Tema: Invitación a la concordia.
Agustín saluda en el Señor a Jerónimo, señor digno de veneración, hermano muy deseado y copresbítero.
Hipona. Año 404.
1 1. Creo que antes de que recibas esta carta habrán llegado a tus manos las misivas que te envié por el siervo de Dios e hijo nuestro el diácono Cipriano. Por ellas habrás conocido con certidumbre que era mía la carta cuyas copias dices que te han llegado. Por eso, juzgo que ya casi me veo zarandeado y sacudido como el atrevido Darete por tus respuestas, que serán como las enormes y duras manoplas de Entelo. No obstante, en esta carta respondo a las que te dignaste enviarme por nuestro santo hijo Asterio. En ellas hallé muchos indicios de tu benevolentísima caridad para conmigo y también otros de una ofensa mía hecha a ti. Así, mientras me deleitaba en su lectura, me iba hiriendo con ella. Lo que más me extrañó fue lo siguiente: estimas que no debías dar fe temeraria a las copias de mi carta, para no considerarte ofendido al responder; porque después yo podría reclamar diciendo, con razón, que ante todo debías haber demostrado que la carta era mía y luego contestar a tono con ella. A continuación mandas que te consigne claramente si la carta es mía o te envíe copias más verídicas, para que podamos disputar acerca de las Escrituras sin acidez de estómago. ¿Cómo podemos entrar en una discusión sin acidez, cuando ya te preparabas para herirme? Porque, si no te preparabas para herirme, ¿cómo podría yo considerarme herido por ti, sin haberme herido? ¿Cómo podría yo exigir con razón que ante todo debías haber probado que la carta era mía, para contestar a tono, es decir, para herir a tono con ella? Naturalmente, si tú no me herías al contestar, yo no podría reclamar con razón. Luego si contestabas para herir, ¿qué lugar nos queda para entrar en la discusión de las Escrituras sin acidez de estómago? Yo estoy muy lejos de considerarme ofendido si quieres y puedes demostrarme con razones firmes que has entendido mejor que yo aquel pasaje de la Epístola del Apóstol o cualquiera otro de las santas Escrituras. Por el contrario, lejos de mí el no mostrarme agradecido y enriquecido con mis ganancias si tus lecciones me instruyen y tus correcciones me enmiendan.
2. Hermano carísimo, cierto es que, si tú no te hubieses juzgado herido por mis escritos, no pensaras que pudieran herirme los tuyos. De ningún modo puedo creer que tú fueses capaz de escribir para herirme, si no te hubieras considerado ofendido. En fin, si pensaste que yo podía considerarme herido por mi excesiva estulticia, sin que tus escritos me diesen motivo, ya me ofendes al formar ese juicio sobre mi susceptibilidad. En ninguna forma debiste formar ese juicio temerario, puesto que nunca me habías tratado. ¡Como que no quisiste creer temerariamente a los ejemplares de mis cartas, aunque conocías mi estilo! Viste muy bien que yo había de reclamar con razón si dabas un crédito temerario a cartas que en realidad no eran mías. Pero ¿no hubiese reclamado yo con mayor motivo si hubiese juzgado temerariamente que yo era tal sin que quien así pensaba me conociese? No debiste, pues, insinuar que yo era tonto y podía sentirme herido con un escrito tuyo que era inofensivo.
2 3. Luego he de admitir que estabas dispuesto a herirme con tu respuesta si hubieses conocido con un documento fehaciente que la carta era mía. Y como no creo que fueses capaz de tratar de herirme injustamente, sólo queda que yo reconozca mi pecado: sin duda te herí yo primero con aquella carta, puesto que no puedo negar que es mía. ¿Por qué, pues, me fuerzo en ir contra corriente y no comienzo por pedir perdón? Te suplico por la mansedumbre de Cristo1 que, si te ofendí, me perdones y no devuelvas mal por mal, hiriéndome a tu vez. Y me herirás si me ocultas el error que quizá encuentras en mis dichos o hechos. Porque si reprendes en mí lo que no es reprensible, te hieres a ti más bien que a mí. Lejos de tus costumbres y santa profesión el pensar que puedes hacer tal por sólo el capricho de ofender, culpando en mí con malicioso diente lo que con tu entendimiento verídico ves que es irreprensible. Por ende, o le arguyes con benévolo corazón, aunque carezca del delito que consideras reprensible, o regalas con paterno afecto a quien no puedes rebatir. Puede suceder que la opinión que tienes sobre una cosa diste de la verdad, con tal que ninguna obra tuya diste de la caridad. Yo recibiré con el mayor agrado tu amigable crítica, aunque no merezca ser reprendido lo que no puede ser defendido con razón. O bien, finalmente, reconoceré a la vez tu benevolencia y mi culpa, y así quedaré en parte agradecido y en parte enmendado, gracias al beneficio de Dios.
4. ¿Por qué he de temer tus palabras, quizá duras, pero saludables como las manoplas de Entelo? Daretes era golpeado, no curado; era vencido y no sanado. En cambio, yo, si recibo con tranquilidad tu corrección medicinal, nada tendré que lamentar. Y si mi debilidad, por ser humana o por ser mía, no deja de resentirse un tanto, aunque se me reprenda con razón, mejor es que el tumor de la cabeza duela cuando es curado que no actuar para evitar el dolor. Esto es lo que vio con sagacidad aquel que dijo: «Con frecuencia son más útiles los enemigos que denuestan que los amigos que temen injuriar». Porque, cuando los enemigos increpan, dicen a veces hartas verdades que nos pueden corregir. En cambio, los amigos temen alterar la dulzura de la amistad, y así carecen de la necesaria libertad de la justicia. Si te consideras como un buey que ha agotado su organismo, pero no el vigor de su espíritu, sudando con fructífero trabajo en la era del Señor, aquí me tienes: si algo malo dije, afianza mejor el pie. No debe resultarme molesta la pesadumbre de tu edad, con tal de que sea trillada la paja de mi culpa.
5. He ahí por qué, cuando leo y recuerdo las palabras que pusiste al fin de tu carta, suspiro con un ardiente afán. «¡Ojalá, dices tú, mereciera yo tu abrazo y con el mutuo forcejeo te enseñare algo o lo aprendiese de ti!» Y yo digo: ¡Ojalá por lo menos habitásemos en lugares menos alejados por la distancia! Si no podemos mezclar nuestras palabras, podrían las cartas ser más frecuentes. Porque ahora es tal la distancia que separa nuestros sentidos, que recuerdo haber escrito en mi juventud a tu santidad una carta acerca de unas palabras del Apóstol a los gálatas, y heme aquí ya viejo, sin haber merecido todavía una contestación. Copias de esa carta, que yo te dirigí, han podido llegarte, gracias a no sé qué coyuntura que se adelantó a mí, con más facilidad que la carta misma que yo procuré hacerte llegar. El correo que se encargó de mi carta, ni pudo a ti llegar ni pudo volver a mí. Ahora bien, en los escritos tuyos que yo he podido tener en las manos descubro tal conocimiento de las letras, que no habría para mí mejor método de estudiar que pegarme a tu costado, si me fuese posible. Y ya que no puedo realizarlo, alimento el propósito de enviarte alguno de mis hijos en el Señor para que se forme a tu lado. Dígnate contestarme también sobre ese punto. Porque no tengo ni podré ya adquirir la ciencia de las divinas Escrituras que descubro en ti. Todo lo que poseo de esa ciencia tengo que emplearlo sin tino en el pueblo de Dios. Y las ocupaciones eclesiásticas me impiden en absoluto el entregarme a otros estudios con mayor diligencia que la que reclama la predicación al pueblo.
3 6. No sé qué escritos maldicientes han llegado al África, mancillando tu nombre. He recibido lo que te dignaste enviarme, en defensa propia contra tales maledicencias. Cuando lo leí, lamenté mucho, lo confieso, que haya podido crearse tal peste de discordia entre dos tan queridos y familiares deudos, unidos por un vínculo de amistad ya célebre en casi todas las iglesias. Por lo que toca a ti, bastante se descubre lo mucho que te refrenas, lo mucho que escondes los dardos de la indignación, para no devolver maledicencia por maledicencia. Y, con todo, al leerte, languidecí de dolor y me sentí rígido de temor. ¿Qué me hubiese pasado si me hubiesen llegado a mí las maledicencias que el otro escribió contra ti? ¡Ay del mundo por los escándalos!2 He aquí que acaece, he aquí que se cumple lo que la Verdad dijo: Porque abundará la iniquidad, se enfriará la caridad de muchos3. ¿Qué corazones fieles podrán unirse con sosiego? ¿A qué sentimientos podrá arrojarse con seguridad y sin reserva el amor? En fin, ¿qué amigo no será temido como un futuro enemigo, cuando pudo surgir entre Rufino y Jerónimo este pleito que lamentamos? ¡Oh mísera y lamentable condición! ¡Oh infiel ciencia de lo presente, puesto que en la voluntad de los amigos no se da la presciencia de lo futuro! Mas ¿por qué pienso que se ha de lamentar esto entre dos, cuando un mismo hombre no sabe quién será mañana? Ahora puede saber de algún modo, aunque restringido y problemático, lo que es; pero ignora en absoluto lo que será en el porvenir.
7. No se me alcanza no sólo esta ciencia de saber quién se es de presente, sino tampoco esa presciencia de saber quién se será, si es que se da en los santos ángeles y bienaventurados; no veo cómo pudo ser el diablo bienaventurado en otro tiempo, cuando era todavía ángel bueno, si conocía ya su futura iniquidad y eterno suplicio. Sobre este punto, si es que vale la pena de conocerlo, quisiera escuchar tu sentir. Mira lo que hacen los mares y la tierra, que corporalmente nos separan: si esta carta que lees fuese yo mismo en persona, al momento le darías tu contestación. En cambio, ahora, ¿cuándo contestarás? ¿Cuándo remitirás tu contestación? ¿Cuándo la recibiré? ¿Cuándo llegará? ¡Y aun ojalá que eso acaezca alguna vez, aunque no sea tan pronto como quiero! Yo lo toleraré con la mayor paciencia que pueda. Por eso recurro a aquellas dulcísimas palabras de tu carta, transidas de tu santo anhelo, para hacerlas mías a mi vez: « ¡Ojalá mereciera tu abrazo y con el mutuo forcejeo te enseñase algo o lo aprendiese de ti», si es que puede ocurrir en modo alguno que yo te enseñe algo.
8. Esas palabras ya no son sólo tuyas, sino también mías. En ellas me deleito, reanimo y consuelo en gran parte, aunque nuestro mutuo afán quede siempre pendiente y nunca se colme. Pero, al mismo tiempo, esas palabras me hirieron con agudas punzadas de dolor, al considerar que Dios os había otorgado a Rufino y a ti, larga y generosamente, ese mismo anhelo que nosotros abrigamos ahora, para que unidos y compenetrados paladeaseis las mieles de las santas Escrituras. Y, no obstante, sobrevino una ruptura tan amarga. ¿Cuándo, dónde y a quién no hay que temer? Habíais depuesto ya la carga secular; caminabais ligeros a zaga del Señor, y convivíais juntos en aquella tierra que el Señor holló con sus pies humanos y en que saludó diciendo: Mi paz os doy, mi paz os dejo4. Y, sin embargo, en esas circunstancias pudisteis ser víctimas de la enemistad, aunque erais de edad madura y habitabais en el trato con Dios. En verdad, tentación es la vida del hombre sobre la tierra5. ¡Ay de mí, que no puedo encontraros juntos en parte alguna! Según son mi impresión, mi dolor y mi temor, seguramente me arrojaría a vuestros pies, lloraría cuanto pudiese, rogaría con todo mi amor, ya a cada uno en favor de sí mismo, ya a cada uno en favor del otro, especialmente en favor de los demás, y más especialmente de los débiles, por los que murió Cristo6. Ellos os están contemplando como en el teatro de esta vida con gran peligro personal. No difundáis por escrito asuntos personales vuestros, sobre los que no queréis poneros de acuerdo y que no podréis borrar ni aun cuando lleguéis a ese acuerdo. No discutáis más sobre cosas que temáis leer una vez que hayáis hecho las paces.
9. Digo lo que siento a tu caridad: nada me ha sobresaltado tanto como este caso lamentable, puesto que en la carta que me diriges descubro indicios de tu indignación para conmigo. No me refiero a lo de Entelo y a lo del buey cansado, pues eso más parece una broma apacible que una amenaza colérica de tu parte; me refiero a lo que pareces consignar en serio, al decir: «no sea que, si por ventura te ofendo, reclames con razón». Sobre eso ya he hablado antes, más quizá de lo que exigía mi deber, menos que lo que pedía mi temor. Te confieso que, si podemos hallar algo para discutir, con que podamos alimentar el corazón sin amargura ni discordia, lo hagamos. Mas, si yo no puedo decir lo que, a mi juicio, se debe tachar en tus escritos, o si tú no puedes enjuiciar los míos, sin que surja al momento la sospecha de envidia o sin lesionar la amistad, abandonemos esto en provecho de nuestra vida y salvación. Arriesgar la ciencia, que infla, es preferible a arriesgar la caridad, que edifica7. Yo me considero muy distante de aquella perfección de que está escrito: Si alguien no ofende de palabra, ése es perfecto varón8. Pero creo que, con la misericordia de Dios, estoy pronto a pedirte perdón si en algo te ofendí; tú me lo dirás, para que al escucharte yo ganes a tu hermano9. No puedes corregirme a solas, por la distancia que nos separa; pero no por eso debes dejarme errar. Por lo que toca a los puntos mismos que deseamos aclarar, yo me esforzaré en mantener el punto de vista que sé que es verdadero, o me lo parece, o lo sospecho, aunque tú opines lo contrario, pero sin injuriarte, con la ayuda de Dios. Por lo que toca a tu ofensa, nada haré sino pedirte perdón cuando reconozca que estás injuriado.
10. Conozco que no podrías haberte molestado si yo no hubiese dicho lo que no debí o lo hubiese dicho como debí; no es extraño que nos conozcamos mutuamente peor que nos conocen nuestros familiares y allegados. Yo confieso que me doy enteramente a la caridad de ellos, cansado como estoy de los escándalos del siglo. En esa caridad descanso sin recelo, porque en ella siento a Dios, en quien me arrojo seguro y en quien reposo quieto. En esta mi seguridad, no temo a ese mañana incierto de la fragilidad humana del que arriba me lamenté. Cuando veo a un sujeto inflamado en la caridad cristiana y siento que por ella se hace amigo mío y fiel, me hago cargo de que todos los pensamientos que le confío no se los confío a un hombre, sino a Dios, en quien él permanece cuando es caritativo: Dios es caridad, y quien permanece en caridad, en Dios permanece10. Si él se aparta de la caridad, necesario es que me produzca tanto dolor como me había antes producido alegría. Pero, cuando de amigo se trueca en enemigo, ya puede en su astucia inventar lo que no hay, con tal de que no pueda en su cólera descubrir ningún mal existente. Cada cual puede conseguir esa seguridad, no ocultando lo que hizo, sino evitando hacer lo que quisiera ocultar. La misericordia de Dios concede a los buenos y piadosos el poder vivir con libertad y seguridad entre cualesquiera enemigos futuros, sin descubrir los pecados que los amigos les confían y sin confiar a los amigos pecados cuya publicación teman. Cuando un maldiciente finge un delito falso y se le cree en absoluto, la víctima conserva su virtud, aunque la fama le fustigue. En cambio, el mal que se comete es un enemigo interior, aunque ningún amigo lo publique por ligereza de lengua o por despecho. Cualquiera persona ponderada ve con qué tolerancia llevas tú, con el solo consuelo de tu conciencia, el increíble encarnizamiento presente de quien fue en otro tiempo tu amigo y familiar. ¿Quién no ve que conviertes en armas siniestras, con las que hay que combatir al diablo no menos que con las diestras, todo eso que Rufino te levanta, y que quizás algunos creen? De todos modos, yo preferiría que Rufino fuese más moderado, aunque tú no fueses tan tolerante y buen luchador. Maravilla grande y triste es que tales amigos hayan llegado a tal punto de enemistad. Gozo incomparable será que tales enemigos vuelvan a la amistad antigua.