CARTA 88

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Protesta contra las crueldades de los circunceliones.

El clero católico de la región de Hipona a Genaro.

Hipona. Año 406/408.

1. Vuestros clérigos y circunceliones se ensañan contra nosotros en una persecución de nuevo tipo y de inaudita crueldad. Aunque devolviesen mal por mal, aun así obrarían contra la ley de Cristo. Pero es el caso que, si comparamos nuestras acciones con las vuestras, se descubre que padecemos lo que está escrito: Me devolvían males por bienes1; y en otro lugar: Con aquellos que odiaban la paz era yo pacífico; mientras les hablaba, me combatían sin motivo2. Tu edad es ya avanzada. Pero pensamos que sabes perfectamente que el partido de Donato, llamado en sus comienzos en Cartago partido de Mayorino, acusó sin causa a Ceciliano, obispo entonces de la iglesia de Cartago, ante el emperador de entonces Constantino. Quizá tu gravedad lo haya olvidado, o disimulas que lo sabes, o quizá lo ignoras, cosa que no creemos. Para que no suceda eso, te incluimos en nuestra carta una relación del entonces procónsul Anulino, a quien había interpelado el partido de Mayorino para que se enviase al mencionado emperador la lista de crímenes que se achacaban a Ceciliano: «A Nuestros Augustos, Anulino, varón consular, procónsul de África.

2. Recibidos y adorados los escritos celestes de vuestra majestad, mi devoción procuró participar su contenido mediante las actas de mi pequeñez, a Ceciliano y sus subordinados, que se llaman clérigos. Exhorté a los mismos a procurar la unidad por común acuerdo de todos, puesto que por el don del indulto de vuestra majestad han quedado exentos de toda función pública; les exhorté a ponerse al servicio de las cosas divinas con la debida reverencia y respetando la santidad de la ley católica. Pero, pasados algunos días, hubo ciertos individuos que reunieron consigo una muchedumbre popular, opinando que debían oponerse a Ceciliano. Presentaron ante mi tribunal un legajo en pergamino sellado y un libelo sin sello, y solicitaron de mí con ahínco que lo remitiera al sagrado y venerable Consejo de vuestro Numen. Mi pequeñez se cuidó de remitirlo, conservando a Ceciliano en su puesto y adjuntando las actas de ellos para que vuestra majestad pueda juzgarlo todo. Envié dos libelos, uno en pergamino, intitulado así: «Libelo de la Iglesia católica acerca de los crímenes de Ceciliano, presentado por el partido de Mayorino»; otro sin sello, que va unido al pergamino. Dado el día quince de abril, en Cartago. A nuestro señor Constantino Augusto, Cónsul por tercera vez».

3. Después de recibida esta relación, el emperador mandó que se presentasen las actas al juicio episcopal, que tendría lugar en la ciudad de Roma. Las actas eclesiásticas declaran dónde y cómo fue vista y concluida la causa y Ceciliano declarado inocente. Después del arbitraje pacífico del tribunal de los obispos, debiera haber cesado toda obstinación de contienda y animosidad. Sin embargo, vuestros mayores apelaron de nuevo al emperador, querellándose de que no se había juzgado rectamente ni había sido vista toda la causa. El emperador constituyó otro tribunal de obispos que había de reunirse en la ciudad de Arlés, en la Galia. Allí muchos de los vuestros volvieron a la comunión con Ceciliano, condenando la vana y diabólica disensión, mientras otros apelaron otra vez al mismo emperador, obstinados en la pendencia. El emperador se halló obligado a juzgar la causa episcopal, y ésta fue vista ante las partes. El fue el primero que promulgó una ley contra vuestro partido, para que fueran liquidados en favor del fisco los lugares de vuestras reuniones. Si quisiéramos incluir aquí los documentos de todo este asunto, haríamos una carta excesivamente larga. Pero hay algo que no se ha de pasar por alto: por instancia de los vuestros ante el emperador, fue discutida y sentenciada en juicio público la causa de Félix Aptungense, que era la fuente de todos los males, como dijeron vuestros padres en vuestro concilio de Cartago, presidido por el primado Segundo Tigisitano. Porque el mencionado emperador declara en su carta que en esta causa fueron los vuestros los acusadores y asiduos delatores. Aquí ponemos una copia: «Los emperadores césares Flavio Constantino Máximo y Valerio Liciniano, a Probiano, procónsul de África:

4. Eliano, tu predecesor, mientras ocupaba el puesto de Vero, varón perfectísimo y vicario general de los prefectos de nuestra África, afectado por entonces de algunos achaques de salud, creyó que debía revocar a su tribunal y competencia, entre otras cosas, ese negocio o envidia que parece haberse promovido en torno a Ceciliano, obispo de la Iglesia católica. En efecto, mandó que se presentasen el centurión Superio; Ceciliano, magistrado de los aptungitanos; Saturnino, ex procurador; Calibio el Joven, procurador de la misma ciudad, y Solo, funcionario público de la ciudad ya dicha. Dio audiencia a los competidores. Se denunció a Ceciliano porque, al parecer, había sido consagrado obispo por Félix, a quien se achacaba la entrega y combustión de las divinas Escrituras. Pero llegó a constar que Félix era inocente de eso. En fin, Máximo acusó a Ingencio, decurión de la ciudad de Sicca, de haber falsificado la carta de Ceciliano, ex duunviro. Examinamos a ese mismo Ingencio conforme a actas que teníamos presentes, suspendiéndole, pero no torturándole, por haber declarado que era decurión de la ciudad de Zinquensio. Por lo tanto, queremos que envíes al citado Ingencio para continuar idóneamente la causa ante mi Consejo de Constantino Augusto. Queremos que aquellos que actualmente acusan y no cesan de reclamarnos cada día, puedan oír y ver delante de testigos. De este modo les podemos intimar que en vano alimentan su envidia contra el obispo Ceciliano y que en vano quisieron levantarse violentamente contra él. Así lograremos apaciguar todo este linaje de pendencias, como conviene, para que el pueblo sirva sin cisma alguno y con el debido acatamiento a la propia religión».

5. Ya ves cómo están las cosas. Pues ¿por qué suscitas odio contra nosotros hablando de los edictos que los emperadores promulgan contra vosotros, cuando anteriormente hicisteis vosotros eso mismo? Supongamos que los emperadores nada tienen que ordenar sobre este asunto y que una preocupación semejante no es propia de emperadores cristianos. Decidnos, ¿quién obligaba a vuestros mayores a valerse del procónsul para remitir la causa de Ceciliano al emperador y a denunciar ante el emperador a un obispo, a quien ya habíais sentenciado vosotros encontrándose él ausente? Y cuando se le declaró inocente, ¿por qué recurristeis ante el emperador con nuevas calumnias contra Félix que le había ordenado? ¿Y qué documento se maneja ahora contra vuestro partido, sino ese juicio de Constantino Magno, que vuestros mayores reclamaron, que arrancaron con sus asiduas interpelaciones, que prefirieron al juicio episcopal? Si os desagradan los juicios imperiales, ¿quiénes fueron los primeros que obligaron a los emperadores a aceptarlos? Vosotros reclamáis ahora contra la Católica en todo aquello que los emperadores decretan contra vosotros. Es como si hubiesen reclamado contra Daniel, cuando ya se vio libre3, los que fueron arrojados a los leones, que ellos buscaban para Daniel. Así está escrito: No hay diferencia entre las amenazas del rey y la cólera del león4. Las calumnias de los enemigos obligaron a que se arrojase a Daniel al lago de los leones; la inocencia de él superó la malicia de ellos. El salió ileso; ellos, arrojados allí, perecieron. De un modo semejante, vuestros mayores arrojaron a Ceciliano y a sus compañeros para ser aniquilados por la ira del rey; pero su propia inocencia los libró. Ahora tenéis que tolerar vosotros esas mismas penas que los vuestros quisieron hacer padecer a ellos. Porque está escrito: Quien prepara a su prójimo una hoya, caerá en ella5.

6. No tienes, pues, por qué quejarte de nosotros. Sin embargo, la mansedumbre de la Iglesia católica vivía totalmente sosegada, después de esas órdenes de los emperadores cuando vuestros clérigos y los circunceliones, con sus crueles infamias y furiosas violencias, comenzaron a combatir y destruir nuestra tranquilidad. Ellos nos obligaron a recordar y sacar a la luz los antiguos edictos. Antes de que se implantasen en África estas nuevas leyes de que actualmente os quejáis, los vuestros pusieron celadas a nuestros obispos en los caminos, malhirieron a los clérigos con gravísimas llagas, infligieron asimismo a los laicos tormentos crueles y pegaron fuego a sus casas. A un presbítero, porque por su propia y libre voluntad prefirió unirse a nuestra comunión, le raptaron de casa, le golpearon bárbaramente a su capricho, le arrastraron a una charca cenagosa, le vistieron con tejido de juncos y, como ostentación de su hazaña, le fueron mostrando, a unos para que lo lamentasen y a otros para que lo riesen. Al fin se lo llevaron a donde quisieron, y sólo después de doce días lo soltaron. Nuestro obispo amonestó a Proculeyano en acta municipal, y él disimuló, sin hacer averiguación alguna. Volvió a amonestarle con apremio, y Proculeyano declaró en acta que no diría una palabra más. Los que llevaron a término esta proeza son hoy presbíteros vuestros, y todavía siembran entre nosotros el terror y nos persiguen como pueden.

7. No obstante eso, nuestro obispo no se ha querellado ante el emperador por esas injurias y persecuciones que la Iglesia católica sufrió entonces en nuestra región. Se decidió a pedir una entrevista en un concilio, en que os reunieseis pacíficamente y en el cual, si era posible, pudieseis conferenciar entre vosotros para suprimir el error, con el fin de que la caridad fraterna se regocijase en el vínculo de la paz6. Acerca de esa entrevista respondió primero Proculeyano que se reuniría el concilio y en él se consideraría lo que debíais responder. Pero las mismas actas instruirán a tu gravedad de que hubo que volver a hacerle otra amonestación para que cumpliese su promesa. Entonces declaró expresamente, por acta, que rehusaba una pacífica reunión. Más tarde, la por todos conocida y reciente crueldad de vuestros clérigos y circunceliones condujo a un nuevo juicio y fue considerado hereje junto con Crispino. La mansedumbre de los católicos no permitió que fuese multado con la pena de diez libras de oro, como exigía la ley imperial promulgada contra los herejes. Sin embargo, creyó él que debía apelar a los emperadores. ¿No es verdad que la precedente maldad de los vuestros y la misma apelación de Crispín fueron la causa de que al fin viniese la respuesta que se dio a esa apelación? A pesar de todo eso, intercedieron ante el emperador nuestros obispos. Aun después del edicto no se obligó a Crispín a pagar la multa de oro. Nuestros obispos determinaron enviar legados al Consejo a pedir que no fuesen sometidos a esa multa de diez libras de oro, que se había decretado contra todos los herejes, los obispos y clérigos de vuestro partido en general, sino solos aquellos en cuya jurisdicción tuviese la Iglesia católica que sufrir violencias de los vuestros. Pero, cuando los legados llegaron a Roma, ya habían conmovido al emperador las cicatrices horrendas y recientísimas del obispo católico Bagaitano, y así promulgó las leyes que aquí se recibieron. Cuando los legados regresaron al África, se os empezó a obligar a hacer el bien y no el mal. ¿No era justo que los fueseis a visitar, como ellos os habían buscado a vosotros, para que apareciese la verdad en una conferencia?

8. No sólo no habéis hecho eso, sino que los vuestros nos perjudican más que antes. No sólo nos atormentan con azotes y nos hieren a cuchillo, sino que, por un refinamiento increíble de brutalidad, ciegan a las personas, echándoles en los ojos cal viva mezclada con vinagre. Desvalijan nuestras casas. Se han fabricado armas exóticas y terribles; armados con ellas, merodean por doquier amenazando, sedientos de muerte, latrocinios, incendios y cegueras. Por todo esto nos hemos visto obligado a querellarnos contigo ante todo, para que tu gravedad considere cuántos de los vuestros, o mejor dicho, todos, vivís seguros en vuestras posesiones y en las ajenas bajo esas que llamáis terribles leyes de los emperadores católicos, mientras que nosotros padecemos los inauditos males que nos causáis. ¡Y, no obstante eso, decís que padecéis persecución! Decís que padecéis persecución, y nosotros caemos malheridos a golpes y a cuchillo bajo vuestros hombres armados. Decís que padecéis persecución, y nuestras casas son allanadas y desvalijadas por vuestros grupos de asalto. Decís que padecéis persecución, y nuestros ojos son calcinados con la cal viva y el vinagre de vuestra tropa de choque. Es más, cuando vuestros fanáticos se suicidan, quieren que esa muerte sea para nosotros motivo de envidia y para vosotros digna de gloria. Lo que nos hacen no se lo imputan. Lo que ellos se hacen nos lo imputan. Viven como bandidos, mueren como circunceliones, son glorificados como mártires. Jamás hemos oído que los ladrones hayan dejado ciegos a los que despojaron. Pero tened por cierto que vuestros malhechores no quitan la luz a los vivos; sólo quitan a los vivos de la luz.

9. Entretanto, si alguna vez detenemos a los vuestros, los conservamos ilesos con toda claridad, les decimos y leemos todo aquello que evidencia su error, que aparta a hermanos de hermanos. Hacemos lo que el Señor nos mandó por medio del profeta Isaías, diciendo: Oíd los que teméis la palabra del Señor. Decid: «Sois nuestros hermanos», a aquellos que os odian y a los que os maldicen, para que sea glorificado el nombre del Señor y lo vean ellos con alegría y se ruboricen7. De este modo hemos reintegrado a algunos, que han contemplado la evidencia de la verdad y la hermosura de la paz; pero no los hemos reintegrado al bautismo, puesto que habían recibido, como desertores, el carácter real, sino a la fe que les faltaba, a la caridad del Espíritu Santo y al Cuerpo de Cristo. Porque está escrito: Por la fe se purifica su corazón8. Y también está escrito: La caridad cubre la muchedumbre de los pecados9. Les damos la libertad sin causarles molestia, como los detenemos sin causarles molestia cuando rehúsan adherirse a la unidad de Cristo por su excesiva obstinación, cuando nos avergonzamos de tolerar los insultos de aquellos que nos levantaban tantas calumnias y tramaban contra nosotros tantas atrocidades o también cuando tememos que padezcan con nosotros las injurias que ellos solían hacernos padecer. En cuanto podemos, aconsejamos esta misma conducta a nuestros laicos, para que los retengan ilesos y nos los traigan para poderlos enmendar e instruir. Algunos de los nuestros nos escuchan y nos obedecen, si pueden; otros, es cierto, se portan con ellos como con los bandidos, ya que en realidad de bandidos son víctimas. Algunos evitan con la espada sus propias heridas y se libran hiriendo; otros los aprisionan, los presentan a los jueces y, a pesar de nuestra intercesión, se niegan a perdonarlos, porque temen que los reos ejecuten más tarde la venganza. Pero, entretanto, los malhechores no renuncian a su conducta de bandoleros y exigen honores de mártires.

10. Nuestro deseo es el que ofrecemos a tu gravedad por esta carta y por los hermanos que te enviamos. Primero, que conferenciéis pacíficamente, si es posible, con nuestros obispos para que sea eliminado el error, y no el hombre, dondequiera que se encuentre; para que los hombres no sean castigados, sino corregidos; para que os pongáis de acuerdo con los que antes quisieron ponerse de acuerdo con vosotros y tropezaron con vuestra negativa. Podéis resolverlo entre vosotros y enviar al emperador, escritas y firmadas, vuestras conclusiones. Peor será tener que resolverlo ante las autoridades terrenas, que por necesidad han de estar al servicio de las leyes promulgadas contra vosotros. Vuestros colegas que pasaron el mar declararon ante los prefectos que habían ido para ser recibidos en audiencia; se remitieron a nuestro santo padre y obispo católico Valentín, que entonces estaba en el Consejo, afirmando que querían ser oídos en su compañía. El juez no podía conceder tal cosa, pues tenía que juzgar según las leyes que están promulgadas contra vosotros. Tampoco aquel santo obispo había venido dispuesto a aceptar semejante mandato de sus obispos. ¿Cuánto mejor podrá juzgar toda esta causa el emperador, aunque ya hace tiempo que se dio por fallada, pues él no está sometido a las leyes y puede promulgar otras nuevas cuando vuestras conclusiones le fueren leídas? No queremos que os reunáis para que el viejo pleito se revise de nuevo, sino para que los que no lo saben sepan cómo fue fallado. Supongamos que vuestros obispos no aceptan esta proposición. ¿Perderéis algo por dar a conocer vuestra voluntad, para que no sea reprendida con razón vuestra desconfianza? Por el contrario, ganáis. ¿Pensáis que eso os es imposible? Recordad que el Señor Cristo habló acerca de la ley hasta con el diablo; que conferenciaron con el apóstol Pablo no sólo los judíos, sino también los filósofos gentiles de las escuelas de los estoicos y de los epicúreos. ¿Acaso las leyes de los emperadores os prohíben conferenciar con nuestros obispos? Conferenciad entretanto con los nuestros de la región de Hipona, en la que nos hacéis padecer tantas atrocidades. Por medio de vuestros partidarios de aquí pueden llegar a nosotros vuestros escritos con la mayor facilidad y libertad, pues nos llegan sus armas.

11. En fin, contestadnos a lo dicho por esos mismos hermanos que enviamos nosotros. Si aun eso rehusáis, oídnos en compañía de vuestros partidarios, que tanto nos hacen padecer. Mostradnos la verdad, por la que aseguráis que padecéis persecución, siendo así que somos nosotros los que soportamos la crueldad de los vuestros. Si nos convencéis de que estamos en un error, quizá nos dispensaréis de ser rebautizados por vosotros. Fuimos bautizados por quienes fueron condenados sin ser interrogados, y es muy justo que se nos otorgue lo que les fue otorgado a los bautizados por Feliciano Mustitano y Pretextato Assuritano en tan largo período de tiempo. Recordaréis que os empeñasteis durante mucho tiempo en expulsarlos de las basílicas por orden judicial, porque comulgaban con Maximiano, y habían sido expresa y nominalmente condenados con él en el concilio Bagaitano. Podemos demostraros eso con las actas judiciales y municipales, en las que os remitisteis a vuestro mismo concilio. Queríais mostrar a los jueces que se trataba de expulsar de las basílicas a unos cismáticos vuestros. Pero, en cambio, vosotros, que os separasteis del mismo linaje de Abrahán, en el que habían de ser bendecidas todas las gentes, no queréis ser expulsados de vuestras basílicas, y no ya por orden judicial, como vosotros hicisteis con vuestros cismáticos, pero ni por disposición de los mismos reyes de la tierra, que adoran a Cristo en conformidad con el cumplimiento de la profecía. Y eso que ante ellos acusasteis a Ceciliano, aunque para terminar retirándoos vencidos.

12. Si no queréis ni oírnos ni enseñarnos, venid o enviadnos algunos a la región de Hipona, para que vean estas vuestras hordas armadas. Seguramente ningún soldado romano añadió al número de los tormentos el haber aplicado cal viva con vinagre a los ojos de los bárbaros. Si también os negáis a eso, escribidles para que cambien de conducta, para que desistan de matar, despojar y cegar a los nuestros. No queremos deciros: «Condenadlos». Vosotros sabréis por qué no os deshonran ésos, que son verdaderos bandidos dentro de vuestra comunión, según hemos demostrado, y, en cambio, nos deshonran a nosotros aquellos cuya traición nunca pudisteis demostrar. De todo esto elegid lo que gustéis.

Y si despreciáis nuestras querellas, nunca nos arrepentiremos de haber procedido dentro del orden más pacífico. El Señor asistirá a su Iglesia, de modo que más bien os tengáis que arrepentir vosotros de haber despreciado nuestra humildad.