Tema: El conocimiento de la voluntad de Dios.
Agustín saluda en el Señor a Paulino y Terasia, hermanos santosy amados de Dios, justamente venerables y deseados.
Hipona. A finales del año 404.
1. Cuando nuestro carísimo hermano Celso vino a reclamarme la carta, me apresuré a saldar mi deuda. No dudéis de mi apresuramiento. Mientras pensaba yo que se quedaría algunos días conmigo, halló de pronto ocasión de hacerse a la vela, y ya de noche me anunció su propósito de partir al día siguiente. ¿Qué hacer? Detenerle no podía, y, aunque pudiera, no debía, puesto que iba a vosotros, con quienes se encuentra más a su gusto. Por eso me apresuré a dictarle y entregarle esta pequeñez, confesándome deudor de una carta más prolija cuando me haya dejado satisfecho la vuelta de los venerables hermanos Teasio y Evodio, mis colegas. Porque espero, en el nombre y auxilio de Cristo, que en su corazón y labios vendréis vosotros con mayor plenitud que en una carta. Pocos días antes de dictar la presente, os envié otra por mi hijo Fortunaciano, presbítero de la iglesia de Tagaste, el cual es un alma conmigo y partía hacia Roma. Os pido, pues, ahora lo que suelo pedir, para que vosotros hagáis lo que soléis hacer: rezar por mí para que el Señor contemple mi humildad y mi trabajo y perdone todos mis pecados1.
2. Si os dignáis aceptar mi propuesta, quiero tratar con vosotros aquellos puntos que trataríamos si estuviésemos juntos. Ya me solucionaste con cristiano entendimiento y devoción mi pequeña duda. Yo te la proponía poco ha como si juntos cambiásemos unas dulces palabras. Pero has sido breve y rápido en exceso. Podía haberse detenido y explayado un poco más en ese punto la gracia de tu lengua, glosando esa misma postura que determinadamente has adoptado y de la que deliciosamente te beneficias, según tus palabras, aunque, si a Dios pluguiere otra cosa, quedas dispuesto a anteponer la voluntad de Dios a la tuya. Porque dime: ¿cómo podemos conocer esa voluntad de Dios, que ha de anteponerse a la nuestra? ¿Tan sólo cuando aceptamos de buen grado lo que tenemos que aceptar por fuerza? En ese caso ejecutamos lo que no queremos; otorgamos nuestro consentimiento en atención a la voluntad de aquel cuya voluntad y excelencia no podemos rechazar y a cuya omnipotencia no podemos resistir. Por ejemplo, otro ciñó a Pedro y le llevó a donde él no quería2; fue a donde no quisiera, y, sin embargo, voluntariamente se sometió a una muerte violenta. ¿O es quizá también cuando podemos mantener en justicia nuestra actitud, pero sobreviene algo que nos muestra mejor la voluntad divina y nos invita a modificar la nuestra? En ese caso la nuestra es buena, y seguiría siéndolo si Dios no nos reclamase otra. Por ejemplo, no obraba mal Abrahán cuando criaba y educaba a su hijo con intención de seguir haciéndolo hasta el fin de sus días cuanto estaba de su parte; pero de pronto recibió órdenes de matarlo y cambió de actitud; y no porque la actitud anterior fuese mala, sino porque lo hubiese empezado a ser si no se modificara al recibir la orden3. Sin duda sustentas en este punto mi propia opinión.
3. Pero lo corriente es que nos veamos forzados a constatar la diferencia entre la voluntad de Dios y la nuestra, no por una voz del cielo, ni por un profeta, ni por una revelación o sueño, ni por ese arrebato de la mente que llamamos éxtasis, sino por circunstancias ocasionales que nos reclaman un cambio de plan. Por ejemplo, estamos determinados a salir de viaje y de pronto acaece algo; consultamos a la Verdad acerca de nuestra obligación y ella pone el veto a nuestro viaje. O, por el contrario, estamos determinados a quedarnos en casa y de pronto nos anuncian un acaecimiento; consultamos a la Verdad y nos obliga a partir. Te ruego que me expongas con mayor amplitud y precisión lo que opinas acerca de esta tercera especie de motivos que tenemos para cambiar de voluntad. Es frecuente que en tales circunstancias nos veamos turbados; es fácil omitir algo que se debía ejecutar por negarnos a cambiar de parecer. Cierto, nuestro parecer no era malo, pero se hace malo al postergar lo que ocasionalmente debería anteponerse ahora. Si tal ocasión no se presentase, podríamos mantener nuestro plan, no sólo inocente, sino laudablemente. Fácil es engañarse en este punto, y por eso tiene tanta fuerza la sentencia profética: ¿Quién conoce sus pecados?4 Comunícame, por favor, tus opiniones, indicándome lo que sueles hacer tú en esas circunstancias o lo que tienes averiguado que se debe hacer.