Tema: Réplica a la anterior.
Jerónimo a Agustín, señor verdaderamente santo y beatísimo padre.
Belén. A finales del año 403 o comienzos del 404.
1 1. Insistes en dirigirme cartas y sin cesar me instas a que conteste a una cierta misiva tuya, de la cual me han llegado algunas copias, como ya escribí, en manos del diácono Sisinio. Venían sin firma tuya, y, según me indicas, las enviaste primero por el hermano Profuturo y después por no sé quién otro. Dices que Profuturo interrumpió su viaje por haber sido aclamado obispo y luego arrebatado por la muerte veloz. Añades que ese otro, cuyo nombre callas, temió los peligros del mar y cambió el rumbo de la navegación. Siendo esto así, nunca me maravillaré bastantemente de que sean muchos los que en Roma y en Italia tienen la carta que me escribiste, según se dice, y sólo no haya llegado a mí, para quien únicamente fue escrita; máxime teniendo en cuenta que el mismo hermano Sisinio asegura que la encontró entre los demás ensayos tuyos, pero no en África ni en tu país, sino en la isla de Adria hace ya cinco años.
2. Retiremos toda sospecha acerca de nuestra amistad y hablemos con el amigo como se debe hablar, es decir, como con otro yo. Algunos familiares míos y vasos de Cristo, que son muy numerosos en Jerusalén y en los Santos Lugares, me han sugerido que tú no habías obrado con nobles intenciones, sino que buscabas el aura, las palmas y la gloriecilla popular, para crecer a costa mía: por tu carta conocerían muchos que tú me desafiabas y que yo te temía; que tú escribías como un sabio y que yo me callaba como un indocumentado; que al fin se había encontrado quien pusiera tasa a mi garrulería. Pero yo, para confesarlo con sencillez, no he querido contestar antes a tu dignación, porque no creía enteramente que fuese tuya esa carta, ese puñal engrasado de miel, como el proverbio vulgar dice de ciertas cosas. Además, rehusaba escribir por no parecer que respondía con procacidad a un obispo de mi comunión y que reprendía ciertos puntos de la crítica de tu carta; máxime que yo juzgaba que contenía puntos heréticos.
2 3. En fin, si yo obraba con precipitación, tú podrías querellarte con justicia y decir: «¡Cómo! ¿Habías visto ya que era mía la carta y constatado en la firma los signos de una mano para ti conocida? ¿Por qué fuiste tan fácil para herir al amigo y has trocado en injuria mía la malicia de un consejero?» Por lo tanto, como ya te he dicho, envíame la misma carta, firmada por tu mano, o deja de molestar a un anciano que vive escondido en su celdilla. Si quieres ejercitarte u ostentar tus conocimientos, busca jóvenes elocuentes y nobles, pues cuentan lenguas que hay un sinnúmero de ellos en Roma. Esos podrán y osarán disputar contigo y llevar el yugo con un obispo en la discusión de las Sagradas Escrituras. Antaño fui soldado y hoy soy un veterano. Mi misión es saludar las victorias tuyas y las de los otros, no pelear de nuevo con un organismo agotado. Mira, no sea que, si me incitas con frecuencia a contestarte, me acuerde de aquella historia en que Quinto Máximo quebrantó con su paciencia los entusiasmos juveniles de Aníbal. «Con la edad pasa todo; el entusiasmo también. Bien recuerdo que pasé cantando, cuando era niño, largos días. Ya olvidé tantos cantares. La misma voz ya rehúye a Meris».
O para hablar más bien de las santas Escrituras, aquel buen Bercelai de Galaad, al declinar en su joven hijo los privilegios y delicias que le ofrecía el rey David1, mostró que la ancianidad no debe codiciar esas cosas ni aceptarlas si se le brindan.
4. Juras que no has escrito un libro contra mí ni has podido enviar a Roma un libro que no escribiste, pero que, si por ventura se encuentra algo en tus escritos en discrepancia con mi opinión, no debo pensar que me ofendes, sino que dices lo que te parece recto. Te ruego que me escuches con paciencia. No escribiste el libro; pues ¿cómo me han sido entregados por mano ajena un escrito y una reprensión tuya para mí? ¿Cómo se lee en Italia lo que tú no escribiste? ¿Por qué me pides que conteste a lo que niegas haber escrito? No soy tan cretino que me juzgue ofendido porque tu opinión sea distinta de la mía. Pero si reprendes mis dichos y me pides razón de lo que tengo escrito; si me fuerzas a enmendar lo que escribí y me provocas a cantar la palinodia; en fin, si añades que vas a devolverme la vista, no dirás que no se pone en peligro la amistad y que no se lesionan los derechos de la familiaridad. No parezca que contendemos puerilmente; no demos ocasión de contender entre sí a nuestros parciales y de que se regocijen nuestros detractores. Te digo esto porque deseo amarte sencilla y cristianamente, sin retener en el alma nada que esté en desacuerdo con los labios. No está bien que, después de haber sudado y trabajado dentro del monasterio con los santos hermanos, desde mi adolescencia hasta mi ancianidad, ose ahora escribir contra un obispo de mi comunión, y precisamente contra un obispo a quien comencé a amar antes de conocerle, que se adelantó a ofrecerme su amistad, cuya aparición en los estudios de Sagrada Escritura saludé como la de un sucesor mío. Por ende, o niega que el libro es tuyo, si acaso no lo es, y deja de reclamar respuesta a un escrito que no es tuyo; o, si es tuyo, confiésalo ingenuamente, para que, si digo algo en mi propia defensa, sea tuya la culpa, por haberme provocado, y no mía, por haberme visto obligado a contestar.
3 5. Añades luego que estás dispuesto a aceptar fraternalmente la extrañeza que me causen tus escritos o cualquiera corrección que yo quisiera darte, y que en ello no sólo te alegrarás de mi benevolencia para contigo, sino que me suplicas que lo haga. De nuevo te digo lo que siento: desafías a un anciano, provocas al que calla, parece que te jactas de tu saber. Pero no es propio de mis años mostrarme malévolo hacia aquel a quien más bien debo favorecer. Si los perversos se esfuerzan por hallar puntos reprensibles en los Evangelios y Profetas, ¿podría causarte extrañeza que en tus libros haya algo que parezca apartarse de la línea recta, máxime tratándose de la exposición de las Escrituras, que son oscurísimas? Con esto no quiero decir que ya piense que hay algo que reprender en tus escritos. En realidad nunca me he puesto a leerlos; no hay aquí abundancia de tales ejemplares, fuera de tus libros de los Soliloquios y de ciertos pequeños comentarios a los Salmos. Si quisiese discutir estos últimos, te advertiría que discrepan, no diré de mí, que no soy nada, sino de las interpretaciones de los antiguos autores griegos. Adiós, amigo mío, carísimo, hijo por la edad y padre por la dignidad. Un último ruego: procura que lo que me escribas lo hagas llegar ante todo a mí.