por eso predijo ese mismo Dios que vendrían a tierra los dioses múltiples y falsos y mandó derrocar sus ídolos1. Porque nada hay que haga a los hombres tan insociables y perversos en su conducta como la imitación de esos dioses, tal como sus hazañas se describen y recomiendan en vuestra literatura.

4. En fin, vuestros doctísimos sabios estudiaban y aun describían en sus disputas domésticas la índole de la república y de la ciudad terrena, tal cual a ellos les parecía que debía ser. Claro es que en sus acciones públicas no enseñaban ni actuaban con tanto celo. Presentaban, para educar la índole de la juventud, modelos humanos que ellos tenían por egregios y laudables, pero no recurrían a la imitación de sus dioses. Aquel adolescente de Terencio, que contempla una escena pintada en la pared, donde se representa el adulterio del rey de los dioses, enciende la sensualidad que le dominaba con el ejemplo de tan alta autoridad; de ningún modo hubiese caído en su torpeza concupiscente ni se hubiese sumergido en ella con la obra si hubiese preferido imitar a Catón más bien que a Júpiter. Mas ¿por qué habría de hacerlo, si en el templo le obligaban a adorar a Júpiter más bien que a Catón? Pero quizá no debo citarte una comedia para demostrarte la licencia y la sacrílega superstición de los impíos. Lee o recuerda con cuánta prudencia, los libros, que antes cité, afirman que nunca hubiesen los pueblos aceptado tales descripciones y acciones en las comedias si ellas no hubiesen estado de acuerdo con las costumbres de esos pueblos que las aceptaban. Así se puede confirmar con la autoridad de tan altos varones, distinguidos en la república y teorizantes acerca de la república, que los hombres perversos se hacen aún peores si imitan a unos dioses que por cierto no son verdaderos, sino falsos y fingidos.

5. Quizá digas que todo eso que la antigüedad escribió acerca de la vida y costumbres de los dioses, los sabios deben entenderlo e interpretarlo de muy distinto modo. En efecto, he oído que desde poco tiempo acá se leen al pueblo congregado en los templos ciertas interpretaciones saludables. Pero, por favor, ¿tan ciego es el género humano y tan enemigo de la verdad, que no vea cosas tan claras y notorias? Fíjate en el número de lugares en que Júpiter, en actitud de cometer sus numerosos adulterios, es pintado, fundido, batido, esculpido, descrito, leído, remedado en la escena, en el canto y en la danza. ¿Te parece mucho que, siquiera en el Capitolio, se lea que él prohíbe tales pecados? ¿Se dirá que florecen las ciudades, cuando todas estas infamias bochornosas e impías hierven entre el pueblo, sin prohibición; cuando se adoran en los templos, se ríen en los teatros; cuando se les ofrecen víctimas, mientras vive en la miseria la grey de los pobres; cuando los histriones las remedan y representan, mientras se arruina el patrimonio de los potentados? No se ha encontrado madre digna de tales flores en la tierra fértil ni tampoco en alguna rica virtud, sino sólo en aquella diosa Flora, cuyas representaciones escénicas se celebran con la torpeza más descarada y licenciosa. El más rudo ha de comprender qué linaje de demonio tiene que ser el que, para ser aplacado, pide, no aves, ni cuadrúpedos, ni siquiera sangre humana, sino que exige conel mayor descaro la desaparición e inmolación del pudor humano.

6. Te digo esto porque me escribes que, cuando más próxima a su fin está tu vida, tanto más deseas dejar a tu patria incólume y floreciente. Suprímanse tantas vaciedades y locuras, conviértanse los hombres al verdadero culto de Dios y de las costumbres castas y piadosas, y entonces verás a tu patria floreciente, no en la opinión de los mentecatos, sino en la verdad de los sabios. Cuando esta patria carnal en que naciste forme parte de aquella patria en la que se nace por la fe y no por el cuerpo, en la que todos los santos y fieles a Dios florecerán en una eternidad sin término, después de las fatigas invernales, por decirlo así, de esta vida, entonces lo verás. Tengo un interés realmente cordial en no perder la mansedumbre cristiana y en no dejar en esta ciudad por la que abogas un ejemplo cuya imitación pueda ser perniciosa para los demás. Dios me asistirá para lograrlo, si no está muy indignado con sus habitantes. De otro modo, esa mansedumbre que deseo mantener y esa disciplina de que con empeño quiero usar moderadamente puede ser impedida, si ello agrada a Dios en sus ocultos juicios, si El juzga que tan inmenso delito como se ha cometido debe ser castigado con un flagelo recio o si manifiesta una ira más temible, dejando temporalmente sin castigo a los que no se corrigen ni convierten a Él.

7. Tu prudencia se permite en cierto modo darme normas acerca de la misión de los obispos. Dices que tu patria ha caído por un lamentable yerro de su pueblo. Si vamos a medir ese crimen por el rigor del derecho público, debe ser castigado con una censura más severa. «Un obispo —dices tú— no debe sino brindar la salud a los hombres, intervenir en las causas para suavizarlas y merecer ante el Dios omnipotente el perdón para los delitos ajenos».

Eso es justamente lo que yo quiero hacer: que nadie castigue con una censura más severa, ni yo ni otro alguno cuando intercedo yo. Deseo brindar a los hombres la salud, que consiste en la facilidad para vivir rectamente, y no en la impunidad para conducirse inicuamente. Me esfuerzo por merecer el perdón, no sólo para mis pecados, sino para los ajenos también, aunque no puedo impetrarlo en absoluto, sino para los corregidos. Otra cosa añades: «Por ello interpongo la súplica más encarecida, para que si este asunto admite defensa, se defienda a quien no tiene culpa y no se moleste más a los inocentes».

8. Escucha un momento los términos de la causa y separa tú mismo los culpables de los inocentes. En contra de las leyes promulgadas muy poco ha, se celebró el día primero de junio una solemnidad sacrílega, fiesta de paganos, sin prohibirlo nadie. Y con tan insolente audacia se celebró, que ni en los tiempos de Juliano se hizo tal. La turba descarada de los danzantes llegó a pasar ante las mismas puertas de la iglesia de esa ciudad. Los clérigos trataron de prohibir tan ilícita y bochornosa injuria, y entonces fue apedreada la iglesia. Ocho días después, el obispo intimó de nuevo el cumplimiento de unas leyes que tan públicas son. Pero mientras los culpables aparentaban disponerse a cumplir lo que se exigía de ellos, fue apedreada nuevamente la iglesia. Al siguiente día, los nuestros quisieron levantar acta de lo que les parecía conveniente, con ánimo de infundir temor a los culpables; pero les fueron denegados los derechos públicos. En ese mismo día, como si Dios quisiera atemorizarlos, cayó una granizada como réplica a las pedreas. Al acabar el pedrisco, consumaron la tercera pedrea, y, finalmente, pegaron fuego a los edificios y a los hombres eclesiásticos. Mataron a un siervo de Dios que, fugitivo, pudo salirles al paso. De los demás, unos se escondieron donde supieron, otros se fugaron por donde pudieron. Entretanto, el obispo, estrechado y encogido, se ocultó en cierto lugar, desde el cual oía las voces de los que le buscaban para matarle y se increpaban a sí mismos porque su gran crimen resultaba inútil al no hallar al obispo.

Todo esto se ejecutó casi desde las cuatro de la tarde hasta bien entrada la noche. Ninguno de esos cuya autoridad podía ser de peso intentó contener a los delincuentes; ninguno intentó prestar socorro, sino un forastero. Por éste, muchos siervos de Dios fueron librados de las manos de los que se aprestaban a matarlos. El sustrajo muchas cosas a los salvajes desvalijadores. Por la intervención del forastero se vio claro cuan fácil hubiera sido evitarlo todo o detener lo comenzado si los ciudadanos, máxime los responsables, hubiesen impedido que el atropello se ejecutara o consumara.

9. Por lo tanto, en toda aquella ciudad no podrían separar los inocentes de los culpables, sino, en todo caso, los culpables de los más culpables. Porque únicamente es pequeño el pecado de aquellos que no se atrevieron a prestar socorro porque les aterró de un modo especial el ofender a los que tenían el poder en la ciudad y eran conocidos como enemigos de la Iglesia. Pero criminales fueron todos los que, si no por obras y manejos directos, por lo menos por consentimiento, cooperaron a la perpetración del crimen. Más criminales fueron los que lo cometieron. Y criminalísimos los que llevaron a los demás. Respecto de estos últimos, supongamos que es pura sospecha y no verdad; no discutamos lo que sólo podríamos averiguar sometiendo al tormento a los que debiéramos hacer cantar. Concedamos asimismo la venia al temor de los que pensaron que rogar a Dios por el obispo y por sus siervos era mejor conducta que oponerse a los poderosos enemigos de la Iglesia. ¿Piensas que los restantes no deben ser sometidos a disciplina alguna o que debe recomendarse con la impunidad ejemplo de tan bárbaro furor? No tratamos de alimentar nuestra ira pidiendo venganza por cosas pasadas, pero nos interesamos misericordiosamente pensando en el futuro. Los cristianos tienen sobre qué hacer recaer el castigo, no sólo con mansedumbre, sino también con provecho y ventaja, respecto a esos perversos. Estos tienen la incolumidad del cuerpo para vivir, medios para vivir y hasta para malvivir. Dejemos intactos el cuerpo y los medios necesarios para que vivan después de arrepentidos: eso lo deseamos, eso lo procuramos con insistencia y con intervención activa cuando nos es posible. En cuanto a los medios de malvivir, Dios castigará, si quiere, con mucha misericordia, tronchándolos como miembros podridos y nocivos. Y si Dios quiere más aún y no permite ni siquiera eso, El tendrá en sí la razón de un más alto y seguramente más justo consejo. Pero nosotros debemos empeñar nuestro cuidado y deber hasta donde podemos alcanzar, suplicándole que apruebe nuestra voluntad, que mira a favorecer a todos, y que no nos permita hacer lo que El, mejor que nosotros, sabe que no es conveniente ni para nosotros ni para la Iglesia.

10. Poco ha estuve en Calama para consolar a los nuestros, que estaban afligidos en tan desolada tristeza, y para calmar a los irritados. Allí traté el asunto con los cristianos, cuanto pude y cuanto juzgué que lo exigían las circunstancias. Luego di audiencia también a los paganos, origen y causa de tan irremediable desastre, cuando vinieron a pedirla. Aproveché la coyuntura para advertirles lo que tenían que hacer, si tenían juicio, no sólo para librarse de la cavilosidad actual, sino también para conseguir su salud perpetua. Muchas cosas me oyeron decir y muchos ruegos me presentaron; pero Dios me libre de ser siervo tal, que reciba gusto de ser rogado por aquellos que no ruegan al Señor.

Por eso podrás comprender, según la vivacidad de tu entendimiento, que, guardando la mansedumbre y cordura cristianas, tengo que atemorizar a los demás para que no imiten la barbarie de ésos, o bien tengo que buscar que los demás imiten su enmienda. Los daños que ellos ocasionaron los toleran los cristianos o serán reparados por los cristianos. Pero deseamos que se logre en ese lugar del crimen (y no se impida en otros lugares que tomarán el ejemplo) el lucro de las almas, cuya conquista anhelamos, aun con peligro de la vida. La misericordia de Dios nos permita alegrarnos de tu salud.