CARTA 89

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Ayuda de la ley civil en la lucha contra los donatistas.

Agustín saluda en el Señor a Festo, señor amadísimo e hijo honorable y digno de ser acogido.

Hipona. Año 405/411.

1. Harto presumen los hombres de su error, de su detestable cisma y de su falsedad, evidenciada por todos los medios. Tanto, que no cesan de amenazar descaradamente y de maquinar contra la Iglesia católica, que procura reducirlos a la salud. ¿Cuánto más justo será y más necesario que los que defienden la verdad de la paz y de la unidad cristiana, patente aun a todos aquellos que la disimulan u ocultan, se consagren con solicitud y perseverancia, no sólo a defender a los que ya son católicos, sino también a corregir a los que no lo son? La obstinación exhibe fuerzas insuperables. ¿Cuántas deberá exhibir la perseverancia? Cuando ésta busca sin descanso ni fatiga tales bienes, sabe que agrada a Dios y no puede seguramente desagradar a los hombres prudentes.

2. Pero ¿hay conducta más triste y maligna que la de los donatistas? Se glorían de padecer persecución por la justicia, y no sólo no se sienten confundidos por el castigo de sus iniquidades, sino que quieren ser alabados. Con una animosidad delincuente disimulan su ciencia, o bien con una maravillosa ceguera ignoran que a los verdaderos mártires no los hace la pena, sino la causa. Esto diría yo aun contra aquellos que se ven envueltos en la tiniebla del error herético y deben por ese sacrilegio sufrir penas completamente justas, pero que no han ejecutado contra nadie injusticias o furiosas violencias. Pues ¿qué diré contra estos infames, cuya perversidad destructora sólo puede atajarse con el terror de los castigos? Es tal esa perversidad, que únicamente con el destierro puede aprender lo difundida que está por todo el mundo, según está profetizado1, esa Iglesia que ellos quieren combatir más bien que reconocer. Si se comparan los castigos que ellos sufren, dentro de la disciplina más humanitaria, con las fechorías que en su furiosa temeridad cometen, ¿quién no verá que más bien hay que llamarlos perseguidores? Verdad es que el hijo vicioso, aunque no maltrate a sus padres, atormenta con su vicio la piedad de esos padres. El padre o la madre tanto más aman al hijo, cuanto más le obligan sin disimulo alguno a vivir bien.

3. Hay testimonios fehacientes de actas públicas. Si quieres, puedes leerlos, o mejor dicho, te amonesto e invito a que los leas. En ellos se demuestra que sus mayores, los primeros que se dividieron de la paz de la Iglesia, se atrevieron a acusar a Ceciliano ante el emperador Constantino por medio del entonces procónsul Anulino. Si ellos hubiesen ganado el pleito, ¿qué podía esperar Ceciliano del emperador, sino la sentencia que pronunció contra éstos cuando fueron vencidos? Supongamos que, al denunciar ellos y ganar el pleito, Ceciliano y sus colegas hubiesen sido expulsados de las sedes que poseían o que hubiesen sido más gravemente castigados por su obstinación en conspirar. Natural era que la censura regia no dejase sin vigilancia a los vencidos y rebeldes. En ese caso, éstos pregonarían sus providencias y su solícita preocupación por la Iglesia, dignas del mayor encomio. Pero fueron vencidos por no poder probar lo que pretendían, y si padecen algo por su iniquidad, lo apellidan persecución. Y no sólo no moderan su desenfrenado furor, sino que se procuran honores de mártires, como si los cristianos y católicos emperadores aplicasen contra su obstinada iniquidad otra cosa que la sentencia de Constantino. Cabalmente, ellos fueron por su capricho a acusar a Ceciliano ante ese emperador, cuya autoridad ellos antepusieron a todos los obispos transmarinos. No quisieron llevar la causa de la Iglesia ante los obispos, prefiriendo al emperador. La causa había sido vista ante un tribunal episcopal en la ciudad de Roma, y allí fueron vencidos por vez primera. Recurrieron entonces al emperador y éste les dio otro tribunal episcopal en Arles. Pero de éste volvieron a apelar a Constantino. Vencidos, finalmente, en el tribunal del emperador, mantuvieron, sin embargo, su perversidad. Pienso que, si el mismo demonio hubiese sido vencido tantas veces por la autoridad de un juez elegido voluntariamente por él, no sería tan desvergonzado que persistiese en la misma actitud.

4. Ténganse éstos por juicios humanos. Dígase que pudieron ser influidos, engañados y aun corrompidos los jueces. Pero ¿por qué es acusado el mundo entero e infamado por no sé qué crímenes de traición? Ni pudo ni debió creer sino a los jueces constituidos y no a los delatores derrotados. Los jueces darán cuenta ante Dios de su sentencia, buena o mala. Pero ¿qué hizo la Iglesia, difundida por todo el orbe, para que éstos piensen que hay que rebautizarla, y no por otro motivo sino porque en esa causa ella no pudo averiguar lo que había de verdad y creyó que debía dar crédito a los que pudieron juzgar, y que no debía darlo a los que ni después de ser vencidos cejaron? ¡Oh gran crimen de todos los pueblos! Dios prometió bendecirlos en el linaje de Abrahán2 y, como lo prometió, lo cumplió. Todos esos pueblos dicen con voz unánime: «¿Por qué nos queréis rebautizar?» Y se les contesta: «Porque no sabéis quiénes fueron los que en África entregaron los santos códices, y porque sobre ese punto que ignorabais preferisteis creer a los jueces y no a los acusadores». Si del crimen ajeno nadie es responsable, ¿qué le interesa al mundo lo que cada cual hizo en África? Si del crimen ignorado nadie es responsable, ¿cómo pudo el mundo conocer el crimen de los jueces o el de los reos? Juzgad los que tenéis corazón. Esta es la justicia herética: porque el orbe no condenó un crimen desconocido, el partido de Donato condena al mundo entero sin oírle. Pero al mundo le basta poseer las promesas de Dios y ver que se cumple lo que los profetas hace tanto tiempo cantaron; le basta reconocer a la Iglesia en las mismas Escrituras en que reconoce a su Rey, Cristo. Porque en los mismos pasajes en que se promete a Cristo, lo que luego vemos cumplido en el Evangelio, están las promesas que se hacen a la Iglesia, y que actualmente vemos cumplidas en todo el orbe.

5. A no ser que algún prudente se deje impresionar por lo que los herejes suelen decir acerca del bautismo: que entonces es verdadero bautismo de Cristo cuando es administrado por un justo. Sobre ese punto posee el orbe una verdad evangélica totalmente clara, donde dice Juan: Quien me ha enviado a bautizar en agua, me ha dicho: «Sobre aquel que vieres descender al Espíritu en figura de paloma, que se posa sobre él, es el que bautiza en el Espíritu Santo»3. En virtud de esa garantía, la Iglesia no pone su esperanza en el hombre, para no caer bajo aquella sentencia que está escrita: Maldito sea quien pone su esperanza en el hombre4. Pone su esperanza en Cristo, quien de tal forma tomó la forma de siervo que no perdió la de Dios5, y de quien está escrito: El es el que bautiza. Por lo tanto, sea quien sea el ministro de su bautismo, sea la que sea su personal responsabilidad, no es él quien bautiza, sino aquel sobre quien descendió la paloma. En cambio, los donatistas piensan tales vanidades y dan origen a tales absurdos, que ya no tienen medios para desenredarse de ellos. Confiesan que es legítimo y auténtico el bautismo cuando bautiza un criminal de los suyos, con tal de que sus crímenes sean ocultos. Nosotros les preguntamos: «¿Quién bautiza en ese caso?» Y se ven obligados a contestar: «Dios». En efecto, no podrían decir que un adúltero santifique a nadie. Mas nosotros les replicamos: «Si cuando bautiza un hombre notoriamente justo santifica él, y cuando bautiza un hombre ocultamente inicuo entonces no santifica él, sino Dios, los bautizados deben preferir ser bautizados por los pecadores ocultos antes que por los justos manifiestos; mucho mejor santifica Dios que cualquier hombre santo». Si es absurdo que el bautizando prefiera ser bautizado por un adúltero oculto antes que por un casto manifiesto, sólo resta que, sea quien sea, el ministro del bautismo, éste sea legítimo, porque bautiza aquel sobre quien desciende la paloma.

6. Aunque esta verdad patente hiera los corazones y los oídos de los hombres, es tan furiosa la corriente de la mala costumbre, que ha sumergido a algunos: antes de confesar, prefieren hacer resistencia a todas las autoridades y razones. Y resisten por dos métodos: por la crueldad y por la pereza. ¿Qué ha de hacer aquí la medicina de la Iglesia, que con amor maternal tiene que procurar la salvación de todos, afanosa entre tantos frenéticos y letárgicos? ¿Acaso deberá o podrá inhibirse o desistir? Necesariamente tiene que resultarles molesta a unos y a otros, pues a todos los ama. Los frenéticos se niegan a dejarse atar; los letárgicos no quieren ser sacudidos. Pero la diligencia de la caridad persiste, castigando al frenético, inquietando al letárgico, amándolos a ambos. Ambos son molestados, pero también amados; ambos son molestados, pero ambos sienten el agradecimiento una vez que han sanado, aunque se indignaban cuando estaban enfermos.

7. En fin, no los recibimos como eran, según los donatistas piensan y pregonan, sino totalmente cambiados; no empiezan a ser católicos, sino que dejan de ser herejes. No somos enemigos de sus sacramentos, pues los tenemos en común con ellos; los sacramentos no son humanos, sino divinos. Hay que desterrar su error, que tan desastradamente absorbieron; pero no hay que desterrar esos sacramentos; como nosotros los recibieron, los llevan y retienen. Cuanto más indignamente los llevan, más les perjudican los sacramentos, pero de todos modos los llevan. Una vez abandonado el error y corregida la iniquidad del cisma, pasan de la herejía a la paz de la Iglesia, paz que ellos no tenían y sin la cual era para ellos ruinoso lo que tenían. Si cuando pasan obran fingidamente, eso ya no pertenece a nuestro juicio, sino al de Dios. Algunos fueron tenidos por fingidos, porque pasaron a nosotros obligados por una imposición; pero se han mostrado después tales en algunas pruebas, que hubieron de ser preferidos a muchos católicos viejos. Luego algo se hace cuando se insiste en esa obra. Porque la muralla de la inveterada costumbre no es batida tan sólo con los miedos humanos, sino que también la fe y la inteligencia racional son instruidas por las divinas autoridades y por las razones.

8. Siendo esto así, tu benignidad debe saber que los hombres que tienes en la región de Hipona son todavía donatistas, y no han tenido eficacia alguna tus cartas. No es menester decir por qué no la han tenido, pero envía alguno de tus domésticos amigos, en cuya fidelidad confíes, para encomendarle este asunto. En lugar de dirigirle directamente a aquellos lugares, mándale venir primero a mí, sin saberlo aquellos donatistas. Después de que hayamos conferenciado sobre la cuestión, hará lo que deba hacerse con la ayuda de Dios. Al obrar así, no sólo miro por los donatistas, sino también por los nuestros que ya son católicos, pues la proximidad de los herejes ocasiona a los nuestros tantos males, que no puedo inhibirme en modo alguno. Podía haberme contentado con decirte esto en dos palabras, pero quise que tuvieses una muestra de mis modos de pensar, no sólo para que conozcas por ti mismo los motivos de mi preocupación, sino también para que tengas qué contestar a cualquiera que te disuada de emprender con ahínco la corrección de los tuyos y me difame a mí porque lo procuro. Si es superfluo mi trabajo, porque todo esto ya lo sabías tú, o lo habías pensado, o porque obligo a leer una carta tan larga a un hombre tan ocupado por los negocios públicos, pido que me perdones, pero no desdeñes lo que te he sugerido y suplicado.

Así te guarde la misericordia de Dios.