CARTA 44

Traducción: Lope Cilleruelo, OSA

Tema: Controversia donatista.

Agustín a los hermanos Eleusio, Glorio y los Félix, hermanos amadísimos y dignos de elogio.

Hipona: En el año 397 probablemente.

1. Cuando fui, aunque con prisas, a la iglesia de Cirta, hallé, al pasar por Tubursico, a Fortunio, a quien allí tenéis de obispo. Le encontré lleno de bondad, según soléis presentarlo. Alegué ante él esas mismas palabras que vosotros me habíais dicho acerca de su persona para poder visitarle, y accedió. Le visité, pues, ya que su edad exigía que yo tuviese para con él esa deferencia antes de obligarle a adelantarse a visitarme. Fui en compañía de no pocos que con una coyuntura casual había reunido junto a mí. Cuando nos sentamos en su casa, corrió el rumor por la villa, y acudió a nosotros una muchedumbre no corta. Pero nos pareció que en toda aquella muchedumbre había muy pocos capaces de discutir útil y saludablemente la causa, pocos que tuvieran bastante prudencia y sobriedad para discutir una cuestión tan seria sobre punto tan importante. Los demás venían a contemplar el espectáculo de nuestra disputa, a estilo del teatro, más bien que a instruirse por devoción en la salud cristiana. Por eso, ni pudieron guardarnos el debido silencio ni prestarnos atención para hablar, por lo menos con modestia y orden, exceptuados, como dije, unos pocos, cuya atención religiosa y sencilla se echaba de ver. Todo era turbado con el estrépito de los que parloteaban inmoderada y libremente, cada cual según el movimiento de su ánimo, y no pudimos lograr, ni yo ni Fortunio, ni con ruegos, ni con reproches, que nos prestasen un momento de silencio.

2. De todos modos, empezó a tratarse la cuestión y empleamos varias horas hablando, ya el uno, ya el otro, en cuanto nos lo permitían los descansos de los alborotadores. Pero ya al principio de nuestra discusión vimos que nuestras palabras se borraban de la memoria; de la nuestra y de la de aquellos cuya salvación procurábamos. Así, pedimos que los notarios fuesen escribiendo las palabras, para que nuestra discusión fuese más cauta y modesta y, juntamente, para que vosotros y los demás hermanos ausentes leyeseis y conocieseis lo que habíamos tratado entre nosotros. Largo tiempo resistieron Fortunio o los que estaban conformes con él. Mas al fin él se rindió. Los notarios presentes, que sólo heroicamente podían cumplir su cometido, se negaron a escribir, no sé por qué causa. Entonces hicimos que los hermanos que estaban con nosotros, aunque fuesen más despacio, escribiesen, prometiéndoles que dejaríamos allí las tablillas. Se produjo el acuerdo. Comenzaron a tomar nota de nuestras palabras y algunas, de una y otra parte, pasaron a las actas. Luego, estos notarios no pudieron tampoco resistir las interpelaciones desordenadas de los alborotadores; nuestra disputa creció en turbulencia, y se pararon. Nosotros insistimos hablando a granel, cada uno según podía. He reunido todas mis palabras, en cuanto las he podido recordar; no he querido privar a vuestra caridad de la investigación de toda la causa. Podéis leerle mi carta a Fortunio, para que corrobore que he escrito la verdad, o él haga indicaciones sin miedo, si lo recuerda mejor que yo.

3. Empezó Fortunio ensalzando con benevolencia mi vida, diciendo que la conocía por vuestra información, que sin duda fue más amable que verdadera; añadió que él os había contestado que yo hubiera podido hacer bien todo eso que le contabais, si lo hubiese ejecutado dentro de la Iglesia. Yo le pregunté cuál era esa Iglesia, en la que era preciso vivir de ese modo. ¿Era aquella que se ha difundido por todo el mundo, como la santa Escritura lo había profetizado antiguamente, o aquella que se reducía a una pequeña parte de africanos o de África? Aquí se esforzó él por afirmar que su comunión era universal. Le pregunté si podía él dar a quien yo le dijera cartas de comunión, de esas que llamamos formadas; afirmé que de este modo podía terminarse con suma facilidad nuestra cuestión, como era notorio a todos. Yo estaba dispuesto, si él accedía, a enviar tales cartas a aquellas iglesias que, según las autoridades apostólicas, leemos que ya estaban fundadas en tiempo de los apóstoles.

4. Mas la cosa era abiertamente falsa, y, después de cruzarnos algunas razones, dejamos ese punto. En esas razones citó él la amonestación evangélica que dice: Guardaos de los seudoprofetas; muchos vendrán a vosotros con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces; por sus frutos los conoceréis1. Yo le advertí que esas palabras del Señor se las podíamos aplicar a ellos. Entonces pasamos a la exagerada persecución que, según él, había soportado su partido con frecuencia: quería mostrar así que los suyos eran los cristianos, puesto que padecían persecución.

Yo me preparaba a contestar con el Evangelio, cuando él se adelantó a citar aquel capítulo en que el Señor dice: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos2. Celebré la cita, y añadí que cabalmente eso era lo que se debía averiguar, si habían padecido persecución por la justicia. Aquí quería yo que se discutiera lo que estaba en la conciencia de todos, a saber: si los tiempos macarianos les habían sorprendido dentro de la Iglesia o ya separados por el cisma; los que quisiesen saber si habían padecido persecución por la justicia, debían antes averiguar si se habían separado con razón de la unidad de todo el mundo. Si lo habían hecho sin razón, es claro que hubieran padecido persecución por la injusticia más bien que por la justicia; por lo tanto, no podían contarse en el número de los bienaventurados de quienes se dijo: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia. Aquí salió a relucir la consabida, más famosa que cierta, entrega de los códices. Los nuestros contestaron que los principales de ellos fueron más bien los traidores, y que, si no querían creer sobre este punto a nuestros documentos, tampoco nosotros estábamos obligados a creer a los de ellos.

5. Yo corté esta cuestión dudosa, para preguntar cómo pudieron ellos separarse con razón de los demás cristianos inocentes, que guardaban el orden de la sucesión episcopal por el mundo entero, orden organizado en iglesias antiquísimas; ellos ignoraban en absoluto quiénes habían sido en África los traidores; no podían comulgar sino con aquellos que por oídas ocupaban las sedes episcopales en su opinión. Respondió Fortunio que las iglesias de ultramar habían sido inocentes hasta el día en que consintieron que se derramara la sangre de los que sufrieron la persecución macariana. Le advertí que yo podía decir que la malicia del tiempo macariano no había podido contaminar la inocencia de las iglesias transmarinas, mientras no se probase que ellas fueron la causa de lo que hizo Macario. Por abreviar, preferí preguntar si, ya que las iglesias transmarinas habían perdido la inocencia, por la crueldad de Macario, desde el momento en que consintieron en ella, podía probarse, por lo menos, que hasta ese tiempo los donatistas habían permanecido en la unidad con las iglesias orientales y las demás partes del mundo.

6. Entonces Fortunio sacó un escrito para demostrar que el concilio sardicense había enviado cartas a los obispos africanos que eran de la comunión de Donato. Cuando se leyó, oímos el nombre de Donato, citado entre los otros obispos a quienes el concilio había escrito. Entonces empecé a exigir que se me dijera si ese Donato era aquel de quienes los cismáticos recibieron el nombre, porque podría suceder que el concilio escribiese a algún otro Donato, obispo de otra herejía, sobre todo teniendo en cuenta que en aquellos nombres no se mencionaba para nada el África. Pregunté cómo podría probarse que bajo aquel nombre se entendía el Donato obispo del partido de Donato, cuando ni siquiera podía probarse que aquellas cartas habían sido enviadas de un modo especial a los obispos de las iglesias africanas. Aunque el nombre de Donato suele ser africano, no estaba en contradicción con la verdad el que alguien llamado en otros países con un nombre africano o que algún africano hubiese sido ordenado obispo en aquellas partes. En las cartas no se halló ni fecha ni cónsul, para poder deducir nada por razón del tiempo. No sé cuándo, había oído yo que los arríanos, al discrepar de la comunión católica, habían tratado de unirse a los donatistas de África. El hermano Alipio me lo recordó al oído. Tomé el escrito, consideré lo establecido por el mismo concilio, leí que Atanasio era el obispo católico de Alejandría (cuya lucha y discusiones enconadas se habían destacado contra los arríanos) y que Julio era el obispo de la iglesia romana. Ahora bien, a ambos se les reprobaba en el concilio sardicense. Así, convinimos en que se trataba de un concilio de arríanos, a quienes esos obispos católicos hacían una resistencia ardorosa. Para discutir con más atenta diligencia la fecha, quise que Fortunio me dejara llevar conmigo el escrito. No quiso dejármelo, alegando que allí lo tengo cuando quiera consultar algo en él. Le rogué que me permitiese estampar en él mi firma. Temí, lo confieso, que si yo se lo pedía más tarde, por exigirlo quizá alguna causa, me presentasen uno por otro. Tampoco accedió a esto.

7. En cambio, empezó a insistir en que yo contestase brevemente a su pregunta, a saber, si yo tenía por justo al perseguidor o al que padece la persecución. Yo le contesté que la pregunta estaba mal formulada, puesto que ambos, perseguidor y perseguido, podían ser inicuos, o podía ser más injusto el perseguido que el perseguidor. De que alguien sea perseguido no se sigue que sea justo, aunque frecuentemente suceda así. Viendo yo que él se detenía mucho en demostrar la justicia cierta de su partido por el mero hecho de haber padecido persecución, le pregunté si tenía por justo y cristiano a Ambrosio, obispo de la iglesia de Milán. Se veía obligado a negar que aquel varón fuese cristiano y justo. Si lo concedía, yo le objetaría que cabalmente los donatistas pensaban que debía ser rebautizado. Fortunio, pues, se veía obligado a decir cosas en contra de la justicia y cristiandad de Ambrosio. Yo le recordé la gran persecución que había afrontado, mientras su basílica estaba rodeada de soldados armados. Le pregunté, además, si tenía por cristiano y justo a Maximiano, que había originado un nuevo cisma en Cartago dentro de la secta donatista. Fortunio tenía que negarlo, pero yo le recordé que Maximiano había sufrido una persecución tan violenta, que su basílica fue derribada hasta los cimientos. Yo pretendía obligarle, a poder ser, con estos ejemplos, a que dejase de afirmar que el padecer persecución es una prueba certísima de justicia cristiana.

8. Me narró también lo que hicieron sus mayores al principio del cisma: deseando disimular la culpa de Ceciliano, para no provocar un cisma, nombraron un vicario para el pueblo de su comunión que habitaba en Cartago, antes de ordenar a Mayorino como rival de Ceciliano. Decía Mayorino que los nuestros habían asesinado a ese vicario en una reunión. Confieso que era la primera vez que lo oía, no obstante los muchos crímenes que ellos nos objetaban y que eran refutados por los nuestros, los cuales echaban en cara, además, a los donatistas otros mayores y más numerosos. Cuando Fortunio terminó su narración, comenzó a preguntarme con insistencia a quién tenía yo por justo, al asesino o al asesinado, como si todo estuviese ya probado como él lo contaba. Le contesté, pues, que lo primero era averiguar si ello era cierto, ya que no pueden creerse temerariamente todas las cosas que se dicen; además, podía suceder que ambos fuesen malos y aun que alguien matase a otro peor que él. De hecho puede suceder que el que rebautiza al hombre entero sea más criminal que quien quita la vida sólo del cuerpo.

9. Ya no había para qué averiguar lo que a continuación me preguntó. Decía él que los cristianos y justos no debieron asesinarle, aunque fuese malo, como si yo llamase justos a los que ejecutan tales acciones dentro de la Católica. Sin embargo, esos crímenes que nos achacan son más fáciles de contar que de probar; en cambio, sus obispos, presbíteros y clérigos en general reúnen turbas de furiosos y cometen, donde pueden, innumerables asesinatos y estragos, no sólo a los católicos, sino a veces con los mismos de su partido. Siendo esto así, Fortunio disimulaba los hechos criminales de los suyos, que él conoce mejor que yo; insistía en pedirme nombres de justos que hubiesen matado a otros, aunque éstos fuesen malos. Esto era salirse de la cuestión, puesto que yo confesaba que no son buenos los que obran así, dondequiera que así se obre bajo el nombre cristiano. Para que se diese cuenta de la cuestión, le contesté preguntando si le parecía que Elías había sido justo. No lo pudo negar. Yo entonces le cité los muchos seudoprofetas que mató con sus propias manos3. Entonces vio lo que tenía que haber visto, a saber, que en aquel tiempo otras cosas les eran lícitas a los justos, pues lo hacían en espíritu profético y con la autoridad de Dios, quien sin duda conoce para quién es un beneficio el ser muerto. Fortunio entonces me exigía que yo le indicase algún justo que en tiempo del Nuevo Testamento hubiese matado a otro, aunque éste fuese criminal e impío.

10. Volvimos al problema arriba planteado, en que yo trataba de hacerle ver que no podíamos argüirles por sus crímenes, ni ellos tampoco a nosotros por los nuestros, si por ventura se daban esos casos. Le hice ver que en el Nuevo Testamento no podía darse que un justo matase a nadie, pero que podía probarse, con el mismo ejemplo del Señor, que los inocentes debían tolerar a los delincuentes. Cristo admitió entre los inocentes al mismo que le entregó, y que había recibido la paga de su comisión; recibió hasta el último ósculo de paz, y eso que advirtió a los inocentes que entre ellos había un tal hombre; llegó hasta a dar a todos en común el primer sacramento de su cuerpo y de su sangre, sin excluir al traidor4.

Ante este ejemplo, que produjo impresión a casi todos, trató Fortunio de defender que antes de la pasión del Señor la comunión con el criminal no dañaba a los apóstoles, porque aún no tenían el bautismo de Cristo, sino el bautismo de Juan. Al decir eso, le pregunté yo por qué estaba escrito que Jesús bautizó mas que Juan, siendo así que no bautizaba El mismo, sino que bautizaba por medio de sus discípulos5. ¿Cómo daban lo que no habían recibido? Eso es lo que los donatistas suelen decir. ¿Bautizaba acaso Cristo con el bautismo de Juan? Desde este punto de vista iba yo a preguntar a Fortunio muchas cosas: ¿cómo Juan mismo preguntó acerca del bautismo de Cristo, diciendo que éste tenía la esposa y era el esposo? ¿Acaso estaba bien que el esposo bautizara con el bautismo de Juan, es decir, con el bautismo del amigo o del siervo? Además, ¿cómo pudieron los apóstoles recibir la Eucaristía, si no estaban bautizados? Y ¿cómo a Pedro, que quería que le lavara enteramente, le contestó Jesús: Quien se ha lavado una vez no necesita lavarse de nuevo, sino que está enteramente limpio?6 La limpieza total es el bautismo en el nombre del Señor, no en el de Juan, si el que lo recibe se presenta dignamente; y si se presenta indignamente, los sacramentos no permanecerán en él para su salvación, sino para su condenación, pero permanecerán. Como yo iba preguntando todo esto, Fortunio comprobó que no debía haber mencionado el bautismo de los discípulos del Señor.

11. De aquí pasamos a otro asunto, mientras de una y otra parte hablaban muchos, según podían. Alegaron ellos que todavía los seguirían persiguiendo los nuestros, y Fortunio me preguntó cómo me portaría yo en esa presunta persecución: si daría mi consentimiento a la crueldad o no daría consentimiento alguno. Yo le contesté que Dios veía mi corazón, cosa que ellos no podían hacer; que era temerario ese temor a la persecución, ya que, si ésta llegaba a ser una realidad, la promoverían los malos; y, finalmente, que peores que esos malos los tienen ellos en su partido. No por eso debíamos apartarnos de la comunión católica si ocurría algo contra nuestra voluntad, y aun a pesar de nuestra oposición, si es que podíamos oponer resistencia. Habíamos aprendido la tolerancia pacífica en el Apóstol, que dice: Soportándoos mutuamente con amor, cuidaos de mantener la unidad de espíritu en el vínculo de la paz7.

Afirmé que no mantenían esa paz y tolerancia aquellos que provocaron el cisma, para verse obligados a tolerar actualmente cosas más graves entre los suyos; ahora tienen mayor mansedumbre, para que no se rompa lo que está ya roto, y, sin embargo, se negaron a tolerar cosas más fáciles por la misma unidad. Añadí que nunca en los tiempos antiguos habían sido ensalzadas la unidad de la paz y la tolerancia con una recomendación tan calurosa como lo fueron con el ejemplo del Señor y con la caridad del Nuevo Testamento; y, sin embargo, los profetas y santos varones solían echar en cara al pueblo sus delitos, sin pretender por eso apartarse de la unidad y comunión de aquel pueblo en la participación de los sacramentos que entonces había.

12. De aquí se pasó, no sé cómo, a recordar al obispo Genetlio, de feliz memoria, porque suprimió no sé qué constitución dada contra los donatistas y no permitió que fuese ejecutada. Todos lo alababan y exaltaban con gran bondad. Pero en medio de las alabanzas yo dejé caer que, si el mismo Genetlio hubiese caído en sus manos, hubiesen creído que había que rebautizarlo. Ya estábamos hablando de pie, porque urgía el tiempo de retirarnos. El anciano Fortunio dijo claramente que ya estaba previamente establecido el canon por el que tenían que rebautizar a cualquiera de nuestros fieles que pasase a ellos; se vio, en cuanto cabía, que manifestaba eso a la fuerza y con dolor de espíritu. Lamentaba abiertamente muchas maldades de los suyos y las confesaba, como lo confirma el testimonio de toda la ciudad; también era muy ajeno a tales hechos, y solía comentarlos con sus fieles, lamentándose modestamente; por eso yo cité aquel pasaje del profeta Ezequiel donde se dice claramente que ni los hijos responderán de la culpa del padre ni éste de la de los hijos: Porque como el alma del padre es mía, así es mía también el alma del hijo; porque el alma que pecare, ella sola morirá8. A todos les pareció bien que en tales discusiones no debíamos echarnos recíprocamente en cara las acciones de los malos. Sólo quedaba en pie la cuestión del cisma. Le exhorté, pues, a que con ánimo sosegado y pacífico se viniera conmigo a terminar la averiguación con un examen más serio. El me sugirió benignamente que yo sólo me preocupaba de eso, pero que los nuestros no lo querían. Una vez que me dio su promesa, me retiré para presentarle otros colegas míos, por lo menos diez, que deseaban esa misma averiguación con la misma benevolencia y mansedumbre y con igual afán piadoso que el que yo sentía, y que Fortunio había observado y aprobado en mí. Él me prometió traer otros tantos de los suyos.

13. Por lo tanto, os ruego y suplico por la sangre del Señor que le recordéis su promesa e insistáis sin tregua para que se termine lo que se comenzó, y que ya veis que casi toca a término. A mi juicio, es muy difícil que encontréis entre vosotros obispos con ánimo tan dispuesto, con una voluntad como la que he visto en este anciano. Al día siguiente vino él a verme. Ya habíamos comenzado a conversar de nuevo, pero me urgía la necesidad de la ordenación del obispo y no pude detenerme más tiempo con él. Por otra parte, había mandado yo aviso a Mayor, el de los celícolas, pues había oído que introducía entre ellos un nuevo bautismo y había seducido a muchos con ese sacrilegio; quería yo cambiar algunas impresiones con él, en cuanto lo permitía la escasez del tiempo. Fortunio vio que Mayor iba a venir, que tratábamos otro asunto y que él tenía que irse por no sé qué necesidad, se despidió de mí benigna y plácidamente.

14. Yo opino que debemos evitar esas turbas turbulentas, que nos sirven de impedimento más bien que de ayuda, y tratar con la ayuda de Dios este asunto que hemos empezado con ánimo amigable y sosegado. Podemos reunimos, por ejemplo, en alguna aldea no grande, en que no haya iglesia de ninguno de los dos partidos, aunque pertenezca al dominio de gente de mi comunión o de la vuestra. Tal es, por ejemplo, la villa Titiana. Y ya sea en Tubursica, ya en Tagaste, ya en el lugar citado o en otro que se indique, hagamos que estén allí ya los códices canónicos y cualesquiera documentos de una y otra parte que nos puedan servir. Dejaremos todo lo demás a un lado, sin que nos turbe molestia alguna, y nos entregaremos al asunto todos los días que podamos; cada uno rezará a Dios en casa de su huésped, y El nos ayudará, pues tan grata le es la paz cristiana. Así llevaremos hasta el fin la investigación de un asunto tan importante y con tan buen ánimo. Contestadme qué os parece a vosotros o a él sobre lo dicho.